Capítulo 25
Hace tres años, dos cosas que pensé que nunca ocurrirían ocurrieron. Llegó mi trigésimo cumpleaños y, tras cinco años en Chicago, Garv recibió la oferta de un ascenso en Dublín y decidimos regresar a Irlanda. Él se instaló en su nuevo cargo directivo, yo conseguí un contrato de seis meses en McDonnell Swindel y, sin más, ¡había llegado la hora de concebir bebés!
Pero, para mi gran desolación, todavía no me sentía «preparada». Aunque me encantaba estar de vuelta en Irlanda, echaba de menos Chicago. Además, adaptarme a mi nuevo trabajo me estaba resultando muy estresante. Odiaba la inseguridad de los contratos breves, pero era cuanto me habían ofrecido. Y no teníamos donde vivir. Habíamos esperado que nuestro regreso a la verde Erín fuera la tradicional llegada del irlandés que vuelve de las Américas tras haber hecho fortuna y se pone a repartir dinero. Por eso nos dejó perplejos descubrir que, durante nuestra ausencia, Irlanda había cometido la temeridad de salir al ruedo y crearse una economía propia.
Dublín estaba creciendo a una velocidad de vértigo y los precios de las viviendas se habían disparado. Nosotros regresamos en el momento cumbre, cuando la gente intercambiaba cajas de zapatos por varios millones de libras y si alguien se quedaba quieto demasiado tiempo, otro solicitaba un permiso de obras para construirle dieciséis pisos encima. Total, que en lugar de agenciarnos una mansión en el centro de la ciudad con lo obtenido por el apartamento de Chicago, tardamos cinco meses en alcanzar a comprarnos un casa en el barrio de Dean's Grange, a varios kilómetros del centro.
La casa había pertenecido a una anciana, de modo que la cocina y el cuarto de baño eran piezas de museo y las habitaciones pequeñas y oscuras. Así pues, concebimos planes para modernizarla: cocina nueva, cuarto de baño nuevo, tabiques al suelo, focos en el techo y demás. La constructora Lord Lucan llegó, echó abajo la mayor parte de la casa y se marchó. Y cada día que la pila de escombros del «jardín» delantero pasaba desatendida, era un día más que yo no tenía que comenzar a engendrar bebés.
No obstante, la red empezaba a estrecharse. Justo antes de marcharnos de Chicago, la mayoría de las parejas que conocíamos tenía un hijo o iba a tenerlo, y apenas habíamos puesto los pies en Irlanda cuando observé que aquí andaban con la misma broma. A la semana de nuestro regreso, Shelley, la hermana de Garv, tuvo un hijo varón, Roñan. Garv y yo fuimos a verla al hospital, donde encontramos a Peter, el compañero de Shelley, enarbolando una botella de champán para celebrar el nacimiento de su primogénito.
—¡garv! —exclamó cuando nos vio acercarnos por el pasillo—. ¡Garv, Garv, ven a ver el fruto de mi entrepierna! —Empujó la pelvis hacia delante con tal vigor que estuvo a punto de caer. Dando brincos entre las verdes paredes, agarró a Garv por la cabeza, tiró de él hasta la sala de los recién nacidos y gritó—: ¿No es un milagro? ¡Un milagro!
Yo estaba sufriendo por él, sobre todo cuando le pidieron que saliera de la sala porque estaba molestando a los demás padres. La escena conmovió a Garv.
Yo no había podido evitar observar que Garv adoraba a los niños. Y los niños a él. Sobre todo les gustaba despeinarle, tirarle de las gafas y meterle el dedo en el ojo. Si lloraban, Garv los abrazaba y les hablaba con dulzura, y ellos dejaban de llorar y le miraban maravillados. Entonces todo el mundo comentaba (salvo mi familia): «Será un padrazo».
Como era de esperar, Garv empezó a insinuar que nos reprodujéramos y maldije mi mala suerte. En otras relaciones eran las mujeres las que querían tener hijos, mientras los hombres hacían lo posible por zafarse. De hecho, según el folclore popular (y las revistas femeninas), esta clase de hombres infestaba el paisaje como las minas terrestres.
