Capítulo 1

EL SONIDO profundo de los oboes se unía a los trinos de los violines, un cimbalero repetía una única nota y las flautas emitían una melodía celestial, mientras una trompeta solitaria ensayaba acordes de bajo. En el foso situado a los pies del proscenio, la orquesta del teatro San Giovanni Grisostomo de Venecia probaba los instrumentos antes de la representación con la que se inauguraría la temporada lírica de primavera la víspera de la fiesta de la Asunción, llamada también fiesta de la Sensa.

El público iba entrando poco a poco en la sala, zumbando como una laboriosa colmena. Los cinco pisos de palcos, separados por unas cariátides, que destacaban en el fondo de hojas doradas, se iban llenando poco a poco de damas escotadas y enjoyadas, embutidas en lujosos vestidos de faldas muy amplias, y de caballeros tocados con pelucas blancas y ataviados con veladas bordadas y medias de seda. En la platea, en cambio, los trajes oscuros de los hombres y las faldas hasta el tobillo de las mujeres revelaban su pertenencia a clases más modestas como las de los artesanos, los arsenalotti o trabajadores del arsenal y los gondoleros.

—Esta noche se llenará hasta la bandera —observó Marco Pisani asomándose desde el tercer palco de proscenio, a la derecha del escenario.

—No me extraña —comentó Daniele Zen, situado al lado de su amigo—. No suele haber muchas ocasiones como esta. El ladrón de Bagdad es la tercera ópera de Matteo Velluti inspirada en los cuentos de Las mil y una noches. Las otras dos fueron todo un éxito y esta vez Velluti ha conseguido que la interprete el sopranista Muranello. Con todos esos ingredientes, el espectáculo promete ser excelente.

Marco suspiró alzando los ojos a la gran araña dorada de cuatro brazos que colgaba en medio de la sala.

—¡Qué lástima que no hayan venido Chiara y Costanza!

Chiara, la prometida de Marco, era dueña de una pequeña, pero refinada, tejeduría de seda. Costanza, que había empezado a frecuentar a Daniele hacía solo unos meses, a pesar de que haberla amado él en secreto durante años, ayudaba a Chiara con la contabilidad y la clientela. Como todos los años, al día siguiente se inauguraría en la plaza de San Marcos la feria internacional de la Sensa, donde Chiara tenía siempre un pequeño puesto, y las dos jóvenes aún estaban montándolo.

Una dama alta y elegante los observaba con unos pequeños prismáticos de madreperla desde uno de los palcos de enfrente.

—Mira, ahí está Foscarini. —Daniele sonrió a su amigo—. Al habernos visto solos, igual piensa que vuelves a estar disponible. Quién sabe, quizá aún conserve la esperanza de que termines casándote con su hija.

Marco se echó a reír.

—Y eso que en la fiesta de Santo Stefano que celebramos en el palacio Pisani seguro que vio que Chiara llevaba el anillo con el sello de la familia.

—Bueno, ya sabes que la esperanza es lo último que se pierde —concluyó Daniele.

De hecho, ambos amigos eran dos de los mejores partidos de Venecia: Marco, segundo hijo de los riquísimos Pisani di San Tomà, era uno de los tres avogadori de la Serenísima, los altos funcionarios encargados de instruir los procesos más relevantes y, por tanto, de dirigir las correspondientes investigaciones, y Daniele, a quien le divertía ayudarlo, era uno de los abogados más conocidos de la ciudad.

Por la puerta del palco, abierta al pasillo, se oía a los camareros preparando las mesas para disponer el refrigerio, los golpes de martillo y los gritos roncos de los obreros, que daban los últimos retoques a las escenas entre bastidores.

El rumor de la multitud, que seguía afluyendo, era cada vez más intenso. En la platea, algunos espectadores peleaban por los asientos.

De repente, ahogando los demás ruidos, se elevó un grito agudísimo a la derecha del telón, seguido de unos pasos que corrían hacia los camerinos.

Protegida por el telón, la chácena aún era un hervidero. El grito, a todas luces femenino, procedía de los camerinos y fue seguido de una serie de quejas que, pese a todo, no distrajeron a los trabajadores. Estos estaban bajando el famoso palacio de cristal, una obra maestra de los cristaleros de Murano, una escenografía de gran valor que el teatro poseía desde 1695.

En lugar de ellos, corrieron hacia el camerino de la prima donna, Adriana Fusetti, la célebre soprano, su doncella, una joven que, hasta ese momento, había estado observando absorta el trabajo de los artesanos mientras miraba a los ojos a un carpintero atractivo de pelo rubio, y el empresario del espectáculo, Antonio Bianconi, que llevaba varios días en ascuas.

