Capítulo 12

ALTIVA y muy elegante, luciendo un vestido matutino de muselina a flores, como dictaba la moda, Angela Donà estaba sentada muy tiesa en un sillón del despacho de Daniele Zen. Apenas volvió la cabeza cuando el abogado y Pisani entraron.

—¿A qué viene esta convocatoria tan repentina, señores? —dijo mientras los dos amigos tomaban asiento delante de ella—. ¡Me exigen que venga a primera hora de la mañana, lanzando vagas amenazas, y luego me hacen esperar una hora! ¿Con quién creen que están hablando?

En realidad, los dos amigos se habían entretenido a propósito en el Caffè delle Rive, situado en las inmediaciones, para ponerla nerviosa. De unos cuarenta años, Angela Donà, nacida en Priuli, todavía era una mujer hermosa, alta y voluptuosa, con la presunción propia de la nobleza más antigua. No sería fácil inducirla a reconocer que el mensaje marcado con la letra de iba dirigido a ella.

Descubrir su nombre había sido un juego de niños. La víspera, al volver de casa de Baffo, Marco había pasado por el palacio Pisani para saludar a su madre y le había preguntado qué procurador de San Marcos tenía una esposa llamada Angela. Elena había mirado a su hijo sonriendo y le había preguntado: «¿Por qué? ¿Qué has hecho?».

Tratando, sin conseguirlo, de guardar el secreto, Marco se había inventado una complicada historia: le había contado que cierta señora, una tal Angela, se había enojado con él porque se había negado a cederle su palco en el teatro, alegando que a la mujer de un procurador también se le podía hacer un favor.

—Querido —había dicho Elena esbozando una sonrisa—, esa historia no tiene ni pies ni cabeza. No me estás contando la verdad, así que no te diré nada hasta que te decidas a contármela. ¿Ya no confías en mi discreción?

De esta forma, Marco, omitiendo cuanto le fue posible, se había visto obligado a reconocer que la señora en cuestión había sido quizá víctima de un chantaje y que debía identificarla e interrogarla con la máxima perspicacia posible.

Satisfecha con la explicación, Elena Pisani le había dicho entonces que la mujer se llamaba Angela Donà y que era la esposa del procurador Marc’Antonio Donà.

—Su sueño es convertirse en dogaresa, pero creo que su comportamiento, precisamente, impedirá que su marido esté entre los candidatos en el momento de la elección. Ten cuidado —había añadido—. Es una embaucadora empedernida, especializada en el papel de víctima inocente de la maldad ajena, cuando, en realidad, siempre se sale con la suya.

—No temas, madre —había dicho Marco despidiéndose con un beso—. Es mi oficio.

—Señora —dijo riéndose Daniele, disfrutando del golpe de escena que había afinado a lo largo de sus años de procesos—, creemos que estamos hablando con «Angela, Angela, ángel mío». —Manteniendo la distancia, mostró a la mujer el mensaje arrugado que la acusaba y luego siguió leyendo—: «Acabo de enterarme de que los procuradores de citra y, por tanto, tu marido, mañana estarán todo el día ocupados en las salas de la Biblioteca Marciana para examinar un testamento importante. Es una buena ocasión para vernos, amor mío. Te espero a media mañana en el lugar de siempre».

—¿Y bien? —dijo imperturbable la señora—. Espero que no me hayan molestado solo por eso.

Pisani dio un puñetazo a la mesa haciendo tambalearse el tintero.

—Mi querida señora Donà —gruñó—, le ruego que no olvide que está en presencia de un avogadore. Sabe de sobra de qué estamos hablando, así que valore que no la haya citado en el Palacio Ducal, porque, en ese caso, debería haber explicado al procurador su presencia en un lugar oficial, y que tampoco he ido a su casa para evitar que los criados murmuren.

—Por lo visto —dijo la mujer en tono más dócil—, en Venecia ahora es delito tener una amistad inocente.

—Sobre la inocencia de esa amistad hablaremos luego. Ahora quiero saber por qué, hace cinco meses, empezó a pagar dos ducados al mes a un desconocido que la chantajeaba.

