Capítulo 6

EN EL local de Menegazzo, en las Mercerie, era la hora punta. Sentados en los bancos pegados a las paredes, notarios, abogados, altos funcionarios y nobles, la selecta clientela del establecimiento, hojeaban los diarios que llegaban regularmente de Francia, Alemania e Inglaterra y que habían dado fama al café. En las mesas se entablaban discusiones animadas y en la cocina flotaba un sugerente aroma a chichéti, marisco, sardinas en saòr, polenta y oséi y bacalao mantecato, listos para el tentempié de mediodía.

Marco había entrado procedente de la librería de Pasquali, donde había comprado una novela francesa para Chiara, y se acababa de sentar a una mesa cuando Daniele se reunió con él.

—¿Qué te ha pasado? —le preguntó el abogado—. Pareces destrozado.

—Tú también lo estarías si hubieras descubierto que el desgraciado al que mataron de forma misteriosa, del que todos nos compadecíamos, no solo era un falso jorobado que llevaba una doble vida, sino también un vulgar chantajista. —A continuación, habló a Daniele del cofre que le había llevado don Rigoldi y de su siniestro contenido—. Para mayor inri, la carta donde, quizá, se explicaba todo, se ha quemado, de manera que me encuentro con una adivinanza entre las manos, mejor dicho, con cinco adivinanzas y tengo que resolverlas como sea, porque la experiencia dice que cuando un chantajista muere asesinado, hay que buscar al culpable entre sus víctimas. Esta mañana mandé a Momo a la oficina de correos de Mestre para ver si encontraba a alguien que lo conociera y para averiguar dónde vivía cuando no trabajaba en el teatro. Nani es listo, seguro que vuelve con alguna noticia. En cuanto a ti —añadió mientras el tabernero les servía un plato de grancevole, centollos, y un vaso de vino blanco fresco—, me gustaría que me acompañaras un momento a mi despacho para echar un vistazo al cofre en cuanto acabemos de comer.

Cuando Marco y Daniele se asomaron a la sala de los secretarios, situada antes del despacho del avogadore, Tiralli salió a su encuentro con aire misterioso.

—Excelencia —murmuró—, tiene visita. Un señor de Padua lo espera en su despacho. Ha dicho que se llama Gaetano Greco y que usted lo ha mandado llamar.

—¡El maestro de música! —intuyó enseguida Pisani—. Casi me había olvidado.

Greco estaba de pie delante de la ventana, era un hombre alto y distinguido, con la cara marcada y espiritual y el pelo cano esmeradamente recogido en la nuca, vestido con un traje oscuro que le confería un aire respetable. Al verlos, hizo una ligera reverencia al avogadore y sonrió educadamente a Daniele.

—He venido lo antes posible —dijo hablando con una voz baja y agradable—. En cuanto recibí su carta. Tuve tiempo de embarcarme en el Burchiello que hace el servicio nocturno y aquí me tiene, a su disposición. —El Burchiello era el barco que, arrastrado desde la orilla por unos robustos caballos, recorría el canal del Brenta entre Padua y Venecia.

Marco le dio las gracias, hizo las debidas presentaciones y los tres tomaron asiento.

—Estará cansado —observó—. ¿Le ha dado tiempo a comer algo? Permítame que pida que nos sirvan un café.

—He picado algo, pero una taza de café me ayudará a ordenar las ideas.

Era un hombre acostumbrado a codearse con la alta sociedad. Marco se asomó a la secretaría para pedir que les llevaran una bandeja de café.

—Por la rapidez con que ha venido, cosa que, por otra parte, agradezco —prosiguió dirigiéndose al anciano—, presumo que nos trae noticias de nuestro Gerolamo Panetti.

El maestro de música se acomodó en el sillón, cruzó los brazos y suspiró mirando al techo.

—Pobre Gerolamo, lo conocía mucho, nunca tuvo suerte. Pero ¿por qué me han buscado? ¿Qué le ha pasado? —preguntó intrigado.

Pisani no había querido adelantarle la noticia de la muerte de Momo en la carta que le había entregado el guardia de la avogarìa.

—Ha muerto —dijo—, mejor dicho, lo mataron. Por eso nos interesa su pasado.

Greco hizo ademán de levantarse del sillón apoyándose en sus brazos.

