Capítulo 7

Los disparos de una ametralladora me despertaron en mitad de la noche. El corazón me latió con fuerza. Aguardé a escuchar gritos, gemidos y sirenas de policía, pero no oí nada.

«Ya no estamos en Kansas, Toto.»

Tumbada en la oscuridad, afronté la amarga verdad. Me arrepentía de haber venido. Había esperado sentirme mejor como por arte de magia, pero ¿cómo iba a sentirme mejor si había traído conmigo mi ser y mi fracasada vida?

Además, vivir en casa de otra persona —aunque fuera una buena amiga— resultaba más difícil de lo que había supuesto. Pese a las ocho horas de diferencia horaria y el agotamiento, había tardado una eternidad en conciliar el sueño porque Emily tenía la tele a tope. Creí enloquecer en aquel cuarto (en realidad el despacho de Emily), mientras rezaba para que bajara el volumen. Pero no podía hacer nada. No era mi casa.

Cuando una explosión de carcajadas grabadas atravesó las delgadas paredes, eché intensamente de menos mi vida con Garv. Yo no podría vivir así. De pronto estuve dispuesta a aceptar que la separación había sido un terrible error y que podía reanudar mi antigua vida con total inmediatez. Estaba acostumbrada a la armonía y a poder apagar la tele cuando me apeteciera.

No obstante, ¿justificaba eso una reconciliación? Probablemente no, me dije de mala gana.

Al final conseguí dormirme, pero ahora volvía a estar despierta.

Otra ráfaga de ametralladora estampó mi corazón contra las costillas. ¿Qué estaba ocurriendo ahí fuera?

Ojalá pudiera volver a casa, suspire. No obstante, sospechaba que no me quedaba más remedio que apechugar. La gente pensaría que me he desmoronado si solo pasara un día en Los Ángeles. Y no solo debía pensar en mí. Era evidente que Emily necesitaba alguien a su lado. Puede que hasta regresáramos juntas a casa, como un dúo de fracasadas. Tendrían que sentarnos en una zona acordonada del avión para no infectar a los demás pasajeros.

Un ruido en la ventana me hizo saltar un metro de la cama. ¿Que había sido eso? ¿La rama de un árbol contra el cristal o un loco en busca de una chica a la que torturar y asesinar? Aposté por el loco. A fin de cuentas, estaba en Los Ángeles, ciudad, a decir de todos, llena de asesinos psicópatas. Tiempo atrás había leído un par de novelas de Jackie Collins y lo sabía todo sobre los psicópatas que piensan en cursiva:

Faltaba poco. Faltaba poco para llevar a cabo su venganza. Entonces lamentaría haberse reído de él y haberse negado a devolverle las llamadas. Ahora era fuerte. Nunca lo había sido tanto. Y tenía su cuchillo. El cuchillo que cumpliría hábilmente sus órdenes. Primero le cortaría el cabello, luego las joyas y, a renglón seguido, le abriría la piel. Ella le suplicaría clemencia, le rogaría que detuviera su sufrimiento. Pero él no lo haría, porque ahora le había llegado a ella el turno de sufrir, esta vez le tocaba a ella...

Empecé a sudar. Estas casas de tablillas californianas eran muy endebles y sentí con vehemencia la vulnerabilidad de hallarme en una planta baja.

Muerta de miedo, tuve que encender la luz y buscar en la librería de Emily algo que leer. A ser posible algo ligero, para dejar de pensar en mi inminente desmembramiento. Como estaba en su despacho, solo encontré ensayos sobre el arte de escribir guiones. Entonces vi un montón de folios sobre la mesa. Dinero plástico, su nuevo guión. Eso serviría.

A las dos páginas ya estaba enganchada y me había olvidado del loco. La historia iba de dos mujeres que llevaban a cabo un robo de joyas para pagar la cirugía plástica de sus hijas a fin de que tuvieran más suerte con los hombres. Era una comedia, un thriller, una historia de amor y, lo más importante para Hollywood, tenía un toque sentimentaloide. («Pero yo te quiero, mamá. No tienes que comprarme unas tetas nuevas.»)

Antes de volver a dormirme pensé: yo lo escogería...

Cuando desperté de nuevo, me llevé un susto de muerte: el sol brillaba e inundaba la habitación. Con el corazón a mil, me pregunté ¿Dónde demonios estoy? Los últimos nueve meses galoparon sobre mí portando terribles recuerdos, hasta que recordé por qué estaba en este extraño y soleado lugar.

Emily se hallaba en la cocina tecleando en su ordenador portátil.

—Buenos días —dije—. ¿Estás trabajando?

—Sí, en un nuevo guión.

—¿Nuevo, nuevo?

