Capítulo 18
EL DOMINGO por la mañana Nani subió a la habitación de Marco para decirle que la víspera Jacopo y él habían encontrado sin demasiadas dificultades a la cocinera Lina Galletti en Chioggia, un pueblo de pescadores donde todos se conocían.
Les había costado un poco tranquilizarla diciéndole que los enviaba la avogarìa y que nadie pretendía hacerle daño. El avogadore Pisani necesitaba simplemente que testimoniara sobre la muerte de la señora Soranzo y estaba dispuesto a protegerla de una posible venganza. La mera idea de hacer justicia a la pobre señora Francesca había sido suficiente para convencer a la cocinera a emprender tan corto viaje. Habían regresado a Venecia por la noche y Nani le había ofrecido hospitalidad en casa de Pisani.
Marco la encontró en la cocina, desayunando en compañía de Rosetta.
—¡Excelencia! —Galletti se puso en pie de un salto, con la cara encendida y aire turbado—. Disculpe… no pensaba que vendría aquí. —Tragó el bocado a toda velocidad. Aún era una mujer joven, robusta, con unos grandes ojos de color avellana.
—Acabe tranquilamente su desayuno —le dijo Marco sonriendo—, luego acompáñala a mi despacho, Rosetta.
No tuvo que esperar mucho. Mientras bebía café, Lina apareció mirando al suelo, jugueteando con su bonito vestido.
Pisani la invitó a tomar asiento.
—No tenga miedo —la animó—. Sé lo que sucedió en la casa de los Soranzo, pero necesito su testimonio para arrestar al señor Paolo. Será mi huésped hasta mañana, hasta después de que lo hayamos arrestado y haya firmado su declaración ante el canciller. Pero ahora necesito saber lo que vio.
No quiso aterrorizarla contándole que la había buscado siguiendo las indicaciones de la pobre Francesca, que se les había aparecido en esa misma habitación hacía unos cuantos días.
—Yo… vi —Lina se tapó la cara con las manos—, vi una cosa horrible.
—Empiece desde el principio. ¿Cuánto tiempo llevaba al servicio de la señora Francesca?
—Desde antes de la boda —contestó Lina—. Teníamos casi la misma edad y yo era el ama de llaves de su casa. Nos encariñamos la una con la otra enseguida, desde que entré al servicio de los Loredan, después de llegar de Chioggia. Cuando la señora se casó en 1741, la seguí y, como el señor Paolo no tenía mucho dinero, acepté trabajar como cocinera.
—¿Había más criados en la casa?
—Solo un mozo para ocuparse de la limpieza, un tal Tonio, que acompañaba además al señor Paolo cuando uno de sus hermanos le prestaba una góndola.
—¿Era un matrimonio feliz?
Lina bebió un sorbo de agua.
—Al principio parecía que sí —respondió vacilando—. Los dos eran jóvenes y, quizá, estuvieran enamorados.
Bajó la mirada y se ruborizó, pero se fue animando a medida que hablaba.
—Sin embargo, el señor enseguida comprendió que no tenía bastante dinero para sacar adelante la casa y que la dote de la señora era poca cosa. Era una Loredan, desde luego, pero de la rama pobre de la familia. Su carácter cambió. La casa era pequeña, de manera que yo podía oír los reproches que le hacía por gastar demasiado. Él pretendía que sirviéramos en la mesa la fruta y la verdura más fresca, pero luego peleaban cuando había que pagar a los comerciantes. La señora acabó comiendo a escondidas las sobras, como los criados. Las habitaciones estaban amuebladas con los restos que habíamos encontrado en la buhardilla… Una verdadera tortura.
Lina hablaba en voz baja, con pesar, pero, a la vez, daba la impresión de que se estaba liberando de un peso que la oprimía desde hacía tiempo.
—Imagínese, excelencia —confesó con los ojos brillantes—, que me di cuenta de que la señora tenía que comprar ropa usada. Sabía coser y se la arreglaba sola para tener algo que ponerse cuando salía.
—Pero ¿los hermanos Soranzo no hacían nada?
—El señor Paolo les solía pedir dinero prestado, que jamás les devolvía, se lo gastaba en el Ridotto o de juerga con sus amigos. Sus hermanos lo sabían y se negaban a costear sus vicios y la señora era demasiado orgullosa como para pedirles limosna.
