Capítulo 37

—¿Qué plan hay para hoy? —Emily estaba en pijama, bebiendo café y fumando el primero de los sesenta cigarrillos del día.

—Una vuelta en coche por Beverly Hills con el «plano» de las casas de las estrellas y visita al Mann's Chínese Theatre para ver las manos de las estrellas en el cemento.

Emily hizo una mueca de dolor.

—Por primera vez la idea de Chip el perro no me parece tan mala. Es evidente que siempre hay algún desgraciado en peor situación que tú.

Me sonrió débilmente, pero estaba tan cansada que la piel de debajo de sus ojos parecía magullada.

—Ojalá pudiera ayudarte —dije.

Emily meneó la cabeza.

—Esto me recuerda a las empolladas para los exámenes finales. Nadie puede hacerlo salvo uno mismo. Y no debería quejarme, me pagan bien. —Así y todo, parecía tan desolada que se me encogió el corazón—. Lo que no soporto es la vergüenza. Me rechinan los dientes con cada palabra que tecleo para esta porquería. Es eso lo que me tiene tan deprimida. Y las continuas llamadas solo consiguen empeorar las cosas. —Emily miró con ira el teléfono. Larry Savage no paraba de llamar para pedir informes sobre los progresos de Emily, obligándola a mantener conversaciones a tres bandas con él y Chandler mientras estos imponían cortes e ideas nuevas—. Si me dejaran a mí sola con el guión, probablemente no tendría tan mala pinta, pero cada vez que consigo rematar una escena me obligan a cambiarla. Por eso tengo la impresión de que no llego a ninguna parte.

—¿Podrás venir esta noche?

—Por supuesto. Necesito un respiro. —Emily recordó algo—. Oye, siento haber soltado lo de Shay Delaney de aquella manera. Me entró el pánico con lo de Bill Bryson y no podía dejar de hablar.

—No te preocupes —me apresuré a decir, deseosa de no entrar en el tema—. ¿Quién más estará allí?

—¿Te refieres a si estará Troy?

Me estremecí. —Supongo que sí.

—Estará. ¿Cómo te sientes ahora con respecto a él?

—Ya sabes —respondí alegremente—, humillada, avergonzada.

—¿Todavía quieres acostarte con él?

—¿Estás loca? Ni por todo el oro del mundo y todo eso.

—Estupendo. Por suerte no te has convertido en una adicta a los rechazos.

—¿Y eso qué es, psicóloga de tres al cuarto?

—Ya sabes, cuanto más indiferente es un hombre, más le deseas.

—Sin duda, eso sería mucho peor. Ya me siento como una idiota tal como están las cosas.

—No eres la primera mujer a la que un hombre engaña ni serás la última. No te maltrates. —Luego, con una sonrisa, añadió—: Lo único que te pasa es que has perdido práctica. Muy pronto te habrán embaucado un montón de hombres y Troy será historia.

—Hablando de embaucadores, ¿cómo está Lou?

—Tengo que admitir que es un tipo listo. Sigue representando el papel de don Perfecto, pero yo le llevo ventaja. —Emily expulsó una elegante bocanada de humo.

En el Ocean View todos llevaban despiertos desde las cuatro de la madrugada. El estado de ánimo era bueno cuando, bajo un impecable cielo azul, pusimos rumbo a Beverly Hills y compramos un plano de las casas de las estrellas. Todo el mundo sabía que los planos era imprecisos y obsoletos, pero ¿quién era yo para quitarles la ilusión?

La primera parada fue la casa de Julia Roberts. Pasamos veinte minutos estacionados en una calle bien cuidada por donde no asomaba un alma, intentando ver algo a través de unas puertas de metal sólido.

—En algún momento tendrá que salir para comprar el periódico, la leche o lo que sea-razonó papá.

—No tienes ni idea —le espetó Helen—. Julia Roberts tiene gente que se encarga de esas cosas. Quizá hasta tenga gente que lea el periódico y se beba la leche por ella.

Seguimos velando en silencio.

—Esto es un rollo —protestó Helen—, aunque me sirve de entrenamiento para cuando abra mi agencia de detectives privados. Gran parte del trabajo será de vigilancia.

—Tú no vas a ser detective privado —replicó mamá—. Tienes la boda de Marie Fitesimon dentro de dos semanas, y si no la envías al altar hecha una princesa, tendrás que vértelas conmigo.

—¿No necesitas ciertos requisitos para ser detective privado? —preguntó Anna.

Helen se detuvo a reflexionar.

—Sí. En primer lugar, tengo que adquirir una adicción al alcohol. No me será difícil, teniendo en cuenta mi herencia genética. En segundo lugar, debo pertenecer a una familia de perturbados. —Helen dirigió una mirada de aprobación al grupo, a la cara parcheada de mamá, a los calcetines a rombos de papá y a la elegancia a lo me-vestí-a-oscuras de Anna—. Una vez más, damas y caballeros, parece que la suerte me acompaña.

—Sale alguien. ¡Sale alguien!

—Cálmate, papá.

Se trataba solo de un jardinero mexicano que portaba un abanico de hojas.

Papá bajó la ventanilla del coche y le gritó:

—¿Está Julia en casa?

—¿Quiéeen?

—Julia Roberts.

