Capítulo 7

PERO ¿de verdad no quieres decirme qué encontraste en el cofre que te llevó el párroco de Santa Sofia?

Marco sonrió con aire burlón.

—Espera a esta noche, Daniele, lo veremos todos juntos, porque es posible que las sorpresas aún no hayan terminado.

Los dos hombres estaban sentados debajo de un árbol, en los márgenes de la avenida que iba de Mestre a Carpenedo. Habían alquilado dos caballos en la Fonda de la Campana y se habían dirigido al paso hacia su destino, bastante cercano, pero luego se habían sentido atraídos por la sombra del tupido bosque de carpes que había a su izquierda y por los aromas del monte bajo y de la alfalfa recién cortada en los campos que se extendían hacia el mar. ¡Tan diferente del olor salobre de la laguna que se infiltraba en todos los meandros de Venecia!

De las frondas de los majestuosos árboles que durante siglos habían procurado la madera necesaria para los cimientos de la ciudad lacustre les llegaba el arrullo de una tórtola, al que respondía el trino de un jilguero, y en los campos salpicados de margaritas enjambres de insectos zumbaban bajo el sol. Los tejados de paja les permitían reconocer las casas de madera de los campesinos que se veían a lo lejos y a cuyo alrededor alguna que otra vaca pastaba hierba fresca. Ningún ser humano turbaba el paisaje desierto. Era domingo, temprano por la mañana, y las campanas de una iglesia acababan de llamar a los fieles.

Atraídos por la soledad, impensable en Venecia, Marco y Daniele ataron los caballos a un árbol y se detuvieron a disfrutar de la quietud campestre.

—¿Las chicas trabajan también hoy? —preguntó Marco rompiendo el silencio a la vez que masticaba una brizna de hierba.

Daniele sonrió.

—Se han hecho inseparables, pero no, Maso se ocupa hoy del puesto. Costanza me dijo ayer que tenían que ir a ver a tus padres al palacio Pisani, no sé para qué.

Marco se tumbó en la hierba mirando el cielo.

—¡Piensa cómo ha cambiado nuestra vida en pocos meses, Daniele! Tú eras un mujeriego y yo un viudo inconsolable.

—No dudo que el recuerdo de la pobre Virginia te persiguiera, pero aun así te consolabas un poco —bromeó su amigo.

—Sí, pero no era feliz y, reconócelo, tú tampoco.

Daniele negó con la cabeza.

—Me enredaba con amoríos para no pensar en mi amor imposible.

—Deberías estar agradecido al loco del padre Ceconi —dijo Marco aludiendo al caso que habían resuelto durante la Cuaresma pasada, una serie de delitos violentos cometidos en las inmediaciones de la iglesia de San Giovanni e Paolo, fruto de la locura del prior del convento, el tal padre Ceconi, y de sus jóvenes pupilos. El notario Comese, el marido de Costanza, había sido una de las víctimas y Daniele había encontrado en su casa a la mujer que hasta entonces amaba en la distancia.

—Tú también conociste a Chiara gracias al asesinato que cometieron esos jóvenes canallas y a los esbirros que acusaron al pobre Maso —añadió Daniele.

Marco se incorporó.

—¿Sabes? Recuerdo perfectamente la mañana en que vino a hablar conmigo sobre su empleado: vestía una capa de color rosa y, delante de la ventana, la luz transformaba su melena rubia en una aureola dorada. Jamás había visto nada tan encantador.

—Y estás deseando casarte con ella.

—Es mi cruz, ya lo sabes, hemos hablado muchas veces de eso.

Chiara retrasaba una y otra vez la boda, de forma que Marco tenía que ir a verla a hurtadillas por la noche, como si fuera un ladrón, desafiando la cólera de su ama de llaves.

