Capítulo 13

TRAS reunirse con Nani en la góndola, en el muelle de San Moisé, donde se encontraba el despacho de Zen, salieron a la cuenca de San Marcos; Marco se quedó pensativo contemplando aquel panorama habitual, aunque siempre diferente, con su vaivén frenético de barcos mercantes, fragatas, góndolas y peatones. En los embarcaderos de riva de los Schiavoni, aún se divisaban los trabàcoli de los dálmatas y de los albaneses, que descargaban corderos, quesos y pescado salado, en tanto que a la aduana se dirigían los barcos cargados de trigo procedentes de Rumanía, y los de los mercaderes armenios, griegos y judíos, llenos de sal, cera en bruto y pieles procedentes de Constantinopla y Splip, que se depositaban en los almacenes de la Serenísima.

Como le había hecho notar Daniele, lo único que sabía del señor S era que debía de ser un hombre rico, probablemente culpable de un homicidio que había quedado impune, ya que pagaba a Momo una suma importante por su silencio. Dada la longitud del pelo que se había quedado pegado al martillo, la víctima podía ser una mujer, cuyo asesino no había sido descubierto o cuya muerte se había creído, de alguna forma, natural. Considerado el periodo de tiempo en el que Momo había actuado, el hecho debía de haberse producido antes de octubre de 1750.

Además, había que considerar otra circunstancia: costaba creer que el asesino de Momo fuera Adriana Fusetti, Giuseppe Baffo o incluso Angela Donà, que pagaban por mantener enterrados unos secretos mucho más irrelevantes que un homicidio, cuando el señor S había cometido un asesinato y quizá no había dudado en reincidir para evitar que se descubriera el primero. Pero ¿por qué había tardado tres años en volver a asesinar?

—¿Va a palacio o a ver a la señora Chiara en la feria, paròn? —le preguntó Nani interrumpiendo el flujo de sus pensamientos. Al ver que su amo se volvía enfurruñado, añadió—: De acuerdo, de acuerdo —se respondió solo—. Lo llevo al despacho. —Tras dar un golpe de remo, se dirigió hacia los embarcaderos que había debajo del puente de la Paglia, cerca de la Fusta, el barco donde la policía tenía dispuesto su cuartel delante del Palacio Ducal.

Marco seguía pensando que solo había una manera de averiguar quién era la víctima: hacer una lista de todas las mujeres de clase alta fallecidas en esa época y descubrir cuál tenía parientes o amigos que pudieran corresponder a lo poco que sabían del señor S. Venecia era pequeña y quizá no había muerto mucha gente esos días. En cualquier caso, debía enviar dos o tres empleados a la sede del Patriarcado, situado en Castello, para consultar el registro de defunciones de todas las iglesias de la ciudad. Y después debía dar con los parientes o amigos de las mujeres fallecidas. Tardaría meses en averiguarlo.

Como siempre, a la entrada del Palacio Ducal se sucedían los bancos de los notarios y escribanos, a cuyo alrededor se amontonaba la gente del pueblo para que estos le redactaran documentos, querellas, recursos y súplicas por un precio módico.

Mientras se abría paso entre los corros, se le ocurrió una buena idea: en el primer piso del Palacio Ducal estaba la cancillería inferior, donde se guardaban los archivos notariales con las copias de toda la documentación de los notarios de Venecia. Como cualquier persona con un poco de patrimonio solía dejar escrita su última voluntad, bastaba con encontrar el testamento de una mujer abierto por un notario en esas fechas en el que el nombre de un pariente, quizá el beneficiario, empezara por la letra ese. Esto eliminaba a los más necesitados y restringía notablemente el campo de acción: si el asesino había sido un pariente de la víctima, podrían identificar al señor S de forma definitiva; si, en cambio, se trataba de un simple conocido, se hallarían de nuevo en un punto muerto. Pero Marco confiaba en que, por desgracia, las mujeres, sobre todo las pertenecientes a familias acomodadas, solían ser víctimas de sus cónyuges.

Animado por su plan, Pisani subió corriendo la Escalera de los Gigantes, llegó a su despacho, llamó a su secretario, Jacopo, y le explicó lo que debía buscar en los archivos notariales del palacio. A continuación, le pidió también que citara para la mañana siguiente a Luca Michiel, el amante de Angela Donà, y se dispuso a esperar.

No habían pasado siquiera dos horas cuando Jacopo Tiralli llegó jadeando y agitando unos papeles: el entusiasmo de Pisani había contagiado al mesurado Jacopo.

—Creo que lo tenemos, excelencia, este testamento es el único que satisface todos los requisitos —dijo dejando un legajo lleno de polvo encima del escritorio de Pisani.

