Capítulo 16

El día que los conejos reales hicieron finalmente su aparición, Garv tuvo la decencia de no fingir que eran un regalo para mí. Había oído historias de hombres que hacían esas cosas: comprar el gatito o el perrito que siempre habían querido y regalárselo a su chica. Por si fuera poco, eso significaba que ella no solo tenía que compartir su hogar con un animal no deseado, sino alimentarlo y limpiar la porquería que el mocoso iba dejando por ahí.

Garv llegó una noche a casa cargado con una caja de cartón atada con un cordel y la dejó encima de la mesa.

—Maggie, mira —susurró, a punto de estallar de la emoción.

Dividida entre el miedo y la curiosidad, mire y vi dos pares de ojos rosados y dos hociquitos temblorosos.

—Qué pizzas tan raras —dije. Ese día le tocaba a Garv traer la cena.

—Lo siento —se disculpó de un humor excelente—. Lo había olvidado. Volvere a salir.

—Son conejos —le acusé.

—Bebés —añadió con una sonrisa—. Una chica del trabajo los estaba regalando —explicó—. No tenemos que quedárnoslos si no quieres, pero yo me encargaría de cuidarlos —prometió.

—¿Y qué pasará cuando...?

—¿Nos vayamos de vacaciones? Dermont los cuidará.

Dermont era su hermano menor. Como todos los hermanos menores, haría cualquier cosa por dinero.

—Has pensado en todo.

La alegría de Garv se apagó.

—Lo siento, cariño, no debí traerlos así, sin más. Los devolveré mañana.

Ahora era yo quien se sentía fatal. Garv adoraba los animales. Era cariñoso e indulgente con ellos, y no estaba diciendo que los devolvería únicamente para que yo cediera. Su contrición era auténtica.

—Espera-dije—. No nos precipitemos.

Y así empezó el año del conejo.

El blanco y negro era niño y el blanco a secas, niña.

—¿Cómo los llamaremos? —preguntó Garv, sosteniendo ambos en el regazo.

—No lo sé.-¿Maldito Estorbo?—. ¿Saltarín? ¿Qué más hacen los conejos además de dar saltitos?

—Comen zanahorias, montan sobre ruedas.

Al final decidimos que la niña se llamaría Saltarina y el niño Jinete.

Yo habría preferido no tener dos (bueno, habría preferido no tener ninguno), pero Garv dijo que era una crueldad que solamente nos quedáramos uno, que se sentiría muy solo. Como yo no quería que criaran como... en fin, como conejos, insistí en esterilizarlos. La primera de incontables visitas al veterinario.

Pero antes que nada teníamos que comprarles una conejera.

—¿No podemos tenerlos en el jardín? —pregunté. Al parecer, no. Escarbarían la tierra y pasarían por debajo del muro al jardín de los vecinos y, de allí, al extenso y oscuro más allá. Por tanto, compramos una conejera, la más grande de la tienda.

Casi todos los días, después del trabajo, Garv los dejaba correr por el jardín para que cataran la naturaleza, a pesar de que intentar atraparlos para devolverlos a la conejera era como intentar reintroducir la pasta de dientes en su tubo. Eran imposibles. Recuerdo que yo me quedaba de pie frente a la ventana de la cocina, viendo cómo Garv correteaba por el jardín con su traje de trabajo. Cada vez que estaba a punto de atraparlos, los conejos conseguían escurrirse y la caza se reanudaba. Solo nos faltaba la música de El show de Benny Hill y alguien que lanzara una bolsa de canicas. Era de carcajada.

No me interpretes mal, a su manera los conejos eran una monada. Cuando asomaban la cabeza para verme a mi vuelta del trabajo, me conmovían. Y Garv tenía una forma de sostenerlos, con las cabezas apoyadas sobre sendos hombros como cuando quieres que un bebé eructe, que me hacía desternillarme de risa. Sobre todo Saltarina, que ponía una cara de pasmo muy divertida. Les asignamos una personalidad a cada uno, como habíamos hecho con las zapatillas. Saltarina era una coqueta maliciosa y Jinete un mujeriego con mucha labia.

