Capítulo 10

LOS ensayos habían terminado y los artistas se dirigían hacia los camerinos. La noticia de la visita del avogadore y del abogado había corrido como la pólvora y las bailarinas se habían arracimado a la puerta del despacho de Grimani para ver lo que sucedía.

—Qué guapo es Pisani —comentó una suspirando.

—Yo me quedaría con los dos —respondió otra.

—Eh —las llamó una compañera, aún envuelta en velos orientales—, ¡ese bocado no es para nosotras!

La primera que había hablado, una rubia de maneras desenvueltas, replicó:

—Sé de buena tinta que su prometida es artesana, así que… —concluyó esbozando una pícara sonrisa.

—No es lo mismo —la contradijo su amiga mientras se quitaba unos cuantos velos—. Es una señora, una comerciante, como los antiguos nobles.

—¡Basta ya, chicas! ¿A qué viene este gallinero? —Había llegado la primera bailarina, Caterina Velluti, envuelta en una túnica de seda negra que hacía resaltar su melena leonada—. ¡Y justo delante del despacho del propietario! —A continuación, echó de allí a las bailarinas, que se marcharon refunfuñando. Después se asomó a la puerta—. Disculpen —dijo—, pero las chicas se alteran cuando hay visitas. ¿Ha ocurrido algo? —preguntó sin poder contenerse.

—Siéntese, señora Velluti —la invitó Pisani señalando una silla—. Hemos averiguado que Momo fue envenenado —le comunicó, convencido de que el rumor se había extendido ya—. ¿Vio alguna vez algo extraño, no sé, visitas de personas sospechosas, entregas de paquetes misteriosos? —le sugirió Marco probando a adivinar.

Pero Velluti no necesitaba que le dieran cuerda.

—Bueno, aquí pasan muchas cosas —empezó a decir sacudiendo su melena llameante con gesto de desaprobación—. De vez en cuando inspecciono los armarios del cuerpo de baile, también los de los bailarines, y encuentro de todo. El otro día, Carmelina había escondido un corazón de tela con una aguja clavada. Me dijo que lo había hecho para conquistar a un hombre. Y ayer Giovanna, cuando me vio llegar, se apresuró a meterse un frasco lleno de un líquido rojizo en un bolsillo. Confesó que era un filtro de amor infalible, solo espero que no fuera una sustancia peligrosa. ¡Esas idiotas aún creen en las brujas! —Se echó a reír—. Pero lo mejor es la historia de Margherita: ¡la sorprendí masajeándose los pechos con una crema apestosa y me explicó que era un remedio para hacerlos crecer! A saber quién se lo vendió.

—¿Y las demás bailarinas?

Caterina se paró a pensar un momento.

—La verdad es que —dijo por fin—, hace una semana, detuve a Gianetta, la doncella de Fusetti, con un frasco con un extraño mejunje en la mano. Me dijo que había ido a la farmacia a comprar un reconstituyente para su ama. A mí me bastaba con que no fuera alcohol, porque una soprano borracha no es lo más indicado en una representación. Mi marido es el autor de la ópera, ¿sabe?, es un gran artista y me siento un poco responsable. Olfateé el contenido del frasco y, tras asegurarme de que no era alcohol, dejé que se marchara.

—¿En los camerinos hay alcohol? —la interrumpió Grimani—. Solo nos falta que los artistas se emborrachen y arruinen el espectáculo: además de haber costado un dineral, no podía haber empezado peor.

Velluti adoptó un aire ofendido.

—Mi marido, el empresario Bianconi y yo estamos muy atentos, pero solo podemos vigilar a los artistas. No sabemos lo que hacen los trabajadores y los artesanos. A Momo le gustaba beber, aunque nunca lo vi borracho. El tenor Salani, por ejemplo, solía regalar licores a cambio de favores, ratafía, rosolí… Momo a veces desaparecía un rato y volvía oliendo a vino. Creo que solía ir a la furàtola que hay aquí cerca.

—¡No, no y no! —los interrumpió la poderosa voz de Muranello, que entró como una exhalación en el despacho de Grimani, seguido de Matteo Velluti, con la cabeza gacha—. Senador Grimani —dijo—, se lo advierto también a usted: ¡no volveré a cantar así el aria final de la ópera, cuando los dos enamorados se reúnen! ¡En vez de conmoverse, el público se distrae!

