Capítulo 4

A diferencia de la platea, desierta y sumida en la oscuridad, el amplio escenario del teatro, iluminado por las lámparas del proscenio que los mozos iban encendiendo, estaba abarrotado como una plaza. Era viernes por la mañana, muy temprano, y los miembros de la compañía que representaba El ladrón de Bagdad, los cantantes, las bailarinas, las modistas, los peluqueros, los tramoyistas y los músicos se movían nerviosos, sin apenas hablar, buscando el lugar adecuado para atender a las autoridades, mientras los encargados de las luces ponían al fondo varias lámparas que quebraban las sombras cavernosas de los bastidores.

Sentado junto a las columnas del proscenio, el empresario Bianconi se enjugaba la frente con un pañuelo grande, a pesar de hacer más bien fresco en el teatro. Cerca de él, el compositor Velluti parecía irritado por la espera. El maestro de música, por su parte, gesticulaba para acallar a los músicos, que, tras haber dejado los oboes, los violines y demás instrumentos en el foso de la orquesta, charlaban por los codos en la entrada de artistas.

—¡Ahí llegan!

El joven Rinuccio apareció corriendo y, mientras todos se ponían en su sitio, el avogadore Pisani, acompañado de Zen y de Michiel Grimani, hizo su entrada en el escenario. No fue una entrada solemne, porque el perrito de la soprano Adriana Fusetti, sentado en el centro del escenario entre su madre y el conde Sanvitali, saltó de los brazos de su ama y corrió ladrando hacia los recién llegados, que recularon de forma instintiva.

—Llévalo al camerino —dijo Grimani a Rinuccio a la vez que ordenaba con la mirada a Adriana, que había hecho amago de protestar, que guardara silencio.

El mozo echó a correr detrás del perro, que se escabulló entre las piernas de los tenores y escapó hacia el fondo del escenario hasta que un tramoyista lo agarró y lo llevaron gruñendo al camerino de la cantante.

Las bailarinas contemplaron desde bastidores a los recién llegados.

—¡Qué hombre tan guapo! —suspiró una rubia aludiendo a Marco—. Qué ojos tan penetrantes y qué besos debe de dar esa boca.

Su vecina esbozó una sonrisa.

—Yo prefiero a Grimani. Ya no es tan joven y será más generoso.

Una tercera, ajustándose los pliegues de la falda, añadió que el abogado, el rubio, tampoco estaba nada mal.

Al igual que el resto de la compañía, no sabían qué iba a decirles el avogadore. La noticia de la muerte de Momo había corrido como la pólvora, pero el factótum siempre había sido tan discreto que todos cayeron en la cuenta de que apenas sabían nada de él.

El trío tomó asiento a una mesa larga situada a un lado del escenario y Daniele se preparó para tomar apuntes. El procedimiento era bastante insólito, pero Pisani pensaba que los músicos, los cantantes y el resto de la compañía habrían enmudecido atemorizados en el Palacio Ducal y qué decir de la impresión que el variopinto grupo habría suscitado en sus augustas salas. Allí, en el teatro, donde ni siquiera había un secretario, se sentirían a sus anchas y hablarían con total libertad.

—Les he convocado —dijo el avogadore a la vez que se ponía en pie y recorría su auditorio con la mirada— para aclarar los detalles de la muerte de Gerolamo Panetti, conocido como Momo, de la que, sin duda, están al corriente.

—Pero nosotros no tenemos nada que ver con eso —lo interrumpió un joven que estaba sentado entre los bailarines.

Marco sonrió.

—Me explicaré mejor. Aún no sabemos cómo murió el pobre Momo —mintió—. Debemos encontrar a su familia, en caso de que tenga una, el problema es que no hemos hallado ningún documento en su casa ni en las oficinas del teatro. Lo único que el senador Michiel me ha podido decir es que, según el contrato que firmó Momo, nació en Arpino y tenía cuarenta y tres años. Muchos habéis trabajado varias temporadas para Grisostomo. ¿Momo os dijo algo? ¿Os contó algo sobre él?