—Esta no es la casa de la señorita Roberts.

—¡Oh! —exclamó papá, consternado—. ¿Sabe dónde vive?

—Sí, pero si se lo digo tendré que matarle.

—Qué simpático —murmuró papá mientras subía la ventanilla—. Venga, ¿quién toca ahora?

Después de que la visita a las casas de Tom Cruise, Sandra Bullock, Tim Allen y Madonna solo ofrecieran vistas a verjas electrónicas y letreros de respuesta armada, tiramos la toalla y nos dirigimos al teatro Chinese, que hervía de turistas en busca de las huellas de sus actores favoritos para luego colocar sus manos encima y hacerse fotos.

Papá rindió homenaje a las manos de John Wayne, mamá no daba crédito a los diminutos zapatos de Doris Day y Anna se conmovió al ver las huellas de las pezuñas de Lassie. Helen, sin embargo, no parecía impresionada.

—Esto es un rollo —protestó en voz alta, y abordó a un empleado que pasaba en ese momento por su lado—. Perdone, señor, ¿dónde puedo encontrar el pompis de Brad Pitt?

—¿El pompis de Brad Pitt?

—Sí, me han dicho que está aquí.

—¿No me diga? Oye, Ricky, ¿dónde puede encontrar esta señorita el pompis de Brad Pitt?

—¿Qué es un pompis?

—Un culo —tradujo Helen—. O un trasero, si lo prefiere.

—¿Tenemos el trasero de Brad Pitt? Oye, LaWanda, ¿dónde está el trasero de Brad Pitt?

Pero LaWanda no era tan tonta como los otros dos.

—No lo tenemos —repuso.

—¿Lo han robado? —preguntó Helen.

LaWanda la miró con furia.

—Qué tipa tan rara.

—¿Porque quiero ver una copia en cemento del pompis de Brad Pitt? Lo raro sería no querer verla.

—Brad Pitt jamás vendría aquí a bajarse los pantalones y depositar el culo en cemento fresco. ¡Es una estrella! —Para entonces LaWanda estaba agitando los brazos, dispuesta a saltar. Antes de que le cayera encima, tiré de Helen.

Por la tarde los dejé en el Ocean View con la misión de prepararse para el estreno y reunirnos en casa de Emily.

—¿Tenemos que ir elegantes? —preguntó papá, confiando en que la respuesta fuera negativa.

—Es un estreno —le reprendió mamá—. Claro que debemos ir elegantes.

—¿Estás segura?-insistió papá.

—Más te vale.

Aunque Doves era una película independiente —lo que significaba que no habría estrellas conocidas y nadie en Irlanda quedaría impresionado porque nunca iba a oír hablar de ella—, valía la pena esmerarse.

Al llegar a casa ayudé a Emily a ocultar su sobada palidez bajo una máscara de maquillaje. Ignoro cómo lo hizo, pero cuando hubo terminado estaba radiante y no tenía nada que ver con el trapo estresado que unos minutos antes había estado trabajando a toda mecha y viviendo de cigarrillos.

Habíamos quedado con mi familia a las siete. En vista de que a las siete y veinticinco seguían sin aparecer, empecé a inquietarme.

—¡Seguro que se han perdido!

—¿Cómo quieres que se pierdan? Están a seis manzanas de aquí en línea recta.

—Ya los conoces. Probablemente hayan aterrizado en South Central y estén rodeados de bandas, cadenas de oro, Uzis y pañuelos de pirata.

—¿Te imaginas a tu padre con un pañuelo de pirata? —preguntó Emily.

—¿Te imaginas a mamá con un pañuelo de pirata? —No sé por qué, pero de repente nos estábamos desternillando de risa—. Naranja.

—Jesús —susurró Emily, contenta, mientras introducía un dedo experto por debajo del ojo y retiraba un poco de rímel—. Muy buena. Un momento —dijo, aguzando el oído—. Creo que ya están aquí.

Los cuatro irrumpieron en la sala cargados con su mal humor colectivo.

—Llegamos tarde por su culpa —explicó mamá, mirando enfurecida a Helen.

—Lo importante es que hemos llegado —intervino papá.

—Y estáis todos guapísimos —observó Emily.

Tenía razón. Estábamos todos deslumbrantes y perfumados (salvo papá), y no me sorprendió que, casi al instante, las perillas asomaran por la puerta.

—Ya nos íbamos —dijo secamente Emily, al tiempo que trataba de impedirles la entrada.

—Hola, soy Ethan. —Ethan subía y bajaba el cuerpo, intentando ver a Helen y Anna, que estaban detrás de Emily.

—Déjales entrar, aunque solo sea un minuto —dije.

—Bueno. —Emily se apartó con aire impaciente mientras los tres muchachos entraban y se detenían tímidamente delante de las chicas. Hice las presentaciones y dejé que durante unos minutos se olfatearan como perros, hasta que llegó realmente el momento de marcharse.

—¿A qué se dedican esos chicos? —preguntó papá cuando trepaba al jeep de Emily.

—A pillar infecciones venéreas —murmuró Emily entre dientes.

—Son estudiantes —aseguré.

—Sí —convino Anna—, pero Ethan, el de la cabeza afeitada, va a convertirse en el nuevo mesías.

Mamá apretó los labios.

—¿De veras?