Capítulo 2

CUANDO Muranello terminó el aria, nadie en la sala se molestó en escuchar el recitativo de los tres tenores que interpretaban a los príncipes de las Indias, Persia y Mongolia, los rivales de Ahmed. El público volvió a susurrar de un palco a otro y empezaron las visitas. Aún quedaba tiempo para que la soprano Adriana Fusetti entrara en escena y cantara su aria.

Unos leves golpes en la puerta anunciaron a Marco que tenía visita. En la puerta del palco se recortó, iluminada por las lámparas del pasillo, la figura imponente del propietario del San Giovanni Grisostomo, el senador Michiel Grimani.

—¿Molesto? —preguntó sonriendo.

A pesar de ya no ser tan joven, Grimani seguía siendo uno de los hombres más fascinantes de la ciudad, conocido por su elegancia. Se decía que en su juventud había tenido una relación con la actriz Zanetta Farussi, casada con Gaetano Casanova, y que el aventurero Giacomo Casanova era, en realidad, hijo suyo. De hecho, se parecían mucho.

—Acomódese, senador, está en su casa —bromeó Marco antes de presentarle a sus amigos.

—¿Qué os parece? —preguntó Grimani—. Creo que ha empezado bien.

—Muranello es inigualable —comentó Daniele—. ¡Qué lástima, sin embargo, que un joven tan guapo como él haya sacrificado su vida por la música!

—Sacrificado hasta cierto punto —dijo Guido metiendo baza—. Si me permiten, ya que estamos entre hombres, deben saber que, a pesar de que los castrati no pueden tener hijos, casi todos pueden tener relaciones sexuales satisfactorias. Es más —añadió riéndose—, según me han dicho, están muy solicitados por ciertas señoras, porque con ellos no se corre ningún riesgo.

Pisani sonrió.

—No lo sabía.

El público se había concentrado de nuevo en la obra conteniendo el aliento. Envuelta en velos orientales, Adriana Fusetti se disponía a cantar su aria en el centro del escenario.

—¡Señor Grimani, excelencia! —dijo una voz joven y espontánea en el pasillo.

Grimani salió del palco para hablar un momento con un criado vestido con librea y regresó muy turbado.

—Tengo que dejaros —dijo—. Me acaban de dar una triste noticia. Gerolamo Panetti, al que todos llamamos Momo, el chico para todo del teatro, hoy no ha venido a trabajar. Pobre, ese hombre es un infeliz: la naturaleza se burló de él regalándole una joroba enorme, que lo obliga a caminar inclinado, pero vale mucho y es muy activo, además, los artistas lo valoran mucho, ¡porque creen que trae suerte tocarle la joroba antes de salir a escena! Siempre asiste a los espectáculos, su ayuda es imprescindible para resolver al vuelo los problemas que pueden surgir. Y hace un rato, al saber que hoy no había venido, envié a mi criado Rinuccio a buscarlo y el joven me acaba de decir que lo encontró en su casa, tirado en el suelo, al parecer, muerto. Voy a ver qué ha pasado, no vive muy lejos.

—Si me permite —lo interrumpió Valentini—, lo acompañaré. Soy médico, podría serle útil.

—Nosotros también vamos —añadió Marco, decidiendo por Daniele—. Me pregunto qué habrá pasado. Quizá podamos echar una mano.

La casa de Momo estaba detrás del teatro, en el patio del Miliòn, donde antaño se erigían las casas de la familia Polo, de las que hacía varios siglos había salido uno de sus miembros, Marco, para descubrir Oriente. El espacio había sido adquirido hacía un siglo por la familia Grimani con la intención de construir el teatro, dando lugar a una disputa legal con los antiguos propietarios que aún no se había resuelto.

En la noche oscura, de luna nueva, y precedidos por Rinuccio, que sujetaba un cesèndelo, los cuatro caballeros salieron del teatro, cruzaron el pequeño puente del rio y, tras atravesar un pasaje o sotopòrtego, salieron a la primera de las dos plazas que integraban el complejo.

—Aquí es —dijo el criado levantando el farol.

La luz trémula de la vela marcó el contorno de los antiguos edificios, en los que se abrían unas ventanas góticas.

—Pero ¿cómo entraste en casa de Momo? ¿La puerta estaba abierta? —preguntó Marco.

Rinuccio suspiró.

—No fue fácil. Sabía dónde vivía, excelencia. En el primer piso, subiendo por esa escalera. —Señaló un portal oscuro a la derecha—. Una vez en el rellano, estuve llamando un buen rato a la puerta, que parecía cerrada, pero nadie me respondió. Luego, al levantar el farol, me di cuenta de que la barra apenas entraba unos milímetros en la jamba, como si alguien hubiera intentado abrir con la llave sin conseguir meterla del todo. Llevaba una navaja en un bolsillo. No sé si hice bien… —El joven titubeó bajando la mirada.