—¿Asesinado? ¿Cómo es posible? Pero ¡si era incapaz de hacer daño a una mosca! ¿Quién ha sido?

—Eso es justo lo que queremos saber. Y usted, que lo quería, dado que se ha apresurado a venir aquí para hablarnos de él, ahora debería contarnos lo que sabe. En Venecia vivía solo, pero hemos descubierto que llevaba una doble vida y que sus actos no eran siempre… ¿cómo decirlo? No eran conformes a la ley —dicho esto, miró de reojo el cofre de los secretos que aún estaba encima del escritorio.

Mientras el anciano trataba de asimilar las inesperadas noticias, llamaron a la puerta. Era el mozo del café Florian, que dejó en una mesita una cafetera humeante, unas tazas de porcelana transparente y un apetitoso surtido de pastelitos.

Greco recuperó el aliento entre un sorbo y otro de café, eligió golosamente varios pastelitos, esperó a que sus anfitriones se sirvieran y, a continuación, suspiró y rompió el silencio que se había creado.

—Usted, excelencia, ¿sabía que Momo era un cantor emasculado, es decir, un castrato?

—Por supuesto, lo reveló la autopsia. ¿Y usted sabía que cuando estaba en Venecia se ponía una falsa joroba? —Al ver la mirada estupefacta de Greco, añadió—: Pero quizá sea mejor que nos cuente la historia de Momo desde el principio.

—¿Qué saben de los cantores emasculados, señores? —les preguntó Greco—. ¿Saben cómo los eligen, los instruyen y los lanzan? ¿Saben cuántos se hacen famosos y cuál es el destino de la mayoría de ellos, que nunca alcanzan la gloria y que van siendo apartados poco a poco?

Marco y Daniele reconocieron que apenas sabían nada, de forma que el maestro Greco les contó cuáles eran las etapas fundamentales de la carrera de los castrato.

Por lo general, les dijo, se trataba de niños de familias pobres que llamaban la atención en los coros parroquiales, porque tenían una voz bonita y una entonación perfecta.

—Yo soy de Arpino —explicó—. Una ciudad antigua y agradable situada a los pies de los montes Cimini, en los dominios de la Iglesia. Al igual que en Apulia y Nápoles, en mi región muchos niños nacen dotados de una voz agradable y la afición a la música es casi un don de la naturaleza. Yo mismo, a pesar de no estar tocado con una voz armoniosa, gracias a lo cual evité que me castraran, conseguí el diploma de maestro de música en el conservatorio de Nápoles. Cuando acabé mis estudios y regresé a Arpino, el organista de la catedral me habló de Gerolamo quien, por aquel entonces, hablamos de 1720 más o menos, era un niño de unos diez años. Tenía una entonación perfecta y un timbre agudo espléndido.

—¿Fue usted el que aconsejó que lo castraran? —lo interrumpió Daniele.

Greco suspiró.

—No, no fui yo. La verdad es que me pareció demasiado tímido y torpe para aspirar a convertirse en una estrella del teatro. Pero su familia era muy pobre y sus padres soñaban que el tesoro que el niño tenía en la garganta fuera el pasaporte hacia la riqueza. Se lo imaginaban protagonista, salvándolos a todos de la marginación. Me ofrecí para ayudarlo a entrar en un conservatorio donde pudiera estudiar un instrumento, entre otras cosas, porque Gerolamo estaba a las puertas de la pubertad y temía que fuera demasiado tarde para detener la evolución de su voz y para convertirlo en un sopranista.

Pisani sabía que el interesado debía autorizar la operación.

—Pero ¿el niño estaba de acuerdo? —preguntó.

—Oh, sí, era el más entusiasta. En cuanto comprendió que estaba dotado para el canto, no había pensado en otra cosa que en convertirse en una estrella del escenario. No le importaba sacrificar su virilidad, tampoco temía morir, porque, como seguro que ustedes sabrán, se trata de una operación muy arriesgada. Así pues, supe a posteriori que Gerolamo había viajado a Nápoles y que se había operado allí. Dadas las circunstancias, no me quedaba más remedio que ayudarlo en el camino que había elegido. Por aquel entonces —prosiguió sonriendo al recordar—, me contrataron como maestro en uno de los cuatro conservatorios de Nápoles, el de la Pietà dei Turchini, donde Panetti emprendió su carrera de cantor emasculado.

