Capítulo 5

Emily es mi mejor amiga. Mi mejor amiga entre las chicas, pero como a Garv y a mí no nos van bien las cosas, también entre los chicos.

Nos conocimos a la torpe edad de doce años en la escuela secundaria y enseguida nos reconocimos como almas gemelas. Las dos nos sentíamos fuera de lugar. No éramos exactamente unas parias, pero estábamos muy lejos de ser las chicas más populares de la clase. Parte del problema se debía a que ambas destacábamos en los deportes, mientras que las chicas molonas fumaban y falsificaban notas de sus padres donde decían que estaban resfriadas y no podían hacer gimnasia. Otro punto negativo era que no nos interesaba experimentar, como la mayoría de los adolescentes, con el tabaco y el alcohol. A mí me aterraba meterme en líos y Emily opinaba que era tirar el dinero. Así pues, juntas lo calificamos de «estupidez».

Durante la época escolar, Emily fue una niña menuda y flaca que se parecía a E.T. con una horrenda permanente. Muy diferente de su aspecto actual. Hoy en día sigue siendo menuda y flaca, pero ahora sabemos que eso es bueno, ¿o no? Sobre todo lo de flaca. La horrenda permanente (que de permanente no tiene nada, es su pelo natural) ha pasado a la historia. Ahora luce un cabello sedoso y brillante —ciertamente imponente—, aunque ella dice que en su estado natural todavía podría pasar por un miembro de Jackson Five. A veces, para obtener un pelo enteramente libre de rizos, su peluquero tiene que ponerle un píe en el pecho y tirar con todas sus fuerzas.

Viste con esmero y seguridad en sí misma. Cuando un determinado estilo se pone de moda, yo me compro una prenda y la mezclo con mi ropero «desfasado», segura de que doy el pego. Emily no. ¿Recuerdas cuando salió la moda rock-chick? Pues bien, yo me compré una camiseta con letras rosas y brillantes en que se leía «Rock-Chick», y punto. Emily, en cambio, apareció con unos tejanos de piel de serpiente ajustadísimos, botas de vaquero moradas con tacones de aguja y un sombrero Stetson de cuero rosa. En lugar de encontrarla ridicula, me dieron ganas de aplaudir.

Además, es una mujer que sabe elegir sus complementos. Zapatos de muchos colores (o sea, todos menos el negro), bolsos con forma de maceta y divertidos pasadores en el pelo cuando la ocasión lo exige.

No vivo del todo en el siglo pasado. Leo revistas, soy una compradora entusiasta y me intereso por la longitud de las faldas, la forma de los tacones y la capacidad difusora del maquillaje de base. Pero solo tienes que echar un vistazo a mis amigas solteras para ver que todas son más delgadas y sofisticadas que yo y que sus estuches de pinturas son cornucopias de lo último en tonalidades. Mientras yo todavía estoy leyendo acerca de algo, ellas ya lo exhiben. (¿Sabes cuánto tiempo tardé en darme cuenta de que volvía a llevarse la sombra azul púrpura? En realidad me da vergüenza decírtelo, y aunque parezca un cliché, se debe al hecho de tener un hombre y no estar «al loro».)

Mi amistad con Emily ha sobrevivido pese a la diferencia de estilos de vida y a los miles de kilómetros que nos separan. Nos enviamos e-mails dos o tres veces por semana. Ella me habla de sus desastrosas relaciones con los hombres, luego me pide cuentas sobre mi insulsa vida marital y las dos volvemos felices a casa. Me apenaba tremendamente que no lográramos vivir en el mismo continente. Garv y yo llevábamos apenas unos meses casados cuando nos fuimos a vivir a Chicago cinco años. Y cuatro semanas antes de que regresáramos a Irlanda, Emily se marchó a Los Ángeles.

El caso es que siempre quiso ser escritora. Había probado suerte con novelas y relatos cortos, aunque sin éxito. A mí me gustaba lo que escribía, pero ¿qué sabía yo de esas cosas? Como dice Helen, carezco de imaginación.