—Adelante —lo animó Pisani.

—Metí la navaja en la ranura, logré volver a poner el pestillo en su sitio y empujé la puerta, pero esta se resistía, como si algo detrás impidiese que la abriera.

—Sigue.

El joven se pasó una mano por los ojos, como si tratara de borrar el recuerdo de su mente. Se emocionaba al revivir aquellos hechos.

—Al final, la puerta se abrió y vi una cosa horrible, que me dejó espantado: el pobre Momo yacía en el suelo, por eso no podía abrir la puerta. Estaba en camisón. Tenía los ojos abiertos y aún tenía la llave en una mano. Dejé la puerta de nuevo medio abierta y volví corriendo al teatro. ¡Me temblaban las piernas!

Grimani apoyó una mano en un hombro del joven para animarlo.

—Ahora debemos ir a verlo —afirmó—. ¡Pobre Momo! ¡Toda la vida a cuestas con esa terrible joroba para terminar muriendo así!

A la luz vacilante del farol de Rinuccio, los cuatro subieron en fila india una escalera angosta de peldaños irregulares, aferrándose al pasamanos de hierro. La puerta del rellano del primer piso aún estaba abierta y Momo seguía en el suelo, tal y como lo había dejado Rinuccio. No debía de tener más de cuarenta años; el farol le iluminó la cara, contraída por el sufrimiento, y el camisón, que tapaba sus piernas largas y blancas.

Marco y Daniele se taparon la nariz con unos pañuelos perfumados para protegerse del olor a vómito que emanaba del cadáver. Grimani se inclinó hacia él para cerrarle piadosamente los ojos. Rinuccio, que había encontrado varias velas, trataba de iluminar la sala.

—Cuando se sintió mal —supuso Valentini—, debió de tratar de abrir la puerta para pedir ayuda, pero se desplomó al suelo antes de acabar de dar la vuelta a la llave.

—¿Por qué murió? —preguntó Daniele.

—Es difícil de decir a primera vista. Puede que se trate de un ataque al corazón, pero ese vómito, los excrementos… —Guido, que se había inclinado para examinar el cadáver, titubeó—. Visto el rigor mortis, diría que murió hace casi un día —añadió.

—Así es —confirmó Grimani—, según me han dicho, ayer por la tarde fue al ensayo general, pero hoy no había aparecido por el teatro.

Pisani deambuló por la casa. Era pequeña y estaba ordenada. Además de la sala, tenía una cocina en buen estado y un dormitorio donde se veía una cama deshecha, un arcón viejo y un armario.

Se paró en seco.

—Mirad esto —exclamó levantando un extraño objeto de una silla.

Daniele y Guido corrieron a iluminarlo con un par de palmatorias y se lo pasaron. Se trataba de una joroba de cuero relleno con unas largas correas.

—¡Dios mío! —se le escapó a Grimani, que acababa de llegar a su lado—. ¡Es la joroba!

Daniele Zen la examinó con atención.

—Es evidente que metía los brazos por estos pasadores y se la ataba al pecho con las correas.

Grimani no daba crédito.

—Pero ¡si todos pensábamos que era jorobado! ¡Nos engañó durante todo el tiempo que trabajó en el teatro! —Volvió a la cocina para examinar mejor el cadáver, le dio la vuelta con una mueca de disgusto para ver la espalda tapada por la camisa, completamente recta—. ¡La joroba era falsa! —Se dejó caer en una silla y se sujetó la cabeza con las manos—. ¡No era jorobado! —No acababa de creérselo—. ¡Y pensar que todos en el teatro lo considerábamos un pobre desgraciado! Pero ¿por qué lo hizo? ¿Por qué representó una tragicomedia así durante, al menos, seis años?

Mientras hablaba, se sirvió vino de una jarra que estaba encima de la mesa y, cuando se disponía a llevársela a la boca, Guido lo detuvo aferrándole la mano.

—No beba, senador. Puede que el vino esté envenenado. —Olfateó la jarra—. No huele raro —afirmó—, pero es mejor ser prudentes.

—Era un hombre extraño y su muerte suscita varios interrogantes —afirmó Marco. Acto seguido se volvió hacia Valentini—. Guido, creo que acabas de encontrar un cliente. Debemos averiguar cómo murió, hazle la autopsia cuanto antes.

