Capítulo 18

Una fiesta improvisada era lo que necesitábamos, decidió Emily. Se pasó el trayecto de vuelta a casa con el móvil encajado entre el hombro y la oreja, invitando a gente.

—No se si estamos celebrando algo o no —decía una y otra vez—, pero la fiesta no nos la quita nadie.

Lara recibió instrucciones de llegar a casa a las seis para acompañar a Emily a la tienda de licores y vaciarla. Hasta ese momento cada vez que había visto a Emily gastar dinero me había inquietado, pero esta vez no. Los malos tiempos eran historia.

Llegamos a casa a las cinco y media. Tras colgar el traje de Lara, pregunté a Emily si la fiesta era de vestido y tacones.

—Cielos, no. Pantalones cortos y pies descalzos.

Mientras esperaba a Lara, Emily se puso a deambular por la casa, absorta en sus pensamientos. De pronto tuvo una idea.

—Oye —dijo con tono defensivo—, hay algo que quiero hacer y no vale reírse. ¿Te importaría ir a casa de Mike y pedirle que venga con su vara purgadora?

—No me río porque no tengo la más remota idea de qué estás hablando.

—Mike, el vecino. ¿El barbudo Nueva Era?

—Ah, Bill Bryson. Continúa.

—Siempre se está ofreciendo para limpiar la energía negativa de esta casa. Se llama purga. Creo que podría tener más probabilidades de recibir buenas noticias si la casa está llena de vibraciones positivas.

No me reí. En lugar de eso, sentí toda la fuerza de su pánico.

Tenía que estar loca de preocupación para recurrir a algo que tanto desdeñaba.

—¿Lo harás?

Por supuesto. La actividad frenética me mantenía un paso por delante de mí misma. Sabía que tarde o temprano la burbuja estallaría y volvería a darme de bruces contra el suelo, pero todavía no había llegado ese momento. Salí y pulse el timbre de la puerta de los vecinos, pero nadie acudió a abrirme. Volví a llamar y siguió sin acudir nadie. Propiné al carillón del porche un bofetón que lo embarcó en un tintineo obsesivo, pero tampoco obtuve respuesta. A estas alturas cualquier persona sensata habría desistido, pero el caso es que yo sabía que Mike estaba en casa. Lo sabía porque podía verle. La puerta principal tenía una enorme cristalera, a través de la cual veía a Mike sentado en el suelo, sobre un cojín, con los dedos pulgar e índice formando una O. Justo cuando había decidido abandonar y prometer a Emily que se lo traería en otro momento, se levantó y vino hacia la puerta.

—Hola —me saludó con una sonrisa—. Estaba acabando de meditar. Entra.

Para mi sorpresa, no dijo «Siento haberte hecho esperar». Quizá la gente espiritual no se disculpa.

Entré en la sala y me recibió el dulce olor de aceite de rosas, o quizá fuera lavanda. Al fondo se oía el tintineo de otros carillones. De algún lugar llegaba un rumor de agua que en otra casa habría atribuido a un escape pero aquí, no sé por qué, no.

En las ventanas se columpiaban atrapasueños, las sillas estaban cubiertas de telas con bordados y de las paredes colgaban tallas de madera, en su mayoría hombres con ojos saltones y penes exageradamente grandes. Cada objeto parecía significar algo, y a juzgar por la extraña distribución del mobiliario, habría jurado que al lugar le habían hecho feng shui.

—Hola, Bill.

—Mike —me corrigió con una sonrisa amable.

¡Porras!

—Lo siento, Mike. Me envía Emily.

—¿Quiere que la purgue? —Se diría que lo había estado esperando—. Voy por mi vara.

La casa —con sus olores, sus sonidos e incluso sus hombres de enorme polla— ejercía un efecto sumamente tranquilizador, y al marcharnos se lo dije.

—Es un lugar seguro —convino Mike, dando un portazo.

El carillón salió disparado hacia el techo con un ruido de cencerro y descendió con igual rapidez hacia mi cara. Antes de que me diera cuenta, había aterrizado en mi ojo derecho. Un fuerte dolor me penetró la cuenca, el rojo estalló debajo de mi párpado y solo alcancé a oír un clamor de notas discordantes, como de un piano roto.

