Capítulo 43

Pasé todo el domingo muy inquieta y cuando las perillas invitaron a todo el mundo a una barbacoa en su casa, tuve que llevarme a Emily a un lado.

—No puedo ir a esa barbacoa —dije, temerosa de que chafara mis planes.

—¿Por qué? ¿Qué tienes que hacer? —preguntó alarmada.

—He quedado con Shay.

—¿A solas?

Asentí con la cabeza.

—¡Maggie, está casado! ¿Qué pretendes?

—Solo quiero hablar con él. Quiero —recogí una expresión que había oído en Oprah— cerrar capítulo.

—Todas tenemos ex novios. Se llama vida —repuso con exasperación—. No podemos seguirles la pista y cerrar capítulo con cada uno de ellos. Si hubieras tenido más novios cuando te tocaba, sabrías de qué hablo.

—Es algo más que un ex novio —aseguré—. Lo sabes muy bien.

Emily asintió. Sabía que tenía razón.

—Así y todo, creo que no deberías verle. No te ayudará.

—Eso ya lo veremos —repliqué, y me fui a mi habitación a probarme varias veces todo lo que tenía.

El Mondrian es otro de esos hoteles cegadores. Cualquier color valía siempre que fuera blanco. El vestíbulo rebosaba de hombres de tez bronceada y trajes de Armani, y eso solo el personal. Llegué hasta el recepcionista y le pedí que llamara a la habitación de Shay.

—¿Su nombre, por favor?

—Maggie... Walsh.

—Tengo un recado para usted. —Me entregó un sobre.

Lo abrí. Dentro había un trozo de papel con un mensaje escrito a máquina. «He tenido que salir. Lo siento. Shay.»

No estaba. El muy cabrón. Me llevé tal decepción que quise golpear algo. Me había vestido con tanto esmero, había dedicado tanto tiempo a domar mi pelo, había estado tan ilusionada. Y todo para nada.

En fin, ¿qué esperabas?, me pregunté con amargura. ¿Qué podías esperar después de la última vez?

Yo soy muy mala siendo mala. Un desastre, para ser exactos. La única vez que hurte, me pillaron. La única vez que metí a Shay Delaney en la casa donde hacía de niñera de Damien, me pillaron. El día que hice novillos para ir a la final de snooker con papá, me pillaron. El día que arrojé el caracol al Nissan Miera, las monjas se bajaron del coche y me echaron la bronca. Pensarás que eso debería haberme convencido de que no podía salirme con la mía cuando me desviaba del buen camino, mas no fue así, porque la única vez que practiqué el sexo con Shay Delaney sin protección, me quedé embarazada. Quizá no fue la única vez que lo hicimos sin protección. Lo cierto es que solíamos enrollarnos de forma tan precipitada y apasionada que probablemente se produjo más de un desliz. Con todo, hubo una ocasión muy concreta en que no teníamos preservativos y no pudimos resistirnos. Shay prometió que se retiraría justo a tiempo, pero no lo hizo y yo, no sé cómo, acabé convenciéndole de que no iba a pasar nada, como si mi amor por él fuera tan poderoso que me hacía capaz de domar mi cuerpo.

Cuando el día en que debía venirme la regla esta no llegó, me dije que era un retraso debido al estrés de los estudios, pues faltaban menos de tres meses para los exámenes finales. Luego me engañé pensando que no me vendría hasta que dejara de preocuparme de que no me viniera. Así y todo, no podía evitar inquietarme, y cada veinte minutos corría al cuarto de baño para comprobar si me había venido, y analizaba todo lo que deseaba comer para ver si encajaba en la categoría de «antojo». No obstante, la idea de estar embarazada me parecía literalmente inimaginable.

No podía soportar no saberlo, tenía que confirmar que no estaba embarazada, de modo que a las tres semanas de retraso fui al centro de la ciudad y compré —anónimamente, esperaba— una prueba del embarazo. Aprovechando que la madre de Shay estaba ausente, la hicimos en el cuarto de baño de los Delaney.

Nos dimos las manos sudorosas y contemplamos fijamente la varilla mientras rezábamos para que permaneciera blanca. Cuando la punta se tornó rosa, me quedé atónita. Sufrí esa clase de conmoción que hace que la gente acabe en el hospital sedada. Era incapaz de hablar, apenas podía respirar y cuando miré a Shay, advertí que él estaba casi peor que yo. Eramos dos niños aterrorizados. El sudor brotaba de mi frente y se me empezó a nublar la vista.