—Pero si es su aria di baule —balbuceó Velluti—. ¡El aria que cualquier sopranista quiere en cualquier ópera, su caballo de batalla, donde usted puede mostrar toda su extensión vocal, sus virtuosismos, las vocalizaciones más audaces!

—¡Exacto! —replicó Lorenzo. Estaba despeinado, en mangas de camisa y jadeaba—. ¡Ya no se usa! Los artificios, los virtuosismos, lo extraño ya no se lleva. Por si no lo ha notado, la música lírica está cambiando. Usted ha escrito una ópera moderna, maravillosa, donde la música exalta los sentimientos, conmueve, pero al final ha metido esa payasada. ¿Cómo puedo expresar el amor que siento por la princesa gorjeando como un ruiseñor? Tal y como está, el aria rompe el hechizo, destroza la magia.

—Pero usted, señor Baffo, ¿qué quiere? —lo interrumpió Grimani.

—Quiero que el compositor vuelva a escribir el aria —explicó Muranello más sosegado—. Quiero que esta exprese el recuerdo de los peligros que Ahmed ha afrontado, la esperanza del amor que lo ha ayudado, la incredulidad ante el futuro feliz que lo espera, la exaltación del amor compartido. La música debe arrastrar al público hasta el final, el público debe conmoverse, debe llorar, debe olvidar que soy un divo y ver en mí al pobre pastor que se convierte en un rey. El teatro de hoy en día es así. No soy Caffarelli —terminó con orgullo—, que anda olfateando tabaco, se burla de sus compañeros en el escenario y guiña el ojo a las señoras que están en los palcos. —Con paso resuelto, sin despedirse, se dirigió hacia la puerta.

—Está bien, de acuerdo —dijo Velluti desanimado—. Volveré a escribir el aria como quiere Muranello.

—Vamos, Velluti —lo animó Grimani—. Para un compositor de su categoría, que ha escrito música divina, no será un problema componer un aria.

—No, claro que no —refunfuñó el músico—. Me pondré manos a la obra enseguida, no queda mucho tiempo —dicho esto, salió abatido, seguido de su esposa, después de haber hecho una profunda reverencia a los allí presentes.

Una serie de furiosos ladridos, seguidos de unos aullidos desgarradores, avisaron de la llegada de Adriana Fusetti. Embutida en un redingote de color amaranto y tocada con un sombrero de plumas, la cantante entró a toda prisa en su camerino, seguida de su madre y del conde Sanvitali, que había dado una patada al perrito a hurtadillas. Se dejó caer en un sillón y, al verse reflejada en el gran espejo de tocador, empezó a mirarse la cara.

—Este tiempo tan seco me destroza la piel —protestó—. Hace demasiados días que no llueve. Y, si llueve, pierdo la voz. ¡Esta ciudad es imposible! No volveré más. Por si fuera poco, he visto que en los palcos solo miran a Muranello. ¡Con ese vestido de loro, me roba el escenario! No deja de hacer reverencias y concede demasiados bises. Se ve a la legua que es novato. Y yo, la gran Adriana Fusetti, debo quedarme en un rincón del escenario esperando que termine con sus tonterías. ¿Qué pasa, chéri? —prosiguió mientras levantaba del suelo al perrito y se lo ponía en el regazo—. Tú también detestas este teatro, ¿verdad? ¡Entre, entre! —exclamó después sonriendo, cambiando de registro en un pispás, dirigiéndose a Grimani, que se había asomado a la puerta—. Estaba justo hablando de las maravillas de su teatro, posee usted los decorados más impresionantes que se han visto en Europa. Buenas noches, avogadore, buenas noches, abogado —añadió al ver a los dos amigos—. Siéntense. ¿Siguen investigando la muerte de Momo?

—Más o menos —dijo Pisani mientras todos tomaban asiento en el salón que había en un rincón del camerino.

El conde Sanvitali se quedó de pie detrás del sillón de Adriana, como dispuesto defenderla. Se había dado cuenta enseguida de que la expresión de los juristas no presagiaba nada bueno.

—¿Cómo puedo ayudarlo? —preguntó la primera actriz con un toque de condescendencia, abriendo un abanico de encaje y empezando a darse aire. En el fondo aquellos dos señores tenían encanto y dinero, de modo que podía hacer el esfuerzo de ser amable con ellos.

Daniele le enseñó el pedazo de tela dorada.