—¡Oh, oh! No debí cerrar la puerta con tanta fuerza —creo que Mike rió—. ¿Estás bien?

—¡Estupendamente! —exclamé, y me pregunté si me había quedado ciega, mientras actuaba de la forma en que tienes que actuar cuando te haces daño delante de alguien a quien apenas conoces. Aunque se te haya caído la cabeza, debes decir cosas como: «¡Solo ha sido un rasguño! Además, ¡apenas la uso!»

Lo cierto es que estaba bien. El ojo me lloró un poco, pero eso fue todo. No obstante, presentí que iba a echarme a llorar y creo que Mike lo captó, porque me sostuvo el brazo mientras salvábamos la corta distancia hasta la casa de Emily.

Emily nos abrió y, dividida entre la vergüenza y la vulnerabilidad, expuso su situación.

—Por supuesto —contestó Mike con tono alegre—. ¿Te parece bien ahora?

—¿Cuánto tardarás?

Mike se succionó un diente y meneó la cabeza con pesar, como haría un maestro de obras dudoso. Solo le faltaba el cigarrillo detrás de la oreja.

—Déjame adivinar, no tienes las herramientas necesarias —oí murmurar a Emily.

—¡Sí las tengo! —Mike agitó la vara y Emily tuvo la decencia de sonrojarse—. Pero la energía de esta casa es tan negativa que no bastará con una sesión. ¡No importa! Si hacemos ahora media hora, eso que tendremos ganado, ¿no te parece?

Intrigadas, observamos cómo dirigía su amuleto. La purga consistía, por lo visto, en encender cirios, agitar la vara por los rincones de las habitaciones, murmurar conjuros e interpretar una suerte de baile guerrero a lo piel roja.

—En realidad no me necesitas, podrías hacerlo tú sola —resopló Mike, mientras su barriga subía y bajaba con los brincos.

—Jamás conseguiría pillar ese baile.

—¡El baile es optativo!

Cuando hubo terminado, comentó con dulzura:

—Esto te dará una oportunidad para luchar, pero si no compran la película, no será el fin del mundo.

—Sí lo será —repuso Emily.

Mike rió con suavidad, como había hecho después de que me atacara su carillón.

—Ten cuidado con lo que deseas —le advirtió—. Podrías obtenerlo —Y se marchó tras prometer que pasaría más tarde con Charmaine.

Al cabo de un rato llegó Lara, y Emily se fue con ella a comprar las bebidas.

—¿Puedo ir? —pregunté al darme cuenta de lo poco que me apetecía quedarme sola.

—Tú no tienes por el alcohol el interés de perito que tenemos Lara y yo —replicó Emily—. Además, necesitamos alguien que reciba a la gente.

—Mujer sentada sola en la sala —dije con resentimiento—. Triste. Abandonada por sus amigas.

Lara rió y Emily respondió:

—La cámara la sigue cuando se levanta, abre unas bolsas de cacahuetes y las vuelca en cuencos, deseosa de ayudar.

Estaba segura de que nadie llegaría mientras ellas estuvieran fuera, pero nada más irse apareció Troy.

—¡Hola, irlandesa!

—Hombre joven, ropa informal —dije.

Troy se detuvo en la puerta con cierta expresión de desconcierto en su cara de póquer.

—Se detiene en la puerta. Está desconcertado —proseguí.

—Cruza la habitación —dijo Troy, rápido como un rayo—. Observa que la chica se ha cortado el pelo. Muy mona, dice.

Me eché a reír. Troy, agradecido, esbozó una sonrisa.

—Te he sorprendido, ¿eh? —Se dejó caer en una butaca y colocó ágilmente una pierna sobre el brazo—. ¿Cómo ha ido hoy?

Me senté en el diván y estiré las piernas. Luego le conté lo ocurrido en el despacho de Mort Russell. Troy me miraba atentamente y asentía cuando mencionaba algo bueno.

—¿Mentían todos cuando dijeron que habían leído el guión? —pregunté.

—No. Si han visto un resumen de doce líneas, realmente creen que lo han leído.

—¿Qué opinas? —dije al fin, deseosa de oír algo que no fuera el pesimismo de Emily.