—Haremos lo que tú quieras —dijo torpemente él, y enseguida supe que estaba actuando. Quedó horrorizado mientras veía cómo la brillante estrella de su futuro sufría una implosión. ¿Padre a los dieciocho?—. Te apoyaré siempre —añadió como si estuviera leyendo un guión barato.

—Creo que no puedo tenerlo —me oí decir.

—¿Qué quieres decir? —Shay trató de ocultar su alivio, pero la expresión ya le había cambiado.

—Quiero decir que... no creo que pueda tenerlo.

Solo era capaz de pensar que estas cosas no les pasaban a las chicas como yo. Sé que son muchas las mujeres que se quedan embarazadas sin querer, ya entonces lo sabía. Y estoy segura de que la mayoría desearía que no hubiera ocurrido. Con todo, yo creía —quizá todas las mujeres lo crean— que mi caso era aún peor.

Pensaba que si una muchacha insensata y despreocupada como Claire se hubiera quedado embarazada a los diecisiete, la gente se habría limitado a suspirar, menear la cabeza y comentar: «Oh, Claire...».

Pero yo era la niña buena, el consuelo de mis padres, la única hija a la que podían mirar sin tener que preguntarse: «¿En qué nos equivocamos?». La idea de dar esta noticia a mi madre me resultaba inimaginable. Luego pensé en tener que decírselo a papá y me puse a temblar. Creía que la noticia lo mataría.

Me devoraba el pánico. Estar embarazada me parecía una de las cosas más horribles que podían sucederle a una persona. Dentro de los confines de mi mundo de clase media, me parecía lo peor que podía ocurrirme a mí. Iba de un lado a otro, como un animal atrapado, destrozada y cada vez más consciente de que hiciera lo que hiciera tendría terribles consecuencias con las que debería vivir el resto de mi vida. No había escapatoria, todas las opciones eran espantosas. ¿Cómo iba a tener un hijo y darlo en adopción? Me rompería el corazón preguntándome cómo estaba, si era feliz, si sus nuevos padres le cuidaban y si mi rechazo le había marcado.

Pero también me aterraba la idea de tener un hijo y conservarlo. ¿Cómo iba a cuidar de él? Yo era una colegiala y me sentía joven e incapaz, apenas lo bastante madura para cuidar de mí misma, y no digamos de un trocito de vida indefenso. Al igual que Shay, yo también pensaba que para mí sería el fin.

Además, todo el mundo me juzgaría: los vecinos, los compañeros de clase, los parientes. Hablarían de mí, se reirían de mi estupidez y dirían que lo tenía merecido.

Ahora, transcurridos quince años, me doy cuenta de que no habría sido tan trágico. Todo era superable. Habría sido capaz de tener el bebé, cuidar de él y, con el tiempo, abrirme camino en una profesión. Y aunque lógicamente mis padres no habrían dado saltos de alegría, habrían vencido el disgusto. Más aún, habrían querido mucho al pequeño, su primer nieto.

A medida que pasaban los años, vi a otros padres vivir situaciones mucho más difíciles que tener una hija con un bebé ilegítimo. Kieron Boylan, un muchacho de nuestra calle algo menor que yo, murió en un accidente de moto a los dieciocho años. Fui a su entierro y los padres estaban irreconocibles. El padre se había vuelto loco de dolor.

Pero entonces yo tenía diecisiete años y no sabía nada de todo eso. No tenía experiencia en la vida, en defenderme ante la gente, en ir contra lo que se esperaba de mí. No tenía capacidad para razonar y estaba dominada por un miedo que me despertaba cada hora y convertía mis días en pesadillas.

Soñaba con bebés. En una ocasión soñé que intentaba llevar en brazos un bebé, pero era de plomo y demasiado pesado, aunque yo seguía intentándolo. En otro sueño había dado a luz a un niño que tenía cabeza de adulto y no paraba de hablarme, de desafiarme y de agotarme con la fuerza de su personalidad. Sufría náuseas continuamente, aunque nunca sabré si eran consecuencia del embarazo o el pánico.