Marco y Daniele desconocían las durísimas condiciones de vida de los alumnos de las escuelas de música. Greco les contó que se despertaban al alba, que tenían horas y horas de solfeo, canto y composición, pero también de gramática, filosofía, religión y ciencias. Los aspirantes a sopranistas, que después de la castración conservaban una voz cristalina y brillante y que desarrollaban la potencia de la caja torácica, se ejercitaban en los trinos, los gorjeos y la vocalización hasta que lograban mantener las notas un minuto. Además, debían aprender a tocar varios instrumentos y a componer sinfonías y, en cuanto eran un poco mayores, enseñaban a su vez a los más pequeños.

Comparados con los alumnos tenores o con los músicos, los castrati o eunucos, como se los llamaba, recibían un tratamiento privilegiado: los maestros más ilustres, la mejor comida, habitaciones caldeadas y ropa apropiada, porque sus campanillas podían valer un potosí.

Con la financiación del soberano y de donaciones privadas, cada conservatorio educaba entre cien y trescientos alumnos, que, a su vez, se las ingeniaban para llevar dinero al instituto cantando en las misas, en los funerales y en las ceremonias. Los eunucos, en especial, que se distinguían por el traje negro ceñido a la cintura con una banda roja, cantaban en los coros angelicales durante las procesiones de la Virgen.

—Pero, tras varios años de estudio —continuó Gaetano Greco—, Momo empezó a tener problemas. —Marco y Daniele abrieron bien las orejas—. En el momento en que la voz se transforma fisiológicamente, la de Momo, en lugar de hacerse cada vez más límpida y potente, no pudo alcanzar la extensión necesaria, es decir, nos dimos cuenta de que se quebraba en los agudos. Quizá porque lo habían operado ya demasiado tarde, quizá simplemente porque ese era su destino. Él lo vivió como un drama: si antes era tímido y taciturno, se volvió desdeñoso y hostil. Había comprendido que nunca sería una estrella. En cualquier caso, no tenía presencia escénica alguna y no le habría resultado fácil. —Greco se interrumpió para beber el agua que Daniele le había servido—. Traté de apoyarlo, a pesar de que había desaconsejado la operación, me sentía responsable. Lo animé a estudiar violín.

—Ya —terció Pisani—. En su casa encontramos un instrumento valioso, está en esa repisa —añadió señalando el violín que habían recogido en la habitación de Momo. A su lado estaba también la partitura de El ladrón de Bagdad que, quizá, estuviera estudiando.

Greco se arrellanó en el sillón.

—Intenté explicarle que un buen músico podía hacer también una buena carrera. Pero los problemas no terminaron ahí.

—¿Más aún?

—Por desgracia, lo peor estaba por llegar. A pesar de que Momo no valía nada como solista, siguió formando parte de los coros de los Turchini que cantaban en las ceremonias. Una noche, cuando tenía unos quince años, siguiendo el baldaquín que sostenía la estatua de la Virgen de Pompei, tropezó y la antorcha que llevaba en la mano se le resbaló e incendió las vestiduras del carro. Salvaron a la Virgen por milagro, pero dos jóvenes sufrieron graves quemaduras. Poco tiempo después resbaló en un suelo mojado y cayó sobre un compañero, que se rompió una pierna. Cuando aún no había pasado siquiera un mes, lo llamaron para sustituir a un violinista que se había puesto enfermo y que debía tocar en un baile que se celebraba en el palacio Carafa. Por la razón que fuera, en medio de aquella fiesta, el palco de los músicos se hundió. Por suerte era de madera y solo hubo que lamentar varios huesos rotos y muchas magulladuras, pero aquella fue la gota que colmó el vaso y Panetti empezó a ser considerado gafe. Y en Nápoles esta fama no es una broma.

Marco y Daniele no sabían si echarse a reír o a llorar con la historia. Tanto si era gafe como si no, el pobre Momo no podía ser más desgraciado.

—Así que se operó para nada —comentó Daniele—. Luego, además de la desilusión de perder la voz, tuvo que soportar también las burlas de sus compañeros.

