Capítulo 19
PAOLO Soranzo podía ser, mejor dicho, era, con toda probabilidad, el asesino de su primera mujer, pero, al ser miembro de una de las familias nobles más antiguas, su arresto debía seguir ciertos procedimientos. Así pues, el lunes por la mañana, Pisani, después de mandar al campo San Polo a una compañía de esbirros para que lo sacaran de la cama y lo llevaran al Palacio Ducal, pidió audiencia a los tres inquisidores para informarles sobre sus actividades.
El despacho de los altos magistrados se encontraba en la segunda planta, cerca de las salas de la avogarìa. Andrea Diedo, Antonio Da Mula y Marcantonio Trevisan, vestidos con las togas de color púrpura y tocados con las pelucas de moda en ese siglo XVII, lo esperaban sentados en unos antiguos sillones, alrededor de una mesa larga, en la sala en penumbra tapizada de cuero oscuro, que el magnífico techo decorado por Tintoretto solo conseguía aligerar un poco.
En ella se discutían con absoluta discreción las noticias procedentes del extranjero y la información que facilitaba el servicio de espionaje de la Serenísima y de ella partían las órdenes de encarcelación de los miembros de la nobleza.
—¿A qué debemos el placer de su visita, Pisani? —lo saludó Da Mula invitándolo a sentarse—. Espero que no sea a causa de un problema diplomático, como hace unos meses. —Marco era conocido por no arredrarse nunca ante las dificultades, de forma que si iba a hablar con los inquisidores, con frecuencia era con el objetivo de resolver una situación desagradable.
El avogadore negó con la cabeza.
—No, excelencia. —Sonrió—. Esta vez no se trata de un problema con la Iglesia, como en el caso de los dominicos, pero lamento tener que comunicarles que un miembro de la familia Soranzo di San Polo, el más joven de los hermanos, Paolo, es culpable del homicidio de su primera esposa, Francesca Loredan. Los esbirros lo están llevando en este momento a la sala de los interrogatorios.
—¿Está usted seguro? —preguntó Trevisan con su habitual altivez, que sacaba de sus casillas a Marco—. Creo recordar que la pobre señora murió de repente por causas naturales. Espero que no haya dado demasiada importancia al chismorreo de los criados.
Pisani se enojó.
—En ciertas ocasiones, el testimonio de una doncella que ha presenciado los hechos vale más que las suposiciones de un magistrado —le espetó—. Y, sea como sea, en este caso tengo pruebas irrefutables.
—Vamos, vamos —terció Da Mula—, no se enfade. Si lo ha arrestado, será porque tiene una buena razón para hacerlo. Le ruego que nos ponga al corriente de lo sucedido.
Marco les refirió la extraña historia de Momo y sus chantajes, aunque circunscribiéndolos a Paolo Soranzo y a Zaira Orsato, ya que consideraba que era inoportuno dar a conocer la vida privada de los otros tres. Omitió también la visita nocturna al cementerio de San Simeone Piccolo, pero aseguró a los magistrados que Soranzo confesaría cuando viera el martillo ensangrentado del que Momo se había apoderado.
Se oyó la débil voz del viejo Diedo, que en otras ocasiones solía dormirse.
—Pero ¿Paolo Soranzo no está casado con una francesa, una burguesa?
Pisani asintió con la cabeza.
—Sí, excelencia, pero es su segunda esposa. Tengo buenas razones para creer que mató a la señora Francesca para casarse con esa joven. —Entretanto, se preguntaba qué cara habrían puesto los tres inquisidores si hubieran sabido que Nani, su gondolero, había interrogado de forma impecable a Jacqueline Collet.
—Bien —dijo Da Mula—, en ese caso, interróguelo e instruya el proceso. En cuanto a la señora Orsato, ¿de qué está acusada?
Marco recordó que había prometido a Carlo Tron que salvaría el honor de su hermana.
—He registrado personalmente su laboratorio —dijo sin más—. Comercia con sustancias prohibidas por la ley y practica abortos.
Cuando Pisani entró en la sala de los interrogatorios del Palacio Ducal, el canciller y los secretarios lo esperaban sentados a la mesa elevada que había en el centro, revestida de paneles de roble oscuro. En una esquina, Daniele, con el que había hablado esa mañana, contaba la historia de los chantajes de Momo a Matteo Varutti, el Messer Grando que dirigía la policía de la Serenísima. Zen también había sido avisado de que debía omitir ciertas partes.