—No obstante, a pesar de que todos estos retrasos me hacen sufrir, la entiendo. Chiara es muy generosa, nunca me pertenecerá por completo. A decir verdad, no puede pertenecer a nadie, porque es de todos. Se siente responsable de sus empleados, de los tintoreros, de las hiladoras, de todos los que trabajan para ella y trata de aliviar el sufrimiento de todas las personas necesitadas que se cruzan en su camino. Además, está el don…

Marco no tuvo necesidad de decir nada más a su amigo. Chiara tenía la capacidad de sentir las cosas, de revivir lo que había sucedido tocando simplemente un objeto. El don era casi una carga, ciertas visiones la extenuaban, pero ella no se arredraba, decía que debía ponerlo a disposición de los demás, en aras de la verdad y la piedad.

Pisani calló mientras observaba a una hormiga que transportaba a duras penas una miga a una meta invisible.

—Chiara es una médium, una gran médium —prosiguió—. No me lo dice, pero lo sé, intuyo que no se limita a suscitar sus visiones para mí, para ayudarme en mis averiguaciones. Al igual que sucedía con su abuela, mucha gente acude a ella para que resuelva sus problemas y Chiara se desvive por todos.

Daniele se levantó y sacó una cantimplora de cuero de la alforja de su caballo.

—Bebe —dijo invitando a su amigo para animarlo—. El vino de la taberna aún está fresco.

—Gracias. Y no hay que olvidar los fármacos que prepara. Sé que estas semanas se levanta muy pronto y va con Maso a ciertos islotes de la laguna, que solo ella conoce, para coger las hierbas aún mojadas de rocío con las que elabora los medicamentos en el laboratorio, siguiendo las recetas de la familia. Por lo visto, funcionan, Guido así lo asegura. Son los remedios de la tradición popular y ella los ofrece gratuitamente a cuantos los necesitan. Por suerte, quedó atrás la época de la caza de brujas. En fin, que Chiara es de todos. No sé cuándo será solo mía.

Daniele también había bebido un largo sorbo de vino.

—Podríais llegar a un acuerdo. No puedes pedirle que lo deje todo para ser simplemente tu esposa, pero si tuviera el taller cerca de casa, en lugar de en la otra punta de la ciudad… —De hecho, Chiara vivía en el barrio de los Gesuiti, en tanto que la casa de Marco estaba cerca de la iglesia de la Salute—. Supongo que no te opondrás a que, una vez casada y convertida en una noble Pisani, siga trabajando.

—Por supuesto que no. Por lo demás, las fortunas venecianas se han multiplicado gracias al trabajo de los nobles comerciantes. Hasta el Dux lo dice. Además, ahora la ayuda Costanza.

—Mi hermosa Costanza. —Daniele sonrió con aire ensoñador—. ¿Sabes que se arrojaría al fuego por Chiara? Ha sido la primera persona que se ha ocupado de ella y que le ha dado un objetivo en la vida. Ya sabes por lo que pasó antes de enviudar.

Hija de un coronel del ejército de tierra y de su pretenciosa consorte, Costanza había crecido en la miseria más sórdida, esa miseria que se oculta a los demás. Más tarde, sus padres casi la habían vendido como esposa al rico y avaro notario Comese, que la trataba como a un ama de llaves y la hacía vivir estrecheces, echándole en cara que debía mantener a sus padres. Lo único positivo era que ese hombrecillo repugnante, al que solo le interesaba el dinero, jamás había pretendido consumar el matrimonio con aquella maravillosa joven.

Nada más morir el marido de Costanza, Chiara la había llevado a su casa para ponerla bajo su protección y había descubierto que la joven sabía contabilidad y hablaba francés. Costanza había aceptado entusiasmada hacerse cargo de la administración de la empresa, un trabajo para el que era muy competente, de forma que Chiara solo debía ocuparse de la parte artística y técnica.

Marco se puso en pie y sonrió.

—De manera que ahora tú también tienes una prometida muy ocupada que no quiere casarse.

Daniele empezó a desatar los caballos.

—Entiendo a Costanza. Se siente como si hubiera vuelto a nacer. Antes de casarse, quiere encontrar su equilibrio, saber quién es y qué es capaz de hacer en el mundo.