—¿Te pagaban?
La cocinera negó con la cabeza.
—La señora me daba algo cuando podía, pocas veces, pero yo no me atrevía a dejarla sola con ese hombre.
Una historia que se repetía con frecuencia en Venecia, donde muchos nobles se habían visto obligados a vivir del cuento cuando el lucroso comercio con Oriente había tocado a su fin, de forma que los hijos menores de las grandes familias, privados de la mayor parte del patrimonio, solo podían dedicarse a la carrera eclesiástica o a la de las armas, que también estaba en declive.
—¿La señora sufría? —preguntó Pisani.
Lina se enjugó los ojos con un pañuelo de cuadros.
—¡Pobre señora! Cuando él le decía que era una carga, que en casa no servía para nada, que estaba envejeciendo y que iba vestida como una criada, ella se encerraba en su habitación y yo la oía llorar.
¡Qué rastrero era Paolo Soranzo! Marco no veía la hora de echarle el guante para que pagara por todo. De hecho, pensaba instruir personalmente el proceso.
—Cuénteme lo que pasó esa noche.
La mujer se concentró recorriendo con la mirada las paredes cubiertas de libros.
—Hacía muchos meses que el señor se comportaba aún peor que antes, en caso de que eso fuera posible. Peleaban a diario. Esa noche, el 13 de septiembre de 1750, la recordaré mientras viva, él provocó la escena. La señora estaba en su habitación y se disponía a meterse en la cama. Oí que él entraba hecho un basilisco, gritando que no encontraba su alfiler de corbata. «Lo has cogido tú. ¡Lo has vendido para comprarte uno de tus caprichos!», gritaba.
—¿Y la señora?
—Lloraba tan fuerte que no podía respirar. Me acerqué a la puerta, que estaba entreabierta, y miré dentro, no sabía qué hacer. Ella se defendía como podía, no entendía por qué se había encolerizado tanto. «Tranquilo. Ahora lo buscamos, ya verás como aparece. Ya verás como lo encontramos», balbuceaba. Entonces… —Lina calló al recodar y se echó también a llorar—. No pude hacer nada. Fue un visto y no visto. El señor…
—Ánimo —la alentó Marco sirviéndole un vaso de licor—. Bebe esto. —La luz gris del día lluvioso hacía más desolador el relato.
—El señor zarandeó a la señora y le golpeó la cabeza contra la pared —prosiguió Lina—. Sacó un martillo del cinturón y, mientras yo seguía paralizada detrás de la puerta, sin atreverme a intervenir, le dio un fuerte golpe en la cabeza.
«El martillo de Momo», pensó Marco. Si Soranzo había entrado con esa herramienta al dormitorio, el delito era premeditado y aquella escena había estado perfectamente montada.
—¿Estabas sola en casa?
Lina Galletti asintió con la cabeza.
—Tonio había salido y a esa hora yo también solía estar en mi habitación de la buhardilla, pero esa noche me había entretenido fregando en la cocina.
—Sigue.
Lina se enjugó las lágrimas.
—Por la rendija de la puerta vi que la señora caía al suelo y que alrededor de su cabeza se formaba un charco de sangre. El señor la miró un momento, empuñando el martillo, pero después hizo algo raro: abrió la ventana y lo tiró. Quizá quería deshacerse de él lanzándolo al canal que pasa por debajo del palacio.
—Le ardía en la mano. ¿Y luego? —la animó de nuevo Marco.
—Se inclinó hacia la señora, le cerró los ojos y se quedó pensativo. Después vi que se acercaba a la puerta. Tuve el tiempo justo de esconderme en una alacena del pasillo. Oí que rebuscaba en el armario de la ropa blanca, luego fue a la cocina a llenar una palangana de agua, al final volvió a la habitación y se encerró en ella. Yo estaba aterrorizada. Aproveché para subir temblando a mi dormitorio y me eché en la cama, pero ahí no acabó la cosa.
Marco sirvió más licor a Lina, que no se hizo de rogar y apuró el vaso enseguida recuperando un poco de color en la cara.