Después de que todos hubieran tomado asiento, se hizo silencio y, respondiendo a un ademán de Pisani, dos esbirros hicieron entrar en la sala a Paolo Soranzo. Vestido con descuido y despeinado, el joven parecía además aturdido. Miró alrededor con los ojos enrojecidos y, al ver a todas esas autoridades vestidas con sus togas, palideció. Se quedó de pie, temblando, delante del estrado, aterrorizado por la presencia de la rueda de tortura, que, a pesar de que no se usaba desde hacía varias décadas, no dejaba de impresionar, entre otras cosas porque la antorcha que colgaba de la pared la iluminaba de manera siniestra.
—¿Por qué estoy aquí? —balbuceó a la vez que en su mente iba tomando cuerpo la terrible sospecha que lo atormentaba desde que lo habían arrestado—. Debe de tratarse de un error.
Pisani le habló con dureza.
—Calla y responde a nuestras preguntas.
Paolo pareció recuperar una punta de orgullo.
—¿Cómo se permite dirigirse a mí en ese tono, excelencia? No soy un siervo.
—Me dirijo a ti como el asesino que eres —replicó Pisani dejando ruidosamente sobre la mesa el martillo que había causado la muerte de Francesca.
Al verlo, Paolo Soranzo titubeó. Respondiendo a un ademán de Pisani, un esbirro acercó un taburete al joven, que se dejó caer en él. Había perdido todo el aplomo.
—Se te acusa de haber asesinado la noche del 13 de septiembre de 1750, en vuestro dormitorio, a tu esposa, Francesca Loredan —prosiguió Marco implacable—. Fue un delito premeditado, porque la golpeaste en la cabeza con este martillo, que llevabas encima para matarla. ¿Tienes algo que alegar?
—No —balbuceó Paolo tratando de defenderse—. Todos saben que mi mujer murió porque tenía el corazón débil. Así lo acredita el certificado médico de defunción.
—¡El certificado! —Marco se echó a reír—. ¡Firmado por el idiota del doctor Dandolo, que no distingue una herida de una indigestión! Lo llamaste a propósito, porque sabías que escribiría lo que tú le dijeras. Incluso tu criado, Tonio, se sorprendió de que no llamaras al médico de la familia.
—El sorprendido soy yo, avogadore —replicó Soranzo reanimándose—, me asombra que dé crédito a los chismes de los criados. ¡Debería haber imaginado que se trataba de rumores malignos!
Pisani alzó el martillo.
—¿También esto es un rumor maligno? Aún se puede ver la sangre y el pelo de tu esposa.
—Qué… ¿Cómo lo ha encontrado? —preguntó Soranzo sin poder dominarse.
Marco se rio con sarcasmo.
—Pensabas que lo habías tirado al agua, pero cayó en el puente y alguien lo recogió y lo guardó. Después te chantajeó. ¿Niegas que desde hace un par de años, pagabas diez ducados al mes a un desconocido a cambio de su silencio?
¡Lo sabían todo!
—Pero ¿qué motivo podía tener para matar a la pobre Francesca? Era mi mujer, la quería.
—Te lo explicaré —dijo Daniele Zen tomando la palabra—: la mataste porque era pobre y querías librarte de ella para casarte con Jacqueline Collet, que tenía una buena dote.
—No es cierto —replicó Paolo—. Conocí a Jacqueline después de la muerte de mi mujer.
—Mientes —lo acuso Zen—. Ella misma nos ha contado vuestra historia, que os escribisteis cartas de amor durante más de un año, hasta que tu esposa falleció y entonces tú te apresuraste a casarte con ella.
—¿Jacqueline les ha contado eso? —balbuceó Pablo incrédulo. Después, abrumado por la avalancha de acusaciones que no podía contradecir, se tapó la cara con las manos y confesó llorando—: Ella era pobre —se excusó— y, además, siempre estaba insatisfecha. Fue un arrebato de locura. —Intentaba defenderse in extremis—. No era consciente de lo que hacía.
A una señal de Marco, los esbirros se lo llevaron. El avogadore pensó que, quizá, a partir de ese momento la pobre Francesca podría descansar en paz.
