Capítulo 14

Esa tarde hubo otras dos llamadas de la chica dulce de voz chillona de la oficina de Mort Russell. La primera vez llamó para saber si Emily tenía requisitos concretos para la presentación del miércoles.

—¿Cómo qué? —pregunté.

—Equipo audiovisual, té sin cafeína, una silla especial.

—Me temo que Emily se encuentra ahora mismo reunida. —Estaba con su preparador girotónico, o lo que fuera. Todo el mundo en Los Ángeles parecía tener un desfile constante de citas con contables, dietistas, peluqueros, preparadores de extrañas disciplinas y, en lugar preferente, psicólogos—. Le diré que la llame.

Luego la chica telefoneó para dar complicadas instrucciones sobre el aparcamiento del miércoles. Entre otras cosas, necesitaba el número de matrícula y el modelo del coche de Emily.

—Hablaba como si fuera el acontecimiento del año —comenté a Emily a su regreso.

—Porque en los estudios de cine las plazas de aparcamiento son como la sinceridad.

—¿Qué?

—Muy, muy escasas. ¿Llamó alguien más?

—Mis padres. Dicen que están preocupados por mí.

—No son los únicos.

—Estoy bien —aseguré. Al menos los accesos de pánico a medianoche habían remitido—. Telefonee a Donna y a Sinead. —Una vez que había tenido la certeza de que ninguna de las dos era la chica de Garv, me apeteció hablar con ellas. Ambas se alegraron mucho de oírme y ninguna sabía nada del lío de Garv. Fue un alivio. Eso significaba que no todo Dublín estaba hablando del asunto.

—¿Qué piensas ponerte esta noche para la fiesta de Dan González?-preguntó Emily.

—No lo sé. —Me alegraba de que saliéramos. Necesitaba estar constantemente activa para permanecer un paso por delante de mí misma y mis pensamientos. Pero tenía que preguntarle algo.

—¿Estará Shay Delaney?

Una pausa.

—Puede, si se encuentra en la ciudad. —Otra pausa—. ¿Te importaría que estuviera?

—¿Qué? No, claro.

—Ya.

—¿Conoces a su esposa?

—No. Creo que nunca le acompaña. Supongo que con tres hijos le es imposible.

—¿Sabes si... si Shay le es fiel?

—Lo ignoro —contestó Emily—. Ni lo veo ni lo conozco tanto como para saberlo. ¿Qué preferirías, que fuera fiel o infiel?

—No lo sé. Ni una cosa ni otra.

Emily asintió ante mi falta de lógica.

—Oye —dijo pausadamente—, llevas mucho tiempo dejándole vivir en tu cabeza sin pagar alquiler. —Calló y luego agregó—: Lo siento, olvida que he abierto la boca. Supongo que sabes mejor que yo por lo que pasaste. Lo siento —repitió.

—No importa.

Fue a vestirse y zanjamos el tema.

Media hora más tarde, apareció luciendo unos tejanos de piel de leopardo rosa y negra, tacones de aguja y una especie de jubón. Pero no solo era la ropa: había brazaletes, pasadores, maquillaje rutilante...

—¿Cómo lo consigues? —pregunté, arrugando la frente.

—Tú también estás fantástica.

Aunque había hecho lo posible, lo cierto es que me había traído poca ropa deslumbrante (básicamente porque no tenía) y con mi vestido de «fiesta» negro me sentía como una plañidera al lado del exótico plumaje de Emily.

—Si no fuera un desastre —me reprendí—, te pediría prestado algo de ropa. Anda, rízame las pestañas con tu rizador mágico, ¿quieres?

Emily hizo algo más que eso. Me maquilló hasta dejarme casi tan rutilante como ella y me prestó algunos pasadores y brazaletes.

Luego nos marchamos.

La fiesta, celebrada en una mansión de estilo español de Bel Air, era una de esas fiestas llenas de glamour y organización. Verjas electrónicas flanqueadas; por tipos fornidos comprobando tu identidad, diez mexicanos para aparcarte el coche y lucecitas de colores brillando en los árboles. Dentro de la casa, gente guapa y habladora circulaba por las espaciosas estancias, y enormes jarrones rebosaban de copiosos centros de azucenas. La luz se reflejaba en las bandejas de champán y —qué decepción, pensé— en las de agua mineral. Tratándose de una fiesta de Hollywood, había confiado en encontrar drogas, prostitutas y mucho jolgorio. Seguro que aquella princesa de ébano buscaba el tocador de señoras para esnifarse un gramo de coca. Y esa chica de aspecto latino, alarmantemente joven, tenía que ser una prostituta.

Emily fue a saludar a Dan González, el anfitrión, y yo me quedé bebiendo champán y buscando con ojos de lince indicios de perversión.

—¡Hola! —Un hombre más bien fornido y joven, que lucía una camisa con cuello de alerones, se me acercó—. Gary Fresher, productor ejecutivo.

—Maggie Gar... Walsh. —¡Que simpáticos eran aquí!

—¿Y a qué te dedicas, Maggie?

—Ahora mismo me estoy dando una tregua.

Y de pronto, con una rapidez que apenas pude absorber, el hombre declaró con sequedad:

—Ha sido un placer conocerte. —Se volvió y desapareció.

¿Qué? Debí tener un trabajo. No le interesaba hablar conmigo porque no podía ayudarle. El descubrimiento me dejó atónita y deprimida.

La fiesta era peor que una convención de sistemas de comunicación. Solo faltaba que la gente empezara a intercambiar tarjetas. Eh, un momento, ya lo estaban haciendo, y Emily O'Keeffe la primera. Allí estaba, en medio del cotarro, radiante, segura, dando palique...