—Sí. —Emily rió y procedió a preparar lo que más tarde conocería como «batido de proteínas»—. Ignoro si es bueno o malo, pero tengo que escribirlo en el caso de que Dinero plástico se vaya al garete.

Qué pesadilla, pensé. Para animarnos, comenté:

—Hace un día precioso.

—Sí, supongo que sí. —Emily me miró extrañada—. Aunque todos son así. ¿Oíste ayer noche los fuegos artificiales?

—¿Fuegos artificiales?

—Sí, por el festival de Santa Mónica. Probablemente estabas derrotada.

—No, sí los oí. —Luego, avergonzada, farfullé—: Creí que eran metralletas.

—¿Por qué? ¡Dios mío! —Su rostro se llenó de angustia—. Estás realmente mal.

Se levantó y me abrazó con su cuerpo fuerte y menudo. El contacto me conmovió tanto que, por primera vez desde que dejara a Garv, fui capaz de llorar. Hasta ese momento las lágrimas habían permanecido congeladas en mi interior, fuera de mi alcance.

—Estoy muy triste —dije ahogadamente—. Estoy muy, muy triste...

—Lo sé, lo sé, lo sé —de un tirón.

El dolor que hasta entonces solo había visto de refilón se me reveló en toda su magnitud y sentí el peso completo de nuestras esperanzas rotas.

El fin de un matrimonio es el acontecimiento más triste del mundo. Nadie se casa pensando que su unión no va a funcionar, ¿o sí?

Me había asaltado la imagen de mi ser a los veinticuatro años y de Garv a los veinticinco, y nuestro ingenua confianza en el futuro me estaba matando.

—Tantas esperanzas para nada. —Apreté un puñado de servilletas de papel contra mi rostro empapado—. Tenía que marcharme, Emily, no tenía elección. Era una situación horrible. Si yo no me hubiera ido, lo habría hecho él. Y ahora todo ha terminado.

—Lo sé, lo sé, lo sé —murmuró Emily—. Lo sé.

—Pensé que nunca volvería a sentirme tan triste como en febrero —dije, tosiendo por el llanto—, pero me equivocaba. Esto es más triste que los niños hambrientos de Las cenizas de Ángela.

—¿Más triste que cuando Mary se quedó ciega en La casa de labradera?

—Más triste.

Pero el daño estaba hecho. Emily me había hecho sonreír. Tras enjugarme las lágrimas y obligarme a sonarme, me tentó con:

—¿Quieres un batido de proteínas? Es una exquisitez local.

—Bueno.

Me preparó un batido (francamente delicioso) y nos sentamos en el pequeño y soleado jardín trasero. Empezaba a tranquilizarme cuando Emily decidió de nuevo tratar de comprender mi situación con Garv.

—Me parece un poco prematuro, demasiado repentino.

Guardé silencio mientras el picor de mi brazo iba en aumento.

—Nada termina de forma tan clara —insistió.

—No ha sido clara.

Emily intentó animarme para que hablara.

—Os habéis saltado algunos pasos fundamentales del proceso de separación. Generalmente la pareja busca orientación profesional y asiste al menos a un par de sesiones. Y tienen que ser un desastre. Si crees que ahora estás resentida, no es nada comparado con lo que lo estarías entonces. Y es en ese momento cuando está permitido que todo termine.

—Está más que terminado porque él está... con... —No encontré el valor para decir «acostándose con»— otra persona. No podría volver a confiar en él. Ni perdonarle.

—Lo comprendo —aseguró Emily—. Pero ¿es por lo de...?

—¡Basta, Emily! —espeté, mas enseguida me invadió la desesperación—. Todo ha terminado y necesito que me creas porque no puedo seguir con esto.

—Vale. Lo siento. —Parecía alegrarse de zanjar el tema. Tenía aspecto de cansada—. ¿Qué te gustaría hacer hoy?

—No lo sé.

—Esta mañana tengo que ver a mi contable para hablar de mi declaración de la renta. Puedes venir conmigo o puedo dejarte en la playa.

No quería estar sola, pero tampoco tenía sentido sentarme en el despacho de un contable mientras Emily revisaba su declaración. Hacía un día precioso y ya era una mujer hecha y derecha.

—Iré a la playa —dije, tragando saliva.

—¿Cómo andas de dinero? —me preguntó Emily, y enseguida añadió—: No te lo pregunto porque vaya a pedírtelo.

—Garv dijo que este mes pagaría mi parte de la hipoteca, y tengo la tarjeta de crédito, aunque no podré liquidarla hasta que consiga otro trabajo. —Por alguna razón esa preocupación había perdido fuerza—. También tengo un poco de dinero en mi cuenta corriente.