Había llegado el turno de Zaira Orsato. Mientras esperaba en la antesala, la mujer había preparado su defensa. Declararía que era una herborista y una perfumera, admitiría incluso que había preparado algunos fármacos ilegales y que practicaba un poco la quiromancia y la astrología para divertir a sus clientes, como juego de sociedad. No podían imputarle nada más. La camilla que tenía debajo del tragaluz le servía para hacer masajes con sus medicinas.
Entró con la cabeza alta, arrebujándose en el zendado, pero el aspecto de la sala, con las cuerdas que colgaban del techo, los esbirros haciendo guardia en las puertas y la presencia de todos esos magistrados y secretarios alrededor de la mesa quebraron su seguridad.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Messer Grando.
La mujer bajó la mirada.
—Zaira Orsato. Para servirle, excelencia.
—¿Cómo te ganas la vida?
—Soy una herborista, destilo hierbas para hacer infusiones y tisanas curativas y preparo cremas para aclarar y suavizar la piel.
—¿Y entre los males que curas con tus infusiones están también los embarazos indeseados? —terció Pisani.
—No lo entiendo.
—Por supuesto que me entiendes. Como recordarás, el sábado visité tu laboratorio, donde, además de una camilla y una jeringuilla para practicar abortos, había también una buena cantidad de infusión de perejil, que se utiliza para provocarlos.
Zaira se revolvió en el taburete. Estaba asustada. Sabía que el aborto provocado era un delito que la ley equiparaba al envenenamiento.
—Antes de acusarme, excelencia —se defendió—, debería saber que la infusión de perejil sirve también para forzar la menstruación de las mujeres con dificultades para concebir, así pues, es un fármaco que favorece el embarazo.
—No me hagas perder la paciencia —le espetó Marco—. Sabes de sobra que hace año y medio una de tus infusiones mató a una joven cuyo nombre no revelaremos por el momento.
Eso era justo lo que temía. Pero ¿qué pruebas podían tener?
—¿Cómo puede estar tan seguro de que fui yo? Venecia está llena de presuntos alquimistas y parteras dispuestos a hacer lo que sea por dinero.
—¿Quieres saber qué pruebas tenemos? —preguntó Pisani alzando la voz—. Pues bien, te vieron en un palco del teatro San Giovanni Grisostomo entregando a dicha joven uno de tus frascos de cristal morado.
Zaira maldijo en silencio su obsesión por la elegancia.
—El mismo frasco sirvió a un oscuro personaje para chantajearte. Desde febrero del año pasado pagabas a un desconocido diez ducados al mes a cambio de su silencio. Ese desconocido murió envenenado hace unos días. ¿Sabes quién era?
—Nunca he sabido quién era —protestó Zaira—. ¡No pretenderán acusarme de su muerte! —Se mordió la lengua, consciente de que se había traicionado.
En el silencio reinante solo se oía el crujido de la pluma del canciller.
—¿Adónde llevabas el dinero?
Zaira Orsato inclinó la cabeza sin decir una palabra.
—Te lo diré yo —insistió Pisani—. El día 15 de todos los meses metías una bolsa con diez ducados de oro, una bonita suma, en una ranura del tabernáculo que se encuentra debajo del pórtico de la Escuela Vieja de la Misericordia, justo al lado de tu casa, de manera que podías ver con facilidad a la persona que iba a retirarlo.
También sabían eso.
—Lo espié, es cierto —admitió Zaira—, pero era de noche y solo pude ver una sombra envuelta en una capa que bajaba de una barca, manipulaba la cerradura y volvía a marcharse furtivamente, como había llegado.
Era probable que Momo tomase precauciones para que no lo reconocieran y que Zaira no supiera de verdad quién era la sombra misteriosa, pero Marco quería saber más.
—Mientras visitaba tu laboratorio encontré un armario pequeño cerrado con llave, donde guardas los venenos más peligrosos.
—Fármacos, excelencia, fármacos —lo interrumpió Zaira.
—No te preguntaré el nombre de tus clientes —prosiguió Pisani—, tampoco me los dirías, pero debes contestar a esta pregunta: ¿quién te compró digitalina en las últimas semanas?
Zaira habría colaborado encantada para reducir su pena, pero, por desgracia, no tenía mucho que contar.
—Vendí la última dosis de digitalina casi una semana antes de la Sensa —confesó.
—¿A quién?
—Nadie compra una sustancia peligrosa con la cara descubierta, excelencia. Iba enmascarado con la larva y la bautta.