Shay seguía repitiendo como un loro que me apoyaría decidiera lo que decidiera, pero yo sabía lo que en realidad deseaba que hiciera. Lo cierto es que nunca lo dijo abiertamente, y aunque yo tampoco era capaz de expresarlo en palabras, detestaba la sensación de ser la única responsable de tomar tan espantosa decisión. Habría preferido que Shay me hubiera gritado que me fuera a Inglaterra y terminara de una vez con aquel asunto en lugar de ser todo ternura y «madurez». A pesar de que tenía aspecto de hombre y era el cabeza de familia de los Delaney, empecé a sospechar que no era tan maduro como parecía, que solo estaba actuando. Y aunque siempre estábamos juntos, me sentí extrañamente abandonada.

Tres días después de hacerme la prueba, comuniqué la noticia a Emily y Sinead.

—Sabía que te ocurría algo —dijo Emily con la cara pálida—, pero creía que eran los exámenes.

Ambas negaban con la cabeza y exclamaban «¡Joder!» y «¡No puedo creerlo!», hasta que al final tuve que pedirles que callaran y me aconsejaran qué hacer. Ninguna de las dos intentó convencerme de que tuviera el bebé; opinaban que no tenerlo era la mejor opción o la menos mala. Sus ojos estaban tan llenos de lástima y alivio por no estar en mi situación que volví a desear que todo fuera un terrible sueño, un sueño del que despertar temblando de alegría por haberlo imaginado todo.

Emily y Sinead decidieron que lo mejor que podía hacer era acudir a Claire, que estaba en su último año de college y hablaba mucho de los derechos de las mujeres y de lo cerdos que eran los curas. En realidad, hablaba tanto del derecho al aborto que mamá solía decir: «Esta es capaz de quedarse embarazada y tener un aborto con tal de demostrar su apoyo».

Así pues, expliqué a Claire mi situación y se quedó perpleja. En otras circunstancias nos habría parecido gracioso, pero no en aquel momento. De hecho, Claire se echó a llorar y curiosamente fui yo quien acabó consolándola a ella.

—Qué pena —sollozó—, eres tan joven.

Nos consiguió información a Shay y a mí y lo organizamos todo con inesperada facilidad. Sentí que me liberaba de un peso —no tendría que tener el bebé y enfrentarme a las consecuencias—, pero entonces salieron a la superficie un montón de preocupaciones nuevas y espantosas. Aunque había recibido una educación católica, había conseguido evitar gran parte del miedo y la culpa que la acompañan. Siempre había pensado que Dios era un buen tipo y sufrí poco por mis relaciones sexuales con Shay, pues creía que Él no nos habría dado semejante apetito de no haber querido que lo utilizáramos. Hacía mucho que no creía en el infierno, pero de repente empecé a tener dudas y reacciones que no reconocía como mías.

—¿Estoy haciendo algo horrible? —pregunté a Claire, temerosa de la respuesta—. ¿Soy una... asesina?

—No —me tranquilizó—. Todavía no es un bebé, solo es un puñado de células.

Me aferré a esa idea mientras Shay y yo conseguíamos el dinero. A mí no me resultó difícil porque era ahorradora y a él tampoco porque era encantador. Y un viernes de abril por la noche —creyendo mis padres que estaba pasando un fin de semana de estudios con Emíly— Shay y yo partimos hacia Londres.

Las tarifas en avión quedaban fuera de nuestras posibilidades, así que viajamos en transbordador. Fue un viaje largo —cuatro horas de barco y seis de autobús—, y la mayor parte del trayecto lo hice despierta, convencida de que nunca volvería a dormir. A las afueras de Birmingham recosté la cabeza en el hombro de Shay y recuerdo que desperté cuando el autobús pasaba frente a unos edificios de ladrillo rojo de un barrio de Londres. Era primavera, los árboles estaban sorprendentemente verdes y los tulipanes habían salido. Todavía hoy día huyo de Londres. Cuando tengo que visitarlo, revivo esos sentimientos. Esos edificios de ladrillo rojo son ubicuos y siempre me pregunto sí serán los mismos que vi aquel día.

Recuperé el conocimiento como si subiera nadando hacia la superficie y me oí llorar. Un ruido que nunca había hecho se abrió paso en mis entrañas. Aturdida y todavía parcialmente anestesiada, me escuché. Pronto cesaría.

Y dolor. ¿Había dolor? Lo busqué y sí, allí estaba, abajo, un fuerte retortijón que tiraba de mí.