El camerino estaba tan abarrotado como un salón. Alrededor de la hermosa Fusetti, que, vestida aún con una bata de seda, se retorcía las manos sentada en un sillón, se apiñaban el conde Sanvitali, su protector, un hombre bien parecido de estatura imponente, y su madre, Giovanna. El perrito de Adriana corría de un lado a otro ladrando, asustado por la confusión.

—¡Ordené que lo estrecharan! —se quejaba la soprano—. Lo dejé aquí, donde ponemos los vestidos que deben ir a la sastrería, pero ¡está igual que antes!

—Vamos, niña, lo solucionaremos —la consolaba su madre.

El conde añadió:

—Da igual, querida, tú estás bien hasta con un trapo.

Adriana estalló en sollozos.

—¡Un trapo, tú lo has dicho! ¡Ayer, en el ensayo general, el vestido me sentaba como un tiro!

Bianconi se abrió paso.

—¿Qué ha pasado?

La señora Giovanna lo puso al corriente:

—Mi hija pidió ayer a Momo que llevara a la sastrería el vestido de la primera escena, porque había que estrecharlo, pero sigue aquí, igual que antes. Por cierto, ¿dónde está Momo?

Detrás del telón de boca se oyó el chirrido de las árganas al bajar el telón de foro.

—Basta, así está bien.

Bianconi tomó las riendas de la situación.

—Tú, Gianetta —ordenó a la doncella—, lleva corriendo el vestido a la sastrería. Tienen diez minutos para estrecharlo. Debe estar listo cuando oigan que Muranello entona la primera aria. Entretanto —añadió dirigiéndose a la cantante—, prepárese con tranquilidad. Pero ¿dónde demonios se ha metido Momo? Hoy no lo he visto.

La platea se había llenado con un público heterogéneo y, como había llegado con cierto adelanto para poder así ocupar los mejores asientos, ya empezaba a dar muestras de impaciencia. En cambio, muchos palcos aún estaban vacíos.

—Aquí está —señaló Marco a Daniele al oír unos pequeños pasos acercándose por el pasillo.

Guido Valentini, médico y director del Instituto de Anatomopatología, además de amigo de ambos, entró en el palco envuelto en el aroma del café que los camareros estaban preparando en el cuarto que había al fondo del pasillo.

—Disculpad el retraso —dijo arrojando a una silla su sombrero amarillo. Era famosa su predilección por los colores llamativos—. Nicolò Morosini, el anciano al que estoy curando de una inflamación en los ojos, me entretuvo, quería que le hiciera una sangría. Me ha costado convencerlo de que eso solo serviría para debilitarlo más. —A continuación, su mole redonda tomó asiento satisfecha en el banco tapizado del palco.

Hacía pocos meses que Valentini había entrado a formar parte del grupo de amigos e investigadores del avogadore Pisani, integrado por su prometida Chiara y por el abogado Daniele Zen. Dado que estaba siempre al día de los avances médicos, Valentini se había hecho enseguida indispensable y, además, había resultado ser un amigo leal y cariñoso.

—Oye cómo siguen trabajando entre bastidores —comentó alargando la oreja para oír mejor los ruidos procedentes de la chácena—. Quién sabe qué nos ha preparado este año Matteo Velluti —y, diciendo esto, sacó de un bolsillo el libreto arrugado de El ladrón de Bagdad—. Vaya, mira —prosiguió—, además de la música, la letra y la dirección artística también son obra suya.

—Es de veras versátil —observó Daniele—. Y pensar que, hace unos años, parecía acabado. Sin embargo, de repente encontró el filón de los cuentos orientales y ha compuesto unas óperas maravillosas. Pero mirad… —Calló señalando el lado opuesto de la sala—. Acaba de entrar la competencia.

Carlo Goldoni estaba entrando en un palco de la segunda planta, encima del cual acababa de tomar asiento el conde Gozzi.

Los criados estaban encendiendo los seis candelabros de pared del pergoletto, el palco central de tres balcones reservado a las autoridades, cuando advirtieron un movimiento de personas. Los tres amigos se asomaron intrigados y muchas cabezas se volvieron en la platea.

Imponente, esbelto en la larga velada negra y brillante con bordados dorados, en el palco estaba tomando asiento Karl Eugen, el duque de Württemberg, esos días en Venecia, y que, dada su pasión por la ópera, no había querido perderse la ocasión de asistir a un estreno tan interesante. Incluso desde lejos se podía apreciar su mirada aguda y su nariz prominente. Iba seguido de varios edecanes y de un par de procuradores de San Marcos.

—¿No ha venido el Dux? —preguntó Valentini.