Entonces, hace unos cinco años, Emily escribió un guión corto titulado Un día perfecto, y una productora irlandesa lo seleccionó y lo emitió por televisión. Era extravagante y encantador, pero generalmente los cortos se emiten una vez y no se vuelve a saber de ellos. Se los considera una suerte de ejercicio práctico para futuros directores de cine. Pero en el caso de Un día perfecto ocurrió algo sin precedentes, y todo gracias a su inusual duración: catorce minutos y medio. Cada vez que en Irlanda estallaba un caso de corrupción (semana sí, semana no), el telediario de las nueve se alargaba más de la cuenta, de modo que se necesitaba un «relleno» para ocupar las ondas hasta las diez, momento en que la programación recuperaba su horario normal. En cuatro meses Un día perfecto hizo de relleno en tres ocasiones, colándose bajo la piel de la nación. De repente, en los ascensores, las fotocopiadoras y las paradas de autobús de todo el país las personas se preguntaban unas a otras: «¿Viste el magnífico corto que pusieron ayer noche después del telediario?».

De la noche a la mañana, por lo menos en Irlanda, el nombre de Emily se hizo famoso. La gente no sabía exactamente quién era, pero sabía que había oído hablar de ella y, desde luego, de su película.

Hubiera podido ganarse muy bien la vida en Irlanda de haberse mostrado más flexible y dispuesta a escribir, además de películas, series, obras de teatro y anuncios, que al parecer no pagan nada mal. Con todo, decidió ir a por todas, dejó su espantoso trabajo y se mudó a Los Ángeles.

El tiempo pasó y corrió la noticia de que la había contratado una de las grandes agencias de Hollywood. Poco después nos enteramos de que había vendido un guión largo a DreamWorks. ¿O era Miramax? En cualquier caso, una de las grandes. La película, titulada Rehén (o puede que ¡Rehén!), iba de una isla diminuta del Pacífico Sur para parejas en luna de miel a la que llegan unos terroristas que matan a algunos lugareños y secuestran a varios recién casados. Los demás huyen internándose en la jungla, sobreviven cual náufragos a base de ramitas y elaboran un plan de rescate. La describían como una «película de acción con una historia de amor y toques de humor».

El Sunday Independent escribió un artículo sobre el contrato, el canal de televisión emitió de nuevo Un día perfecto y la madre de Emily se compró para el estreno un vestido largo de lentejuelas azules. (Estaba rebajado un cuarenta por ciento de descuento, pero aun así era caro.)

El tiempo pasó y las cosas no se movían. No existía reparto y cada vez que yo preguntaba a Emily en qué fase se hallaba la película, me contestaba sucintamente: «Todavía estamos retocando el guión». Dejé de hacer preguntas.

Finalmente su madre llamó a Emily para preguntarle si podía ponerse el vestido azul de lentejuelas para la fiesta navideña de la empresa de su padre. Hacía casi un año que lo había comprado y, pese a estar rebajado un cuarenta por ciento, le había costado caro. Deseaba sacarle partido. Adelante, dijo Emily.

Entonces, de un día para otro, un estudio rival lanzó una película sobre ocho parejas que se van de vacaciones a una de las islas Fiji para practicar el golf. La isla es invadida por unos terroristas que matan a algunos lugareños y secuestran a varios golfistas. Los demás huyen internándose en la jungla, sobreviven cual náufragos a base de ramitas y elaboran un plan de rescate. Era una película de acción con —¡adivina!— una historia de amor. Y aunque no lo creas, algún que otro toque de humor. Yo había trabajado en la periferia del negocio del cine el tiempo suficiente para no sorprenderme cuando salió la noticia de que el estudio había decidido «pasar» de hacer la película de Emily. «Pasar» era el término hollywoodiense para «rechazar» y «no queremos saber nada más del asunto». Telefoneé a Emily para decirle lo mucho que lo sentía. Estaba llorando. «Pero estoy trabajando en otro guión», me dijo. «Unas veces se gana y otras se pierde, ¿no?»

Eso fue hace año y medio. Después vino a Irlanda por Navidad y me convenció para que saliéramos de copas mano a mano. Garv nos suplicó que le dejáramos ir, pero Emily le dijo con pesar que era una noche de chicas y no lo soportaría. Y tenía razón: en sus mejores momentos Emily era una persona peligrosa con la que salir, y cuando se sentía herida, humillada y poco dispuesta a hablar del tema, aún más.