Cada vez que Garv sacaba el tema, yo salía con alguna razón legítima por la que ahora no era un buen momento. Él, sin embargo, se percató de que mi renuencia no era temporal un fin de semana que cuidamos de Ronan. (Bueno, digo fin de semana pero en realidad solo fue la noche del sábado, el tiempo que Peter y Shelley osaron dejarlo solo. Y en esas veinticuatro horas telefonearon unas ochenta veces.)
Era la primera vez que cuidábamos de Ronan más de dos horas y no se nos daba nada mal alimentarlo, hacerle eructar, cambiarle los pañales y engatusarlo. Me divertía porque no tenía nada contra los bebés per se, solo contra la idea de tenerlos.
Cuando Ronan lloró un par de veces durante la noche, Garv se levantó sin protestar y, por la mañana, lo trajo a la cama y se lo sentó en el regazo, de cara a nosotros. Ronan reía y cuando Garv sostenía sus muñecas rollizas y le soplaba en la barriga, se desternillaba. Garv reía casi tanto como él, y con el torso desnudo y el cabello revuelto parecía el hombre dulce de aquel retrato del hombre y el bebé. Me asaltó una sensación de confuso anhelo tan intensa que casi me dolió físicamente.
Cuando Peter y Shelley vinieron para recoger a Ronan, nos preguntaron:
—¿Se ha portado bien?
—¿Bien? —dijo Garv—. ¡Ha sido genial! No queremos devolverlo.
—En ese caso tendréis que hacerle un primito —bromeó Shelley.
Rápida como un rayo, señalé las paredes desnudas.
—¿Cómo vamos a traer un hijo a esta casa en obras?
Rieron, yo reí y Garv rió, pero su risa no fue tan fuerte como la nuestra. Ya entonces sabía que me había excedido en las excusas, y poco después llegaron los conejos.
El tiempo pasó y yo seguía sin sentirme «preparada». Una parte de mis miedos había desaparecido, sobre todo el del dolor al parto. Ahora conocía a suficientes mujeres con hijos para saber de primera mano que la experiencia era tolerable. No obstante, cuando oía historias de mujeres que habían tenido su primer hijo a los treinta y nueve, se me alegraba el día. Cuando poco después los periódicos recogieron el caso de una mujer de sesenta que había tenido un hijo mediante un proceso artificial, me alegré aún más.
Pero mucho antes de lo esperado llegó mi trigésimo primer cumpleaños y me entró el pánico: había dicho que tendría un hijo a los treinta y ahora era un año mayor. ¿Cuándo iba a sentir de lleno el instinto maternal? Se me estaba acabando el tiempo. Si no me daba prisa, me llegaría cuando tuviera la menopausia.
Como ya he dicho, Garv no es idiota. Finalmente me sentó con delicadeza —al tiempo que firmeza, porque puede ser firme cuando quiere— y me hizo hablar del tema, hablar de verdad en lugar de darle largas como había hecho durante los últimos doce meses.
—No estoy preparada —confesé—. Y no es por el dolor, eso ya no me preocupa tanto.
—Te conseguiremos la mejor epidural que el dinero pueda comprar. ¿Qué problema hay entonces?
—Mi trabajo.
Al pronunciarlo en voz alta me di cuenta del gran problema que suponía. Durante cinco años había trabajado duramente, tanto en Chicago como en Irlanda, y todavía estaba esperando obtener un puesto que me hiciera sentir «segura», un puesto lo bastante estable para poder tomarme un permiso de maternidad con la certeza de que recuperaría mi cargo y no tendría que preocuparme de que mis colegas me socavaran en mi ausencia y pisotearan mi trabajo. Sin embargo, ya iba por mi tercer contrato temporal.
—Te darán el permiso de maternidad y...
—Pero ¿qué facilidades tendré para volver a entrar? ¿Y cómo afectará eso a mis posibilidades de ascenso? Si me tomo cuatro meses de permiso, ¿cómo llegaré a ser como Frances?
—¿Para poder dormir debajo de la mesa y asearte en los lavabos como una vagabunda? Además, no pueden discriminarte por coger un permiso, va contra la ley.