Los asistentes a la reunión habían enmudecido y se miraban unos a otros sin saber qué decir.

Pisani retomó la palabra.

—Por ejemplo, ¿sabíais que no era jorobado? La joroba era, en realidad, una prótesis de cuero que se ataba al pecho con unas correas.

Esta vez, sus palabras causaron un gran bullicio.

—¡No es posible! —exclamaban algunos.

—¡Nos engañó a todos! —afirmaban otros.

—Ya decía yo que escondía algo… —afirmó el segundo tenor.

—¿Por qué? ¿Notó algo? —preguntó Marco al vuelo. Maffioli se retrajo.

—Bueno… la verdad… no sé por qué lo he dicho. Era muy escurridizo, lo pillé muchas veces escuchando detrás de las puertas.

—¡Eso lo hacen todos los criados de Venecia! —replicó Adriana Fusetti, aún enfadada porque se habían llevado a su perro, mientras se daba aire con el abanico y lanzaba a una mirada furibunda a Marco.

—¿Alguno ha estado en su casa? —terció Daniele.

—Nunca invitó a nadie —respondió el empresario Bianconi—. Aparecía como una sombra cuando era necesario y después se desvanecía en la nada. Con todo, era indispensable: no abundan los utileros como él. Una vez encontró en medio día diez armaduras romanas, eran para el teatro, claro.

Daniele recordó algo de repente.

—¿Nunca desapareció ropa de escena?

—No puedo creer que fuera un ladrón —dijo Michiel Grimani, que parecía estimar al pobre Momo—. Hacía años que trabajaba para mí, vendía las entradas en la platea y nunca me faltó un solo céntimo.

En ese momento, un hombre menudo, con las piernas torcidas y un metro colgado al cuello, dio un paso adelante.

—Soy Nadal Canciani —dijo a modo de presentación—, el sastre responsable del vestuario. No creo que Momo robara ropa, a veces, eso sí, me pedía que le regalara alguno de los vestidos usados que desecho. Recuerdo que en una ocasión le regalé una sotana y varios trajes de noche, uno femenino.

«Eso encaja», pensó Pisani.

—¿No le preguntó qué hacía con ellos?

—¿En una ciudad como Venecia? —Canciani se echó a reír—. Supuse que de vez en cuando le gustaba disfrazarse, como a todos, o que los vendía.

—Ya que hablamos de él —terció el primer tenor, Ottavio Salani—, he de decir que le gustaba beber. Aunque, pobre, es comprensible, bastante desgracia tenía.

—Pero ¡qué desgracia ni que ocho cuartos! —lo interrumpió Maffioli, que estaba a su lado—. ¿Te has olvidado ya de que no era de verdad jorobado?

Salani cabeceó.

—Ya, es increíble. En cualquier caso, le gustaba mucho empinar el codo. Más de una vez he encontrado vacío el vaso que había dejado lleno en el camerino, después de que él hubiera pasado por allí para limpiar.

—¡No se habla mal de los muertos! —dijo irritada la atractiva Caterina Velluti, esposa del compositor, en ese momento cómodamente sentada en un sofá, al lado de Adriana Fusetti—. Además, jamás lo vi borracho —añadió retorciéndose un rizo castaño de su abundante cabellera.

Dado que, por lo visto, no sabían qué más decir, Pisani decidió echar leña al fuego.

—Al parecer —dijo—, solo vivía en Venecia durante la temporada teatral. Luego desaparecía con su vieja bolsa de viaje. ¿Os comentó alguna vez adónde iba?

Se oyó un rumor al fondo del escenario: un joven ayudante de tramoyista trataba de abrirse paso.

—Excelencia —dijo ruborizándose—, una vez, el invierno pasado…

—Ánimo —lo alentó Daniele sonriendo.

El joven se lanzó.