—A sus órdenes, avogadore —respondió el médico riéndose—. Aunque es fiesta, mañana por la mañana pediré a los hermanos de la Misericordia que lo lleven al instituto y me pondré manos a la obra. En mi caso, no importa que sea el día de la Sensa, pero tú eres parte del cortejo que acompaña al Dux en el Bucintoro.

—Así es, tendrás que trabajar solo, pero me reuniré contigo en cuanto acabe para saber el resultado de tus exámenes. —A Marco no le importaba demasiado no poder asistir a la autopsia; tampoco se podía contar con Daniele, al joven la mera idea lo ponía enfermo.

—Pero, entretanto, no podemos dejarlo en el suelo —observó Valentini antes de decirle al criado de Grimani, que había terminado de limpiar el suelo y el cadáver, lo siguiente—: Ven a echarme una mano, Rinuccio. —Agarró al muerto por las axilas mientras el joven lo aferraba por las piernas. Después lo tumbaron como pudieron en la cama y lo taparon piadosamente con una sábana.

Turbado por los acontecimientos, Michiel Grimani dijo que debía volver al teatro, ya que quizá lo necesitaran allí, y se marchó acompañado de Rinuccio. Tras saludar a sus amigos, Valentini se fue a su casa, de forma que Marco y Daniele tuvieron que inspeccionar solos las habitaciones de Momo.

Por lo visto, Gerolamo Panetti siempre había vivido solo. Así lo indicaban los cuatro muebles que decoraban su casa: unas piezas sólidas y de buena calidad, pero escasas. Una vajilla de terracota bien apilada en el aparador, un cesto con un pedazo de pan cortado y, en un plato, un trozo de queso y un salchichón tapados con una servilleta. Dos botellas de rosolí, una intacta y la otra a medias, revelaban que Momo se consolaba de su soledad con el alcohol. En el interior de la chimenea, una olla de cobre casi nueva y muy limpia colgaba de una cadena y en la campana había un bonito cuadro de la Virgen con el Niño.

Marco abrió una rinconera que había detrás de la mesa y le sorprendió ver un atril con una partitura.

—Mira, Daniele —dijo a su amigo a la vez que examinaba el manuscrito—. Momo tenía una copia de la ópera. —Acto seguido le enseñó la portada de El ladrón de Bagdad.

—No solo eso, quizá también la tocaba —añadió Zen levantando del suelo la funda de un violín. El instrumento era de gran calidad—. ¿Cómo podía permitirse algo tan caro?

En el armario de la habitación había un tabarro, un par de chaquetas con la espalda abombada, para tapar la joroba, varias mudas y dos pares de botas robustas.

—Le gustaba andar —observó Daniele enseñando a Marco las suelas desgastadas—. También viajar —añadió sacando del fondo una bolsa grande y raída.

—Qué extraño. Un hombre lleno de contradicciones que muere en circunstancias misteriosas. Daniele, tú que eres un buen ratero… —El abogado había aprendido el oficio de uno de sus clientes—. Por favor, intenta abrir el arcón que hay a los pies de la cama. Es el único sitio donde aún no hemos mirado.

—Quizá no sea necesario forzarla, busquemos las llaves.

Daniele tenía razón. En un cajón de la despensa, entre un puñado de cubiertos y varios utensilios más, había un manojo de llaves. La tercera que probaron abrió el candado del arcón. La tapa se levantó con un crujido y vieron una colcha gruesa.

—Veamos. —Pisani apartó la colcha y los dos amigos se inclinaron hacia el arcón.

—¿Qué es esto? —exclamó Daniele sacando una sotana negra.

—¿Y esto? —preguntó Marco enseñándole una peluca rubia de mujer.

Bien doblados, en el arcón había además de las prendas eclesiásticas, dos fracs con sus correspondientes pantalones, camisas de encaje y zapatos de raso, una capa de buena calidad y dos pelucas, un traje de noche femenino y un sobrio traje de paño oscuro de estilo burgués. Al fondo encontraron una máscara blanca, llamada larva, y una bautta, la capa negra típica de carnaval, que completaba el disfraz. En un rincón había también una caja pequeña de madera.

Se levantaron atónitos para examinar aquellas prendas inauditas amontonadas en ese momento en el suelo.

Marco miró el cuerpo inmóvil que yacía en la cama, tapado con la sábana blanca.

—Pero ¿quién era este hombre? ¿Llevaba una doble vida o robaba ropa en el teatro para venderla? Veamos qué hay en la caja.

La abrieron en la mesa de la cocina para evitar la presencia inquietante del cadáver. En la caja había un surtido completo de maquillaje teatral, cremas, peines, bigotes, cejas falsas, lunares y cepillos.