Fue la noche del Stetson rosa. El estilo rock-chick estaba a punto de desplomarse bajo el peso de su propia estupidez, pero aún no había ocurrido y Emily estaba sensacional.

Me arroje a sus brazos, tal fue mi alegría al verla, pero a pesar de lo mucho que disfrutábamos de nuestra mutua compañía, fue una noche extraña. En aquel momento creí estar pasándolo genial, pero ahora, cuando miro atrás, ya no estoy tan segura. Emily bebió mucho y a una velocidad vertiginosa. Desde que había empezado a beber, se había convertido en una experta. Generalmente ni se me pasaba por la cabeza seguirle el ritmo, pero esa noche lo hice. Y como es lógico me emborraché, aunque curiosamente sin ser consciente de ello. Me sentía totalmente sobria. El único indicio de que algo no iba bien era que todas la personas con las que establecía contacto parecían hacer algo para insultarme o irritarme. En ningún momento se me ocurrió que yo pudiera tener la culpa.

Estábamos en el bar del Hayman, un hotel nuevo y elegante donde todo, desde los azulejos del techo hasta los ceniceros, lo había «creado» un famoso diseñador neoyorquino. Había oído hablar del local —apareció en todos los periódicos, sobre todo por el hecho de que casi todos sus objetos estaban a la venta—, pero no lo había visitado, mientras que Emily solo llevaba en casa tres días y ya había estado allí dos veces.

Nos instalamos en una mesa de un rincón, pedimos una botella de vino y Emily procedió a contarme la historia de su vida desde la última vez que nos vimos. Negándose a hablar de sus guiones —«No menciones esa guerra», gruñó—, me lo contó todo sobre su vida amorosa. Sus citas con un hombre gay que insistía en que era hetero y con un hombre hetero que insistía en que era gay. Emily era genial contando anécdotas y daba mucha importancia a los detalles. Nada de grandes pinceladas. Pormenores cautivantes.

Siempre parecía que hablaba mucho más que yo. Aunque también tenía mucho más que contar. Para cuando terminamos con su vida, ya íbamos por el final de la segunda botella de vino.

—Ahora tú —me ordenó—. ¿Qué historia es esa de los conejos? —Arrugó la frente—. ¿Y qué hay que hacer aquí para que a una chica le sirvan una copa?

Suspiré y empecé a narrar mi triste relato cuando, a través del gentío, divisé a mi hermana Claire.

—¿Qué haces aquí? —exclamó. Entonces vio a Emily y comprendió.

Estuvo un rato charlando con nosotras, atisbo a la gente con la que había quedado y se marchó. En cuanto estuvo lo bastante lejos, Emily murmuró con pesar:

—Eso, ve a divertirte con la gente de la mesa más grande. —Me lanzó una mirada penetrante, o eso pensé en aquel momento, pero en realidad solo estábamos tambaleándonos al mismo ritmo—. Le he cogido manía a tu hermana. Y también —añadió solemnemente— a sus amigos.

Contemple la mesa de Claire. A su llegada todos habían estallado en risas y cháchara. Me sentí extrañamente excluida.

—¡Yo también le he cogido manía!

—Tú no les has cogido manía.

—¿No?

—No —Emily echó la cabeza hacia atrás y volcó el vino que le quedaba por su garganta—. Les has cogido tirria.

De acuerdo. Les había cogido tirria.

Logramos que nos trajeran otra botella de vino y después optamos por ir a un lugar donde la gente no fuera tan fastidiosa. Al salir pasamos por delante de Claire y sus amigos.

—Nos vamos —anunció Emily con voz altiva—. No gracias a ti.

Enigmático, lo sé, pero en aquel momento tuvo mucho sentido.

Decidimos echarnos un bailoteo en el vestíbulo del hotel. No recuerdo de quién fue la idea, pero a ambas nos pareció buena. Dejamos los bolsos en el suelo y bailamos en círculo antes de salir a la calle cacareando. Todavía puedo ver las caras de pasmo de los tres hombres que teníamos al lado, bastante más serenos que nosotras.

