Capítulo 17

HABÍA sido una noche infernal. Se había despertado varias veces empapada de sudor o temblando, aterida, con el corazón acelerado, como si se le fuera a salir del pecho. Zaira Orsato no solía enfermar, pero era sensible a los presentimientos y las pesadillas que la habían alterado no presagiaban nada bueno, a pesar de que se habían desvanecido en el duermevela.

Se despabiló y miró a su alrededor. La pálida luz del alba rozaba el contorno familiar de los muebles de su habitación. Bajó de la cama, se puso la bata y fue a abrir los postigos. Una lóbrega llovizna primaveral había sustituido al sol, que hasta el día anterior resplandecía en las aguas del rio de la Misericordia. Lo consideró un mal presagio.

Hizo un rápido examen de conciencia: en los últimos tiempos no había hecho nada temible. El uso que hacían sus clientes de lo que le compraban no era asunto suyo; por lo que sabía, las jóvenes a las que había asistido recientemente gozaban de buena salud; sus fármacos no eran más nocivos que los de los médicos licenciados y, sin duda, no eran más ineficaces que la carísima triaca, que, a pesar de que se elaboraba en las farmacias más célebres, jamás había curado a nadie.

Tocó la campanilla para llamar a Lisetta y, mientras la esperaba, se miró al espejo. Aún era una mujer hermosa, dueña de una abundante cabellera oscura, unos ojos resplandecientes, un seno generoso y una cintura juvenil. El malhumor se lo había causado la lluvia, eso era. Solo podía felicitarse por haber conseguido, con esfuerzo e inteligencia, que la conocieran en los ambientes adecuados y por haber amasado una discreta fortuna. Si hubiera seguido trabajando como comadrona habría tenido que contar las monedas, en cambio, gracias al comercio de las pociones y las cremas, y a sus lucrosos negocios ilegales, disfrutaba de una buena vida.

—¡Aquí estoy, ama!

Lisetta, con su habitual sonrisa estúpida dibujada en su cara redonda, debía ayudarla a vestirse. La había elegido entre varias jóvenes campesinas más listas que ella, porque le convenía que sus criados no fueran demasiado espabilados.

—¿La peino enseguida o quiere vestirse antes?

—Tráeme el vestido marrón y ayúdame a ponérmelo. —Zaira suspiró—. Después, claro está, nos ocuparemos del pelo. Ah, prepárame también el chocolate con baìcoli.

Después de desayunar, entró en el espacioso salón donde recibía a su clientela. Todo estaba en su sitio. Encima de un sillón se encontraba la capa azul bordada con estrellas plateadas que se ponía para predecir el futuro y en la mesa contigua había una baraja de tarot y una bola de cristal. Zaira sonrió al contemplar las herramientas de su oficio. Sabía que no tenía ninguna dote adivinatoria, pero ¿quién las necesitaba? Era suficiente intuir qué tipo de persona se sentaba delante de ella y predecir lo que la gente quería que le dijera. Unas cuantas preguntas bien hechas y sus conocimientos sobre la sociedad veneciana hacían el resto. Nadie se había quejado jamás.

Se quitó una llave pequeña que llevaba colgada del cinturón y abrió una puertecita oculta en la boiserie que se abría a una empinada escalera. Cerró bien la puerta a sus espaldas y empezó a subir. La luz que entraba por los dos tragaluces iluminaba una sala grande dominada por las vigas de madera que sostenían el techo. Aquel era su laboratorio secreto, allí donde, en las estanterías que cubrían las paredes, se encontraban en perfecto orden las sustancias con las que traficaba.

A la izquierda estaban los productos de belleza: las pomadas a base de rosas, lirios y flores de saúco y las de tártaro blanco con flores de romero para aclarar la piel, el agua de altramuces y azafrán para teñir de rubio el pelo, que después debía secarse al sol, y el jabón suave para cuidar la piel grasa. Unos artículos que, Zaira lo sabía, se podían comprar en cualquier tienda de agua, donde se servían zumos de fruta o jarabes sin alcohol, pero que sus clientes consideraban más eficaces cuando se les añadía santos óleos, para recuperar milagrosamente, gracias a ellos, la juventud perdida.