Los dos amigos se miraron boquiabiertos.

Se sobresaltaron al oír unos golpecitos en la puerta. Daniele fue a abrir y, cuando lo hizo, vio a una anciana menuda en camisón, envuelta en un grueso chal, con el pelo cano bien peinado y un farol en una mano. Sus ojos oscuros lo escudriñaron con curiosidad.

—¿Qué pasa? —preguntó la vieja con un hilo de voz—. Me llamo Rina, vivo en el piso de arriba y hace rato que oigo ruidos en casa de Momo. ¿Qué le ha ocurrido?

Marco se había apresurado a cerrar la puerta del dormitorio.

—Entre, señora. —Sonrió—. Bienvenida, siéntese. —La mujer se acomodó en una silla al lado de la mesa.

—¿Qué es eso? —preguntó Rina señalando con una mano blanca, pequeña y huesuda la caja con los productos de maquillaje—. ¿Dónde está Momo? ¿Se encuentra mal? —añadió mirando la puerta del dormitorio—. ¿Son sus médicos? Pero no, qué tonta, los médicos visten de negro. —Observó con atención las telas de raso y terciopelo y los bordados de los trajes de gala de Marco y Daniele y dedujo—: Salta a la vista que son unos señores. ¿Qué ha ocurrido?

Daniele aprovechó la ocasión al vuelo.

—Imagino que Gerolamo Panetti no recibía visitas de nadie. ¿Nunca había oído ruidos en su casa?

La vieja suspiró.

—Le ha sucedido una desgracia, díganme la verdad. Qué curioso… —añadió bajando la mirada—. No sabía que se llamaba Gerolamo Panetti. Aquí todos lo llamábamos Momo a secas. Está muerto, ¿verdad? —Alzó los ojos llenos de lágrimas.

No podían seguir ocultándoselo.

—Así es —reconoció Marco—. Hace unas horas se sintió mal aquí, en casa. El propietario del teatro San Giovanni Grisostomo, al darse cuenta de que no había ido a trabajar, se inquietó y mandó a alguien a buscarlo. Lo hemos encontrado muerto.

—¿Está ahí? —preguntó la anciana señalando el dormitorio—. Me gustaría verlo. —Sin esperar que los dos amigos se lo permitieran, se dirigió a pequeños pasos hacia allí.

Antes de que el avogadore tuviera tiempo de impedírselo, la mujer abrió la puerta y se quedó atónita al ver la ropa tirada por el suelo, pero se rehízo enseguida y se encaminó hacia la cama moviéndose con cuidado para no tropezar. Levantó un borde de la sábana y, después de contemplar durante un buen rato los rasgos inmóviles de Momo, se puso a rezar.

—Esperemos que, además de hacer tantas preguntas, nos dé también alguna respuesta —murmuró Daniele señalando a Rina, mientras Pisani y él volvían a meter a toda prisa la ropa, los productos de maquillaje y la joroba falsa en el arcón.

—A pesar de tener aire distraído, parece lista —prosiguió Marco en voz baja—. Además, debe de haber visto bastantes cosas con esos ojos.

En realidad, la vieja Rina no tenía mucho que contar, a pesar de que se pasaba el día, según les dijo ella misma, asomada a la ventana y con la oreja pegada a la puerta. Cuando Rina volvió a la cocina y se sentó a la mesa, Marco y Daniele se presentaron. A continuación, delante de una botella de vino espumoso que había encontrado aún cerrada en la despensa, la anciana les contó que conocía bien a Momo, por supuesto, porque hacía seis años que vivía allí, pero que no tenía la menor idea de lo que hacía cuando no estaba en Venecia.

—¿Qué quiere decir? —la interrumpió Pisani—. ¿No vivía todo el año en la ciudad?

—No —contestó la mujer con su vocecita—. Solo estaba aquí durante la temporada teatral y poco más. Después desaparecía varios meses.

—¿Adónde iba?

—¡Y yo qué sé! Lo vi salir varias veces antes de amanecer con su bolsa de viaje. A mi edad se duerme poco, ¿sabe?, así que suelo estar asomada a la ventana, a pesar de que, por aquí, por el patio del Miliòn, no pasa mucha gente, salvo los clientes de Carlotta, claro.

—¿Quién es Carlotta?

—Una pobre mujer, su marido la abandonó con cuatro hijos, así que sale adelante como puede… No soy quién para juzgarla.

—Volviendo a Momo, ¿le dijo alguna vez adónde iba?

Rina se concentró guiñando los ojos.