Esta vez Angela se quedó muda. Se entretuvo abriendo su abanico, como si fuera a refrescarse. Miró alrededor, como en búsqueda de consejo, pero solo vio la cara de Zen, tan impasible como la de Pisani. Los dos aguardaban su respuesta.

—Yo, bueno —balbuceó al final—, sí, hace tiempo recibí una petición de dinero.

—No, señora —replicó Daniele—, usted recibió una carta de chantaje.

—Debe de tratarse de un error. —Angela Donà había recuperado el dominio de sí misma—. Alguien encontró ese mensaje, pensó que era mío y empezó a pedirme dinero. ¿Cómo han conseguido el mensaje?

—¿Y usted ha estado pagando por un equívoco? —la interrumpió el abogado—. ¿Cuántas esposas de los procuradores de citra se llaman Angela? ¿Por qué no acudió a los tribunales? Además, se está contradiciendo: hace un instante ha dicho que se trataba de una amistad inocente.

Angela Donà no entendía nada. ¿Cómo era posible que la avogarìa estuviera al tanto del chantaje? ¿Cómo había ido a parar a sus manos el mensaje comprometedor que, habría jurado, había hecho desaparecer? ¿Qué más sabían el avogadore y el abogado Zen? De nuevo, trató de ganar tiempo pidiendo un vaso de agua. Al final, más confusa que antes, dejó el vaso encima del escritorio y preguntó con un hilo de voz:

—¿Qué debo contar?

—Empiece contándonos la historia de su amistad —le sugirió Zen—, dónde recibió el mensaje y quién es el remitente, pero cuéntenos la verdad, porque, si nos miente, nos daremos cuenta y la próxima vez tendrá que someterse a un interrogatorio oficial.

—Pero soy la mujer de un procurador…

—Indigna y, en cualquier caso, la Serenísima debe su grandeza a que jamás ha hecho diferencias a la hora de impartir justicia. Así que, díganos, ¿quién le escribió ese mensaje?

Al ver que no podía andarse con muchos rodeos, Angela inclinó la cabeza y, atormentándose un rizo, empezó a hablar:

—El remitente es Luca Michiel. Es un joven pobre, pero instruido, que trabaja como secretario del senador Labia. Lo conocí hace un año cuando se presentó en mi casa, en las procuradurías viejas, para entregar un mensaje a mi marido. Como este no estaba, hablamos un poco de libros, de música, de teatro. Pasamos un rato agradable. Me aburro mucho en las procuradurías, dejé el palacio de mi familia, donde podía recibir y dar fiestas, para encerrarme en unas cuantas habitaciones donde estamos a la vista de todos. He perdido mi libertad. ¿Qué tiene de malo que cultive una amistad interesante con una persona que me pone al día sobre la cultura y sobre lo que sucede en Venecia?

—¿Y que la llama ángel mío, se cita con usted en un lugar fijo y le declara su amor?

Ángela se encogió de hombros.

—No es, desde luego, el primer joven que siente simpatía por una mujer madura de la alta sociedad.

—Una mujer que, sin embargo, acudía a esas citas.

Angela Donà volvió a encogerse de hombros, se dio aire con el abanico y bajó la mirada con aire recatado.

—Pura fantasía, ya se sabe cómo son los jóvenes. Les sonríes y se inventan una historia.

Marco resopló.

—¡Deje ya el teatro, señora! ¿Cómo recibió el mensaje?

La dama volvió a agitar el abanico y confesó de mala gana:

—Fue durante el carnaval de este año. Me lo trajo un criado a mi palco del teatro San Giovanni Grisostomo, esa noche estaba sola. Lo leí, creía que lo había arrugado y que lo había metido en el bolso, pero debió de caérseme al suelo, porque cuando lo busqué para tirarlo no lo encontré.

Daniele y Marco se miraron con complicidad. Tal y como suponían, el teatro había sido el campo de acción de Momo.