Cuando dejara de gritar, me ocuparía del dolor. O quizá vendría alguien. En aquel hospital que no era un hospital, seguro que una enfermera que no era enfermera me oiría y vendría.

Pero no vino nadie. Y medio en sueños, como si fuera otra persona la que emitía esos gritos, permanecí tumbada y escuché. Debí de dormirme, porque cuando desperté estaba callada. Curiosamente, casi me sentía bien.

El sábado por la noche, Shay me recogió para ir al bed & breakfast donde íbamos a pasar la noche y estuvo muy tierno. Yo me sentía aliviada, pero aun así lloré. Ahora que todo había terminado me permití ponerme sentimental con el bebé. Por alguna razón había decidido que el bebé había sido niño y mientras me preguntaba en voz alta si se habría parecido a mí o a Shay, él se mostró claramente incómodo.

Salimos el domingo por la mañana y llegamos a Irlanda esa misma noche. Por increíble que me pareciera, menos de dos días después de mi marcha volvía a encontrarme en mi habitación, donde todo resultaba engañosamente —casi desconcertantemente— normal. Mi pequeño escritorio hasta arriba de libros de texto que exigían mi atención; ese era mi futuro, siempre había estado allí, todo lo que tenía que hacer ahora era retomarlo. De inmediato, en realidad esa misma noche, puse manos a la obra. Apenas faltaban seis semanas para los exámenes. No obstante, durante los días que siguieron ocurrieron cosas extrañas. Por todas partes oía bebés llorar, en la ducha, en el autobús, pero si cerraba el agua o el autobús se detenía, el llanto cesaba.

Intenté explicárselo a Shay, pero no quiso escucharme.

—Olvídalo —insistió—. Te sientes culpable, pero no dejes que la culpa te venza. Piensa en los exámenes y en las pocas semanas que faltan.

Me tragué la necesidad de hablar del tema, de convencerme de que había hecho lo debido, y me obligué a anotar cuántas horas de estudio había conseguido. Cuando el impulso de hablar del bebé se intensificaba, preguntaba a Shay algo sobre Hamlet o los primeros poemas de Yeats, y él me respondía aplicadamente, la mayoría de las veces repitiendo los textos como un loro.

Atravesé la animación interrumpida del período de exámenes y el final llegó. Había acabado el colegio, era una adulta, mi vida estaba a punto de empezar. Mientras esperábamos los resultados, Shay y yo apenas nos separábamos. Veíamos mucha tele juntos. Hasta los días despejados en que la luz del sol daba un aspecto ridículo al sofá de pana y la moqueta marrón, nosotros permanecíamos dentro mirando la caja.

Nunca volvimos a tener relaciones sexuales.

A mediados de verano nos dieron los resultados de los exámenes. A Shay le fue muy bien y a mí bastante mal. No fue un desastre completo, pero había sido tan buena estudiante que todo el mundo esperaba mucho más de mí. Mis padres, desconcertados, enseguida decidieron restar importancia a mis pobres notas. ¿Cómo podían saber ellos que había pasado las seis semanas previas a los exámenes sentada en mi cuarto, creyendo oír el llanto de bebés imaginarios?

Las secuelas duraron mucho tiempo. Casi desde el momento en que dejé de estar embarazada me asaltaron el sentimiento de culpa y el arrepentimiento, y empecé a pensar que tener el bebé no habría estado tan mal (aunque me hallaba lo bastante serena para comprender que, de estar todavía embarazada, habría deseado no estarlo).

Las contradicciones me llevaban de un lado a otro. Creía que tenía derecho a abortar, pero seguía sintiendo un tremendo desasosiego. Por muy intachable que fuera el resto de mi vida, esto me acompañaría hasta el día de mi muerte. No alcanzaba a encontrar la descripción adecuada. «Pecado» no era la palabra, porque eso tenía que ver con quebrantar las leyes de otro. Una parte de mí, sin embargo, permanecería para siempre quebrantada, siempre sería una persona que había tenido una terminación voluntaria.

Me sentía tan atrapada que pensé en quitarme la vida. Solo duró unos segundos, pero durante ese tiempo lo deseé con fuerza. Creía que estaría atada a algo vergonzoso y doloroso para siempre. No era lo mismo que recibir puntos en el carnet de conducir o en un expediente delictivo que caduca a los cinco o diez años. Lo mío no tenía arreglo. Era para siempre, irreparable.