Zaira acarició distraída una hilera de tarros y botes de cristal morado con grabados de plata donde metía sus productos. Una cristalería de Murano se los fabricaba exprofeso. Sabía que un envase elegante hacía parecer más eficaces los productos y contribuía, además, a darle la imagen de profesional distinguida que deseaba.

Se acercó a la mesa grande que ocupaba el centro de la sala y comprobó que los alambiques, las ampollas y los morteros estaban limpios. Servían para preparar los jarabes contra la tos, el mal de piedra y la tuberculosis, pero el fármaco que más vendía era el oropimente, un polvo amarillo derivado del fósforo que curaba la sífilis: los enfermos confiaban más en él que en los médicos, obligados estos a ajustarse a la legalidad.

Sonrió sosegada. Una benefactora, eso es lo que era. Su intervención secreta había prevenido muchos males. Los profilácticos, sin ir más lejos, las tripas de animales impermeabilizadas y cerradas con un cordón rojo que los ingleses llamaban condom, ordenadamente apilados en paquetes de papel blanco en la estantería central, le habían hecho ganar mucho dinero, pero a la vez habían evitado embarazos inoportunos, al igual que la corteza de roble para hacer lavados vaginales y los tampones empapados de miel, que ya usaban los antiguos egipcios.

Algunos, sin embargo, aún creían en el poder de la magia y a estos Zaira reservaba los amuletos más absurdos, como las patas de conejo y los dientes de lobo o los muñecos de trapo, que se atravesaban con agujas en ciertas ceremonias donde se usaban velas negras y se pronunciaban oscuras fórmulas e invocaciones al demonio para matar a los enemigos. Unas supersticiones estúpidas, pero ¿quién era ella para negarse si algún cliente le pagaba por esas payasadas?

En el siglo pasado la habrían procesado como bruja, cuando, ella, en realidad, solo era una astuta mujer de negocios. Con todo, era mejor que nadie estuviera al corriente de sus actividades, no le convenía que estas salieran a la luz. A ojos del mundo, era una hábil herborista, de familia rica, que nunca se había casado, porque había cuidado de sus padres cuando estaba en la flor de la juventud.

En ese momento, volvió a sentir la inquietud que la había turbado al despertar, una sensación de ahogo, como si una mano de hielo le apretara el corazón.

Levantó la pipa de opio que tenía ya llena encima de la mesa, la encendió con el pedernal y dio varias bocanadas. La droga fluyó enseguida por sus venas produciéndole una sensación de alivio.

Pensó que era extraño que las cosas que producían bienestar también pudieran matar. Así sucedía con los granos de opio, tan demandados, se producía el láudano, que calmaba los sofocos de las damas, pero también el agua de amapola, que los pobres usaban para que los recién nacidos no deseados conciliaran el sueño eterno.

La cantárida, el polvo azulado que se obtenía pulverizando unos insectos largos de color verde brillante y que vendía a los viejos que querían seguir activos en el combate amoroso, era un veneno mortal en dosis elevadas. La mandrágora podía crear paraísos artificiales, pero también podía matar. La esparteína, por ejemplo, animaba los corazones cansados, pero también podía causar una crisis cardíaca fatal, al igual que la digitalina, que producía una muerte similar a la ocasionada por un ataque al corazón.

Fuera cual fuera el objetivo, quienes acudían a ella sabían que su secreto estaba a buen recaudo. Tenía clientes que llegaban de lejos, incluso de Milán y Turín. Quién sabe cómo había llegado a ser tan famosa. Algunos compraban arsénico, inodoro e insípido cuando se mezclaba con la comida y la bebida, alegando que debían defenderse de los ratones; otros le pedían aceite de vitriolo o ácido sulfúrico con la excusa de que lo usaban para limpiar, aunque todos sabían que diluyendo una pequeña cantidad de las dos sustancias en los clisteres se podía provocar una muerte lenta que podría confundirse con una enfermedad.

Zaira era precavida y guardaba los venenos en un armario cerrado, meticulosamente etiquetados para no confundirlos. En cualquier caso, no le convenía hacer demasiadas preguntas a aquellos que estaban dispuestos a pagarle unos cuantos ducados.