—Al cabo de un rato —prosiguió—, Soranzo llamó a mi puerta. Pensé que había llegado mi hora, pero había llamado también a Tonio, quien, entretanto, ya había regresado. Nos dijo que la señora había muerto de repente y que había que llamar a un médico y a un sacerdote. Bajamos juntos: la señora yacía en la cama perfectamente compuesta, vestida con un camisón recién lavado y planchado y con un gorro de noche. Soranzo había borrado las huellas del delito. «Tonio, ve a buscar al doctor Dandolo, el que vive en el puente Storto, y dile que venga enseguida, aunque sea tarde»», ordenó al mozo. Recuerdo que Tonio replicó que no era el médico de la señora. «¡Haz lo que te digo sin rechistar!», gritó Soranzo. «Y tú ve a la cocina y no dejes entrar a nadie en casa», me dijo a mí.
—¿De qué crees que tenía miedo?
Lina sacudió la cabeza.
—Quizá temía que alguien de la familia hubiera oído el jaleo y apareciera para ver qué pasaba. Se encerró en el salón con una botella de aguardiente.
Marco quería saber qué había sido del martillo ensangrentado y cómo había ido a parar a manos de Momo.
—¿Y tú? ¿Te quedaste en la cocina? —le preguntó.
Galletti negó enérgicamente con la cabeza.
—¡De eso nada! Estaba aterrorizada, ya no podía hacer nada por la señora y no quería estar un minuto más en aquella casa. Subí a toda prisa a mi habitación, hice un hatillo con mis cosas y salí por la puerta del palacio, que, por suerte, Tonio había dejado entornada, pero allí… —Calló y se tapó la cara con las manos—. Vi que algo brillaba en el puente. Me incliné y comprendí que se trataba del martillo. El señor había querido tirarlo al agua y, sin darse cuenta, lo había tirado al puente. Lo agarré sin pensármelo dos veces, lo envolví en un pañuelo y me lo metí en un bolsillo.
—¿Volviste enseguida a Chioggia?
—No podía, era de noche y no sabía qué hacer. Deambulé, temblando de pies a cabeza. Al final, encontré una furàtola, una de esas que están abiertas toda la noche, y me refugié en una mesa de un rincón. Había poca gente y nadie me hacía caso, así que pude llorar a gusto mientras me bebía un vaso de ratafía.
—¿Te llevaste el martillo a Chioggia?
—No, no. —Lina parecía contenta de liberarse de sus secretos—. Esa noche sucedió otra cosa extraña. Un señor bien vestido, al estilo burgués, se acercó a mí.
«Momo», pensó Marco.
—¿Qué sucedió?
—Era muy amable, me preguntó por qué estaba llorando, me hizo hablar. Yo necesitaba desahogarme con alguien. Al final le conté toda la historia, pero sin decirle nombres. Él me escuchaba muy atento.
—¿Confiaste en un desconocido? ¿Por qué?
—¡Ah, excelencia! Estaba tan turbada, no pensé en las consecuencias. Parecía una buena persona. ¿Hice mal?
—Puede que no —murmuró Pisani, consciente de que gracias a ese hecho fortuito se había descubierto un delito del que, de no ser así, nadie habría sospechado jamás—, pero ¿qué pasó luego?
—El señor al final me preguntó: «¿Dónde está el martillo?». Se lo enseñé. Entonces él me explicó que era mejor que me deshiciera de él y que volviera lo antes posible a mi pueblo y lo olvidara todo. «¿Sabes?, tu amo, ¿cómo has dicho que se llama?», me preguntó. «Paolo Soranzo», respondí distraídamente. Me di cuenta de que había caído en la trampa y le había revelado el nombre de un asesino cuando ya era demasiado tarde. «Tu amo podría buscarte para matarte, ahora eres una testigo peligrosa. Vete de Venecia y no vuelvas a aparecer por aquí. Dame el martillo, yo lo haré desaparecer». Nunca supe quién era, pero seguí su consejo y hoy se lo agradezco: me dio la fuerza que necesitaba para regresar a mi casa.
De forma que así era como Momo había entrado en su vida. Ese viejo zorro había comprendido enseguida que podía sacar provecho de la historia de los Soranzo con otro chantaje.
—Por casualidad, ¿ese señor era jorobado?
Lina sonrió por primera vez.
—Oh, no, señor, estaba más tieso que un palo y era bastante elegante. Pero ¿por qué me lo pregunta?
—Por nada, estamos siguiendo una pista.