Mientras montaba en la silla, Marco dijo:

—Vivimos en una ciudad en la que las nobles no hacen nada más que ser pías o ir de fiesta en fiesta, y las burguesas llevan a extremos su beatería como única virtud. Nosotros hemos encontrado un tercer tipo de mujer, una mujer que aspira a ocupar el mismo lugar que los hombres en la sociedad. Quién sabe, quizá algún día todas las mujeres serán como Chiara y Costanza. Pero ahora vayamos a ver si descubrimos algo sobre la vida secreta de Momo.

La casa, como les había dicho Nani sin haber entrado en ella, estaba en la plaza del Carpenedo, frente a la iglesia de la que en ese momento salía un grupo de fieles, cerca de una tienda de madera y de un pequeño colmado. Enlucida de color rosa, contaba con dos ventanas en el entresuelo y tres en el piso superior, pero se alargaba en la parte posterior, donde se divisaban los árboles de un jardín.

Los dos amigos subieron los tres escalones de mármol impoluto y llamaron a la puerta flanqueada por las ventanas con una aldaba de latón resplandeciente. Tras aguardar unos minutos, el ruido de unos pasos de mujer rompió el silencio. La puerta se entreabrió y los dos amigos pudieron ver un delicado rostro femenino, que los miró con expresión interrogativa.

Daniele se presentó:

—Venimos de Venecia, soy el abogado Zen y el señor que me acompaña es el avogadore Pisani. ¿Gerolamo Panetti vive aquí?

La puerta se abrió del todo dejando a la vista a una joven vestida correctamente, envuelta aún en un zendado de encaje que le cubría el pelo y el busto; quizá acabara de volver de misa. Detrás de ella había una criada muy joven, casi una niña.

La mujer se apartó para dejar entrar a los visitantes.

—Sí, es mi marido —exclamó enseguida alarmada—. Pero ¿qué ha pasado? Tomen asiento, por favor. Pinuccia, vuelve a la cocina.

«¿Su marido?», se dijeron con la mirada Marco y Daniele, atónitos, mientras la seguían por un pasillo y entraban en una estancia grande que daba al jardín. La estancia pecaba de algo pretenciosa, amueblada con una cómoda con incrustaciones, coronada por un espejo dorado, y unos sillones tapizados de seda azul. Por una puerta se entreveía un comedor igualmente distinguido y ordenado. «De manera que Momo vivía aquí», volvieron a comentar los amigos con los ojos.

—Los señores vienen de Venecia. Mi marido está en Venecia trabajando. ¿Le ha ocurrido algo? —La joven no era guapa, pero tenía las facciones finas y el pelo rubio propios de los pueblos alpinos. Su ansiedad era auténtica—. Soy Piera Trocchi, la esposa de Gerolamo Panetti —dijo a modo de presentación.

Daniele rompió con una mentira piadosa el incómodo silencio que se había instalado entre ellos.

—Su marido se sintió mal en la calle en Venecia. Está ingresado en el hospital y nos pidió que viniéramos a comunicárselo.

—¡Dios mío! ¿Es grave? ¿Puede hablar? ¿Qué le ha sucedido?

—Solo fue un desmayo, se está recuperando. Pero ¿a qué se dedica su marido? ¿En qué trabaja?

Piera estaba pálida, se retorcía las manos.

—Disculpen, qué maleducada soy. Permítanme que les ofrezca un café. —Asomándose a la puerta, gritó—: Trae café, Pinuccia. ¡Saca la vajilla buena, por favor! —Después, dirigiéndose a Daniele, dijo—: Mi marido es violinista en la orquestra del teatro San Giovanni Grisostomo. Por eso pasa mucho tiempo fuera de casa durante la temporada teatral. No obstante, me pidió que dijera a los vecinos que era comerciante. Creo que no quiere que hablen de él ni que lo visiten en el teatro. Pero ¿por qué motivo se han molestado en venir hasta aquí dos señores como ustedes?

La mujer no era estúpida, pero aún no había llegado el momento de contarle la verdad.

—Luego se lo diremos —contestó Marco tomando la palabra—. ¿Cuánto tiempo llevan casados?

Había llegado el café, servido en una bandeja de plata y en unas tazas chinas.

—Tres años —respondió Piera mientras lo servía.

—¿Cómo se conocieron ustedes?