—No solo burlas —lo corrigió Greco—. Todos lo evitaban como la peste. Cuando se cruzaban con él por los pasillos, sus compañeros hacían conjuros, en el comedor lo marginaban, sus alumnos más pequeños colgaron cuernos de coral en sus atriles. ¡Pobre Momo! Intentaba animarlo, pero cada vez se cerraba y se aislaba más.

—¿Por qué vino a Venecia?

—No lo sé. Hice por él lo único que podía hacer. Tenía conocidos en Roma y le propuse entrar en un teatro como violinista. Como ya he dicho, tocaba bien el instrumento. Pero no quiso, quizá aún no había superado la decepción que le había causado la pérdida de la voz, así que al final conseguí que lo aceptaran para un puesto mucho más secundario en el coro de San Giovanni in Laterano. En Roma nadie lo conocía, había roto todas las relaciones con su familia. Sé que aún vivía allí hace unos doce años, porque le escribí para saber de él. Me respondió que habían tratado de convencerlo de que se ordenara sacerdote, pero que no había querido. Tampoco podía casarse, debido a la castración. Me dio la impresión de que vivía completamente solo, de forma muy modesta, e intuí que, por lo menos, la fama de gafe no lo había perseguido hasta allí. Lo invité a mi casa de Padua, donde, entretanto, me había instalado, yo habría podido encontrarle un trabajo más rentable, pero nunca vino. No volví a tener contacto con él. Años más tarde, sin embargo, un amigo común de Arpino me dijo que lo había visto por casualidad en Bolonia, bajo los soportales de la calle Nosadella. Iba decorosamente vestido, pero había fingido que no lo reconocía y había seguido por su camino.

Pisani pensó que se podía fiar de ese hombre.

—Ya le he dicho, señor Greco, que desde hace seis años Momo trabajaba en Venecia como conserje y chico para todo en el teatro de San Giovanni Grisostomo, propiedad de la familia Grimani. Hemos descubierto que, además de fingir que era jorobado y de llevar una doble vida, que aún no sabemos del todo en qué consistía, Panetti era un chantajista.

Gaetano Greco suspiró y se llevó las manos a la cabeza.

—¿Qué puedo decirle, excelencia? Pensándolo bien, no me sorprende. La vida no se portó bien con él. La bonita voz que tenía cuando era niño y que debería haber sido su fortuna, lo traicionó. Además, Momo no tenía un carácter fácil: otro se habría resignado y habría encontrado un camino diferente aprovechando sus conocimientos de música. Tocaba bien el violín y, si no quería exhibirse en el teatro, podría haber sido maestro de música en las casas nobles, pero, como ya les he dicho, no tenía presencia, no sabía estar entre señores.

—Por eso se refugió en Roma, para ir tirando en los ambientes eclesiásticos, y luego fue a Bolonia, a hacer quién sabe qué —dedujo Marco—. Y en todos esos años de absoluta soledad, su carácter, ya de por sí cerrado, se agrió aún más.

—Quizá maduró su venganza en esos años —apuntó Daniele—. Debía de odiar el mundo del teatro por haberlo rechazado. Cuando se trasladó a Venecia debía de tener ya la intención de desquitarse. Con la joroba resultaba irreconocible, además de repugnante, así acentuó su tendencia a arrastrarse en la oscuridad y aprendió a observar lo que sucedía a su alrededor. Quería hacer pagar a los ricos y poderosos por sus pecados.

—Pero ¿a quién chantajeaba? —preguntó Greco.

—Aún no lo sabemos —contestó Pisani—. En ese cofre, que entregó a un sacerdote para que me lo diera en caso de que le sucediera una desgracia, hay pruebas de varios delitos, pero la carta que debía aclararlo todo se ha perdido. Tendremos que investigar, averiguar dónde vivía cuando no estaba en Venecia y, sobre todo, identificar a sus víctimas, porque es probable que el asesino sea una de ellas. Además, supongo que ganó algo de dinero con el chantaje.

—Un final triste para una vida marcada. —Greco se levantó para marcharse—. Le agradeceré que me informe cuando resuelva el misterio, excelencia. A pesar de todo, Momo sigue dándome lástima. Pediré que celebren varias misas por su alma en la basílica del santo, en Padua. A fin de cuentas, Dios es el único juez supremo.