De hecho, mi cuenta de Cosas Bonitas para Señoritas estaba en buena forma. Aunque últimamente había gastado en exceso, lo había hecho desde nuestra cuenta conjunta. Se me ocurrió entonces que quizá había estado acumulando dinero en mi cuenta personal porque preveía mi separación de Garv. La idea no me agradó.

—¿Por qué me has preguntado lo del dinero?

—Estaba pensando que quizá te gustaría alquilar un coche mientras estás aquí.

—¿No puedo desplazarme en autobús?

Un ruido extraño me hizo levantar la mirada. Era Emily carcajeándose.

—¿Qué he dicho?

—«¿No puedo desplazarme en autobús?» Solo falta que te ofrezcas a ir a pie. ¡Eres la leche!

—¿No puedo moverme en autobús?

—Nadie se desplaza en autobús. El servicio de autobuses es una porquería. O eso me han contado. La verdad es que jamás lo he vivido en primera persona. En esta ciudad necesitas coche. Se alquilan unas camionetas estupendas —explicó Emily.

—¿Camionetas? ¿Quieres decir jeeps?

—No, quiero decir camionetas con plataforma.

—¿Como en el campo?

—Sí, pero nuevas y relucientes y sin el cerdo sentado al volante.

Yo no quería una camioneta. Me había imaginado conduciendo un descapotable plateado, pequeño y sexy, con la melena ondeando al viento y bajando mis galas de sol con forma de corazón para intercambiar miradas con hombres en los semáforos (no significaba que fuera a hacerlo, por supuesto).

—Solo los turistas y los forasteros conducen descapotables —repuso Emily con desdén—. Los ángelinos jamás los usan debido a la niebla tóxica, ya sabes, el famoso smog.

Fue entonces cuando recordé que Emily me había recogido en el aeropuerto con un enorme todoterreno. Parecía conducir un bloque de pisos y casi necesité una cuerda y crampones para subir al asiento del pasajero.

—Si no quieres una camioneta, alquila un todoterreno como el mío —me aconsejó.

—Yo solo necesito algo para llegar de A a B. Ella vivía todo el año en un lugar soleado, pero ¿cuándo iba a tener yo otra oportunidad de levantar la capota de mi coche sin empaparme hasta los huesos?

—Verás, Maggie, esta ciudad juzga a la gente por su coche. Su coche y su cuerpo. No importa que vivas en una caja de cartón si tienes un automóvil molón y estás anoréxica en fase terminal.

—A mí me gustan los descapotables. Quiero un descapotable.

—Pero...

—Mi matrimonio se ha roto —repliqué jugando sucio—. Quiero un descapotable.

—De acuerdo. —Emily sabía cuándo perdía una batalla—. Te conseguiremos un descapotable.

Justo antes de salir mi madre me llamó para recordarme que «todo el litoral del Pacífico podía desmoronarse en cualquier momento».

—¿De veras?

—Solo te lo digo por tu bien.

—Gracias.

—¿Hace sol?

—Sí. Tengo que marcharme, adiós.

La playa estaba a un tiro de piedra. Podría haber ido a pie, si me hubiera estado permitido. Me apeé y Emily se alejó, encaramada y diminuta en su bloque de pisos móvil.

Ante mí apareció una vista que parecía extraída de una postal. Hileras de palmeras bañadas por una luz cítrica cepillaban el cielo azul Extendiéndose durante un largo trecho en ambas direcciones había una franja de arena blanca y fina y, más allá, el manto resplandeciente del océano.

Todos hemos oído que los californianos están estupendos, que mediante una combinación de vida sana, sol, cirugía plástica y trastornos alimenticios se mantienen delgados y musculosos.

Mientras estiraba mi toalla sobre la arena observé con recelo a los demás bañistas. No había muchos —seguramente porque era día laboral—, pero sí los suficientes para confirmar mis peores temores. Yo era la persona más gorda y fláccida de la playa. Y probablemente de todo el estado de California.

Dios, qué delgados estaban todos. Tomé la determinación —teñida de desesperación— de volver a hacer ejercicio.

Dos chicas de aspecto escandinavo se colocaron cerca de mí, demasiado cerca para mi gusto. Inmediatamente me pregunte sí alguna de ellas estaba divorciada. Me había vuelto medio tarumba con tanto especular sobre el estado civil de cada persona que veía...

Se quitaron los pantalones cortos y las camisetas y mostraron unos biquinis diminutos, unas barrigas planas y unos muslos dorados con forma musculosa. Nunca había visto a nadie tan a gusto con su cuerpo. Me dieron ganas de ahuyentarlas.