En uno de sus paseos por el jardín, sin embargo, los muy bastardos se comieron mis lupinos, que había plantado con mis propias manos (o casi), y me temo que les cogí cierta manía. También me daba rabia tener que comprar para ellos. Si Garv y yo no conseguíamos pisar el supermercado, podíamos encargar por teléfono comida india. Pero claro, no podíamos simplemente pedir una ración extra de sarnosas para Saltarina y Jinete, sino que estábamos obligados a visitar regularmente el Maldito Lugar para comprarles sus bolsas de zanahorias, sus manojos de perejil y unas extrañas bolitas.

Luego vino el día que Garv entró en casa, agitó un paquete y anunció:

—¡Sorpresa!

Se lo arrebaté de las manos, rasgué la bolsa de papel y... miré.

—Un trozo de madera —dije.

—Para roerlo —explicó, como si eso tuviera sentido.

—Para roerlo —repetí.

Garv cayó en la cuenta antes que yo y no podía parar de reír.

—No es para ti. ¡Es para Jinete!

Siguieron más regalos: una pelota, un espejo para la conejera, un bolso de mano azul claro (para mí, para que no me sintiera excluida). Y un día llegué a casa del trabajo y me encontré medio jardín excavado.

—¿Qué pasa aquí? ¿Has asesinado a alguien?

La verdad no era, sin embargo, mucho más agradable. Garv estaba construyendo un corral porque le parecía cruel confinar a los niños en una conejera.

Por un lado, fue un consuelo que Garv levantara el jardín para hacer el corral, pues así no teníamos que volver a preocuparnos de segar el césped. Pero por otro lado no lo fue en absoluto. Pensé que Garv estaba demasiado encariñado con Saltarina y Jinete. No obstante, cuando se lo conté a Donna, me dijo que estaba alucinando. ¿Dónde se había visto que alguien pudiera tener celos de unos conejos?

Poco tiempo después Saltarina enfermó y Garv se inquietó mucho. Faltó una mañana del trabajo para llevarla al veterinario, que le diagnosticó una infección provocada —menuda rareza— por un alineamiento de los dientes defectuoso. Fue toda una odisea: el veterinario se los recortó y le recetó un tratamiento de antibióticos. Al cabo de unos días, salimos a cenar con Donna y Robbie y Garv se puso a hablar de la enfermedad de Saltarina, de cómo él había notado que le pasaba algo porque generalmente era muy despierta y vivaz y ahora ni siquiera roía su pedazo de madera. Donna y Robbie emitieron murmullos compasivos, y Garv les habló de la fiebre de Saltarina y de cómo Jinete había tratado de tentarla para que comiera un pedacito de sarnosa (una semana de mucho ajetreo en que no tuvimos tiempo de ir al supermercado descubrimos que les encantaban los sarnosas).

En vista de que Garv no callaba, los semblantes indulgentes de Donna y Robbie se fueron endureciendo y yo sentía un nudo en el estómago que el vino no conseguía disolver.

—¿Que tal el trabajo? —le interrumpió finalmente Donna.

—¿El trabajo? —Garv la miró, confuso—. ¿Mi trabajo? Nunca me dejas hablar del trabajo porque te parece un tema muy aburrido. —Entonces lo comprendió y se echó a reír—. Vale, entendido. No hablaré más de ellos.

Donna me telefoneó al día siguiente.

—Maggie, creo que tienes razón. Garv parece un poco obsesionado con esos animalillos. Déjamelo a mí, yo se lo diré.

El colmo se produjo no mucho después, cuando mi hermana Claire vino a vernos y reparó en la cantidad de parafernalia para conejos que rondaba por la casa. Garv estaba colocando a Saltarina y Jinete en sus respectivas cestas de viaje a fin de llevarlos al veterinario para sus inyecciones.

—¿Inyecciones? —exclamó Claire—. ¡Esto es casi peor que tener un hijo!