Una vez fuera paramos un taxi y pedimos —en realidad, exigimos— que nos llevara a Grafton Street. A los pocos segundos habíamos cogido tirria al taxista, seguras de que había tomado el camino más largo y lucrativo.

—Tengo que ir por aquí porque no dejan girar a la derecha en el puente —se defendió.

—Ya-dijo Emily con desdén—. Usted no puede engañarme. Yo vivo aquí —mintió—. No soy ninguna turista. —Me propinó un codazo y rió con voz ronca—. Maggie, mira.

Había abierto el bolso de par en par —como un dentista intentando llegar a las muelas más remotas— y allí, entre su billetero de LV (falso) y su estuche de pinturas Prada (auténtico), reposaba un cenicero del hotel. Si la memoria no me falla, llevaba pegado un precio, y este era de treinta libras.

—¿De dónde lo has sacado?

Mi pregunta no esperaba respuesta. Cuando Emily está estresada roba objetos, una costumbre que detesto. ¿Por qué no puede ser como yo? Mi forma de manejar el estrés consiste en sufrir un eczema en el brazo derecho. No digo que sea agradable, pero al menos no pueden arrestarme por eso.

—Tienes que dejar de robar —la reprendí con voz queda pero furiosa—. Un día te pillarán y te meterás en un buen lío.

Emily no contestó porque estaba riñendo de nuevo al taxista.

Acudimos a un club para el que éramos demasiado mayores y lo pasamos en grande cogiendo tirria a más gente: el portero que no nos invitó a saltarnos la cola con la suficiente presteza en opinión de Emily, el camarero que no nos sirvió al instante y los clientes que no se levantaron de un salto para ofrecernos sus asientos nada más vernos.

En resumidas cuentas, pillamos una buena. Al día siguiente Garv se mostró bastante solidario. Salió corriendo del cuarto de baño cuando tuve necesidad de vomitar y esperó pacientemente en el rellano con la cara cubierta de crema de afeitar y cuchilla en mano.

Para cuando dieron las seis de la tarde ya me había recuperado lo suficiente para hablar, así que telefoneé a Emily. Me sentía animada, casi orgullosa de nuestra conducta alocada de la noche anterior, pero Emily parecía deprimida.

—¿Bailamos alrededor de nuestros bolsos en el Hayman? —preguntó.

—Sí.

—El caso es que —añadió con fingida despreocupación— tengo la horrible sensación de que no había pista de baile.

—¡Qué importa eso! —exclamé—. Tampoco había música. ¿Y no te molo la forma en que cogimos tirria a toda esa gente?

Emily emitió un sonido extraño, una mezcla entre gemido y gruñido.

—No me digas que estuve cogiendo manía a la gente.

—Tirria-corregí—. Cogimos tirria a la gente. Fue genial.

—Oh, Dios mío.

Descolgué el auricular.

—¿Emily?

—¿Estás bien?

—Sí-farfullé—. Creo que tengo la gripe.

—Tu madre dice que te has separado de Garv.

—Ah... sí.

—Y que has perdido el trabajo.

—Sí —suspiré.

—Pero... —Emily parecía atónita e incapaz de reaccionar—. Te he enviado varios e-mails al trabajo. La persona que ocupe ahora tu puesto ya lo sabrá todo acerca de Brett y su aumento de pene.

—Lo siento —alcancé a decir—. Lo cierto es que no he hablado con nadie.

Silencio mientras la electricidad estática daba tumbos por la línea. Sabía que Emily estaba deseando hacerme preguntas, pero se conformó con un:

—¿Seguro que estás bien?

—Seguro.

Más electricidad estática.

—Oye —dijo lentamente—, si no estás trabajando... ¿por qué no coges un avión y te vienes aquí una temporada?

—¿Qué hay ahí?

—Sol, Pringles bajos en calorías y yo.

Sospechaba que Emily no lo decía en serio. Que lo decía solo porque creía que tenía que decirlo, porque era lo que una buena amiga debía decir. No obstante, algo se iluminó en mi entumecimiento.

Los Ángeles. Ciudad de ángeles.

Quería ir.