En el encabezamiento del testamento se leía el nombre del notario Antonio Cordini, con despacho en Venecia, en la parroquia de San Giovanni Decollato. La testadora era una tal Francesca Soranzo, nacida Loredan, residente en el palacio Soranzo, situado en el campo San Polo.

—Caramba —soltó Pisani sin querer—. Alta nobleza.

—Y Soranzo, el apellido del marido —añadió Jacopo—, empieza por ese. El testamento fue depositado en diciembre de 1748 y se abrió el 3 de octubre de 1750, porque, como puede ver, la señora murió el 13 de septiembre de ese año. —Jacopo sacó el certificado de fallecimiento redactado por el médico Giuseppe Dandolo.

—Todo encaja, ya lo tenemos, ya sabemos quién es el señor S —consideró Pisani—. Se trata de una familia ilustre, dueña de un gran patrimonio.

—No tanto… —le corrigió Jacopo—. Me he permitido hacer algunas averiguaciones sobre ellos: el marido de la señora Francesca, que se llama Paolo, es el hijo menor de los Soranzo y no posee ningún patrimonio. Puede que viva en el palacio porque no tiene adónde ir.

—Muy bien, Jacopo. Si su mujer era rica, quizá la mató para heredar de ella. Veamos qué escribió el médico.

Con un lenguaje ampuloso, el doctor Giuseppe Dandolo declaraba, el 13 de septiembre de 1750, que el marido de la señora Francesca lo había mandado llamar a las nueve de la noche y que había constatado que la dama había muerto de repente debido a un fallo cardíaco. Su marido había afirmado que su mujer sufría desmayos frecuentes y que esa noche la había encontrado muerta en la cama.

—¿El médico redactó el certificado basándose exclusivamente en la declaración del marido, sin examinar el cuerpo? —exclamó Pisani—. Pero ¿qué clase de médico es ese? Tengo que hablar con Guido.

—Hay otra cosa extraña —lo interrumpió Tiralli—. La señora no era rica. La herencia es muy modesta: su patrimonio personal no superaba los cien ducados.

De hecho, en el testamento, la difunta legaba dos vestidos a su cocinera, Lina Galletti, y un anillo a una doncella. Además había dejado un par de collares a su hermana y a su marido los pocos muebles que había en el piso y la dote de cien ducados.

—Una miseria —comentó Marco—. Entonces, ¿por qué la mató? Siempre y cuando lo hiciera él, claro.

—Un último dato importante —añadió Jacopo—. He mirado lo que el Libro de Oro de la nobleza veneciana dice a propósito de la familia Soranzo y he descubierto que Paolo, el viudo, se casó de nuevo hace dos años con una francesa, una tal Jacqueline Collet, una dama que, por lo visto, es bastante rica, dada la dote que figura en el contrato matrimonial, al que también he echado un vistazo.

Pisani desembarcó en el campo San Giacomo dall’Orió para visitar a Guido Valentini. Casi se tropezó con su amigo, que volvía a casa a toda prisa.

—¡Vaya casualidad! —dijo alegremente el médico mientras sacaba la llave para abrir la puerta—. ¿Has recibido el mensaje que te escribí después de ir a la farmacia de Santa Fosca para analizar el frasco que me diste?

—Ahora hablaremos de eso. Yo también tengo muchas preguntas que hacerte —dijo Marco subiendo hasta el segundo piso del Instituto de Anatomopatología, donde vivía Valentini.

Fueron al despacho de Guido, seguidos por su ama de llaves, Adalgisa, una mujerona con bigote y un corazón de oro, que había salido de la cocina con los brazos cubiertos de harina.

—¡Qué honor, excelencia! ¿Le apetece un chocolate? Acabo de hacer una tarta de manzana que está para chuparse los dedos. Además, en la despensa tengo una rosquilla con mermelada, en Bolonia la llamamos pinza. Se la envuelvo en papel, así puede llevársela a la señora Chiara. Pero ¿por qué no ha venido también el abogado?

—¡Para ya, Adalgisa! —gritó Valentini—. Tráenos un café, envuelve lo que quieras, pero déjanos trabajar.

Enfurruñada, el ama de llaves les llevó una bandeja con el café y luego salió cerrando la puerta, como le habían ordenado.

—¡Por fin! —dijo Guido suspirando—. Solo piensa en atiborrar a la gente. Por su culpa estoy tan gordo —añadió dándose unas palmaditas en su prominente barriga—. Bueno, yo empiezo.

Valentini contó a Marco que el farmacéutico no había dudado después de haber visto y olido el frasco morado que se encontraba en el saquito marcado con la letra o.