—¿Conoce esta tela? ¿Sabe a qué vestido perteneció?

Se hizo un profundo silencio, a la vez que la sonrisa se congelaba en la bonita boca de la cantante.

—Yo, la verdad… no me acuerdo. ¿Debería saberlo? —decidió responder por fin, simulando indiferencia.

—Pues sí —se ensañó Marco con aire severo—. Con este vestido inició su carrera hace cinco años. Con este vestido aflojó una trampilla del escenario y por ello Anna Pianacci cayó al foso, se torció un tobillo y usted pudo ocupar su puesto.

—Pero… ¿qué está diciendo? ¿Cómo sabe todo eso? ¿He hecho algo malo? ¡Dios mío, creo que me voy a desmayar! —murmuró Adriana, a la que habían pillado desprevenida.

—¡Rápido, las sales! —ordenó su madre.

El conde corrió a buscarlas en un armario y volvió con un frasco.

—Y eso no es todo —prosiguió Marco impertérrito—. Por este motivo, un desconocido la está chantajeando desde hace cinco años y usted le paga dos ducados al mes.

Echada en el sillón, Adriana estaba más pálida que un muerto.

—No, no —murmuraba—. ¿Cómo puede decir eso? Nadie… ni siquiera mi madre…

De hecho, la anciana se había quedado petrificada, con el frasco en una mano, y miraba a Sanvitali como si esperara que él remediara aquella situación. El conde no perdió tiempo: puso el frasco bajo la nariz de la cantante y aprovechó para murmurar en voz baja:

—¡No digas nada, no recuerdas nada!

Adriana Fusetti no era estúpida. Después de oler las sales y de recuperarse un poco, se incorporó en el sillón y, mirando fijamente a Pisani, exclamó:

—No pretenderá hacerme creer, avogadore, que un funcionario tan ilustre como usted se molesta porque una primadonna se torció un tobillo hace cinco años. Además, si alguna lengua viperina ha insinuado que yo pagaba a alguien para enterrar el asunto, le aseguro que ha mentido. Lo que le ocurrió a Anna Pinacci fue una desgracia de las que suelen suceder en los teatros. Alguien debió de arrancar ese pedazo de tela de mi vestido para acusarme. ¡En nuestro mundo la envidia fluye como el agua por los canales de Venecia!

Marco y Daniele se miraron.

—Mi querida señora —replicó el abogado—, ha de saber que el chantajista era Momo, él guardaba el pedazo de tela y él registraba las sumas que usted le pagaba en un libro de cuentas.

—¿Momo? ¡Dios mío! ¿Momo?

—Ni más ni menos, el chico para todo del teatro que murió envenenado hace una semana.

Al oír la noticia, Fusetti abrió desmesuradamente los ojos, miró al cielo y resbaló del sillón, esta vez sí, inconsciente de verdad.

Los dos amigos y Grimani se sentaron en la terraza de la Taberna del Agua, situada en el campo San Lio, en las inmediaciones del teatro, para saborear un sorbete de jazmín, la especialidad de la casa, y comentar los últimos acontecimientos.

A media tarde, el local se fue llenando de nobles ociosos y de comerciantes que regresaban de la feria. Al lado de su mesa, un grupo de alemanes, quizá procedentes del fondaco, que quedaba cerca, hablaban alzando la voz. En el centro de la sala, próximas a la barra, dos jóvenes muy maquilladas y enjoyadas miraban a su alrededor buscando clientes. No muy lejos de ellas, tres señoras enmascaradas parloteaban delante de unas tazas de chocolate y una bandeja de bissolà, un dulce véneto.

—Esta ciudad siempre está de carnaval —deploró Grimani—. Cualquier ocasión es buena para ponerse una máscara y divertirse.

—No sea moralista —replicó Pisani sonriendo—. Sabe mejor que yo que las fiestas atraen a los extranjeros y favorecen los negocios. ¿Ve a esos alemanes? —prosiguió señalando a los comerciantes—. En su país deben respetar la rígida moral luterana y contentarse con sus mujeres gordas y rubicundas, pero aquí, como podrá ver, ya están mirando a esas dos prostitutas.

Grimani cabeceó.

—Tiene razón y puede que las tres señoras que conversan animadamente estén esperando a sus amantes protegidas por la máscara. En fin, Venecia es el burdel de Europa y vive de ello.

Los tres guardaron silencio mientras saboreaban sus sorbetes.