Tras quedarse solos, Daniele se acercó intrigado al cofre de los secretos.

—¿Puedo echar un vistazo?

—Preferiría que no —respondió Marco—. Disculpa, pero he cambiado de opinión. Son las pruebas de unos crímenes, de unos pecados, de unos secretos inconfesables que quizá Momo utilizaba para chantajear a sus víctimas. He enviado a Nani a despejar unas dudas y si Momo, como nos dijo el tramoyista del teatro, iba a Mestre cuando no estaba en Venecia, seguro que habrá descubierto dónde vivía. Mañana es domingo —añadió—. Por la mañana trataremos de averiguar algo más sobre su vida secreta, por la noche Costanza y tú cenaréis en mi casa con Chiara y Guido, así examinaremos juntos las pruebas que hemos recogido.

—Espero que Rosetta nos prepare una de sus obras maestras —comentó el abogado refiriéndose al ama de llaves de Pisani.

Los dos amigos estaban en la Escalera de los Gigantes y se disponían a salir del palacio cuando un ruido de pasos apresurados los hizo volverse.

—¡Excelencia! —Era Jacopo Tiralli, que los seguía corriendo y agitando una misiva—. Acaba de llegar esta carta del senador Michiel Grimani. ¡El mensajero me ha dicho que es urgente! —dijo el secretario jadeando.

Pisani rompió el sello, la leyó y suspiró volviéndose hacia Daniele.

—Por lo visto, hace una hora, esa anciana, la vecina de Momo, se presentó en el teatro. ¿Te acuerdas de ella?

—La vieja Rina.

—Exacto. Le dijo a Grimani que alguien había forzado la puerta del piso de Momo para entrar en él y que lo había revuelto todo. Debo ir a ver en qué estado lo han dejado.

Michiel Grimani lo estaba esperando en el patio del Miliòn. A su lado, temblando de pies a cabeza, a pesar de que el sol calentaba en esa tarde primaveral, Rina se arrebujaba en su chal.

—Cuando salí para ir a la iglesia —dijo la anciana con su fina voz—, al bajar la escalera, vi que la puerta de Momo estaba entornada y me dije que yo la había cerrado bien después de que los de la Misericordia se llevaran su cuerpo. Me asomé pensando que usted había vuelto, excelencia —prosiguió dirigiéndose a Marco—, y vi todo ese desorden. ¡Qué miedo! Enseguida pensé que se trataba de un ladrón, que quizá aún estuviera en casa, y salí corriendo.

La anciana debía de haberse llevado un buen susto, porque aún parecía alterada.

—No sabía qué hacer —confesó—, así que se me ocurrió ir al teatro San Giovanni.

—Por suerte estaba allí y lo llamé enseguida. Venga a ver —terció Grimani empezando a subir la escalera.

El piso de Momo estaba patas arriba: era evidente que habían forzado la puerta, además habían desgarrado los colchones y el cáñamo del relleno había salido por los agujeros, la ropa estaba esparcida por el suelo, fuera de sus fundas, los cajones estaban vacíos, incluso habían apartado la cómoda de la pared para ver si detrás había un escondite secreto.

Marco miró alrededor, pero enseguida comprendió que era imposible saber si el misterioso visitante había encontrado o no aquello que fuera buscando. Pensó que, con toda probabilidad, se había marchado con las manos vacías, ya que Momo había entregado al párroco de Santa Sofia el cofre donde guardaba las pruebas.

—Pero usted —preguntó a Rina—, ¿no oyó nada?

La mujer se encogió de hombros.

—Nada, excelencia, y eso que estaba en casa.

O el visitante había revuelto todo procurando no hacer ruido o la vieja era dura de oído. En cualquier caso, no podía hacer nada más.

—Le agradezco que me haya llamado enseguida, Grimani —dijo Marco—. No tardaremos en vernos, porque he de volver al teatro para interrogar de nuevo a los artistas y a los trabajadores y necesitaré su ayuda.

El propietario del teatro se despidió haciendo una leve reverencia. Confiaba en que las visitas de las autoridades no turbaran demasiado a la compañía, que ya estaba muy alterada debido a la misteriosa muerte del factótum. Dado el poco margen de ganancia que le había dejado ya la costosa puesta en escena de la ópera, solo faltaba que la representación fuera mal.