—No es la primera vez que me traen mejunjes así para que los analice, casi siempre lo hacen después de que hayan matado a una mujer —le había revelado Zanichelli—. Es una infusión de perejil que, como sabes mejor que yo, mi querido Guido, se utiliza para provocar abortos.

—¿Cómo actúa? —preguntó Marco.

Valentini le explicó que la infusión era un emenagogo, es decir, una sustancia que estimulaba la contracción uterina y favorece la menstruación. Para ser un abortivo, la bebida debía tener una concentración precisa, que no fuera tóxica para la madre, sino solo para el feto, que, al morir, era expulsado por el útero. No obstante, como no era fácil atinar con la concentración, podía suceder que no produjera el efecto esperado, de forma que, además del feto, la madre se intoxicara también y los graves daños causados a los riñones y la falta de coagulación sanguínea suponían una muerte larga y dolorosa.

—¿Me estás diciendo que nos enfrentamos a otro delito? Momo chantajeaba a otro asesino. ¡Eso sí que es jugar con fuego!

Guido prosiguió:

—Como te decía en mi mensaje, Zanichelli no conoce a ningún mago o hechicero. El aborto provocado está severamente castigado, de manera que quienes lo practican están muy atentos a que no corra la voz, pero en los bajos fondos se sabe quiénes piden ayuda a esa gentuza.

—Las dueñas de los burdeles de las Carampane —dedujo Marco—. Supongo que las pobres desgraciadas que trabajan allí recurren de vez en cuando a los brujos y saben a quién dirigirse. Mañana iré a hablar con una vieja conocida.

—Pero ¿y tú? —preguntó Guido cambiando de tema mientras se servía más café—. ¿Qué querías preguntarme?

Valentini no había tenido noticias del caso desde la noche del domingo, de forma que Marco le contó cómo habían desenmascarado a Adriana Fusetti y a Angela Donà y la manera en que Momo había robado la carta a Giuseppe Baffo para chantajearlo.

—Nuestro Momo no tenía escrúpulos —comentó el médico—. Se apoderaba de los secretos ajenos como los ratones se alimentan rebuscando en la basura.

—Por esto he de pedirte un favor —lo interrumpió Marco—. Seguro que conoces a alguien en Bolonia, sabemos que Momo vivió una temporada allí. Deberías escribir a alguno de tus amigos para preguntar si lo conocían. Me gustaría saber qué vida llevaba, a qué se dedicaba. Como tú mismo habrás notado, aún desconocemos cómo ganó el dinero que encontramos en la caja fuerte, la cantidad que hallamos excedía la suma que había acumulado con los chantajes. Quizá lo ganara en Bolonia.

Guido reflexionó un instante.

—Sí, sé de alguien cercano a los ambientes musicales. Le escribiré enseguida. Pero, dime una cosa, ¿Muranello se ha enterado de que lo castraron?

—Sí, y yo estaba delante —explicó Marco—. Mientras hablaba animadamente con su padre, dejamos la carta en el sofá y nos olvidamos de ella. Muranello entró de repente, reconoció la caligrafía de su madre, la cogió y la leyó.

—Me imagino la escena.

Pisani negó con la cabeza.

—No, lo sabía ya, lo averiguó cuando estudiaba en el conservatorio. Abrazó a su padre y le habló con afecto. Creo que ese joven es mucho mejor de lo que parece. Cuando lo conocí en el teatro pensé que era intratable. Lo vi echar una bronca a Matteo Velluti, porque no le gustaba el aria final de la ópera. El compositor la ha vuelto a escribir, pero, por lo visto, aún no es de su agrado. Lorenzo nos contó que le había explicado a Velluti qué camino debe seguir hoy en día la música. No es estúpido. No quiere saber nada de los virtuosismos que le enseñaron en el conservatorio, quiere una música que vaya directa al corazón, que eleve el espíritu.

—¿Y Velluti?

—Muranello nos contó que, cuando le dijo a Matteo Velluti que debía volver a escribir el aria, este se excusó alegando que su padre estaba muy enfermo y se ha marchado a Bolonia. No se sabe cuándo volverá.

—¿Velluti dijo que su padre estaba enfermo?

—Eso parece, ¿por qué?

—No, por nada —Guido cabeceó—. Quizá yo esté mal informado. Pero bueno —prosiguió—, por lo que veo hemos identificado ya a tres de las víctimas de chantaje.

—No —lo interrumpió Marco—, aún no he terminado. Justo esta tarde he descubierto a la cuarta o, al menos, eso creo. Por eso necesito de nuevo tu ayuda. —Acto seguido, le habló del testamento de Francesca Soranzo y del certificado médico que declaraba que había muerto por causas naturales.