La joven miró a Marco desconcertada.

—¿Por qué me lo pregunta?

—Después lo comprenderá.

Cada vez más preocupada, Piera les contó que Gerolamo, como lo llamaba ella, había llegado a Carpenedo hacía unos tres años y medio y había comprado el edificio. Como necesitaba un ama de llaves, le había pedido al párroco que le buscara a una joven buena, capaz de hacerse cargo de la casa.

—Soy de los alrededores de Agordo, en Cadore —continuó—. Procedo de una familia de campesinos, pero estudié unos años con las monjas, que me enseñaron a bordar y a cocinar, las artes femeninas, en pocas palabras. El párroco nos conocía porque tiene familia en mi pueblo y escribió a mis padres para saber si les podía interesar enviarme a trabajar cerca de Venecia, en casa de un señor correcto y acomodado. Acepté pensando que así podría hacerme la dote.

—Y vino a Carpenedo.

—Sí, pero, al poco tiempo de trabajar para él… Bueno, era un trabajo fácil, Gerolamo nunca ha sido muy exigente. Yo soy la que quiero que todo esté perfecto. En fin, al cabo de unos meses… —Piera se ruborizó—. Nos enamoramos y nos casamos. Por desgracia —añadió suspirando—, aún no hemos tenido hijos.

A Marco se le atragantó el café que estaba bebiendo y empezó a toser.

Daniele dejó la taza justo a tiempo, evitando que se le cayera de las manos.

—¿Y les casó el párroco? —balbuceó tratando de contener una carcajada, que habría sido inoportuna.

—Por supuesto, pero ¿a qué vienen tantas preguntas? ¿Cómo está Gerolamo? —insistió Piera mientras llevaba la bandeja a la cocina.

—¡No sabe nada! —susurró Daniele en cuanto los dos amigos se quedaron solos.

—¡Ni siquiera se ha dado cuenta de que se casó con un castrado! —Marco estaba estupefacto—. Además, la Iglesia les prohíbe casarse, pues el único fin del matrimonio que considera es la procreación.

—Pero a Momo lo castraron en Arpino —apuntó Daniele en voz baja—. Después estuvo en Nápoles, en Roma y quién sabe dónde, hasta que llegó a Venecia. Quizá en sus documentos no se especificaba su condición, quizá los originales se perdieron en uno de los traslados, quizá no le dijo nada al cura y, de esta forma, pudo casarse.

—Y Piera no se dio cuenta. Pero ahora debemos decirle la verdad. Tú eres abogado, Daniele, te toca a ti.

Cuando Piera volvió a sentarse delante de sus huéspedes, el ambiente había cambiado. Los dos hombres la miraban con compasión.

—Señora —empezó a decir Daniele—, somos portadores de una triste noticia. —Piera palideció mientras se retorcía las manos—. Su marido nos ha dejado.

—¿Qué quiere decir, ha desaparecido? —preguntó ella con un hilo de voz, aferrándose a una última esperanza.

—No, señora, está muerto, murió asesinado.

Piera resbaló del sillón y cayó al suelo sin conocimiento.

Cuando volvió en sí, vio que estaba tumbada en la cama del dormitorio matrimonial, situado en el primer piso. La criada le había acercado a la nariz un pedazo de algodón empapado de vinagre. Enseguida recordó lo que le había sucedido a Momo.

—¿Cómo lo mataron? ¿Fue un accidente? —sollozó dirigiéndose a Marco.

Tras ordenar a Pinuccia que saliera, el avogadore cerró la puerta.

—No, señora, lo envenenaron. Lo encontraron la víspera de la Ascensión en su piso, cerca del teatro.

Marco y Daniele habían tenido tiempo de decidir que no le dirían cuál era el verdadero trabajo de Momo ni le hablarían de su disfraz: no servía de nada turbarla aún más.

—¿Gerolamo muerto? ¿Quién puede haberlo hecho? —Sentada en la cama, Piera lloraba retorciendo un pañuelo.

—Hemos venido para averiguarlo —dijo Marco—. ¿Sabe si alguien lo odiaba? ¿Recibió amenazas?