—Puede que salga algo bueno. —Parecía más pensativo que esperanzado—. Puede que salga algo bueno.

Se sumió en un silencio profundo. Entonces pregunté:

—¿Dónde vives?

—En Hollywood. —Y repitió—: Hooollywoood —Y barrió el aire con los dedos, como si el nombre estuviera escrito en letras luminosas—. El nombre es lo único que tiene de seductor. En un barrio peligroso, lo que significa que los alquileres son baratos.

—¿Está lejos de aquí? Ignoro dónde están unos lugares con respecto a otros en Los Ángeles,

—Te lo enseñaré. —Abandonó la butaca y se sentó en el borde del diván—. Muy bien, aquí está el océano —dijo, señalando un cojín—. Aquí está Third Street Promenade y tú vives aquí. —Clavó un dedo en el diván—. Giras a la izquierda en Lincoln y avanzas un kilómetro y medio, más o menos. —Arrastró el dedo en línea recta sobre la tapicería—. Perdona —se disculpó cuando su dedo tropezó con mi espinilla desnuda y se subió a ella—. Al llegar a la autopista, tomas la Diez en dirección este. —Su dedo hizo un giro brusco a la izquierda y ya no estaba atravesando mi espinilla, sino zumbando hacia mi rodilla. Yo estaba algo sorprendida, pero en vista de que él no parecía darle importancia, me tranquilicé.

Detuvo el dedo sobre mi rodilla.

—Cuando llegas al centro, tomas la Ciento uno en dirección norte. —El dedo empezó a subir por la piel de mi muslo—. Hasta Cahuenga Pass, que está aquí. —El dedo frenó poco antes de llegar a la ingle—. No, más bien aquí. —Subió un poco más—. Entonces —susurró Troy con aire inocente—, giras a la derecha.

Su dedo giró hacia la piel suave y oculta del interior de mi muslo. Los dos bajamos la vista hasta su mano y rápidamente volvimos a mirarnos.

—Sigues un par de manzanas. —Su voz desapasionada era desconcertante. Solo me estaba dando indicaciones, ¿cierto? Pero tenía la mano entre mis piernas—. Y yo vivo justo aquí. —Me enseñó dónde vivía dibujando sobre mi piel blanca un círculo con la yema del dedo—. Justo aquí —repitió sin dejar de acariciar el interior de mi muslo.

—Gracias. —Estaba segura de que Troy notaba el calor que desprendía esa zona.

—¿Y sabes una cosa? —Su sonrisa se tornó maliciosa—. Vivo muy cerca del estadio de Hollywood, pero si te enseñara dónde está, apuesto a que me darías un bofetón.

Tardé unos segundos en comprender.

—Probablemente —alcancé a decir, mientras mi estadio de Hollywood experimentaba un delicioso espasmo.

Tras una última caricia con su dulce yema y una mirada de pesar a la tela tejana que cubría mi entrepierna, se levantó.

—¿Te apetece una cerveza? —gritó desde la cocina.

Acudió un montón de gente. No hubo siquiera tiempo para el obligatorio deambular por la casa vacía mientras uno contempla las hectáreas de alcohol, sintiéndose asustado y sin amigos, en fin, eso que hace la gente cuando da una fiesta.

Uno de los primeros en llegar fue Nadia, la nueva novia de Lara. Era una chica piruleta: cabeza grande y extremidades como palillos. No me sorprendió que fuera sexualmente atractiva —conocer a Lara había diluido mi creencia inconsciente de que todas las lesbianas se parecían a Elton John—, pero sí me sorprendió lo mal que me cayó desde el principio. Nada más presentarnos, reventó una pompa de chicle en mis narices y me confió con un tono de voz exageradamente alto:

—Esta tarde me han hecho la cera Playboy, ¡No me queda ni un pelo en el pubis!

—¡Estupendo! —respondí—. ¿Un cacahuete?

Meneó su enorme cabeza y, sin apenas tomar aliento, procedió a contarme que había tenido que ponerse a cuatro patas y levantar bien alto el trasero para que la chica pudiera llegar a todos los rincones. Luego tuvo que tumbarse boca arriba y colocar los tobillos detrás de la cabeza. Estos angelinos te cuentan lo que sea. Trastorno de divulgación compulsiva, eso es lo que tienen.