—Pero, paròn, ¿yo también tengo que ir? —gruñó Nani esa noche mientras amarraba la góndola al muelle del campo San Giacomo dall’Orió. La mole de la vieja iglesia se erigía sombría en la oscuridad, mal iluminada por el farol colgado de la pared del ábside.
—No protestes —replicó Pisani—. No pretenderás participar solo en aventuras agradables.
Nani saltó a la orilla.
—De acuerdo, pero ¡en este caso estamos exagerando! ¡Desenterrar un cadáver! Acabaremos todos en la cárcel.
—Yo decido quién va a la cárcel y quién no —le recordó Marco llamando a la puerta del Instituto de Anatomopatología con la aldaba de latón—, para ser más exactos, tu problema no es la cárcel, sino los muertos. ¡Te dan mucho miedo!
La puerta se abrió y, recortada contra la luz del interior, apareció la figura de Guido Valentini, seguida de la alta y delgada de su ayudante, Gasparetto. Los dos iban vestidos de oscuro, con unas capas negras con enormes capuchas.
—Venid, venid. —El médico los guio hasta el teatro anatómico—. He preparado todo lo necesario.
De un banco del anfiteatro sacó otras dos capas y se las tendió a los recién llegados. A continuación, alargó a Nani dos frascos de licor, por si alguno de ellos se sentía mal, y después los cuatro cogieron unas linternas. Gasparetto se echó al hombro un saco que contenía herramientas de albañil.
—Recordad que debemos caminar en silencio y llevar una sola luz encendida —los advirtió Guido—. Es casi medianoche y ya no hay mucha gente en la calle, pero nunca se sabe. Por suerte, la iglesia está en una zona bastante solitaria.
—Es mejor no llamar la atención —corroboró Marco—. Se trata de una exhumación no autorizada, el Patriarcado podría presentar una desafortunada demanda al Consejo de los Diez. Por lo demás, Guido, ya sabes que, si hubiéramos pedido permiso, habrían tardado meses y meses en concedérnoslo. Pero ¿cómo vamos a entrar en la iglesia?
Guido avanzaba con paso seguro por la Ruga Bella, con la linterna en una mano y pegado a la pared, y los demás lo seguían en fila india. Gasparetto cerraba el cortejo.
—No hagas preguntas inútiles. —Valentini sonrió en la oscuridad volviéndose hacia Pisani.
—Entiendo —susurró su amigo—. Prefiero no saberlo.
En unos minutos, tras dejar atrás las fondamenta del rio Marìn, los cuatro llegaron al lado derecho de la iglesia de San Simeone Piccolo, donde se abría una pequeña puerta secundaria. El médico sacó una llave de un bolsillo y abrió.
—Dentro, deprisa —animó a sus acompañantes antes de cerrar la puerta tras de sí.
Estaban en el interior de la iglesia. Las velas del altar mayor dibujaban una complicada red de sombras y luces en las paredes circulares y su resplandor se perdía en el vacío de la altísima cúpula.
—Seguidme —ordenó a continuación mientras cruzaba la iglesia en dirección a la puerta que estaba al otro lado.
Entraron en una sala en la que había una escalera que bajaba.
—Para borrar incluso el recuerdo de su mujer —explicó Guido a media voz—, Soranzo tuvo la buena idea de enterrarla aquí, en el único cementerio subterráneo de Venecia, porque es un lugar muy poco visitado. Encendamos todas las lámparas y bajemos.
Nani se estremeció.
—¿No es mejor que me quede aquí, en lo alto de la escalera, vigilando por si viene alguien?
Pisani se rio.
—Te haría compañía de buena gana, no creas, pero te necesitamos abajo. Trataré de ahorrarte lo peor.
Cuando llegaron a los pies de la escalera, Guido sacó otra llave y abrió la puerta de la catacumba, oscura como boca de lobo.
El médico y Gasparetto entraron alzando las linternas y caminaron hasta llegar a una sala octagonal con un altar en el centro. Cuando Marco y Nani se reunieron con él, la luz de las lámparas les permitió ver cuatro pasillos, que arrancaban de la sala formando una cruz.
Gasparetto dio unos pasos explorando el lugar.
—En cada pasillo se abren varias capillas laterales —dijo a sus compañeros—. Hay muchas y en los dos extremos hay también unas salas rectangulares.
Marco avanzaba lentamente por un pasillo.