—Estábamos montando una ópera nueva, era el primer día. Mi jefe lo buscaba porque no encontraba los árboles que había que colocar delante de los bastidores. Salí al campo que hay frente al teatro, decidido a ir a buscarlo a su casa, y entonces lo vi llegar jadeando con una bolsa de viaje. No venía del patio del Miliòn, sino del lado contrario. Estaba tan aturdido que me pidió disculpas. Recuerdo perfectamente que me dijo: «Ayer no pude salir de Mestre porque había demasiada niebla en la aduana y los barcos no se movieron, así que he tenido que venir hoy». No sé si sirve de algo.

Daniele tomó nota: era el primer indicio de cierta importancia sobre la doble vida de Momo. Había llegado el momento de lanzar al auditorio la última bomba.

—¿Alguno de vosotros sabía que Momo estaba emasculado? —preguntó Pisani.

Todos hablaron a la vez.

—¡No es posible! ¿Quién nos lo iba a decir? Pero ¿cómo se ha enterado? ¿Qué quiere decir emasculado? ¡Castrado! ¡Castrado!

Marco se vio obligado a restablecer la calma.

—Es lo que ha revelado la autopsia —explicó.

—¿Quiere decir que han despedazado su cuerpo? —dijo Adriana Fusetti estremeciéndose mientras el conde Sanvitali le apoyaba una mano en un hombro para consolarla.

—No era necesario despedazarlo para descubrirlo —apuntó Marco.

Fusetti se puso más roja que un tomate.

—¡Yo lo sabía!

La voz procedía del lado del escenario opuesto al de Pisani. Los músicos que estaban alineados delante de él se apartaron y Marco vio por primera vez a Muranello, sentado a horcajadas en una silla, con sus largas piernas embutidas en unas medias de seda de color azul claro y una camisa de lino abierta en el pecho, protegido por la figura rolliza de su padre, que estaba detrás de él, apoyado en un bastón.

—Me di cuenta enseguida —repitió el joven—. Le diré más: Momo estudió canto muchos años. ¿Quiere saber cómo lo descubrí? Míreme —prosiguió poniéndose en pie y mirando al avogadore—. ¿No ve que tengo una complexión parecida a la de Momo, salvo por la joroba, claro, que ahora resulta que era falsa?

En el cuerpo de baile se oyeron unas risas: a las jóvenes debía de parecerles hilarante la idea de comparar al desgraciado de Momo con el guapísimo joven que cantaba como un ángel.

—Mirad mis piernas —prosiguió Lorenzo Baffo, llamado Muranello—. Las suyas eran tan largas como las mías: por lo visto, la castración estimula el crecimiento de las extremidades. Además, tenía la caja torácica propia de quienes han estudiado canto durante muchos años, se notaba incluso cuando caminaba curvado. Y la voz: hablaba poco y susurrando, pero el timbre era juvenil. Y, por último, ¿no os disteis cuenta de que no tenía ni barba ni nuez?

Muranello se volvió a sentar en medio de un absoluto silencio.

—Gracias por sus observaciones. —A pesar de que estas no le habían abierto nuevos horizontes, Pisani sonrió—. ¿No recuerda nada más que pueda resultarnos útil?

Lorenzo se quedó pensativo.

—Sí, la verdad es que sí, pero no sé si le llevará a alguna parte.

—Dígame.

—Ha dicho que Momo era natural de Arpino. Eso me ha hecho recordar que el maestro más famoso de cantantes castrati de esa localidad, de donde, por otra parte, procedemos muchos de nosotros, se retiró en Padua. Se llama Gaetano Greco, no creo que le cueste mucho encontrarlo. Es probable que el maestro Greco conociera a Momo antes de que viniera a Venecia a trabajar en el teatro y quizá pueda contarle su historia.

—Es una sugerencia estupenda, señor Baffo —aprobó Marco—. ¿Alguien recuerda algo más? ¿Momo se comportaba de manera rara, tenía alguna pequeña manía? No sé, todo puede ayudarnos a aclarar el misterio que, al parecer, lo rodeaba. ¿Tenía problemas económicos? ¿Saben si pidió alguna vez un préstamo?