Luego llegaron Justin y Desiree, acompañados de dos hombres más o menos atléticos y tres perros. Se habían hecho amigos cuando acudían al parque de perros para conocer chicas. A renglón seguido apareció Connie, la amiga de Emily, una americana de origen coreano menuda, estridente, patizamba y sexy de la forma en que la gente muy-segura-de-sí-misma resulta sexy. Con ella llegaron su hermana Debbie, sus amigos Philip y Tremain, y Lewis, su prometido, que apenas abrió la boca. Supongo que como ella no callaba ni un momento a él se le había atrofiado la capacidad de habla. Era la primera vez que veía a Connie, pero no quería verla. Algo relacionado con su inminente boda. Emily había sido mi dama de honor y también iba a serlo de Connie, y yo me sentía en el lado equivocado del muro de las casadas. Connie tenía un futuro feliz por delante, mientras que mi futuro feliz ya había quedado atrás.

La moderna Kirsty apareció para ponerme nerviosa cuando la vi ir derecha hacia Troy. Mike y Charmaine también vinieron, y mucha más gente que no había visto en mi vida. Hasta David Crowe pasó un momento, estuvo encantador con todo el mundo y se marchó.

—No se ha quedado mucho tiempo que digamos —observé.

—¿Bromeas? —Emily tiró de Troy, que estaba hablando con Kirsty—. Cuéntale el chiste del agente —ordenó.

Troy obedeció.

—Un hombre recibe la visita de unos polis. «Tenemos malas noticias, señor», le dicen. «Un hombre ha entrado en su casa y ha matado a su esposa y a sus hijos.» El hombre, conmocionado» pregunta: «¿Quién puede haber hecho algo tan horrible?». El poli le contesta: «Siento tener que decirle, señor, que fue su agente». Entonces el hombre exclama: «¿Mi agente? ¿Mi agente pasó por mi casa? ¡Increíble!».

—¿Lo entiendes? —dijo Emily.

—Entiendo.

La casa estaba abarrotada de gente y la fiesta se había extendido hasta el jardín trasero, bajo la noche cálida y estrellada, cuando me descubrí charlando con Troy y Kirsty. Kirsty venía de sus dos horas de power-yoga y estaba alabando los beneficios del ejercicio físico cuando comenté que debería acudir a un gimnasio mientras me hallaba en Los Ángeles.

—¡Qué gran idea! —exclamó Kirsty, para mi gran asombro, mirándome de arriba abajo—. No te iría mal bajar dos, no, mejor tres kilos. —Echó una ojeada crítica a mis brazos—. Y tampoco te vendría mal tonificar. Vale la pena. Mírame a mí. Yo hago ejercicio y —dio una pequeña sacudida a sus caderas— estoy sencillamente estupenda.

Probablemente era verdad, pero aun así me quedé sin habla. Nunca había conocido a una mujer que afirmara estar estupenda. Pensaba que no estaba permitido, que es algo que dices sobre los demás, sea verdad o no, mientras tú te describes como una vaca lechera aunque lleves un mes a dieta. Vale, quizá sea hipocresía, pero resulta menos ofensivo.

En ese momento odié tanto a Kirsty que tuve ganas de abofetearla y, por primera vez en mucho tiempo, sentí una punzada de dolor en la última muela. Aunque le había dado conversación para impedir que estuviera a solas con Troy, tuve la necesidad de marcharme. Farfullé una disculpa y en ese momento me arrinconó Charmaine.

Era simpática, aunque algo intensa. Sí, la tenía demasiado cerca, demasiado pegada a mí, y cada vez que yo retrocedía un poco, ella avanzaba otro tanto, hasta que acabé con la cabeza sumergida en un arbusto de lilas del que solo sobresalía mi nariz. Pero nadie es perfecto. Y aunque no era muy divertida, tuve la impresión de que deseaba escucharme. Así que terminé hablándole de mí y de Garv.

—¿Todavía le amas? —preguntó.

—No lo sé —respondí con desesperación—. ¿Cómo puedo saberlo?

—¿Cómo supiste que le amabas?

—No lo sé, esas cosas las sientes, ¿no?

—¿No ocurrió nada?

