Capítulo 32
Cuando sufres un aborto recibes un montón de información, pero en realidad descubres muy pocas cosas. La gente me bombardeaba con consejos bienintencionados que variaban en exceso para proporcionarme consuelo. Algunos decían que teníamos que volver a intentarlo de inmediato. Otros aseguraban que era fundamental llorar primero la perdida.
Nadie, sin embargo, era capaz de decirme lo único que deseaba saber: ¿por qué había ocurrido? Lo mejor que el doctor Collins, mi ginecólogo, pudo decirme fue que en torno al quince o el veinte por ciento de los embarazos terminaban en aborto.
—Pero ¿por qué? —insistí.
—Así funciona la naturaleza —respondió—. El feto debía de tener algún problema que le habría impedido sobrevivir por sí solo.
Estoy segura de que su intención era consolarme, pero solo consiguió enfurecerme. En mi opinión, mi hijo, estuviera donde estuviera, era perfecto.
—¿Podría ocurrir otra vez? —preguntó Garv.
—Podría. Probablemente no ocurrirá, pero os mentiría si dijera que no es posible.
—Pero ya nos ha ocurrido. —Habíamos cubierto nuestro cupo.
—Que haya sucedido una vez no significa que no pueda suceder otra.
—Muchas gracias —repliqué con amargura.
—Otra cosa —añadió el ginecólogo con cautela.
—¿Qué? —le espeté.
—Eso, ¿qué? —me secundó Garv.
—Cambios de humor.
—¿Qué pasa con los cambios de humor?
—Esperadlos.
Repasé las últimas nueve semanas con un peine fino, buscando qué había hecho mal. ¿Había levantado objetos pesados? ¿Había subido accidentalmente a la montaña rusa? ¿Había ingresado en un hospital para pacientes de rubéola? ¿O se debía tan solo al hecho —ahora inimaginable para mí— de que sencillamente no quería ese bebé y él lo había intuido?
Una consejera me dijo que era imposible que el bebé hubiera intuido que no lo deseaba.
—Son criaturas insensibles —dijo—. Pero es natural que te eches la culpa. El sentimiento de culpa es una de las emociones que todo el mundo experimenta en estos casos.
—¿Y qué más?
—Rabia, dolor, frustración, miedo, alivio.
—¿Alivio? —La miré enfurecida.
—No todo el mundo. ¿He mencionado la ira irracional?
Como habíamos contado a muy poca gente que estaba embarazada, pocos sabían que había sufrido un aborto. Así pues, prácticamente nadie se mostraba indulgente con nosotros mientras intentábamos llenar el agujero que había quedado en nuestras vidas.
Porque era un agujero. Ya habíamos pensado en los nombres:
Patrick si era niño y Aoife si era niña.
Habría salido de cuentas el 29 de abril, pero ya habíamos empezado a mirar ropa de bebé y planificado la decoración de su cuarto. Entonces, de la noche a la mañana, ya no necesitábamos un papel de pared pintado con ositos ni buscar lámparas que proyectaran estrellas en las paredes. Era difícil acostumbrarse a eso.
Mayor dolor me provocó ver rota la ilusión que me había hecho conocer a mi hijo. Había esperado con impaciencia compartir mi vida con esta nueva persona que formaba parte de mí y de Garv, y de repente ya no estaba.
Ya sabes qué ocurre cuando el novio te deja. De repente el mundo se llena de parejas tiernas que se dan la mano, se besan, brindan con champán e introducen ostras en la boca del otro. Asimismo, en cuanto perdí a mi bebé empecé a ver montones de mujeres en avanzado estado de gestación, radiantes, portando sus hinchadas barrigas con orgullo. Peor aún, veía bebés por todas partes: en el supermercado, en la calle, en el mar, en el oculista. Criaturitas perfectas con sus bocas de delfín sonriente y su piel rebosante de frescura, agitando sus brazos rollizos, aplaudiendo con sus manos pegajosas, sacudiéndose los calcetines y dando grititos como mini Björks sin pelo.
Unas veces me resultaba demasiado doloroso contemplarlos y otras demasiado doloroso no hacerlo. Garv y yo solíamos mirarlos con anhelo mientras pensábamos: «Estuvimos a punto de tener uno como ese».
Entonces Garv susurraba:
—Será mejor que dejemos de mirar o la madre llamará a la policía.
El instinto me pedía quedarme embarazada de inmediato para fingir que la primera pérdida no había ocurrido y Garv dijo que quería hacer lo que a mí me hiciera feliz. Fui a comprar un medidor de temperatura porque no quería dejar nada al azar. Mi vida se había reducido a una única necesidad avasalladora y el miedo me atormentaba. ¿Y si esta vez tardábamos un año? ¿Y sí, por impensable que pareciera, no volvía a quedar embarazada?
Pero tuvimos suerte. Había abortado a principios de octubre y volvía a estar encinta a mediados de noviembre. Es difícil describir la mezcla de alivio y felicidad que sentí cuando la línea azul apareció en la varilla. Nos habían dado una segunda oportunidad. Jadeantes, nos abrazamos y lloramos, tanto por la pérdida del otro niño como por la llegada del nuevo.
Mas casi al instante la angustia venció a la alegría. De hecho, un pavor cegador. ¿Y si sufría otro aborto?
—El rayo nunca golpea dos veces —dijo Garv, pero sí lo hace, y en cualquier caso esto no era un rayo.
