Capítulo 47

Esta vez Shay me estaba esperando y esbozó una sonrisa lenta, lacia, cuando me vio cruzar el vestíbulo. Al verle una idea intentó abrirse paso en mi mente, pero enseguida la aparté y también sonreí.

—Tomemos una copa en el bar —dijo.

Pero el bar del Mondrian no era un bar de hotel ordinario, carente de originalidad y ambiente. Era el Skybar, local frecuentado por celebridades y gente guapa. Abierto a la noche cálida y distribuido alrededor de una piscina turquesa, los enormes cojines de seda y los divanes bajos le daban un aire seductor y decadente. La luz provenía de antorchas que proyectaban un brillo misterioso y hacían que todo el mundo pareciera joven y atractivo.

Tipos del FBI con gafas oscuras y walkie-talkies vigilaban la recepción —probablemente Fort Knox gozaba de menos seguridad—, y solo cuando Shay extrajo la llave de su habitación se abrieron las puertas nacaradas.

Caminamos entre plantas de dos metros de altura en busca de un lugar donde sentarnos, pero solo quedaba un enorme colchón de raso blanco. Nos subimos a él con cautela y una de las chicas más guapas que había visto en mí vida nos tomó nota.

Entonces Shay y yo nos quedamos solos, sentados sobre el colchón, mirándonos.

—Temía que esta noche volvieras a cancelar la cita —solté por la necesidad de decir algo.

—Ya te dije que ayer tenía trabajo y no pude evitarlo —replicó él con tono tan defensivo que por primera vez me pregunté si mentía. Había tratado de no verme esta noche. Y cuando anoche telefoneó, confió en que saliera el contestador...

—Te incomodo —dije con tristeza.

—Ni mucho menos. —Acompañado de una sonrisa encantadora.

—Sí te incomodo —bromeé—. Tantos apretones de manos para luego salir corriendo.

Rió y luego sugirió:

—Quizá me siento culpable.

—¿De qué?

—Ya sabes, de lo que sucedió cuando éramos adolescentes. Pero eso es el pasado y no me odias, ¿verdad?

—No, no te odio.

Sonrió aliviado.

—Pero cuando te marchaste y no me escribiste —me sorprendí diciendo—, casi perdí la cabeza.

Me miró como si le hubiera abofeteado.

—Lo siento, creí que sería mejor así, que sería menos doloroso dejar pasar el tiempo.

—Pues no lo fue, al menos para mí. Te esperé durante años.

—Lo siento, Maggie, apenas tenía dieciocho años, era joven y estúpido. No tenía ni idea. Si hay algo que pueda hacer para compensarte... —Se estiró, apoyó la cabeza en un codo y cubrió mi mano con la suya. Guardamos silencio durante un rato.

—Shay, ¿estás felizmente casado? ¿Amas a tu mujer?

—Sí y sí.

—¿Le eres fiel?

—Sí. —Una pausa y agregó—: Casi siempre.

—¿Casi siempre? ¿Qué significa eso?

—Cuando estoy en Irlanda —respondió incómodo—. Pero... cuando estoy trabajando aquí...

—Yaaa... —dije, dejándolo flotar en el aíre.

—Maggie, hay algo que quiero decirte.

Su tono me puso en guardia.

Tenía la mirada clavada en mí.

—Maggie, quiero que sepas...

¿Que siempre me había amado? ¿Que cada día, desde que me dijo adiós en el puerto, había suspirado por mí?

—Maggie, nunca dejaré a mi esposa.

—Mmm...

—Mi padre nos dejó y he visto lo que eso hizo a mi familia.

—Ah...

—Pero tú y yo... Vengo muy a menudo a Los Ángeles, muy a menudo. Si sigues aquí, quizá podríamos...

Comprendí qué estaba ocurriendo: me estaban ofreciendo compartir a Shay Delaney a tiempo parcial. Un premio de consolación: «Lamentamos que su vida se viera perjudicada por la retirada repentina de Shay Delaney, pero le rogamos que acepte este vale para canjearlo por Shay Delaney cuando guste».

Me eché a reír.

—Tú eres de los buenos, ¿no es eso, Shay?

—Lo intento. Es importante.

—Tu esposa es muy afortunada de tener un marido que nunca la dejará.

Shay asintió.

—Aunque se enrolle con otras mujeres en sus viajes de trabajo.

Shay se incorporó con el semblante ensombrecido.

—Oye, no tienes por qué ponerte así. Solo estoy intentando...