—¿Hombre o mujer?
—Era una mujer, excelencia, una mujer joven, una señora.
Los interrogatorios habían terminado por ese día y, suspirando aliviados, Marco y Daniele salieron a la riva de los Schiavoni, bañada por el sol primaveral. El aire, aún húmedo, era además salobre. De las peote, las góndolas y las barcas que cruzaban la cuenca de San Marcos les llegaban los cantos y los gritos de los marineros.
—Vayamos a recoger a las chicas, Daniele. —Pisani sonrió a su amigo.
Se encaminaron hacia los puestos de la feria, rodeados por la multitud, que aumentaba a cada paso que daban.
A la entrada del recinto vieron a un grupo de personas rodeando una camilla donde yacía un viejo vestido a la manera turca, con el semblante alterado y los ojos muy abiertos. Tenía una mano contraída en el pecho y la otra rozaba el turbante flojo que había a su lado. Mientras los mozos de la Misericordia levantaban la camilla, llegó corriendo un joven, vestido también con una túnica otomana, y se abalanzó sollozando sobre el cuerpo inerte.
—Creo que no hay nada que hacer —comentó Daniele lanzando al viejo una rápida ojeada.
—Ya —asintió Marco—. Pobre, morir así, tan lejos de casa…
Cuando llegaron al puesto de Chiara, Pisani vio a lo lejos al joven Maso atendiendo a un par de mercaderes húngaros. Su prometida, en cambio, estaba sentada en un rincón, muy pálida, mientras Costanza trataba de confortarla.
—¿Qué ha pasado? —exclamó preocupado el avogadore.
—Nada, nada —lo tranquilizó Chiara—. Solo estoy cansada.
—¿Por eso casi te has desmayado? No me lo trago. Vamos, amor mío, cuéntamelo —la animó a la vez que la acariciaba con ternura.
Costanza tomó la palabra.
—El mercader turco, el viejo que se sintió mal hace un rato.
—Lo hemos visto.
—Bueno, pues estaba aquí, viendo esas muselinas —explicó la joven señalando un montón de telas finísimas de todos los colores—. Chiara se las estaba enseñando…
—De repente —la interrumpió su amiga—, le rocé una mano y enseguida vi detrás de él una sombra que lo rodeaba como una aureola negra despidiendo unos rayos morados. Grité, él se volvió, pero a su espalda no había nada. Se estremeció y después me dijo: «¡Qué frío hace aquí! Esperaré a que vuelva mi hijo y volveré enseguida al barco». Dicho esto, se marchó envuelto en su capa.
—Y pocos pasos después, se llevó las manos al pecho y cayó al suelo —precisó Costanza.
—¿Es la primera vez que te sucede? —preguntó Daniele.
Chiara negó con la cabeza.
—No, por desgracia, siempre he tenido el poder de ver la llegada de la muerte y no puedo hacer nada, porque, cuando me doy cuenta, la desgracia ya está sucediendo. Es uno de los aspectos de mi don, uno de los más crueles. Me sucedió también con mi padre, antes de que muriera.
—Amor mío —la consoló Marco abrazándola—, no puedes hacer nada. Olvídalo. Hemos de reunirnos con Guido en la salizàda San Canciano, en el Fritolìn del Pozzo, lejos de toda esta confusión. Es primavera —añadió—. Vayamos a dar un buen paseo.
De hecho, a medida que se alejaban de la plaza por las Frezzerie, entre los cafés, que habían dispuesto las mesas al sol, y después por la calle de los Fabbri, donde los carteles de hierro pintado de los artesanos se balanceaban sobre las puertas de sus tiendas, la multitud se fue disipando. Había un poco de movimiento alrededor del fondaco de los alemanes, pero, ya al principio de la salizàda San Giovanni Grisostomo y alrededor de San Canciano, Venecia mostraba su aspecto habitual.
El Fritolìn del Pozzo célebre por sus magníficas polentas y por la ligereza inigualable de sus fritos, era un local popular, amplio y lleno de humo, pero muy limpio, donde las llamas del hogar arrojaban rayos de luz haciendo brillar las cazuelas colgadas encima de una larga pila de piedra donde trajinaban varios mozos. Unas grandes sartenes humeaban sobre los fogones en los que trabajaban las cocineras y sobre la barra había botellas, jarras de barro cocido y vasos resplandecientes. El local era famoso y, además de a los marineros, los mozos y los artesanos de los alrededores, atraía también a los aristócratas y a los burgueses acaudalados, de forma que nadie se volvió cuando dos caballeros acompañados por unas señoras vestidas à l’andrienne hicieron su aparición.
