Capítulo 13

Me despertó el teléfono. Ya me había levantado y había entrado en la sala para cuando me percate de ello. Como consecuencia de las llamadas del día anterior tenía los nervios de punta. Estaba esperando que mi maestra de primer grado o el presidente de Irlanda me llamaran para hablarme de Garv y la chica.

—¿Diga? —pregunté con suspicacia.

Una voz dulce y chillona anunció:

—Llamo de la oficina de Mort Russell para Emily O'Keeffe.

—Un momento por favor —dije, imitando el tono eficiente de la chica.

Emily estaba en el cuarto de baño y cuando llamé a la puerta, vociferó:

—¡Oh, no, tendré que llamarles más tarde! Me estoy depilando las piernas y me hallo en un momento crítico.

Cuando regresé al teléfono, algo en mi interior me dijo que no debía compartir esa información con la oficina de Mort Russell.

—Me temo que ahora mismo no está en su mesa. ¿Puedo ayudarle?

¿Podría Emily llamar a Mort?, preguntó la chica de voz dulce y chillona.

Anoté el número.

—Gracias —dije.

—Gracias a usted —respondió ella, toda risueña.

No como yo. Me había despertado a las tres y veinte de la madrugada con el corazón acelerado por la necesidad irresistible de llamar a Garv. Había entrado de puntillas en la sala y, en medio de la oscuridad, marcado nuestro número de teléfono. Solo quería hablar con él. De qué, no estaba segura. Pero había habido un tiempo en que Garv se había comportado como si me amara más de lo que cualquier otra persona había amado jamás a otra. Creo que necesitaba saber que, aunque amara a esa nueva mujer, no la amaba tanto como me había amado a mí.

Tras un clic y un bufido de electricidad estática, el teléfono empezó a sonar en otro continente y, presa de agitación, mordisqueé el regaliz atado a mi muñeca. No hubo respuesta. Había hecho mal mis cálculos. Irlanda iba ocho horas por delante, de modo que Garv estaba trabajando. Mi desespero había amainado para cuando marqué de nuevo y pasaron la llamada a su despacho, así que cuando comprendí que no estaba y lo único que podía hacer era dejar un mensaje en su buzón de voz, oí: «Deje un mensaje después de la señal».

Decidí no hacerlo. Regresé a la cama, me terminé el regaliz y lamenté no tener cien tiras más. Había pasado por otros momentos malos en mi vida, pero no creía haberme sentido antes tan desdichada. ¿Se me pasaría algún día? ¿Volvería a sentirme normal?

Lo dudaba seriamente aun cuando había visto a otras personas recuperarse de sucesos horribles. Ahí estaba, por ejemplo, Claire, con un marido que la abandonó el mismo día, el mismísimo día que dio a luz a su primer hijo. Y había remontado. Otras personas se casaban, se divorciaban, se recuperaban, volvían a casarse y hablaban de ello. «Mi primer marido», decían con un tono relajado, como si no hubieran sentido ni un ápice de dolor al pasar del antes —cuando él era alguien importante— al después, cuando él ya solo pertenecía al pasado. La gente se adaptaba y salía adelante. Pero yo, hecha un ovillo en la oscuridad, tenía pánico a no conseguirlo, a quedarme estancada mientras envejecía y me hacía cada vez más rara. Dejaría de teñirme el pelo y terminaría por regresar a casa para cuidar de mis ancianos padres, hasta que yo misma fuera una vieja. Nadie de nuestra calle nos hablaría, y cuando los niños llamaran a la puerta el día de Halloween, fingiríamos ver que no estábamos o echaríamos cubos de agua fría desde la ventana sobre sus máscaras y disfraces. Nuestro coche tendría veinte años y estaría en perfecto estado, y los tres llevaríamos sombrero al salir de paseo con él, ocasiones en que papá insistiría en ponerse al volante pese a haberse encogido tanto que los demás automovilistas solo alcanzarían a ver la punta de su sombrero. La gente hablaría de mí: «Estuvo casada una vez. Era bastante normal, dicen. Cuesta creerlo».

El teléfono sonó de nuevo y me devolvió al presente. Esta vez era el agente de Emily. Bueno, no exactamente David Crowe, sino alguna doncella que trabajaba para él y quería concertar una cita para almorzar.

Finalmente Emily salió del cuarto de baño.