Y a pesar de todo... me alegraba de no tener un hijo que criar. En realidad deseaba que nunca hubiera tenido que tomar la decisión. Por supuesto que era culpa mía, debí mantener las piernas cerradas, pero la vida no funciona así —ya entonces lo sabía— y es fácil ser sabia después de consumado el hecho.

De vez en cuando los antiabortistas desfilaban por las calles de Dublín, haciendo campaña para que el aborto fuera más ilegal en Irlanda de lo que ya era, portando rosarios y agitando carteles con fotografías de fetos no nacidos. Me veía obligada a desviar la mirada, pero al oírles condenar el aborto con tanta vehemencia me daban ganas de preguntarles si alguno de ellos se había encontrado alguna vez en mi situación. Habría apostado lo que fuera a que no. Y estaba segura de que si alguna vez se encontraban en mi situación, su adhesión a tan noble principio se tambalearía.

Lo que más me molestaba eran los hombres. ¡Hombres protestando contra el aborto! ¡Hombres! ¿Qué sabían ellos? ¿Qué podían saber ellos del pánico que yo había sentido? Ellos no podían quedarse encinta.

Con todo, jamás expresé nada de eso en casa porque no quería dirigir la atención hacia ese tema. Y, al menos estando yo presente, Claire tampoco hizo nunca comentario alguno.

A finales de septiembre Shay se fue a Londres a estudiar medios de comunicación. Siempre lo había deseado porque la universidad irlandesa no ofrecía carreras tan imaginativas.

—Esto no cambia las cosas —me prometió, mientras nos despedíamos en el puerto del transbordador—. Te escribiré y nos veremos en Navidad.

Nunca me escribió. Había presentido que algo así ocurriría —ya había empezado a tener sueños en los que intentaba atrapar a Shay incluso antes de que se hubiera marchado—, pero cuando ocurrió de verdad me negué a creerlo. Miraba cada día el correo y, tras siete angustiosas semanas, me tragué el orgullo, fui a ver a su madre y le entregué una carta para él.

—Tal vez he estado enviándolas a una dirección equivocada —dije, pero la mujer comprobó la dirección y era correcta—. ¿Sabe algo de él? —pregunté, y me estremecí cuando, extrañada, contestó que por supuesto que sí, que a Shay le iban las cosas de maravilla.

Reuní todas mis esperanzas y las deposité en su llegada para las vacaciones de Navidad. Del 20 de diciembre en adelante me convertí en una pelota de adrenalina, a la espera de que sonara el teléfono o el timbre de la puerta. No sonó ni una cosa ni la otra, así que empecé a pasearme por delante de su casa, calle arriba, calle abajo, temblando de frío y nervios, desesperada por verle. Cuando vi salir de casa a Fee, una de sus hermanas, la abordé y, fingiendo indiferencia, pregunté:

—¿Qué día llega Shay?

Sorprendida, me dio la noticia. Shay no iba a venir, había conseguido un trabajo para las vacaciones.

—Pensaba que lo sabías.

—Lo sabía, pero creía que aún existía una pequeña posibilidad de que viniera un par de días. —La humillación me había hecho tartamudear.

Semana Santa, pensé, vendrá en Semana Santa. Pero no vino. O en verano. En fin, le esperé mucho más tiempo del que la mayoría de la gente habría esperado.

Entretanto, conseguí un trabajo donde hice una nueva amiga. Donna. Al igual que Sinead y Emily, salía mucho a la caza de hombres y diversión. Yo las seguía y, empujada por ellas, si algún tipo decente me invitaba a salir, aceptaba. No hubo nada serio con ninguno. Uno llamado Colm me regaló un mechero grabado por mi cumpleaños, aunque yo no fumaba. Durante unas seis semanas salí con un hombre que me dejó cuando me negué a acostarme con él. Después vino uno bastante mono llamado Antón, aunque no era extranjero. Le pasaba siete centímetros e insistía en que paseáramos. Acabé acostándome con él, probablemente, sospeché más tarde, porque me resultaba demasiado violento su compañía en posición vertical.

Pero por mucho que lo intentara, no lograba entusiasmarme con ninguno de ellos.

La corriente de la vida intentaba llevarme hacia delante, pero yo me resistía. Prefería el pasado, todavía dudosa de que fuera eso, el pasado. Jamás habría imaginado, cuando me despedí de Shay en el puerto, que iba a tardar quince años en volver a verle.