A la derecha de aquella estancia, debajo de una claraboya, había una camilla alta y estrecha. Zaira se acercó a ella y cogió una extraña jeringuilla con una aguja larga terminada en un cilindro agujereado. ¡Cuántas jóvenes había salvado de la deshonra con ese instrumento, que servía para pulverizar en el útero un fármaco disuelto en agua que interrumpía los embarazos indeseados! Además, Zaira también sabía cómo reconstruir un himen.

Pero quienes recurrían a tiempo a sus curas podían arreglárselas sin derramamiento de sangre, abortando con una infusión de perejil.

¡La infusión de perejil! Sintió una punzada en el corazón al recordar que, hacía un año y medio, había sido letal para la pequeña Cecilia Tron, aunque esta desgracia había sido casual. Quizá se equivocara preparándola, cosa que podía sucederle a cualquiera. Por suerte, nadie se había enterado y el honor de la joven había quedado a salvo.

«¡Una benefactora, eso es lo que soy!», se repitió. Siendo así, ¿por qué seguía sintiéndose inquieta?

Cuando, sin embargo, unas manos desconocidas empezaron a aporrear la puerta de su casa, tan fuerte que podía oír los golpes desde arriba, y unas voces imperiosas gritaron: «¡Abra en nombre de la ley!», sin saber por qué, la invadió una gran calma.

Mientras Zaira Orsato hacía el inventario de su laboratorio, en una orilla cercana Pisani contemplaba la sacca que se insinuaba en el corazón del barrio de Cannaregio.

En los muelles había atracadas pocas embarcaciones, porque a esa hora los pescadores de la laguna estaban faenando.

A lo largo de las fondamenta aún se veían algunos carpinteros recogiendo los troncos procedentes de Cadore, que habían viajado hasta Venecia flotando en las aguas de los ríos que desembocaban en la laguna. Antaño llegaba un número infinitamente mayor y se utilizaban para apuntalar el terreno de los islotes sobre los que se erigía la ciudad. Ahora solo servían para fabricar los barcos y las cómodas, los sillones y los célebres canteranos lacados que realizaban los artesanos venecianos.

A su izquierda se abría el pequeño campo de la Abbazia, uno de los pocos que aún estaba pavimentado con ladrillos cocidos en forma de espina de pez y adornado por un auténtico brocal de pozo.

La abadía y la Escuela Vieja de la Misericordia, de estilo gótico, lo delimitaban. Marco contempló admirado el bajorrelieve de la Virgen con el Niño pegado al corazón, obra de Bartolomeo Bon, y observó el pórtico que flanqueaba el edificio a lo largo del rio de la Sensa, donde se encontraba el tabernáculo que Momo había utilizado para recoger el día 15 de cada mes el fruto de sus chantajes.

Marco tuvo que reconocer que el factótum había elegido bien el lugar: sus víctimas se podían acercar a él en barca, les bastaba con taparse con una capa para proteger su identidad y podían desembarcar con facilidad y meter el saquito con el dinero en la ranura del tabernáculo del que Momo tenía la llave.

Pisani esperaba malhumorado la barca de la compañía de esbirros al mando del capitán Brusìn que iba a proceder al arresto de Zaira Orsato por el homicidio de Cecilia Tron.

Esa mañana había enviado a Nani y a su secretario, Jacopo Tiralli, a Chioggia, para que buscaran a la cocinera de los Soranzo y la trajeran a Venecia. Su testimonio, unido al resultado de la autopsia del cadáver de la señora Francesca, que se llevaría a cabo el domingo por la noche, quizá demostraría que Paolo Soranzo había asesinado a su esposa.

Pero ¿quién había matado a Momo? De acuerdo con lo que Jacqueline Collet había contado a Nani, Soranzo, la persona que más motivos tenía para querer liberarse del factótum, estaba en el interior de la región en el momento de su muerte, de forma que tenía una coartada irrefutable. De las cinco víctimas de chantaje, solo Zaira Orsato seguía ocultando un delito y, según la dueña del burdel de las Carampanas, poseía también todo tipo de sustancias prohibidas. ¿Habría envenenado ella a Momo?