—¿Qué les parece? —preguntó por fin el propietario del teatro aludiendo a Adriana Fusetti—. ¿Creen que mató a Momo?

Pisani negó con la cabeza.

—No creo. Parecía realmente sorprendida cuando supo que el chantajista era él. Además, sabe que si se corre la voz de que ella cometió esa fechoría aunque lo hiciera hace muchos años, ahora que es famosa, saldría ella muy perjudicada.

—Entonces, ¿por qué seguía pagando?

—Quizá porque le resultaba más fácil pagar que hacer frente a la situación —apuntó Daniele—. Por lo demás, tres ducados al mes no es mucho.

—Es cierto: pagaba poco. Fusetti, al igual que las sopranos y los sopranistas más célebres, gana setecientos ducados de oro por temporada teatral. Además, las temporadas se suceden entre Venecia, Turín, Milán, Padua y Nápoles, por no hablar de París, Londres y Viena, y ella recibe tantas ofertas que debe rechazar muchas de ellas. En cualquier caso, tendrá que responder ante la ley por haber causado daños personales —objetó Grimani—. La mera idea de perder a la primera actriz en plena temporada de primavera me pone también enfermo —bromeó.

—No debe preocuparse por su primera actriz —lo tranquilizó Daniele—. Como le confirmará mi amigo el avogadore, los daños personales leves como los que sufrió Anna Pianacci prescriben al cabo de cinco años y antes de dicho plazo uno puede cumplir con la ley abonando una simple multa. No obstante, a Fusetti le ha venido bien llevarse un buen susto. Quizá así aprenda a ser menos caprichosa.

—En cualquier caso —dijo Pisani pensando en voz alta—, ahora tengo que ver a la segunda víctima de los chantajes, Giuseppe Baffo, el padre de Muranello. ¿Sabe dónde podemos encontrarlo, Grimani?

El aristócrata torció la boca.

—¡Más gente de mi teatro! Si Muranello me deja, tendré que cancelar las representaciones. Me endeudaré hasta el cuello.

—La víctima era el padre, no Lorenzo —objetó Marco.

Grimani sacudió la cabeza.

—¿Creen que Muranello, con el pésimo carácter que tiene, tendrá la humildad de presentarse ante el público mientras su padre está siendo investigado?

—No se preocupe —lo consoló Marco—. Es poco probable que el culpable de la muerte de Momo sea Giuseppe Baffo. No olvide que las víctimas eran cinco y que aún no sabemos quiénes eran las otras tres. Solo tenemos sus iniciales.

—Es verdad —lo interrumpió Daniele—, F de Fusetti y B de Baffo. Quedan los señores S, D y O. Me pregunto quiénes serán.

—Además, no es seguro que sean miembros de la compañía —prosiguió Marco—. Como tampoco es seguro que uno de los cinco matara a Momo, aunque sí probable. Por último, piense que Baffo sufría el chantaje porque quería mantener en secreto la castración de su hijo, no niego que ello sea importante para él, pero eso no significa que se pueda perseguir como delito.

—Le agradezco la consideración que tiene conmigo, avogadore. —Grimani sonrió—. Me ha preguntado dónde viven los Baffo. Pues bien, tienen un bonito palacio en Murano, pero para no que atravesar todos los días la laguna porque el aire húmedo podría perjudicar la voz de Lorenzo, alquilan una casa en el campo Santa Marina durante la temporada teatral. Encontrará al señor Giuseppe allí a primera hora de la tarde, porque suele reposar después de comer.

—Siendo así, iré mañana —afirmó Marco y, acto seguido, dirigiéndose a Daniele, añadió—. Te dejo libre, es mejor que vaya solo, así no tendrá que enfrentarse inútilmente a dos personas.

Antes de cenar la ciudad estaba muy animada. Tras despedirse de sus amigos, Marco se encaminó hacia la plaza, donde Chiara lo esperaba en su puesto de la feria.

En unos cuantos pasos llegó al campo San Bartolomeo, uno de los más animados de la ciudad. Entre los corros de máscaras, odaliscas veladas, mosqueteros, antiguos romanos vestidos con togas de color púrpura, Polichinelas, Arlequines, grupos de albaneses vestidos con amplios pantalones, ingleses con redingotes y algún que otro turco tocado con un voluminoso turbante, deambulaban mendigos que fingían estar lisiados, niños carteristas y vendedores de galletas, buñuelos y bagigi. En una tarima, al principio del puente de Rialto, había una vieja adivina leyendo la mano a una muchachota campesina, que se reía mirando esperanzada a su joven acompañante.