Su llegada significaba que no podía quitarme el pareo. Pasó el tiempo y cuando finalmente me convencí de que nadie estaba interesado en mí, lo abrí. Contuve la respiración, convencida de que el socorrista, conmocionado, echaría a correr hacia mí en cámara lenta, botiquín bajo el brazo y banda sonora de rock para decirme: «Lo siento, señora, pero tenemos que pedirle que se marche. Esta es una playa familiar y está asustando a los bañistas».

Mas no hubo drama, de modo que me embadurné de protección ocho y procedí a cocerme. El cáncer de piel me parecía la menor de mis preocupaciones. ¡Cielos, qué blanca estaba! Debí ponerme mi autobronceador antes de venir. Eso me hizo pensar en Garv. Yo siempre me ponía guantes quirúrgicos antes de aplicarme el autobronceador y él solía decir: «¡Oooh, aquí llega la enfermera cirujana!».

Dios santo. Cerré los ojos y finalmente me dejé llevar por el vaivén de las olas, el calor del sol y los breves golpes de brisa.

De hecho, estaba bastante a gusto hasta que me coloqué boca abajo y me di cuenta de que no tenía a nadie que me untara crema en la espalda. Garv lo habría hecho. De repente me sentí muy sola y me asaltó de nuevo la sensación de «mi vida ha terminado».

La noche que estuve haciendo el equipaje, antes de dejar Irlanda, les dije lo mismo a Anna y Helen:

—Mi vida ha terminado.

—No es cierto —replicó Anna, visiblemente afectada.

—No la protejas —dijo Helen.

—Conocerás a otro hombre, eres joven —aseguró Anna sin demasiada convicción.

—No es tan joven —intervino Helen—. No a los treinta y tres.

—Y eres guapa —insistió Anna.

—Bueno, fea no eres —admitió Helen a regañadientes—. Tienes un pelo bonito y una piel que no está mal, para tu edad.

—Toda esa vida intachable —dijo Anna.

—Toda esa vida intachable —repitió Helen con solemnidad.

Suspiré. Mi vida no era intachable, simplemente no era tan tachable como la de ellas, y si mi piel no estaba mal para mi edad era porque me ponía tanta crema cara por la noche que el rostro me resbalaba por la almohada, pero no lo dije.

—Y... —añadió Helen pensativamente. Me incorporé sobre la cama, preparada para un elogio—. Tienes un bolso precioso.

Desilusionada, me recliné de nuevo.

—Es curioso —prosiguió—, nunca te habría descrito como una chica de bolsos caros.

Quise protestar. Sí soy una chica de bolsos caros, estoy casi segura de ello. Pero no tenía intención de embarcarme en otra discusión con Helen para convencerla de que yo era una irresponsable con el dinero.

Además, resulta que el bolso en cuestión me lo había regalado Garv.

—¡Anda ya! —exclamó Helen—. ¿Esperas que me crea que ese tacaño soltaría semejante pastón por un sac á main? Francés, para tu información. En cualquier caso, en vista de que tu vida ha terminado, ya no lo necesitarás.

Me negué a cedérselo, lo que le llevó a comentar con recelo:

—Entonces tu vida no puede estar tan terminada, ¿no te parece?

—Cierra el pico, ya te quedas con mi coche —le recordé.

—Pero solo durante un mes. Y tengo que compartirlo con esa. —Señaló a Anna con la cabeza.

De pronto oí algo que me catapultó directamente al presente.

—¡Sándwich de helado!

Me senté. En ese momento pasaba por delante de mí un joven tambaleándose bajo el peso de unos helados que no tenía esperanzas de vender, por lo menos a esa panda de anoréxicos.

—¿Polos? —preguntó desconsolado—. ¿Tarrinas de fresa?

Me dio lástima. Y hambre.

—Adelante —dije—. Deme un sándwich de helado.

Efectuamos la transacción con presteza y el hombre reanudó su improductivo camino. Me pregunté si alguna vez le gritaban o arrojaban piedras mientras cantaba sus productos ricos en materia grasa y azúcar. «¡Largo de aquí!», como la gente grita a los perros callejeros en otras comunidades.

Volví a quedarme sola. Súbitamente me alegre de estar en California porque podía echar la culpa de mi horrible sensación de no encajar con el resto de la especie humana al jet lag. Eso me sacudía la responsabilidad de encima, y siempre podía engañarme pensando que dentro de unos días me sentiría totalmente normal.

Saboreé el helado bajo la atenta mirada de las dos chicas de aspecto escandinavo. Me miraban con tal avidez que me sentí incómoda. Estuve a punto de ofrecerles un bocado.

No podía dejar de pensar que si esto fuera un libro, alguien me habría invitado a jugar al voleibol o a entablar una conversación. El socorrista o algún bañista, quizá. Sin embargo, la única persona que me dirigió la palabra en todo el día fue el vendedor de helados. Y sospechaba que yo era la única persona que le había dirigido la palabra a él.