Era extraño cómo, a veces, la investigación de un delito se estancaba de repente. Con la ayuda de Valentini, Chiara y Daniele, Pisani había determinado quiénes eran los cinco chantajeados, dos de los cuales eran culpables de homicidio, pero aún no había descubierto cuál de ellos dos (siempre y cuando no se tratara de otra persona) había quitado la vida al factótum, al cantante frustrado, al emasculado casado, al falso y miserable jorobado.

No obstante, sabía por experiencia que, en ocasiones, la palabra de un testigo, un pequeño detalle, podían abrir caminos inimaginables y llevar a la solución.

Los delitos siempre dejaban huellas, siempre provocaban una serie de acontecimientos que había que poner en perspectiva. Por ejemplo, ¿quién había revuelto la casa de Momo después de que se hubieran llevado su cadáver? El desconocido en cuestión ¿había corrido ese riesgo para apoderarse de una de las cinco pruebas que guardaba el cofre del párroco de Santa Sofia o buscaba otra cosa?

Marco sabía que las dotes de adivinación de su novia podían facilitarle la investigación, pero no quería involucrar a Chiara. Además, los delitos eran hechos humanos, para resolverlos debía bastar la lógica, sin necesidad de que intervinieran fuerzas sobrenaturales. Con todo, era innegable que las indicaciones de Chiara siempre habían sido preciosas.

El chapoteo de una barca y las voces de unos hombres lo distrajeron de sus pensamientos. La compañía de esbirros estaba desembarcando y Pisani salió a su encuentro.

—Brusìn —ordenó al bigotudo capitán, un viejo conocido—. Tú y tu compañía doblad la esquina del palacio Lezze —dijo señalando el imponente edificio que se erigía a sus espaldas—, después, una vez en las fondamenta de la Misericordia, iréis a la casa que hace esquina con el patio de los Facchini. Zaira Orsato, la mujer que debéis arrestar, vive allí. Me han dicho que es una mujer temperamental, así que supongo que se rebelará, gritará que se trata de un error, que tiene amigos en las altas esferas. Quiero verla atada y domada cuando llegue.

Brusìn cumplió a rajatabla la orden, porque, cuando Marco subió al primer piso y se asomó al salón de la casa de Zaira Orsato, la vio amarrada como un salchichón a una silla, insultando a los esbirros, magistrados, funcionarios y demás miembros del gobierno de la Serenísima.

—Sabía que usted tenía que ver con esto, avogadore Pisani —gritó a Marco apenas lo vio—. Esto es obra de su celo insensato, que ve el mal en cualquier iniciativa femenina. No me confunda con una bruja —prosiguió—. Soy una honrada mujer de negocios. ¡Me gustaría saber de qué se me acusa!

Pisani la miró de soslayo y enfiló la escalera que llevaba al laboratorio. Al verlo subir, Zaira se puso pálida y enmudeció.

Cuando volvió a bajar, Marco se plantó delante de ella.

—La acuso de haber asesinado a Cecilia Tron en enero del año pasado con una infusión abortiva letal. Además, por lo que acabo de ver, la considero culpable de tráfico de sustancias venenosas y de provocar abortos. Llevadla a las prisiones nuevas —ordenó a los esbirros.

La doncella de la señora, Lisetta, había asistido a la escena boquiabierta, inmóvil, pegada al marco de una ventana. Los esbirros llevaron a Zaira Orsato, hecha un mar de lágrimas, a su destino, al tribunal de la Quarantìa Criminale.

Esa tarde, el teatro San Giovanni Grisostomo estaba en plena efervescencia. Pisani oía desde el patio, a través de la puerta abierta de la platea, la voz de Muranello, que estaba ensayando un aria melódica: «Montes y mares he recorrido luchando, por tu amor he derrotado a los enemigos. Ahora estoy ante ti, adorando tu dulce semblante, a tus pies».

Las notas contenían el recuerdo de los peligros pasados, el estupor de la victoria, el himno al amor correspondido, la entonación que, cuando sale de la garganta de los grandes cantantes, tiene el eco de la eternidad.

—¿Ha visto qué contento está?