Me volví muy prudente. Dejé de ir a los pubs porque temía respirar el humo de los cigarrillos; conducía a veinte kilómetros por hora (en realidad, bastante rápido para Dublín) a fin de evitar los frenazos bruscos; y nunca me permitía el lujo de eructar, lo cual no era de extrañar si tienes en cuenta que hasta temía espirar hondo por si expulsaba el bebé.
Tenía pesadillas horribles: Una noche soñé que el bebé había muerto y seguía dentro de mí. Otra noche soñé que daba a luz un pollo. En esta ocasión no hubo escapadas del trabajo ni bolsos de JP Tod. Habíamos recibido tan horrible castigo la última vez por ser felices que temíamos celebrarlo. Con todo, en esta segunda ocasión apenas sufrí náuseas, salvo cuando encontraba algo muy divertido (casi nunca) y la risa me provocaba arcadas. (Era una invitada modélica.)
Con cautela, interpretamos la ausencia de náuseas como una buena señal. Aunque no existía una base médica, expliqué a Garv que las terribles náuseas del primer embarazo quizá habían sido una señal de que algo iba mal. Luego él lo repetía, y así intentábamos tranquilizarnos mutuamente.
Sin embargo, cada punzada podía constituir el comienzo del desastre. Una noche sentí un fuerte dolor en la axila y me convencí de que todo había acabado. Garv trató de devolverme la calma haciéndome ver lo lejos que estaba mi axila de la matriz, pero yo repliqué:
—Cuando la gente sufre un infarto, le duele el brazo. —Y comprendí que acababa de contagiarle el miedo.
Superamos esa noche y a la séptima semana acudimos a la primera exploración, y allí la angustia dominó por encima de la alegría que habíamos sentido con el primer bebé. Preguntaba sin cesar si todo iba bien y la enfermera respondía afirmativamente una y otra vez.
A medida que nos acercábamos a la novena semana la tensión aumentó. Durante dicha semana el tiempo transcurrió con una lentitud insoportable. Respirábamos como si el aire estuviera racionado. La superamos sin incidentes y entramos en las aguas tranquilas de la décima semana. La nube aclaró y empezamos a respirar como si el aire oliera a chocolate. El cambio en nosotros era visible. Recuerdo que sonreí a Garv, él me sonrió a su vez y ambos nos sorprendimos.
La décima semana pasó. A la semana siguiente fuimos a la segunda exploración, mostrándonos mucho más relajados. Entonces ocurrió algo que aumentó las apuestas más de lo que jamás habría imaginado: mientras estaba tumbada en la mesa, la enfermera nos ordenó que calláramos, encendió un interruptor y el sonido de los latidos del corazón de nuestro bebé inundó la habitación. Era un tamborileo ligero que iba a una velocidad de vértigo.
Me resulta imposible transmitir la intensidad de mi asombro y mi regocijo. Estaba extasiada. Como ya habrás imaginado, Garv y yo lloramos a lágrima viva, luego reímos un poco y rompimos de nuevo a llorar. La impresión nos había descolocado. Y el alivio fue glorioso: el corazón del bebé latía y, por tanto, la cosa iba bien.
En cuanto superáramos la duodécima semana estaríamos fuera de peligro.
—Dos días más —dije esa noche, mientras nos apretábamos las manos antes de dormirnos.
El dolor me despertó. La última vez no había sentido dolor, así que tardé en reaccionar. Cuando finalmente comprendí qué estaba sucediendo, traté de huir diciéndome: No puedo creer que nos esté ocurriendo esto.
Cuando me suceden cosas malas siempre me sorprendo. Sé que hay gente que reacciona a los desastres gritando: «¡Lo sabía, maldita sea, sabía que ocurriría!». Yo no. Se supone que las cosas malas les ocurren a «otras personas» y siempre me sorprendo cuando descubro que yo soy una de esas «otras personas».
Mientras corríamos hacia el coche, contemplé el cielo nocturno y en silencio rogué a Dios que no dejara que esto ocurriera, pero reparé en algo que interpreté como un mal presagio.
—No hay estrellas —comenté—. Es una señal.
—No, cariño, no lo es. —Garv me rodeó con los brazos—. Las estrellas siempre están ahí, incluso de día, pero a veces simplemente no podemos verlas.
La sensación, camino del hospital, de haber pasado ya por eso convirtió la realidad en una pesadilla. Volvimos a sentarnos en las sillas naranjas, luego alguien nos estaba diciendo que todo iría bien y una vez más no fue cierto.
Todavía era demasiado pronto para conocer el sexo, aunque tampoco me importaba. Lo único que importaba era que había perdido un hijo por segunda vez. Toda una familia desaparecida antes de llegar.
Esta vez fue mucho peor. Con una pérdida era capaz de vivir, pero con dos no, pues en esta ocasión habíamos perdido la esperanza. Me odié y odié mi cuerpo defectuoso por fallarnos de una manera tan espantosa.
La gente nos contaba historias que pretendían ser tranquilizadoras. Mi madre conocía a una mujer que había sufrido cinco abortos y ahora tenía cuatro hijos, dos niños y dos niñas. La madre de Garv tenía una aún mejor:
—Conozco a una mujer que sufrió ocho abortos y luego tuvo gemelos. Unos niños monísimos. Aunque uno de ellos terminó en prisión. Desfalco. Algo relacionado con un fondo de pensiones y una casa en España...
Todo el mundo intentaba inyectarnos optimismo, pero era inútil. No me quedaba un ápice de esperanza y estaba más convencida que nunca de que todo era culpa mía. No soy dada a creer en maleficios ni males de ojo (estás pensando en Anna), pero no podía librarme de la certeza de que yo lo había provocado todo.