Ante los ojos de Marco se desplegaba el auténtico teatro, el de la vida cotidiana, cuyos protagonistas vagaban por el gran escenario de la ciudad, encerrados cada uno en su propio misterio.

El sacerdote viejo y enjuto, por ejemplo, ¿corría para asistir a un alma en pena o se dirigía hacia una casa aristocrática para pedir donaciones y prebendas? Y ese señor con entradas, que por su vestimenta parecía un empleado y que contemplaba los zapatos de raso que se exhibían en el puesto de un zapatero, ¿soñaba con comprar un par a su esposa o condenaba los caprichos de la moda, que corrompían a las mujeres?

Un grito violento lo distrajo de sus pensamientos. De repente, una joven envuelta en una bautta por la que asomaba una elegante falda de seda, cayó en sus brazos.

—Disculpe —exclamó una voz refinada—. No lo he visto, ya sabe, ¡con este lío! —Unos ojos grandes de color verde lo miraron a través de los agujeros de la larva.

Marco la soltó y, cuando se disponía a marcharse, una mano enjoyada le aferró un brazo.

—¿A qué viene tanta prisa? —prosiguió la voz—. No sé quién es usted y usted no sabe quién soy yo. ¿Por qué no bebemos juntos una botella de malvasía? Luego, quién sabe…

A Marco jamás le habían atraído ese tipo de situaciones. Además, ahora tenía la compañía de Chiara.

—Se equivoca de persona —respondió educadamente antes de echar a andar de nuevo, pensando que las máscaras eran un acicate para el libertinaje.

Dobló por la calle Mercerie di San Salvador, flanqueada por la iglesia y las altas casas de pisos pertenecientes al Capitolo de San Marcos. Se detuvo delante del escaparate de un editor musical para ver las novedades. Después le llamaron la atención los espléndidos violines y las violas de amor del lutier Gardano y entró un momento en la tienda de Bonafin para admirar el último modelo de clavecín.

En el puente de los Baretèri, un juglar había reunido a un grupo de personas, entre ellas varios burgueses, para contarles una aventura trágica y maravillosa a la vez. La gente lo escuchaba boquiabierta, conteniendo la respiración, sin apartar la vista de él. Dos niños sentados en el suelo acompañaban el relato con gritos de miedo. El humilde juglar que colmaba la necesidad de evasión de la gente también era teatro.

¡Qué amasijo de cosas era el corazón humano! Siempre había llevado una vida disciplinada, marcada por el sentido del deber, el amor al prójimo e incluso el éxtasis místico y, de repente, sentía deseos de escapar, de llevar una vida fácil, de aferrar como fuera una pizca de alegría. ¿Quién era él para juzgar a los demás?

Pisani enfiló la calle Mercerie di San Zuliàn y pasó a toda prisa por delante del café de Menegazzo, porque no quería que lo entretuvieran sus conocidos. Lanzó una mirada a los escaparates de los libreros y de los impresores y prosiguió por Mercerie dell’Orgoglio, donde resplandecían las joyas expuestas por numerosos orfebres. Se quedó un instante encantado delante de todo tipo de manjares expuestos en una charcutería. En su interior, encima del mostrador donde brillaban un par de básculas de latón, había colgados jamones, salchichones y paquetes de velas.

En el escaparate de la mercería que había poco antes del sotopòrtego, el maniquí llamado piàvola de Francia estaba acicalado a la última moda, como siempre. Ese día lucía un magnífico vestido de noche de terciopelo tornasolado, con el corpiño bordado con perlas.

Marco pasó por debajo del arco del Orologio y salió a la plaza. En el espacio que los puestos de la feria dejaban libre delante de la basílica, unos saltimbanquis habían tendido una cuerda entre dos palos y ensayaban unos juegos de equilibrio. Delante del Palacio Ducal se erigía una caseta de titiriteros que había atraído a muchos niños.

El avogadore se paró un momento, pensando que la gente de cualquier edad y clase social necesitaba la fantasía, la maravilla, para soportar la realidad.

Dando la espalda a la basílica, se adentró en el laberinto de puestos de la feria. Sonrió para sus adentros: esa noche estaba dedicada a Chiara.