Marco se volvió al sentir que alguien le apoyaba una mano en un hombro. Era el senador Grimani, acompañado del empresario Bianconi, que había ido a recibirlo. Como siempre, los dos hombres hacían un extraño contraste: el primero era alto y elegante, el segundo rechoncho y con las piernas torcidas. En cualquier caso, los dos parecían contentos.

—Matteo Velluti acaba de volver de Bolonia, adonde fue para ver a su padre, que ya está mejor. Ha traído el aria final de la ópera y —explicó Grimani—, por suerte, le ha gustado a Muranello. Esta noche tendremos un gran éxito.

—Imagínese que Velluti nos ha contado que la escribió en la carroza que lo trajo de vuelta a Venecia —añadió Bianconi guiándolos hacia su despacho—, así, sin siquiera la ayuda de un clavecín. Es un genio.

—Es su tercera obra maestra —corroboró Grimani—. Después de la temporada de la Sensa, la compañía viajará a Padua y además estamos negociando con Viena y Londres.

—Todo el mundo los espera —los felicitó Pisani mientras se sentaban a la mesa de reuniones.

Bianconi soltó una risita.

—Bueno… todo el mundo menos Bolonia, que es, precisamente, la patria de Velluti.

—¿Por qué?

El empresario cabeceó.

—Se niega a que sus óperas se representen en Bolonia, debe de ser por superstición. Me hacen ofertas muy tentadoras, pero él las rechaza. Dice: «Nemo propheta in patria».

—¿Y, usted, cómo se lo explica? —preguntó Marco intrigado.

Bianconi se encogió de hombros.

—Bah, solo puedo hacer suposiciones. Velluti tiene una trayectoria inusual. Cuando hizo sus pinitos como compositor en Bolonia, cosechó enseguida un éxito extraordinario, pero duró poco, de forma que a mediados de los años cuarenta su fama había declinado y se lo consideraba superado. Entonces, justo en 1745, creo, se incendió el escenario del teatro Malvezzi, donde estaban representando una obra suya. No había mucho público, así que todos pudieron salir. Salvo la soprano, que, si mal no recuerdo, se llamaba Veronica Contarini, porque se le enganchó la falda en un bastidor de madera y murió entre las llamas. Velluti se quedó tan traumatizado que durante unos años no se supo nada de él. Luego, hace tres, apareció de repente y propuso a los empresarios la partitura de Sherezade, la primera ópera inspirada en Las mil y una noches. Su estilo había cambiado, quizá porque había madurado con el dolor, y, a partir de ese momento, entró a formar parte de los grandes maestros de la música.

—Y se casó con una hermosa mujer.

Bianconi esbozó una sonrisa.

—Caterina, sí. Puede que lo quiera, pero lo que sin duda adora es el éxito.

Mientras un criado les servía café y en el pasillo se oía el ruido creciente de pasos que precedía a cada representación, Pisani les contó cómo iban las averiguaciones.

—Esta investigación es una especie de caja china que ha sacado a la luz varios secretos más o menos confesables —dijo—. El problema es que seguimos sin saber quién sirvió a Momo el licor envenenado. Esta mañana he inspeccionado el laboratorio de la señora Orsato y he encontrado una botella de digitalina, pero, quién sabe cuántos alquimistas más la venden de forma clandestina.

—Esta mañana, cuando se corrió la voz de que la habían arrestado, interrogué a los criados de los palcos y a los vendedores de café de cada planta —lo interrumpió Grimani—. Todos me han dicho que la conocen, que la han visto a menudo por los pasillos, siempre muy elegante, y que se paraba a conversar con la gente, incluso con personas de alto rango. Veamos si visitaba también los camerinos. —Se asomó a la puerta y pidió a un lacayo que buscara a la señora Velluti.

La hermosa Caterina no se hizo esperar. Lucía ya el vestido de la representación, que dejaba al aire sus largas piernas, enfundadas en medias de seda.

—¿Su excelencia me buscaba? —Sonrió a Pisani después de haberlo saludado con una graciosa reverencia.

—Nos gustaría saber si la famosa herborista Zaira Orsato ha estado alguna vez entre bambalinas —le preguntó Pisani—. ¿La ha visto hablar alguna vez con las bailarinas o las coristas o con los trabajadores del espectáculo?