—Vivíamos muy retirados —explicó Piera mientras se dirigía tambaleándose hacia un sillón—. Misa los domingos, algún que otro paseo por Mestre, alguna cena. No teníamos amigos, pero tampoco enemigos.

—¿Nunca fue a Venecia con su marido? —preguntó intrigado Daniele.

La mujer esbozó una triste sonrisa.

—Solo una vez, en carnaval. Fue precioso ver todas esas máscaras, los saltimbanquis, el juego de la petanca y la carrera de carretillas. Además, nadie podía reconocernos, porque nos pusimos la bautta.

Marco tomó la palabra:

—Sabemos que su marido trabajaba en el teatro desde hacía unos seis años. ¿Sabe a qué se dedicaba antes?

Piera se enjugó las numerosas lágrimas que resbalaban por su cara.

—No solíamos hablar de su vida pasada, pero una vez me dijo que había venido a Venecia después de haber pasado una temporada en Bolonia, una ciudad que, por lo visto, no le había gustado.

—¿Y qué hacía en Bolonia?

—No lo sé, supongo que era violinista de alguna orquesta. Era su profesión, ¿no?

Daniele cambió de tema.

—¿Gerolamo era un buen marido?

—Era el mejor de los maridos. —Piera se echó a llorar—. No me faltaba de nada, al contrario, le gustaba la buena mesa y que yo fuera siempre bien vestida. En verano pasábamos un mes en casa de mis padres en Cadore. También mi familia lo quería. El único dolor era que el Señor no nos mandaba hijos, pero Gerolamo decía que así también estaba contento.

Marco y Daniele se miraron de nuevo, atónitos.

El avogadore suspiró e hizo acopio de valor.

—Señora, ¿nunca notó nada extraño en su marido?

—¿Extraño? ¿Qué quiere decir?

—Bueno… ¿Era como todos los hombres?

—No entiendo.

Marco se acercó a ella y le agarró las manos mirándola a los ojos.

—Su marido fue emasculado cuando era niño —se decidió por fin a revelarle—. No podía tener hijos.

—Pero ¿qué dice? —Piera se puso en pie de un salto, palidísima—. ¡Si eso fuera cierto, no habría podido casarse conmigo!

—Aquello venía de muy lejos, los documentos estaban sin duda en regla y no le dijo nada al párroco. Pero ¿cómo es posible que usted no se diera cuenta de que era distinto de los demás hombres?

Llorando de nuevo, Piera se dejó caer en el sillón.

—¡No he conocido a ningún otro hombre! —sollozó.

Aún aturdida por las noticias que había recibido, la joven viuda aceptó acompañar a Marco y Daniele al despacho de su marido. El pobre Momo, el jorobado del teatro que se ocupaba de las tareas más inusuales, la sombra que deambulaba entre los palcos y las butacas recogiendo los restos de las noches de fiesta, tenía en Carpenedo un despacho elegante con libros valiosos y un gran escritorio de nogal tallado.

—Tenemos motivos para pensar, señora —explicó Marco tanteando—, que entre los documentos de su marido puede haber algo que nos ayude a comprender quién deseaba su muerte. ¿Tienen una caja fuerte?

Piera se acercó a una hoja de la librería y la abrió, dejando a la vista una puerta metálica.

—Aquí está —dijo señalándola—, pero no tengo la llave.

Marco sacó de un bolsillo el manojo de llaves que había encontrado en casa de Momo y empezó a probarlas. La tercera hizo saltar la cerradura.

La caja fuerte estaba llena. Bajo la mirada de asombro de la mujer, Daniele sacó ocho saquitos de cuero y los dejó encima del escritorio. Estaban llenos de monedas de oro.

—Calculo que serán unos ochocientos ducados —comentó sopesándolos—. Todo un tesoro.

A continuación, salió un sobre sellado donde figuraba escrita la palabra TESTAMENTO y, por último, un libro de piel negra con el lomo dorado. Los dos amigos lo hojearon. Contenía fechas y cifras y varias iniciales repetidas, las mismas que Marco había visto en los saquitos que había sacado del cofre.