—Alguien debió de encontrarlo, porque al cabo de dos semanas recibí una carta en la que el remitente me decía que sabía que yo tenía una relación adulterina, que tenía un mensaje que lo probaba y que, además, sabía quién era mi amante. Si quería que no se lo dijera a mi marido, debía darle dos ducados al mes.

—Y le explicó que debía llevar el dinero metido en un saquito el 15 de cada mes al cepillo del pórtico de la Escuela Vieja de la Misericordia —prosiguió Daniele—. Además, añadió que, si dejaba de pagar una sola vez o trataba de averiguar quién la estaba chantajeando, pondría al corriente a su marido de todo.

Angela palideció.

—Pero ¿cómo sabe todo eso?

—Luego se lo diremos. De manera que usted pagó.

—¿Qué otra cosa podía hacer? Era inocente, pero ¡mi marido es muy celoso!

Pisani se echó a reír.

—Me parece que tiene buenos motivos. Pero, dado lo bien que se le da el engaño, ¿por qué tiene tanto miedo de su marido?

La pregunta llevó a Angela a un terreno familiar. Se retorció las manos y adoptó un aire afligido.

—Usted no lo conoce, excelencia. ¡No es como el resto de maridos! —Daniele y Marco se miraron con ironía—. En su opinión, debo comportarme como una monja. No puedo ponerme vestidos escotados ni maquillarme, ni siquiera para las recepciones. Solo puedo relacionarme con la alta nobleza y mis amigas han de ser modélicas. ¡Una vez me montó una escena porque le habían dicho que iba enmascarada al Ridotto! ¿Sabe lo que me sucedería si se enterase de que mi amante, quiero decir, mi amigo, es secretario? Me encerraría el resto de mi vida en un convento. La verdad es que quiere ser Dux y me hace pagar por su ambición.

—Veo que es usted una pobre víctima, señora Donà —dijo Daniele en tono burlón—, pero, ahora, explíquenos un detalle: ha dicho que el chantajista le decía en su carta que sabía quién era su amante, me pregunto cómo lo averiguó, porque el mensaje no estaba firmado.

Angela se maldijo en silencio por haberse ido de la lengua.

—Alguien me siguió en una ocasión —se decidió, por fin, a reconocer—. Suelo ir a confesarme a la iglesia de San Giminiano y tengo la costumbre de hacerlo en el primer confesionario que hay a la derecha, nada más entrar. Una tarde me recibió un sacerdote extraño, tocado con un sombrero. ¡En la iglesia! Además, daba la impresión de no conocer demasiado bien la liturgia. Me hizo preguntas extrañas, quería saber a qué personas veía. Cuando salí, crucé la plaza de los Leoni y seguí por la calle dell’Anzolo hasta el café que hay junto al puente, donde Luca me estaba esperando. Al saludarlo, antes de entrar, se me cayó el zendado y, al inclinarme para recogerlo, me volví. Entonces vi que aquel sacerdote extraño, juraría que era él, me había seguido hasta allí. No sé cómo descubrió el nombre de Michiel. Justo después recibí la carta amenazadora.

—La pilló in fraganti.

—¿Qué tiene de malo tomar algo con un amigo?

—Pues que ese café es conocido por tener reservados. Quizá no lo sepa, pero el Caffè dell’Anzolo ha sido citado en más de una ocasión por los espías que el Consejo de los Diez financia sin escatimar en gastos y los esbirros han entrado varias veces en él. Ha corrido mucho riesgo. En Venecia hasta las paredes tienen oídos.

Angela Donà palideció de nuevo y se tapó la cara con el abanico.

Solo quedaba una cuestión por aclarar.

—¿Intentó averiguar quién la chantajeaba? —preguntó Marco—. ¿Sospechaba de alguien?

La mujer negó con la cabeza.

—En absoluto. Por lo demás, la suma no era excesiva y yo no estaba para dedicarme a hacer averiguaciones, pero supongo que usted, avogadore, sabe quién es el chantajista —ironizó.

—Desde luego, era Gerolamo Panetti, llamado Momo, el chico para todo del teatro San Giovanni Grisostomo. ¿Lo conocía?