—No me he dejado ni un pelo. ¿Dónde está el número?

Le entregué el trozo de papel y lo besó.

—¿Sabes cuánta gente mataría por tener el teléfono directo de Mort Russell?

Hizo la llamada, la pasaron al instante, rió y declaró:

—Gracias, a mí también me encanta su trabajo.

Colgó y exclamó:

—Adivina qué.

—¿Le encanta tu guión?

—Sí. —Entonces reparó en mí—. Oh, cariño —se lamentó.

—También llamaron de la oficina de David Crowe. ¿Puedes comer con él en el Club House a la una?

—¿El Club House? —Emily me agarró como si hubiera ocurrido una tragedia—. ¿Él dijo el Club House?

—Más bien fue ella, pero sí. ¿Qué problema hay?

—¡Te diré qué problema hay! —exclamó mientras se alejaba y volvía con un libro. Pasó unas páginas y leyó—: «Club House. Restaurante predilecto de los hombres más poderosos de Hollywood, donde almuerzan y cierran tratos. Buenos filetes y ensaladas...». Eso no importa... Pero has oído lo que he dicho: «Restaurante predilecto de los hombres más poderosos». ¡Y yo voy a comer allí!

Luego se echó a llorar como había hecho cuando se enteró de que Hothouse quería que presentara su guión. Cuando la tormenta de lágrimas pasó, me sorprendió con una pregunta.

—¿Te gustaría venir?

—No puedo. Es una comida de trabajo.

—¿Y qué? ¿Te gustaría venir?

—Hombre, sí. Pero ¿lo aceptará tu agente?

—¡Claro! Este es el período de luna de miel, cuando no pueden negarme nada, y tengo que sacarle partido. La última vez no lo hice porque estaba demasiado verde. Te haremos pasar por mi ayudante.

—¿No le parecerá extraño que no sepa prácticamente nada de Hollywood?

—Pues no hagas preguntas. Limítate a reír y a asentir con la cabeza. Ven, por favor.

—Vale.

Una rápida llamada y asunto resuelto.

El tiempo había cambiado. En lugar de un cielo azul, el sol brillaba a través de una gruesa capa de nubes con una luz de color mostaza. En comparación, mis primeros cinco días en Los Ángeles me parecieron deliciosos. No solo el tiempo había sido benigno, sino también mi estado de ánimo. Durante esos primeros días había pensado que era infeliz, pero ahora estaba mucho peor. Y para colmo de males, ya no podía culpar de mis miedos y mi sensación de alienación al jet lag. Esos sentimientos eran míos y solo míos.

Recorrimos en coche el Santa Mónica Boulevard en dirección a Beverly Hills y el mugriento cielo fue empeorando a medida que la costa quedaba atrás. El smog comprendí casi emocionada. Icono de Los Ángeles como las palmeras y la cirugía plástica.

—¿Está casado? —pregunté—. Me refiero a David Crowe.

Emily guardó silencio y, al rato, dijo:

—Por favor, deja de machacarte.

El Club House era un local ruidoso y concurrido donde predominaban cuartetos de hombres que —paradójicamente— comían ensaladas y bebían Evian. Nos condujeron entre el gentío masculino hasta nuestra mesa. David Crowe aún no había llegado.

De repente sentí el deseo imperioso de tomar una copa de vino, pero cuando le pregunté a Emily si podía, meneó la cabeza con pesar.

—Lo siento, Maggie, pero se supone que eres mi ayudante. Aunque Dios sabe que no me irían mal unas cuantas copas. Y veinte extrafuertes sin filtro. —Tabaleó en la mesa con las uñas hasta que, atacada por los nervios, le agarré las manos. Emily me miró sorprendida.

—Todo irá bien-le dije, fingiendo que le sostenía las manos para tranquilizarla.

—Gracias —contestó, soltándose y obsequiando a la mesa con otro tabaleo—. Por ahí viene David, gracias a Dios.

Y que lo digas, gracias a Dios.

Señaló a un hombre joven de aspecto saludable, afable y seguro de sí mismo. Eso significaba que probablemente era un neurótico que jamás había tenido una relación importante y que pasaba cinco horas a la semana en terapia. Según me han contado, el estilo de vida hollywoodiense.