Guido se rascó la cabeza.

—En ese caso, ¿por qué Momo tenía guardado el martillo ensangrentado y chantajeaba a su marido? Y, con todo, ¿qué médico firmó el certificado?

Marco sacó su cuaderno de un bolsillo.

—Giuseppe Dandolo.

—¡Dios mío! —Valentini se llevó las manos a la cabeza, horrorizado—. ¡Ahora entiendo todo! ¡Es uno de esos alcornoques que deshonran la profesión! Un charlatán que se ha quedado en el siglo pasado, un hombre que todavía cultiva la teoría de los humores, que jamás tocaría a un paciente, aún menos a un cadáver, y que oculta su ignorancia con palabras grandilocuentes y discursos sin sentido.

—¿Capaz de creer que un martillazo en la cabeza es causa de una muerte natural?

—¿Quieres verlo con tus propios ojos? Vive cerca de aquí, en el puente Storto. Iremos enseguida. No podrá negarse a contestar a un avogadore, nos divertiremos.

Casa Dandolo era un palacete del siglo XVII que rezumaba dignidad ya por la fachada cubierta de severos ventanales, coronados por tímpanos.

—Dandolo pertenece a una familia de médicos —susurró Guido después de llamar a la puerta con una aldaba de latón resplandeciente—. Todos tan burros como él.

—Pero también ricos —observó Marco valorando con la mirada el inmueble.

—Ya. Saben decir al paciente lo que quiere oír.

En ese momento se abrió la puerta y vieron a un criado vestido con librea. Era tarde, pero a un avogadore en misión oficial no se le podía negar nada, lo sabía incluso el criado que, al oír el nombre de Marco Pisani, se apresuró a guiar a los visitantes por una serie de salas en penumbra, hasta llegar a una biblioteca que olía a moho y a polvo.

—Acomódense, señores. —Hizo una reverencia a la vez que señalaba un par de sillas de la época que estaban delante de un escritorio anticuado—. Enseguida aviso al amo.

Mientras aguardaban, Marco contempló interesado los dibujos anatómicos que decoraban las paredes. Guido, en cambio, se puso a examinar los libros que había en unas estanterías bajas.

—Mira esto —comentó—. Las obras de Galeno y de Celso, un opúsculo sobre la escuela salernitana, los Consulti medici de Giuseppe del Papa, De universa muliebrium morborum Medicina de Roderico de Castro, escrito en 1603, los comentarios sobre Hipócrates de Valesio, de 1652, y nada de Morgagni. No se puede decir que el ilustre doctor Dandolo esté al día. Veo que las obras más recientes son la de Georg Erns Stahl, quien pretendía probar que la muerte del alma produce la putrefacción del cuerpo, y la Medicina racional de Federico Hoffman, el tipo que asegura que el organismo está compuesto de unas fibras que se tensan y se aflojan en función de un fluido contenido en el cerebro. En su opinión, las enfermedades están causadas por los desequilibrios de este fluido y se manifiestan siempre con la afluencia de grandes cantidades de sangre al estómago y al intestino. Creo que solo ha visto el interior de un cuerpo al contemplar los dibujos anatómicos que estás mirando.

Marco se echó a reír justo cuando en el umbral de la sala se recortaba la figura enjuta del dueño de la casa. Era muy viejo, tenía las mejillas flácidas y le temblaban las manos.

—¡Qué honor, señores! —El médico se inclinó todo lo que le permitía la rigidez de su espalda. Le había dado tiempo a ponerse la severa toga negra y la voluminosa peluca propia de su profesión. Con un amplio ademán de la mano, los invitó a sentarse y él tomó asiento detrás del escritorio.

—¿Qué urgencia ha traído a los señores a mi casa a una hora tan avanzada?

—Disculpe la hora —dijo Pisani—, pero estoy inmerso en una investigación complicada que me obliga a pasar por alto los buenos modales.

La cara alargada y descarnada de Dandolo adoptó una expresión de alerta, sus pequeños ojos lacrimosos escudriñaron al avogadore. A Valentini, en cambio, lo había mirado distraídamente.