—¿Qué? ¿Complacer a todo el mundo? —Eso me hizo reír de nuevo.

—Ser justo.

—Justo. Como si fueras un premio.

Me miró fijamente. Parecía sorprendido y me di cuenta de lo mucho que me alegraba no ser su esposa, no tener que esperar en casa, a nueve mil kilómetros de distancia, cuidando de tres hijos y preguntándome qué estaría haciendo mi atractivo y encantador marido. Y comprendí algo más: que no le sacaría un caracol del parabrisas.

—Intentas serlo todo para todos, no puedes decir no. ¿Nunca te hartas?

No estaba contento. Nada contento.

—Creía que eso era lo que querías —dijo, confuso—. No dejabas de llamarme y de insistir en que nos viéramos, aunque sabías que estaba casado...

Bueno, visto así tenía razón: durante los dos últimos días lo había perseguido.

—¿Por qué has venido? —preguntó—. ¿Qué querías de mí?

Buena pregunta, muy buena. Estar en su presencia era como mirar al sol demasiado tiempo: me cegaba temporalmente. Había ido hacia él como una mariposa nocturna va hacia la luz, pero con una idea muy vaga de lo que esperaba obtener.

—Quería saber por qué nunca me escribiste. —Pero ya lo sabía, no era muy difícil comprenderlo: dejó de quererme y no tuvo el valor de decírmelo. Nada del otro mundo, ocurre continuamente, sobre todo a esa edad.

—¿Eso es todo?

—Sí.

—Ya —repuso con cierto desdén—. Querías mucho más que eso de mí.

No. No había sabido qué quería, pero ahora estaba segura de lo que no quería. No quería una relación con él, ni a tiempo parcial ni a tiempo completo.

—Te lo juro, solo quería cerrar capítulo.

—Pues ya lo has hecho —me espetó.

—Así es —sonreí.

—Te has puesto muy contenta de pronto.

—Es cierto.

Me sentía ligera y libre. Shay Delaney era un tipo más, de otra vida, el depósito de unas esperanzas que llevaban mucho tiempo caducadas.

De repente me descubrí pensando en esa gente que entra furtivamente en las pirámides en busca de un tesoro, pero cuando llega a la tumba está vacía porque alguien ha llegado mucho antes que ellos.

—¿Has visto alguna vez En busca del arca perdida? -murmuré distraídamente.

Shay me miró como si me hubiera trastornado del todo.

—Claro.

Y el pensamiento que había luchado por emerger finalmente cruzó la superficie: Garv tenía razón cuando dijo que Shay era una de las razones por las que había venido a Los Ángeles. No había sido una decisión consciente, lo había decidido la parte más furtiva de mi cerebro. Pero mi primera noche en Los Ángeles, cuando Emily me dijo que Shay pasaba mucho tiempo aquí, en cierto modo ya lo sabía y ya entonces me pregunté si por eso había aceptado tan rápidamente la invitación de Emily.

«No tienes que acostarte con alguien para ser infiel, ¿sabes? Puedes ser infiel con tus emociones.» Era yo quien lo había dicho.

Pobre Garv. ¿Y los sueños que había tenido con Shay? Garv no lo sabía... o sí. Parecía ir unos pasos por delante de mí.

Pobre Garv, volví a pensar. ¿Cómo debió de sentirse al saber que su esposa todavía guardaba un poco de amor para otro hombre? Qué solo debió de sentirse durante los abortos, soportando en silencio su dolor y tomando parte en todo el alboroto creado alrededor de mí. Qué humillado cuando se volvió impotente. Qué frustrado cuando dejé de hablarle, porque él tenía razón, yo había dejado de hablarle.

Entonces pensé en Garv y la mujer trufa, y la rabia me rozó. Había decidido que nunca le perdonaría, pero ¿qué era más importante? ¿Mi fariseísmo o la verdad? Debía admitir que yo tampoco había sido perfecta.

Eso es lo que ocurre con las relaciones, me dije: no significa que no podamos hacer daño al otro, a veces es inevitable, somos humanos. Pero si amas a alguien, sientes dolor y consigues perdonar. Y ser perdonado. Garv me había perdonado y yo le había dado una patada en el trasero.

Rodé sobre mi espalda y contemplé el cielo. Entonces caí en la cuenta del olor que había percibido en Garv cuando le abracé en la playa. Olía a nuestra casa.

—Esta noche no hay estrellas —dije.

Pero las estrellas siempre están ahí, incluso durante el día. A veces simplemente no podemos verlas.

Me levanté de un salto.

—Tengo que irme.