Guido ya estaba sentado a una mesa en un rincón apartado. Delante de las copas llenas de vino blanco aromático de las colinas de Verona que les había servido Ginetta, la guapa propietaria del local, los amigos comentaron los últimos acontecimientos.
—Hemos aclarado muchas cosas —afirmó Daniele—. Hemos descubierto a las víctimas de Momo y hemos puesto a buen recaudo a los dos culpables de delitos graves.
—Pero seguís sin saber quién es el asesino de Momo —lo interrumpió Chiara apoyando una mano en la de Valentini, que estaba sentado a su lado.
—Era una persona tan desagradable —dijo Daniele— que deberíamos olvidarnos del asunto.
Pisani se enfadó.
—Pero ¿qué estás diciendo? No nos corresponde juzgar su alma, eso es cosa de la justicia divina, debemos aplicar la justicia terrenal. Sea quien sea quien lo mató, es un asesino y debe pagar por lo que hizo.
Lo interrumpió la llegada de la tabernera, que les sirvió unos platos de polenta blanca y bacalao mantecato. Los amigos guardaron silencio durante un rato.
De repente, Chiara acarició a propósito el brazo del médico.
—Debéis ir a Bolonia —dijo—. Allí encontraréis la solución.
Todos la miraron.
Chiara negó con la cabeza.
—Siento lo que he dicho al tocar a Guido —confesó—. Disculpadme. —Bajó la mirada—. Hoy me siento especialmente sensible. En esa ciudad hay algo y Guido lo sabe.
Valentini sonrió a Marco.
—Estaba a punto de decíroslo —confirmó—. Mis amigos de Bolonia me han respondido.
—Los masones.
—Los masones y alguien más. Por lo visto, Gerolamo Panetti estaba a punto de verse involucrado en un escándalo allí y lo evitó poniendo pies en polvorosa. Además, he descubierto otra cosa extraña: nuestro célebre Matteo Velluti tiene una casa en la ciudad, pero su padre murió hace varios años.
—En ese caso, ¿qué fue a hacer allí a toda prisa la semana pasada? —preguntó Daniele.
—Mis amigos me han dicho que para saber la verdad debo ir a Bolonia —contestó Guido abriendo los brazos—. Pienso hacerlo lo antes posible, estoy metido hasta el fondo en esta aventura y, además, si he de ser sincero, confieso que de vez en cuando me apetece volver a mi ciudad. —Bebió un sorbo de vino y dejó el vaso en la mesa—. Pero me gustaría aclarar una cosa: si este viaje y sus posibles consecuencias tienen carácter oficial, no puedo ir solo. Debería acompañarme un alto funcionario de la Serenísima.
En ese momento llegó un plato monumental de pescado frito de la laguna: salmonetes, cigalas, canocie, pulpitos, vieiras, moleche y peoci, que emanaban un aroma intenso. Mientras Marco reflexionaba, sus amigos dieron buena cuenta de ellos.
—De acuerdo —dijo, por fin, el avogadore—, pero debo instruir los procesos de Paolo Soranzo y Zaira Orsato, no puedo estar ausente mucho tiempo.
—Solo serán tres días —lo tranquilizó Valentini—. Mañana saldremos de Venecia y el jueves estaremos de vuelta.
—¿Vamos a ir volando?
—No, cabalgando, siempre y cuando tú, hombre de laguna, sepas montar.
Marco se echó a reír.
—¡No pensarás que un Pisani no sabe montar a caballo! Pero necesitaremos un guía.
—Ya he pensado en eso: debemos contratar a uno de los mensajeros de la Posta di Tassi. Conocen los caminos y los lugares donde se cambian los caballos y, además, saben cómo protegerse de los peligros. Ya los he avisado.
—No tendréis ningún problema —añadió Chiara—. La idea del viaje me transmite vibraciones positivas.
A Marco le divertía la iniciativa de su amigo.
—¿Has reservado ya el hotel? —le preguntó riéndose.
—No te preocupes por ello —respondió el médico, enigmático.