No veía a Shay Delaney por ningún lado. Seguramente no estaba en la ciudad.

—¡Hola! Soy León Franchetti.

Un hombre increíblemente atractivo se había materializado ante mis ojos con una mano extendida.

—Maggie Walsh.

—¿Y a que te dedicas, Maggie?

—Soy estilista de perros. —El primer trabajo que me vino a la cabeza—. ¿Y tú?

—Actor.

Lo admito, me impresionó. No tanto como me habría impresionado si mis sentimientos fueran normales, pero...

—Qué bien.

—Sí. Las cosas no me van nada mal.

Me tenía fascinada su sonrisa de galán de moda. Me disponía a preguntarle qué películas había hecho, pero se me adelantó.

—Acabo de terminar un piloto para la ABC que se emitirá en otoño, mi personaje es sencillamente fantástico, con muchas posibilidades de crecer, podría dar mucho de mí...

—Excel...

—Antes de eso salí en Magnífico bribón. -Otra sonrisa hipnotizadora.

—¿De veras? —La había visto, pero no le recordaba.

—No tenía un gran papel, pero la gente se fijó en mí. ¡Vaya si se fijó! —Esbozó otra sonrisa de diablo atractivo. Curiosamente, esta no me afectó tanto como las otras—. También hice de Benjamín en el anuncio de la Casa de las Tartas. «¿Dónde puedo comprar mi tarta?» —Desplazó el labio inferior hacia delante para poner cara de desolación y, con una sonrisa, exclamó—: «¡En la Casa de las Tartas, atontaaaado!». —Era el eslogan de un anuncio ridículo—. No se emitió en California, pero fue todo un éxito en el Medio Oeste. Hasta los políticos lo imitaban. «¿Dónde se imagina dentro de diez años? ¡En la Casa de las Tartas, atontaaado!»

Fue entonces cuando me di cuenta de lo superflua que yo era para la conversación. Emily me rescató, pero poco después me abordó otro currículo andante que me contó con pelos y señales toda su carrera artística. Me hizo una pregunta y solo una: ¿Trabajas en el «mundillo»? Cuando hubo terminado conmigo, me quedé sola contemplando la sala. Todo el brillo había desaparecido y la gente desplazándose, sonriendo y hablando parecían tiburones en una piscina. Emily tenía razón: era imposible encontrar amor en esta ciudad. Todos estaban demasiado metidos en su trabajo. En mi interior se abrió un vacío. No había nada que consiguiera desviar mi mente de Garv. La depresión empezó a rondarme...

En ese momento mi corazón dio un brinco de alegría, pues había vislumbrado al otro lado de la sala a un viejo amigo: Troy, con su rostro alargado y de boca implacable. Vale, solo le conocía desde el viernes, pero comparado con el montón de egocéntricos sin sentido del humor que me rodeaba, era uno de los mejores amigos que había tenido en mi vida. Me abrí paso presurosamente hasta él.

—¡Hola! —exclamó, tan contento de verme como yo de verle a él—. ¿Lo estás pasando bien?

—No.

Me cogió de la muñeca.

—Oh, oh. ¿Hubo una emergencia?

Asentí con la cabeza.

—Le llamé y no estaba. Gracias por la tira de regaliz.

—Twizzler —me corrigió—. ¿Te ayudó?

—Desde luego. Podría haberme comido otras veinte.

—Los budistas dicen que nada permanece. Es un consuelo, pero no tan refinado como el azúcar. ¿Entonces no lo estás pasando bien?

—No —contesté enérgicamente—. He tenido que soportar un monólogo.

—El trabajo de actor es una profesión salvaje —me explicó Troy en un susurro—. Cada día te están diciendo que tu voz no es buena, que tu aspecto ya no es el mismo. Te atacan tanto el ego que la única forma de sobrevivir consiste en superdesarrollarlo.

—Comprendo. —Por el momento me calmé, hasta que recordé otra herida—. Espera a oír lo que me pasó nada más llegar. —Le relaté la historia del hombre que se marchó cuando le dije que no tenía trabajo—. Donde yo vivo —dije despectivamente—, la gente no se interesa por ti solo por lo que haces.

—No, se interesa por tu aspecto —replicó Troy con acritud.

Hice una pausa.

—Vale —admití—. No he visto a nadie esnifar cocaína. ¿A esto lo llaman una fiesta de Hollywood? Y dime, ¿crees que esa de ahí podría ser prostituta?

Señalé a la jovencísima latina.

—Es la hija de Dan González.

Noté la desilusión reflejada en mi cara. Troy rió suavemente.

—No encontrarás drogas ni perversión en esta clase de fiestas. La gente está aquí para trabajar. Pero si quieres —prosiguió—, alguna noche podría enseñarte otra cara de Los Ángeles.

—Gracias —dije, irritada por la ola de calor que subió por mi cuello y estalló en mi cara.

Mientras Emily y yo regresábamos a casa, me hipnotizó el tráfico de la autopista, cinco carriles de coches avanzando a la misma velocidad, con la misma distancia entre cada vehículo.

Las rampas nutrían el cuerpo principal de nuevos coches que ocupaban su lugar con una gracia bailarina, sin perder un solo compás. Otros coches se despegaban suavemente y ascendían por las rampas hasta desaparecer. Todo era movimiento y gracia. Muy bello.

¿Qué demonios me pasaba? Encontrar bello el tráfico. Encontrar bellos a los hombres narigudos con cara de granito.

Estaba hecha un lío. Hacía mucho, demasiado tiempo que no encontraba atractivo a nadie salvo a Garv. Y no pude evitar preocuparme por mi elección.