—No. —Entonces recordé algo—. ¡El caracol! —exclamé.

—¿Qué?

Me expliqué. Garv, por ser hombre, en casa había sido el encargado de retirar los insectos: las arañas de la bañera, las mariposas de las lámparas y las avispas de las ventanas eran su misión. Yo no tenía que levantar un dedo, solo limitarme a gritar «Gaaarv, una avispa», para que él llegara con su periódico enrollado dispuesto a batallar. Pero Garv detestaba los caracoles, le daban un asco casi enfermizo. Un día, cuando llevábamos seis meses saliendo, un caracol se instaló en el parabrisas de su coche para lo que parecía una larga temporada (para más inri, en el lado del conductor, a la altura de los ojos). Finalmente alargué un brazo, cogí el caracol y lo arrojé a un Nissan Miera repleto de monjas que pasaba por delante en ese momento. A mí tampoco me gustaban los caracoles, pero lo hice porque amaba a Garv, y desde aquel día estuve a cargo de la exterminación de caracoles.

—¿Y ahora retirarías el caracol de su parabrisas?

—Probablemente no.

—Ahí tienes la respuesta.

—Sí. —Sentí una extraña tristeza.

Envalentonada por el alcohol, hice alguna referencia a las lecturas del aura que hacía Charmaine.

—¿De veras puedes leerlas?

—Sí —contestó.

—¿Y cómo es mi aura?

—¿Estás segura de que quieres saberlo?

Después de eso seguro que quería saberlo.

—Un poco tóxica-dijo.

Me embargó un malestar repentino pese a no creer que yo, ni nadie, tuviera un aura.

—Eso es malo, ¿verdad?

—Bueno y malo son solo etiquetas.

El viejo escaqueo.

—Deberías aprender a ser menos crítica —sugirió de una forma que sonaba sumamente crítica.

Desenterré la cabeza del arbusto de lilas y entré en casa para descubrir que las perillas se habían enterado de que había una fiesta. Se habían adueñado del equipo de música —sustituyendo Madonna por death metal— y habían improvisado un ruedo de embistes en un rincón de la sala. Luis, el menudo y guapo, mostraba excelentes actitudes. Mientras los demás corrían hacia el que tenían delante y chocaban violentamente con la barriga, Luis daba pasos delicados y unos virajes de cadera perturbadores.

Para mi sorpresa, Mike, el barbudo, estaba en el centro, disfrutando como un loco. Supongo que tenía la panza que hacía falta. Cada vez que chocaba con alguien, lo enviaba a la otra punta de la sala. Un choque especialmente entusiasta largó a varios metros de distancia al menudo de Luis, que solo se detuvo al hundirse en una butaca.

Una vez sus amigos lo hubieron rescatado y comprobado que no estaba gravemente herido, iniciaron el body surfing, que consistía en pasar a uno de ellos por encima de las cabezas de los demás, pero todo se fue al garete cuando intentaron levantar a Mike. Se dispersaron y detrás apareció Ethan, el de la cabeza afeitada, inclinado sobre la mesita de café con aire melancólico. Como era el que tenía la perilla más extrema —una barbita puntiaguda de aspecto satánico y un bigote estilo Zapata que le llegaba hasta el mentón—, siempre había creído que era el cabecilla del grupo. Le observé detenidamente y advertí que estaba jugando con una navaja. Tenía la mano extendida boca abajo y apuntaba al espacio entre los dedos. A juzgar por los cortes, era evidente que no siempre acertaba.

—¡Para! —exclamé.

—Es mi mano, tía.

—¡Y la mesa de Emily!

—Me han dado viento, tía. —Me miró afligido—. Y esto es lo que hago cuando me dan viento.

—Pero... —dije impotente, preocupada por la mesa. Entonces se me ocurrió una solución—. Si quieres hacerte daño, ¿por qué no te quemas con cigarrillos?

—¿Fumar? ¡Puaj, qué asco! —Parecía terriblemente ofendido.

Al parecer estaba dolido porque había intentado enrollarse con Nadia y ella le había rechazado. No obstante, en cuanto le dije que Nadia era lesbiana, su cara se iluminó.

—¿De verdad? ¿Con Lara? Uau, tía. ¿Y qué hacen?