—No se encuentra bien —contestó Marco—. Mi madre, que lo visita de vez en cuando, me ha dicho que ha pedido disculpas al duque, pero mañana se celebra la ceremonia de los Esponsales con la Mar y, como será un día muy ajetreado, hoy ha preferido descansar. Ya es muy mayor. Pero mira, mira —añadió alargando el cuello.

En el palco central, detrás de los personajes relevantes, estaban entrando varias señoras enjoyadas y célebres en Venecia.

—Ahí está la Quitamanchas —observó Daniele señalando a una mujer con un vestido de encaje negro—, la acompañan la Gondolera y la Rubita. —Esos eran los nombres de batalla de las cortesanas de lujo más famosas de la ciudad—. Por lo que veo, nuestro duque no ha perdido el tiempo.

—No es una novedad que le gusten las mujeres —terció Guido riéndose—. Por lo demás, todos saben que, a pesar de tener casa en Venecia, prefiere alojarse en el hotel El Escudo de Francia, porque allí sus movimientos pasan más desapercibidos.

En la chácena, seguían trabajando. Matteo Velluti iba de los tramoyistas a los carpinteros como un león enjaulado. De unos cuarenta años y complexión media, la frente alta y la mandíbula cuadrada contribuían a que su cara reflejara la tenacidad que lo caracterizaba. Debajo de unas cejas tupidas, brillaban unos ojos negros y penetrantes.

—¡Es hora de meter los faroles en el palacio de cristal! —ordenó al capataz—. ¿Dónde están los paneles de los árboles? ¿Por qué no los habéis puesto ya en el escenario? ¿El técnico de luces ha encendido ya las candilejas?

—Estoy aquí, maestro —respondió un muchacho.

—Ve inmediatamente al foso y muévete —ladró Velluti—. Y usted, ¿qué quiere? —prosiguió dirigiéndose a Bianconi, que acababa de llegar a su lado.

—No encontramos a Momo —le dijo el empresario—. Ayer lo dejó todo en desorden y, a pesar de que debe cobrar las entradas en la platea, aún no ha aparecido.

Velluti palideció de rabia.

—¿Y qué quiere que haga, que lo busque yo? A pesar de ser artista, yo mismo tengo que asegurarme de que no falta nada en el escenario. Mande a un lacayo a cobrar las entradas y deje de darme la lata.

Bianconi se marchó sin replicar. A un artista de su categoría se le podía perdonar que perdiera un poco los nervios en el estreno. Mientras se alejaba de los bastidores y enfilaba el pasillo de los camerinos de la planta baja, reservada a los virtuosos, un viejo le salió al encuentro cojeando, presa de un gran nerviosismo. Se trataba del padre de Muranello, el hombre acompañaba a su famoso hijo a todos sus espectáculos.

—Venga, venga —le pidió casi balbuceando—. Ha sucedido una desgracia.

Resignado, Bianconi cruzó el umbral del camerino de Lorenzo Baffo, llamado Muranello, por ser natural de Murano, uno de los sopranistas más famosos de la época. Lorenzo estaba sentado con el ceño fruncido delante del espejo de un tocador abarrotado de tarros de cremas. Un peluquero lo estaba peinando. Era un joven muy guapo, con las facciones delicadas y las extremidades finas. Se había puesto ya el traje oriental y parecía estar a punto de echarse a llorar.

—Venga, Bianconi. Mire esto: como nadie ha ordenado mi camerino después del ensayo general de ayer, ahora tengo que maquillarme en medio de este caos…

Se oyeron unos gorgoritos: los tenores estaban calentando la voz.

—No se preocupe —minimizó Bianconi—. Mandaré una doncella para que lo arregle todo.

—Dígame, según usted, ¿tengo que ponerme en la cara esta cosa? —insistió Muranello—. Está abierta desde ayer, quizá esta noche los ratones se hayan paseado por ella. Momo debería haberlo ordenado todo. ¿Dónde está? —Su boca, bonita y sensual, se torció en una mueca de disgusto.

—Ordenaré que traigan enseguida cremas nuevas —dijo Bianconi tratando de tranquilizarlo, a la vez que lanzaba un hondo suspiro.

Entretanto, se preguntaba si a su edad, después de haber invertido una fortuna en el espectáculo, debía también correr como un criado para satisfacer los caprichos de los divos. ¿Dónde demonios se había metido aquel joven? Momo era el factótum, el chico para todo, de manera que a él le correspondía ocuparse de esos pequeños detalles. La víspera lo había visto en el ensayo general, pero después no había vuelto a dar señales de vida. Quizá Michiel Grimani, el propietario del teatro, además de su jefe, supiera algo, razón por la que echó a correr con sus piernecitas cortas, que apenas podían sostener su mole.