—Mirad esto —exclamó—. Está decorado con un mural. —En las paredes se desarrollaba un viacrucis, obra de un artista popular de buen trazo, con escenas del Antiguo Testamento en las franjas superiores.
También Valentini miraba alrededor con curiosidad.
—Un bonito conjunto, muy elegante —observó—. No se sabe mucho de él, a pesar de ser de reciente construcción. Además, hay un detalle extraño —dijo inclinándose hacia una de las losas de mármol que sellaban los nichos fúnebres en las paredes de las capillas—. En las tumbas no aparecen los nombres de los difuntos, solo dos fechas.
Marco suspiró.
—¿Quieres decir que vamos a tener que leer todas las fechas para encontrar la tumba de la pobre Francesca Soranzo?
—Me temo que sí. Dime cuándo nació y cuándo murió.
—Murió en 1750, de eso estoy seguro. Y nació… nació…, eso es: por suerte, mientras leía los documentos pensé que había muerto con treinta años justos, así que nació en 1720.
—Espero que no haya varios difuntos con las mismas fechas —comentó Valentini—. Manos a la obra, muchachos. Que cada uno explore un pasillo y las correspondientes capillas.
—Aquí está. —Se oyó al cabo de media hora. Nani, temblando como un flan, había dado con la capilla. La losa de mármol parecía reciente, pero así, desnuda, con las fechas grabadas como único adorno, transmitía una gran tristeza.
Armado con un cincel, Gasparetto quitó todo el mármol que pudo de la pared.
—Despacio —le rogaba el médico—, que no te oigan fuera.
—Dirán que hay fantasmas —dijo el joven riéndose—. Ven aquí, Nani, échame una mano.
Pegado a una pared, Nani se limitaba a tener alta una linterna.
—¿Qué debo hacer? —preguntó en tono malhumorado.
—Sujeta la losa por abajo mientras yo la despego de la pared con una palanca —le explicó Gasparetto.
La losa se despegó con facilidad y entre todos la dejaron con delicadeza en el suelo. Quedó a la vista el sarcófago, que, después de solo dos años, ya presentaba huellas de humedad.
—Ánimo, Nani —lo invitó el ayudante del médico—. Ayúdame a sacarlo, luego podrás marcharte.
Dejaron la caja en el centro de la capilla y, mientras Nani se alejaba sin hacérselo repetir dos veces, Valentini y Gasparetto la abrieron.
No fue un bonito espectáculo: Marco, que consideraba una cuestión de honor asistir a aquella empresa, se pegó a la pared y bebió un buen trago de licor. De la pobre Francesca, consumida por la humedad del suelo veneciano, quedaba bien poco. Por las mangas del camisón asomaban sus manos encogidas y aún llevaba en la cabeza el gorro de dormir, por el que asomaban varios mechones de pelo castaño.
—¡Mira! —exclamó Valentini—. Su marido la enterró en camisón, ¡ni siquiera se molestó en vestirla! Es evidente que temía que alguien notara la herida de la cabeza. Pero veamos… —Se ajustó las gafas en la nariz, se enfundó los guantes quirúrgicos de tela encerada y quitó el gorro de dormir a la calavera—. Aquí está —dijo palpando los huesos del cráneo—, hay dos fracturas circulares que corresponden a las orejas del martillo de Momo. No me cabe la menor duda de que nuestro Soranzo es un asesino.
Marco hizo acopio de valor y miró el cráneo para examinar las lesiones en el punto en que Valentini había apartado el pelo.
—Es evidente —corroboró—. Fue él. Ahora no podrá decir que la declaración de Lina Galletti es fruto de una mente enferma. Si insiste, lo amenazaré con exhumar el cuerpo, pero no creo que sea necesario. ¿Qué hacemos ahora?
—Volveremos a ponerlo todo en su sitio —respondió Guido—, que descanse en paz, pobre mujer.
Salieron a respirar el aire fresco de la noche y se sentaron en los escalones del pronaos de estilo clásico y, después, los criados y los amos, se pasaron democráticamente los frascos de licor.
—Mañana por la mañana Daniele y yo tendremos que interrogar a Paolo Soranzo y a Zaira Orsato en presencia del canciller para empezar a instruir el proceso —dijo Marco a Guido—, pero os propongo que nos veamos para comer e intercambiar ideas. Hemos resuelto dos homicidios, pero seguimos sin saber quién mató a Momo.