Eso mismo me preguntaba yo.

—No lo se —repliqué severamente—. ¡Y deja en paz la mesa!

Salí de nuevo al jardín para vigilar a Troy y Kirsty, que seguían hablando.

Antes de que pudiera decidir qué sentía, Lara y Nadia se acercaron a mí cogidas del brazo.

—¿Te estás divirtiendo? —preguntó Lara con expresión radiante.

—Sí —contesté, mientras Nadia deslizaba una mano por debajo del brazo de Lara y le acariciaba un seno.

—¡Eh! —exclamó Lara—. ¡Estate quieta!

Nadia retiró la mano, pero solo para chuparse el dedo y reanudar las caricias. El pezón erecto de Lara asomó bajo el algodón mojado y me sentí tremendamente incómoda. Si un hombre hiciera eso en una fiesta, todo el mundo le llamaría pervertido y gilipollas, pero como Nadia era lesbiana tenía que comportarme como si no me importara.

Estuve toda la noche pendiente de Kirsty y Troy. Incluso cuando no los veía sentía su intimidad, y no me gustaba. Por eso el punto culminante de la noche para mí fue el hecho de que no se marcharan juntos. Ella se fue a medianoche y tuve que esforzarme para no salir al medio de la calle y bramarle mientras se alejaba en su coche: «Conque estupenda, ¿eh?».

Troy se quedó bastante más rato y cuando decidió marcharse, me temo que yo esperaba una despedida especial. En lugar de eso besó a Emily y le dijo «Hablaremos, nena». Luego me besó con igual simpatía y me dijo «Buenas noches, irlandesa».

Poco a poco la gente fue marchándose, hasta que solo quedamos Emily y yo. Mientras recogíamos las botellas para reciclarlas, retirábamos las astillas de la mesita de café y envolvíamos los cristales rotos en papel de periódico, dije, bueno, el alcohol dijo:

—Tengo algo que confesarte. Me gusta Troy. Lo encuentro atractivo.

—Coge número y ponte en la cola.

—¿De veras?

Emily me apuntó con un dedo, guiñó un ojo e imitando a Elvis respondió:

—No te enamores de mí, nena, porque te romperé el corazón.

—¡No me digas que él dijo eso!

—No exactamente. —Emily parecía divertirse—. Pero así es como actúa. Jurarías que todo el mundo está loco por él. Aunque —añadió con cierto titubeo—, tal vez sea así.

—¡Si tiene una nariz inmensa! —protesté.

—A las damas no parece importarles.

—¿Qué damas?

—Con Troy siempre hay alguna dama.

—¿Te refieres a Kirsty?

—Claro.

—¿Estás segura de que hay algo entre ellos?

—Intuitivamente... lo sé con certeza.

—¿Ha habido alguna vez algo entre tú y Troy?

—¿Yo y Troy? —Emily se echó a reír. Empezó como una risita tonta y terminó como una carcajada con el cuerpo doblado sobre el mostrador de la cocina—. Lo siento —se disculpó con la cara deformada—. Pero es que solo de pensarlo... ¡Troy y yo!

Volvió a desternillarse. Yo cogí una bolsa de basura y empecé a llenarla de latas.

Más tarde, ya en la cama, me puse a pensar en Troy. Me había sorprendido e incluso molestado que me tocase la pierna. Ahora, sin embargo, lo veía de otra manera. Saboreé el recuerdo, rebobinando una y otra vez. El calor de su mano al ascender por mi piel desnuda, el respingo de deseo cuando su dedo llegó a lo alto de mi muslo y giró hacia el interior. Otra vez. Su dedo llegando a lo alto de mi muslo y girando hacia el interior, su dedo llegando a lo alto de mi muslo y girando hacia el interior...

Se apoderó de mí una debilidad embriagadora. Me arriesgaré, pensé. He apostado por lo seguro demasiado tiempo. Me enamoraré de él y le daré permiso para que me rompa el corazón.

Durante ese estado de duermevela hubo un momento en que mis defensas bajaron y en mi mente se filtraron imágenes de Garv y la chica mostrando su afecto en público. Me obligué de inmediato a pensar en Troy.

—¡Ja! —mascullé a modo de soñoliento desafío.