Adriana Fusetti se echó a reír.

—No pedía préstamos, pero propinas sí, por todos los favores que hacía, ya fuera llevar un mensaje o sacar a pasear al perro. No hacía ascos al dinero.

Del fondo del escenario les llegó la voz de un tramoyista:

—Además, era muy curioso, yo siempre andaba tropezándome con él y, cuando yo me quejaba, porque en mi trabajo es peligroso que haya personas alrededor, él se disculpaba, pero al día siguiente ya estaba él otra vez entre las herramientas, a veces bajaba también al foso.

—Una vez lo pillé rebuscando en nuestras cosas —añadió una bailarina—. Aunque, la verdad, nunca hemos echado nada en falta.

—Pero ¿cómo murió? —preguntó intrigada la hermosa Caterina Velluti.

Pisani no estaba dispuesto a contarles lo poco que había revelado la autopsia, así que se limitó a explicarles cómo habían descubierto el cuerpo, precisando que la investigación acababa de empezar. Sabía que la noticia correría como la pólvora, como sucedía siempre en Venecia.

Había llegado el momento de disolver la reunión. Mientras todos volvían a sus ocupaciones charlando y comentando las excitantes novedades, Pisani y Zen fueron con Grimani al despacho del empresario Bianconi, quien no tardó en unirse a ellos.

Marco quería saber en qué consistía exactamente el trabajo de Momo y Grimani le explicó que un factótum de teatro debía de ser, por encima de todo, una persona precisa y de confianza. Después de cada representación, debía recorrer todos los palcos para asegurarse de que nadie había olvidado sus efectos personales y, si encontraba algo, debía llevarlo a casa de su propietario. De esta forma, Momo amontonaba abanicos, pañuelos, tabaqueras y chales, en alguna ocasión incluso zapatos y prendas íntimas que, con la máxima discreción, devolvía de inmediato a sus legítimos dueños. A continuación, iba a los camerinos para ordenar los productos de maquillaje, los vestidos y las pelucas y llevaba al taller las prendas que debían repararse.

Al día siguiente, debía verificar si las mujeres de la limpieza habían cumplido con su tarea y si habían llegado los tramoyistas y los artesanos que debían preparar los escenarios y las luces. Se aseguraba de que las velas y las lámparas estuvieran a mano y de que los camareros sirvieran el refrigerio por los pasillos de los palcos. Por último, cuando el público entraba en el teatro, Momo vendía las entradas en la platea.

—No sabía que en los teatros hubiera un oficio tan oscuro —comentó Zen—, pero, a la vez, tan indispensable.

Bianconi asintió con la cabeza.

—Momo supervisaba todo. Por lo demás, considerando el dinero que un empresario se gasta en una representación, las cosas deben ir sobre ruedas. De hecho, la víspera de la Sensa, en el estreno de El ladrón de Bagdad, todos parecían haberse vuelto locos, porque Momo no estaba: Adriana Fusetti y Muranello gritaban porque no había limpiado sus camerinos después del ensayo general de la tarde anterior; las bailarinas no encontraban sus vestidos; Velluti estaba furibundo, porque lo buscaban por todas partes. —Se rio—. Además, decía que él era artista, no utilero. Un desbarajuste, vaya.

—Deje de quejarse siempre por el dinero que se gasta, Bianconi —terció Grimani—. Sabe de sobra que la mayoría de los gastos de la representación corren de mi cuenta.

—Pero ¡usted es un mecenas! Sea como sea —añadió el empresario cambiando de tema—, me gustaría saber por qué Momo fingía ser jorobado. Además, en caso de que Muranello tenga razón, me pregunto por qué un castrati que estudió canto acabó ganándose la vida con un oficio tan miserable. Habría podido enseñar en alguna casa, por ejemplo.

Pisani se encogió de hombros. Esperaba de todo corazón que el maestro de Arpino les aclarara algo. Se dijo que nada más llegar al Palacio Ducal enviaría un mensajero a Padua para que buscara a Gaetano Greco.