Nos saludó alzando una mano y esbozó una amplia, amplísima sonrisa. Apenas se hallaba a tres metros de nosotras, pero tardó diez minutos en salvar esa distancia, tan ocupado estaba deteniéndose en las mesas, estrechando manos, exclamando con deleite y, en general, siendo afable.

Finalmente llegó, sostuvo mi mano entre las suyas y me miró fijamente a los ojos.

—Me alegro tanto de conocerte, Maggie.

Volviéndose hacia Emily, preguntó:

—¿Y cómo está mi chica preferida?

Sin dejar de sonreír, tomó asiento y, para alardear de lo mucho que frecuentaba el Club House, hizo caso omiso a la carta.

—Ensalada Cobb sin aguacate y con la salsa aparte —pidió diligentemente al camarero. Luego se puso a cuchichear sobre los demás comensales. Parecía un guía turístico.

—Como ya sabes, la jerarquía del poder en esta ciudad se desmorona cada lunes por la mañana —me contó.

—De acuerdo con las recaudaciones de los estrenos obtenidas el fin de semana —añadió Emily,

—¡Exacto! ¿Ves a ese tipo de allí, el de los tirantes? Elmore Shinto. Desde esta mañana su carrera está acabada. Productor ejecutivo de Moonstone, un proyecto de noventa millones de dólares. En la calle corre el rumor de que es un bodrio. Rodaron el final cuatro veces. Se estrenó este fin de semana y cayó en picado. Supondrá un fuerte golpe para el estudio.

Le miré largamente, intrigada por ese hombre que aparecía en público con tirantes. Por la forma en que hablaba y reía, no parecía un hombre cuya carrera hubiera terminado.

—Así funcionan las cosas aquí —observó Emily—. Siempre ocultando el mal tiempo con buena cara. Hasta que te encuentran meciéndote en una esquina, enloquecido por la coca, y te envían a la granja —añadió con una carcajada—. Una vez allí ya no tienes nada que esconder.

—Eh, sí —convino David, y reanudó su cotilleo cinematográfico—. Salvó al estudio de la adquisición... trajo al productor original... acuerdo de tres películas... guión sacado de la pila de residuos... diez años para obtener luz verde...

Los comentarios continuaron a lo largo de la rauda comida. Nada de primero y, por supuesto, tampoco de postre. Desde mi llegada a Los Ángeles todavía mi me habían ofrecido algo que no fuera café después de la comida. Sospechaba que si me hubiera empeñado en un trozo de pastel habrían tenido que sacar de la cama al chef pastelero.

Durante el almuerzo, David y Emily hablaron brevemente de tácticas para la presentación del guión, pero fue mientras salíamos del restaurante cuando se llevó a cabo el verdadero trabajo. David se detuvo en diferentes mesas y presentó a Emily a magnates de

manos carnosas.

—Emily O'Keeffe, una escritora de gran talento. Presentará el miércoles su nueva película, Dinero plástico, para Hothouse.

¡El que no corre vuela!

Yo revoloteaba en segundo término, sonriendo con nerviosismo. Emily recibía reacciones variadas. Algunos hombres se mostraban claramente disgustados por ver interrumpida su ensalada Cobb y su agua Evian, mientras que otros parecían sinceramente interesados. No obstante, hasta con los más groseros David consiguió —y desde luego, también Emily— mantenerse firme y sonriente, como si fueran las estrellas más rutilantes de la ciudad. Había algo emocionante en el rumor que David estaba avivando delante de nuestros propios ojos.

Cuando finalmente alcanzamos la salida, David susurró:

—El último tipo, Larry Savage, pasó del guión, pero apuesto a que llama.

—Detestan la sensación de estar perdiéndose algo —dije, aparentando que sabía de lo que hablaba.

—También detestan la posibilidad de que sus respectivos estudios les den la patada en el culo cuando Hothouse convierta la película en un bombazo.

En ese momento me oí exclamar:

—¡Dios mío!

—¿Qué? —preguntó Emily.

—Es Shay Delaney.

—¿Dónde?

—Allí. —Señalé al hombre del pelo rubio oscuro sentado a una mesa con otros tres.

—Ese no es Shay Delaney.

—¡Sí lo es! Ah, no, tienes razón, no lo es. —El hombre acababa de volver la cara y pude verle el perfil.

—Pero se parece mucho —me defendí—. Su nuca es idéntica a la de Shay.