—Es la primera vez que oigo ese nombre. —Angela parecía sincera—. Espero que lo hayan arrestado y también que mi nombre no salga a la luz en el proceso, excelencia. El dinero me da igual.

—Mi querida señora —le dijo Daniele—, no hemos arrestado a Momo, porque lo han asesinado.

—¿Asesinado?

—Sí, la antevíspera de la Ascensión alguien le hizo beber un licor envenenado. Lo encontramos muerto en su casa la noche del estreno.

Angela Donà no era tonta.

—Ahora lo entiendo —murmuró como si estuviera hablando sola—. Me han citado como sospechosa de homicidio. ¡Esta sí que es buena! —De buenas a primeras, soltó una carcajada, pero su risa era forzada, nerviosa; las comisuras de los ojos se le llenaron de arrugas—. Ahora supongo que tendré que decirles cuál es mi coartada. ¿Ha dicho la antevíspera de la Sensa? Por la mañana estuve en casa y por la tarde, casi seguro… aunque hace demasiados días… fui al sastre. Es poca cosa, ¿verdad? Pude ofrecer el licor envenenado al tal Momo en cualquier momento, si no fuera porque el riesgo era mayor que la molestia de pagarle todos los meses y, además, no sabía quién era ese hombre y, por otro lado, las mujeres de los procuradores no somos las más indicadas para comprar venenos, toda la ciudad nos conoce.

—¿Y su amigo, Luca Michiel?

—¿Luca? Pero ¡si es incapaz de hacer daño a una mosca! Además, ¿qué motivo podía tener él para correr ese riesgo?

—El amor que siente por usted.

—Bueno, sí, pero no es un gran amor, yo diría que es más bien pequeño.

—Y, dígame, ¿dónde podemos encontrar a ese pequeño amor?

Angela Donà suspiró.

—Vive con el senador Labia. Pueden enviarle una citación. Les confirmará todo lo que les he dicho.

—Qué mujer tan extraña —comentó Daniele apenas salió Angela Donà—. ¿Crees que ella o su amante mataron a Momo?

Marco estaba desahogando la tensión que había acumulado durante el interrogatorio dando vueltas por el despacho de Zen como si fuera un león enjaulado.

—No sé. Yo excluiría a Adriana Fusetti y Giuseppe Baffo, pero no estoy tan seguro de la señora Donà, es muy complicada. Detesto a la gente que se arroga el derecho de cometer cualquier incorrección, que se enroca en la mentira contra toda prueba. Mi madre me dijo que era una mujer desagradable. Pero, bueno, es inútil atormentarse. —Se animó—. Aún quedan dos personas por desenmascarar, el señor S y el señor O. Del segundo, o la segunda, se está ocupando Guido, que ha vuelto a ir a ver a su amigo el farmacéutico para averiguar qué contenía el frasco morado. El señor S, en cambio, es el propietario del martillo ensangrentado.

—Que hace pensar en un homicidio.

—Exacto. Un homicidio que, dados los apuntes de Momo, debió de producirse poco antes del mes de octubre de 1750, fecha en que empezaron a efectuarse los pagos.

—Si Momo chantajeaba al señor S y tenía en sus manos el martillo, debe de tratarse de un homicidio que quedó impune en su día —observó Daniele— o de un delito por que el fue condenada una persona que no tenía nada que ver con él, quizá un pobre desgraciado.

—Las posibilidades son tres —prosiguió Marco llenando dos vasos con la estupenda malvasía de su amigo—: que encontremos alguna mención a ello en los despachos de la magistratura, entre los casos sin resolver, que un presunto culpable esté expiando la pena o haya sido incluso ajusticiado o que el homicidio pasara en su día por una muerte natural. En este último caso, será aún más difícil descubrir quién es.

Daniele siguió reflexionando mientras saboreaba el vino.

—Al menos sabemos una cosa: si el señor S ha pagado dos ducados al mes desde octubre de 1750, no es pobre.