Un criado se abría paso como podía entre la multitud que abarrotaba la platea, nervioso, vendiendo a toda prisa las entradas, una tarea en la que tenía poca práctica. Los palcos también estaban ya repletos y en ellos se servía café y chocolate.

Cuando el director de la orquesta subió a su podio, todos guardaron silencio. Los músicos se volvieron hacia él esperando la señal.

En el centro del techo de la sala se abrió una trampilla y la gran araña, izada por unas poleas invisibles, empezó a subir hasta desaparecer por ella. La sala quedó a oscuras, solo se oyeron unos crujidos hasta que la larga hilera de candilejas subió en el proscenio. El director agitó la batuta y, respondiendo a esta señal, la orquesta atacó la obertura.

El gran telón carmesí, decorado con hojas doradas, empezó a elevarse entre los dos pares de columnas laterales y, ante el público, apareció el escenario en todo su esplendor. En primer plano estaba Muranello, en el papel de Ahmed, el ladrón de Bagdad, vestido con sedas de color turquesa ceñidas con un cinturón de perlas y tocado con un turbante adornado con joyas, por el que asomaban algunos rizos de su abundante cabellera castaña.

A sus espaldas, el célebre palacio de cristal, compuesto por varios pabellones que giraban lentamente y estaban iluminados desde el interior, ocupaba la mitad del escenario.

El público exclamó maravillado y aplaudió con entusiasmo cuando Muranello entonó la primera aria.

El día que vi nacer

iluminó mi corazón,

porque, chispas en el alma,

vislumbré tus ojos.

Era Ahmed, el pobre pastor que, al llegar a Bagdad, ve a lo lejos a la princesa y se enamora de ella. Poco importaba que Muranello hubiera exigido que el vestuario fuera suntuoso: la verdadera acción salía de su campanilla. El descubrimiento del amor imposible confería a su voz la dulzura de una flauta, la ligereza de una golondrina; el alma ascendía a las cumbres más elevadas, donde el sentimiento se convertía en sonido.

De mi cabaña partí

valeroso a la aventura

y, con tu rostro impreso,

poderoso, regresaré.

El público contenía el aliento, subyugado por la voz sublime de Muranello. Era la voz de los cantantes castrati, que salía sin esfuerzo, sin asperezas, dulce y entonada, se rompía en trinos sobreagudos, sostenía la nota y bajaba a los tonos plenos y pastosos de los contraltos, para terminar con un interminable y vibrante agudo de tenor.

Los castrati poseían esa voz después de haber estudiado muchísimo y habiendo sacrificado su virilidad: así, conservaban los tonos femeninos de la pubertad exaltados por una potencia de canto masculina. Un prodigio contra natura, ejemplar, imposible de alcanzar sin la renuncia a una vida normal.

En la sala, donde solo las vueltas de las luces multicolores del palacio de cristal y de las candilejas rompían la oscuridad, los espectadores se habían quedado hipnotizados con la alta figura del cantante, que acompañaba las notas con una elegante gestualidad. Muchas mujeres suspiraban y se enjugaban las lágrimas con sus pañuelos de encaje.

En los camerinos del segundo piso, por el contrario, reinaba la histeria. El cuerpo de baile se estaba preparando para el primer entreacto, pero los vestidos de los cortejos de los tres príncipes que disputarían a Ahmed la mano de la princesa, no estaban colgados donde deberían haberlo estado.

Una delegación había salido de los vestuarios masculinos para ir a la sastrería, situada en el último piso, a buscar la ropa, pero las bailarinas no sabían si hacer lo mismo.

—¡No nos dará tiempo a arreglarnos! —exclamaba una rubia a punto de echarse a llorar.

—¡Justo la noche del estreno! —añadió otra.

—¡Basta! —las regañó dando palmadas la primera bailarina, Caterina Velluti, una pelirroja de cuerpo ágil, esposa del compositor—. Voy a llamar a mi marido, a ver qué podemos hacer.

Matteo Velluti entró en el camerino caminando entre las jóvenes medio desnudas a la vez que por la escalera bajaba una procesión capitaneada por Angelina, la jefa de las modistas, seguida de sus ayudantas cargadas con sedas, terciopelos, pelucas y velos multicolores.

—Aquí están los vestidos —dijo la mujer—. No sé por qué aún estaba en el taller. Debería de haberlos traído Momo. ¿Dónde está?

—¡Eso me gustaría saber a mí! —exclamó el compositor—. Pero ¿cómo es posible que tenga que sufrir todas estas molestias en un momento así?

—Ya —dijo la rubia, confortada—. ¡Momo no ha venido hoy!

—Voy a avisar al empresario —prosiguió Angelina—. Momo trabaja para el teatro y, por tanto, para él. Que lo busque Grimani.