Mientras un criado les servía café, en la puerta del despacho se recortó la figura rechoncha de Guido Valentini.

—¡Sabía que os encontraría aquí! —dijo antes de sonreír inclinándose de forma alusiva—. He de comunicaros algo, pero no quisiera aburrir al senador Grimani y al empresario Bianconi.

Grimani, hombre de mundo, comprendió al vuelo.

—Acomódese, doctor. Beba café con nosotros, después, Bianconi y yo tendremos que dejarlos, porque nos urge poner al día la contabilidad.

—¿Qué has descubierto? —se apresuró a preguntar Zen apenas se quedaron a solas.

—Nada nuevo, solo he confirmado varias cosas —respondió Guido—, pero vayamos por orden.

Tal y como había prometido Pisani, su secretario, Jacopo Tiralli, había llegado a casa del médico a primera hora de la mañana, visiblemente agitado, y había empezado a hacer el retrato del muerto. Trabajaba lanzando rápidas miradas al modelo, quejándose de que Pisani lo hubiese obligado a asistir a una escuela de dibujo para ahora tener que soportar ese tipo de situaciones. Tiralli había aceptado la sugerencia de Valentini y había dibujado a Momo con los ojos abiertos para que pareciera vivo, pues sus conocidos debían identificarlo. Al final, el retrato se parecía bastante al original.

Guido tendió la hoja a sus amigos, que lo consideraron aceptable.

Después de que Jacopo se hubiera marchado, habían llegado los voluntarios de la Misericordia, que se habían llevado el cuerpo al depósito de cadáveres del hospital, a la espera de que algún pariente o amigo apareciera y se hiciera cargo de la sepultura. Después, Guido había ido a la farmacia de Santa Fosca para hacer algunas averiguaciones sobre el veneno.

—Mi amigo el doctor Zanichelli es la persona más indicada para dar una opinión —explicó—. Como sabéis, su padre era un famoso botánico y naturalista y su hijo conserva sus escritos, sus colecciones y sus reactivos. Zanichelli ha hecho los análisis y ha confirmado mis suposiciones: Momo fue envenenado con digitalina. La persona que le suministró el veneno confiaba en que todos creerían que había sufrido un ataque cardíaco.

—No te conocía —bromeó Daniele.

—Claro que no podía imaginarse que habría un médico presente cuando descubrieran el cadáver.

—Sobre todo un médico como tú, el anatomopatólogo con más experiencia de la Serenísima. Pero ¿a qué hora crees que Momo ingirió el veneno?

Guido movió la cabeza.

—Es difícil dar una respuesta precisa. El análisis del estómago ha revelado que había digerido por completo la comida. —Marco y Daniele hicieron una mueca—. El problema es que no sabemos a qué hora comió, de manera que supongo que ingirió el veneno entre las tres y las seis de la tarde, unas cuatro horas antes de morir. La digitalina es amarga —prosiguió Valentini— y solo puede disolverse en alcohol, de forma que es posible que la echaran en un licor dulce.

—Y, por lo visto, Momo no se privaba en absoluto. Además, durante esas horas estuvo en el teatro, así que quizá lo envenenaron aquí. Eso significa que casi todos los miembros de la compañía, artistas, trabajadores y artesanos incluidos, también el empresario y el propietario del teatro, son sospechosos —concluyó Daniele.

Marco se levantó suspirando y dio por terminada la reunión.

—Es hora de ponernos manos a la obra. Escribiré enseguida una carta al maestro Greco para preguntarle si conocía a Gerolamo Panetti y para pedirle que venga lo antes posible a Venecia a hablar conmigo, se la mandaré con un mensajero rápido. Después le contaré todo a Nani, seguro que estará encantado de participar en el caso, y lo enviaré a la aduana de Mestre con el retrato de Momo para ver si alguien lo identifica y nos sabe decir adónde iba cuando desembarcaba. No tardaremos mucho en saber algo más de nuestro hombre.