—Exacto y aquellos que no son pobres dejan siempre alguna huella en los documentos.

—Sobre todo si hay un muerto de por medio.

—Así pues, mi querido Daniele —concluyó Marco—, no me queda más remedio que ir a palacio y empezar a buscar en el archivo.

Lo interrumpieron unos fuertes golpes en la puerta. Gasparetto entró acto seguido con aire preocupado y jadeante.

—Memos mal que lo he encontrado, excelencia —exclamó aliviado el ayudante de Valentini dirigiéndose a Marco—. El doctor me pidió que le trajera enseguida este mensaje. Me dijo que era urgente.

Los dos amigos leyeron la nota. Guido decía que había visitado a su amigo, el farmacéutico Zanichelli, quien, después de examinar el líquido depositado en el fondo del frasco de cristal morado, había sentenciado sin dudar un segundo que se trataba de una infusión de perejil muy densa, es decir, de un compuesto abortivo, potencialmente peligroso debido a su concentración. El médico le había preguntado quién, en su opinión, podía haberlo preparado y Zanichelli había reconocido que no conocía a los abortistas venecianos, pero que, sin duda, había gente bien informada. De hecho, para averiguar los nombres bastaba con interrogar a la dueña de un burdel de las Carampane.

—¡Buena idea! —dijo Daniele—. Una vieja conocida vive allí. —El abogado se refería a la propietaria del burdel El Amor Libre, que habían visitado hacía varios meses mientras investigaban sobre un orfebre que, al final, había resultado ser inocente.

—Podemos ir mañana —propuso Pisani—, después de interrogar a Luca Michiel. ¿Sabes qué me preocupa? —añadió después tras despedirse de Gasparetto y mientras bebía malvasía—. Aún no hemos centrado el caso, se está haciendo cada vez más grande, no deja de ampliarse y de involucrar personajes y ambientes de lo más variopinto. El tal Momo no tenía un pelo de tonto, siempre pensamos en él como el pobre chico para todo del teatro y olvidamos que, por el contrario, era un hombre con estudios y que tenía mundo, había vivido en varias ciudades y, además, siempre había sabido vivir en la sombra sin dejar rastro. Desde la sombra, observaba y sopesaba, aprendió muchas cosas de los hombres y de la vida y, cuando llegó el momento de sacar partido de sus conocimientos, supo cómo moverse.

—No te olvides de que aún no sabemos si había cometido más crímenes —añadió Daniele—. La suma que escondía en la caja fuerte superaba lo que había ganado con el chantaje, por no hablar el dinero que se gastó para comprar la casa. ¿Recuerdas lo que nos contó el maestro Gaetano Greco? Hace unos años, después de marcharse de Roma, su amigo lo vio en Bolonia y él fingió no reconocerlo.

Marco se quedó un poco pensativo.

—Tienes razón —asintió, por fin—. Tendré que pedir a Guido que se ponga en contacto con sus conocidos de esa ciudad para averiguar algo más. Con todo, la declaración de Donà ha resuelto otro misterio —prosiguió—. Momo utilizaba la ropa que encontramos en la caja para disfrazarse cuando investigaba sobre sus posibles víctimas.

—¡Menuda ocurrencia! —Daniele se echó a reír—. ¡Disfrazarse de cura para confesarla! ¿No le bastaba con tener el mensaje de Michiel?

—¡Claro que no! Se enfrentaba a la mujer de un procurador. Si se equivocaba y Donà era inocente, el chantaje podría haber acabado en una investigación. Necesitaba estar seguro y ver con sus propios ojos al amante de la mujer y el lugar donde se encontraban. Por lo demás, había recibido formación teatral, así que no le resultaba difícil disfrazarse. Vista la ropa que encontramos, podía transformarse en un noble, un burgués o una dama. Y, gracias a los chantajes, cuando murió, tenía unos ingresos mensuales fijos de 26 ducados de oro. Su mujer y él tenían asegurado un futuro más que acomodado.

—Pero, de repente, cometió un error —dijo Daniele—, un error fatal.