La mujer parecía perpleja.

—¿Zaira Orsato? ¿Quién es?

—Una señora morena y atractiva, que tiene un laboratorio en la sacca de la Misericordia —precisó Marco.

—Es la primera vez que oigo ese nombre —afirmó Caterina Velluti— y nunca he visto a ninguna señora desconocida entre bastidores.

La interrumpieron unos gritos agudísimos procedentes de un camerino. Era, sin duda, la voz de Adriana Fusetti. Los tres hombres corrieron hacia allí y encontraron a la cantante con el vestido de paseo puesto, echada en un sillón, mientras su madre le hacía oler las sales y su perrito ladraba en un rincón.

—Allí, allí —balbuceó la mujer alargando una mano hacia el tocador.

Entre los cosméticos y los cepillos se veía una botella medio llena con un líquido turbio de color rosa.

Pisani la abrió y olfateó.

—Es rosolí —sentenció—, pero huele un poco a algo artificial.

—Alguien ha querido envenenarme —gritaba Fusetti retorciéndose las manos—. Vi la botella en cuanto entré. Enseguida comprendí que era un licor envenenado. Alguien la metió aquí a escondidas. ¿Quién quiere matarme?

Grimani y Bianconi intentaban consolarla mientras Marco reflexionaba.

—Tranquilícese, señora —dijo al final—. Creo que se trata simplemente de una broma de mal gusto. Después de lo que le sucedió a Momo, no creo que nadie haya podido pensar que usted bebería el licor de una botella que no había visto en su vida.

—Pero alguien está sembrando veneno por aquí —objetó la mujer.

—Quizá no sea veneno. Se lo repito, seguro que es una broma —insistió Pisani tratando de sosegarla—. Cálmese y prepárese para el espectáculo: esta noche cosechará un gran éxito.

Cuando lograron tranquilizarla un poco, volvieron al despacho. Bianconi los dejó solos un momento porque debía vigilar los preparativos.

—Dentro hay digitalina —confesó Marco cuando se quedó a solas con Grimani, agitando la botella, de la que se había apoderado—. He notado el mismo olor esta mañana, en casa de Zaira Orsato.

—En ese caso, ¡sí es cierto que alguien pretendía envenenarla!

—No creo. Mire las cosas de esta forma, Grimani. Este es el licor que envenenó a Momo. —Volvió a agitar la botella—. El asesino sabía cuánto le gustaba el alcohol, así que le bastó con dejar como anzuelo la botella destapada, bien a la vista, en un camerino vacío. Momo no pudo resistir la tentación y dio un buen trago, de hecho, se bebió casi la mitad. El delito perfecto.

—Pero ¿por qué piensa que se trata de la misma botella, Pisani?

—Por tres razones. En primer lugar, por la ley de las probabilidades. Cuesta creer que en el teatro haya dos botellas que contengan veneno. En segundo lugar, el asesino ha encontrado la manera de librarse del arma del delito. En tercero, alguien puso la botella en el camerino de Adriana Fusetti para que las sospechas recayeran en ella.

—Es cierto, además, ella era una de las víctimas del chantaje, aunque por un motivo menor, pero el asesino no podía saberlo, como tampoco podía saber que las víctimas eran cinco y que, además, no se conocen entre ellas.

Marco sonrió.

—Magnífica observación, mi querido Grimani, pero no olvide que cuando le dijimos que sabíamos que había hecho caer a su rival, montó tal jaleo que todo el teatro debió de enterarse. A partir de ahí, no era difícil deducir que las víctimas eran varias y que Adriana Fusetti era una de ellas. No pusieron la botella en su camerino para envenenarla, sino para acusarla del homicidio de Momo.

—Una deducción brillante, mi querido Pisani, de manera que el asesino debe de ser alguien del teatro, es decir, Giuseppe Baffo o Adriana Fusetti. Pero Baffo aún no ha venido hoy.

—No solo eso, creo que los dos están fuera de toda sospecha.

—¿Qué piensa hacer ahora? —preguntó entonces Grimani.

—Por el momento, no tengo la menor idea —reconoció Marco encogiéndose de hombros.