—Quiero recordarle un episodio que tuvo lugar hace varios años —prosiguió Marco sacando una hoja de un bolsillo—, en concreto, el 13 de septiembre de 1750. Esa noche, Paolo Soranzo lo llamó para que acudiera a su casa del campo San Polo, donde debía certificar el fallecimiento de su mujer, Francesca Loredan. El certificado de muerte que redactó reza: «Tras haber examinado el cuerpo de dicha mujer, Francesca, que yace en el lecho marital, apropiadamente vestido, con la cabeza púdicamente cubierta por un gorro de noche y las manos cruzadas en el pecho, hemos constatado la extrema palidez de su rostro, el hundimiento de los globos oculares y la flacidez de la mandíbula. Al tocarle la muñeca no hemos detectado pulsaciones. Su marido, el señor Soranzo, al que hemos interrogado, ha declarado que la señora sufría desmayos y malestares debidos a una insuficiencia cardíaca. Por todo ello, yo, el doctor Giuseppe Dandolo, médico del Colegio de Venecia y licenciado en Padua, declaro que la mujer Francesca Loredan Soranzo ha fallecido de muerte natural y autorizo que se proceda a su inhumación».

Marco alzó los ojos del folio y miró al médico.

—¿Lo recuerda? —preguntó.

—Por supuesto, me dio mucha pena esa pobre señora, aún era joven.

—¿Cómo es posible que, dado que la muerte había sido repentina, no pidiera una autopsia para esclarecer las causas?

—¿Una autopsia? —dijo Dandolo negando con la cabeza—. Supongo que está bromeando, avogadore. Si el eminente compañero aquí presente tuviera que examinar todas las muertes repentinas —añadió dirigiéndose a Valentini—, su instituto debería ser tres veces más grande. Eso de despedazar a los muertos es una nueva moda, los antiguos jamás habrían profanado un cuerpo. La señora yacía en paz, su marido me contó que tenía el corazón débil. ¿Por qué debía dudar de su palabra?

—¿Era el médico personal de la señora? —preguntó Guido—. ¿Había diagnosticado usted sus problemas de corazón?

—No —tuvo que reconocer Dandolo—, jamás había estado en su casa, el marido me dijo que su médico no estaba en la ciudad.

—De manera que redactó el certificado basándose en la declaración del marido.

Dandolo se encogió de hombros.

—Sabe mejor que yo que cuando el fluido contenido en el cerebro sufre un desequilibrio, las fibras que componen el organismo enloquecen y la sangre se concentra alrededor del corazón y produce la muerte, que no es sino el abandono del cuerpo por parte del alma.

Marco y Guido se miraron conteniendo a duras penas la risa que les producía la teoría de las fibras enloquecidas.

—Y usted, mi querido colega —lo contradijo Valentini—, ¿no ha oído hablar nunca de los descubrimientos del gran Morgagni que, despedazando cuerpos, precisamente, ha descubierto que las enfermedades están causadas por el desequilibrio de los órganos? La autopsia es indispensable para descubrir las causas de una muerte sospechosa.

—¡Morgagni, Morgagni! ¿Qué quiere que sepa ese forastero, que rebaja la profesión de los médicos a la de viles barberos?

Guido se puso en pie encendido.

—Morgagni es un genio y usted es un estúpido analfabeto —gritó, con las venas del cuello hinchadas.

Dandolo se inclinó hacia el escritorio apuntando a Valentini con un dedo torcido.

—¿Y qué sabe usted de medicina, usted, un simple carnicero, que solo sabe trocear a los muertos condenándolos a que tengan que buscar sus cuerpos el día del Juicio? ¡Bonita escuela la de Morgagni, que enseña a una pandilla de barberos que no saben una palabra de filosofía y que contradicen las enseñanzas de la Iglesia!

—¡En cuanto a la Iglesia —gritó Guido, cada vez más rojo—, veo que, en su ignorancia, no sabe que el papa actual, Benedicto XIV, cuya amistad me honra, ha fundado con mi ayuda una escuela de cirugía en Bolonia donde se aprende a operar y curar a los vivos examinando a los muertos, mientras usted y sus compadres, con su filosofía, sus sangrías y sus enemas causan más víctimas que la Inquisición! ¡Son una partida de asesinos impunes!

Dandolo agarró un pesado tintero, pero Pisani consiguió sujetar a Guido por un brazo y a sacarlo a rastras mientras seguía bramando:

—¡Por culpa de esta gente los asesinos escapan, los enfermos que se podrían salvar mueren y el mundo va al revés!

Guido se sosegó en el puente Storto.

—No puedes hacer nada —lo consoló Marco—. Si hay algo imposible de curar es la estupidez humana.

—Tienes razón —respondió el médico inclinándose hacia la barandilla para mirar el agua. Tras reflexionar en silencio un instante, añadió—, pero, al menos, ahora podemos seguir un camino. Dime dónde han enterrado a la pobre señora Soranzo y te explicaré la idea que se me acaba de ocurrir.