—Espere… Puede que una vez… No hablaba mucho, pero, cuando me cruzaba con él en la escalera me ayudaba siempre a subir la compra, me preguntaba si necesitaba algo, en fin, se comportaba como un buen vecino. Aunque, ahora que lo pienso, quizá también él lo necesitara, dada la desgracia que llevaba a cuestas.

—¿Se refiere a la joroba? —la interrumpió Daniele.

—Claro que hablo de la joroba, pobre, pero era un hombre fuerte. Hace poco me subió por la escalera una mesita de madera maciza que debe de pesar un quintal. Además, cuando llegaba el aguador, si él se encontraba en casa, me subía los cubos de agua.

Marco y Daniele se miraron con aire de complicidad.

—Decía que en una ocasión…

—¡Ah, sí! Una vez, hace un par de años, me crucé con él en la puerta, llevaba la bolsa de viaje en la mano y parecía preocupado: había una niebla muy densa y temía que el barco no zarpara, pero no sé a qué barco se refería. En Venecia hay tantos… Lo recuerdo porque no lo vi volver a casa, así que supuse que al final debía de haber podido marcharse.

Daniele bebió un sorbo de vino.

—¿No tenía visitas?

Rina se alertó.

—¿A qué vienen tantas preguntas? ¿No ha sido una muerte natural?

—No lo sabemos, pero usted cuéntenos lo que sepa, por favor.

La anciana parecía turbada.

—¿Quién habrá hecho daño a ese desgraciado? Siempre estaba solo. De vez en cuando lo oía tocar el violín. Tocaba como un ángel, ya saben, esa música de señores que se oye en los teatros. Una vez fui a uno con mi pobre marido.

—¿Anoche oyó ruido?

—¿Quiere decir que murió hace varias horas? ¿Han llamado a un sacerdote?

Daniele empezaba a perder la paciencia, pero ¿cómo podía maltratar a una criatura tan delicada?

—Sí, estaba aquí, muerto. ¿Oyó algo?

—No, nada, pero deben llamar a un sacerdote para que le dé la extremaunción.

—Hágalo usted, señora Rina —dijo Marco—. Mañana por la mañana vendrán a recogerlo los hermanos de la Misericordia, pero si llama a un cura al amanecer, Momo podrá recibir el sacramento.

—Pero ¿cómo podré entrar? —preguntó, lógicamente, la mujer.

—Le daremos la llave, pero debe prometernos que no tocará nada hasta que lleguen los hermanos. ¡Sobre todo, no coma ni beba nada de lo que hay en la casa, porque podría estar envenenado! —Marco le dio la llave de Momo y se metió en un bolsillo el manojo que había encontrado en el cajón.

—¡Dios mío! —Rina se hizo la señal de la cruz.

Al salir al patio del Miliòn, Marco y Daniele respiraron aliviados el aire fresco. Pisani se había metido bajo un brazo el violín de Momo, guardado en su estuche con la partitura, para que no desapareciera durante la inevitable confusión que se produciría cuando los frailes se llevaran el cadáver.

—¿Qué piensas? —le preguntó Zen.

—Me gustaría tener alguna idea —contestó el avogadore—, pero los hechos son muy extraños. Un jorobado que no es un jorobado, un solitario que desaparece durante meses Dios sabe dónde, un chico para todo del teatro que tocaba un violín caro. ¿Y los disfraces?

—Añade la muerte misteriosa y la ausencia de documentos en toda la casa. He mirado en todos los cajones y no he encontrado cartas ni notas, ni direcciones. Solo un poco de dinero, lo suficiente como para vivir unas semanas.

—Mañana es jueves y, además, es la fiesta de la Ascensión —dijo Marco—, así que no podré ir a ver a Valentini para saber los resultados de la autopsia. En cualquier caso, mandaré a Tiralli al teatro para que diga a toda la compañía que quiero verlos el viernes por la mañana. Momo trabajaba con ellos, así que quizá alguno sepa algo.

Daniele miró a su amigo a los ojos, levantando el farol que llevaba consigo.

—Algo me dice que, a partir del viernes, deberé estar a tu disposición y dejar el despacho en manos de mis empleados. En cualquier caso, recuerda que mañana estaré libre. Mientras tú te diviertes en el banquete del Dux, vigilaré lo que hacen nuestras chicas en el puesto de la feria y luego, por la noche, las convenceré para que lo abandonen, así podremos ir a cenar juntos.

Marco soltó una carcajada.

—No te burles de mí, ya sabes que no puedo faltar a la ceremonia de los Esponsales con la Mar, pero espero poder escabullirme pronto. Nos veremos por la tarde en la feria.