Qué fácil era para él decirlo. No había oído a un socio de mi bufete (varón, naturalmente) quejarse de una mujer que estaba de baja por maternidad. «Si yo me hubiera cogido cuatro meses para navegar por el Mediterráneo y esperado que me siguieran pagando, se habrían reído en mi cara.»
A eso me enfrentaba, y aunque comparada con la de Garv mi profesión tenía menor envergadura, para mí era importante. Pese a agotarme y estresarme, en cierta medida me definía a través de ella.
—Vale. ¿Algo más?
—Sí. ¿Y si sale como una de mis hermanas? Como Rachel y las drogas. O Anna y la locura. O Claire y la rebeldía. Nunca sería capaz de controlarla y me rompería el corazón. —Hice una pausa—. Escúchame, estoy empezando a hablar como mi madre. En cualquier caso, soy demasiado irresponsable para tener un hijo.
Se echó a reír.
—¡Tú no tienes nada de irresponsable!
—¡Claro que sí! Tú y yo juntos —proseguí— lo pasamos muy bien. Podemos largarnos los fines de semana sin tener que planificarlo de antemano. ¡Piensa en Hunter y Cindy! —Unos amigos de Chicago que habían tenido un hijo y, de la noche a la mañana, la vida les había cambiado por completo. Antes de eso los cuatro solíamos hacer viajes juntos, pero luego estaban siempre cuidando de su bebé llorón, mientras que Garv y yo nos íbamos a los lagos el fin de semana, sintiéndonos culpables y, al mismo tiempo, aliviados—. No podríamos dejar al bebé con Dermont como hacemos con Saltarina y Jinete. Y el papel de los padres nunca termina —advertí—, por lo menos hasta que los hijos son adultos, y puede que ni siquiera entonces.
—Vale, un hijo te provocaría dolor, te rompería el corazón, terminaría con tu profesión y destruiría tu vida social durante los próximos veinte años. Aparte de eso, ¿tienes alguna objeción?
—Sí.
—Cuéntamela.
—Te parecerá una estupidez.
—Cuéntamela de todos modos.
Me obligué a decirlo en alto.
—¿Y si... y si le ocurre algo? ¿Y si le pegan en el colegio? ¿Y si se muere? ¿Y si contrae meningitis? ¿Y si le atropellan? Le querríamos tanto que... ¿cómo podríamos soportarlo? Perdona mi locura —me apresuré a añadir.
Nunca había conocido a nadie que pensara así. Las amigas que se habían quedado embarazadas habían confesado algún que otro pesar, pero todos del tipo «He aquí nuestro último fin de semana romántico en los próximos tres años», o «Ahora estoy leyendo todo lo que puedo porque te es imposible concentrarte en un libro durante los dos primeros años. Simplemente se te va la cabeza».
Ninguna había manifestado los enfermizos recelos que expresaba yo. Lo más parecido que habían dicho era: «No me importa que sea niño o niña, solo que esté sano».
—Entiendo cómo te sientes —aseguró Garv, y yo sabía que era cierto—. Pero si pensáramos siempre así, nunca amaríamos a nadie.
Por un momento temí que me sugiriera ir al psicólogo, pero por supuesto no lo hizo. Es irlandés.
A diferencia de la mayoría de mis amigas, yo apenas había hecho terapia. Emily decía que era porque me aterraba lo que pudiera descubrir. Estaba de acuerdo con ella; le dije que me aterraba descubrir que había pagado cuarenta libras cada semana durante dos años para entretener a un desconocido con la historia de mi vida.
—¿Ves algo positivo a la idea de quedarte embarazada? —preguntó Garv.
Medité largo y tendido.
—Sí.
—¿Sí? —La ilusión que oí en su voz me hizo avergonzarme.
—El chocolate.
—¿El chocolate?
—Bueno, la comida en general. Podría comer cuanto me diera la gana sin sentirme culpable.
—En fin —dijo él con un profundo suspiro—, por algo se empieza.
Pasó otro año, cumplí los treinta y dos y seguía sin sentirme «preparada».
Bueno, en realidad me sentía más preparada que antes, pero no lo suficiente. Hasta que un día, con la sensación de estar entregándome tras muchos años de huida, me derrumbé. Sabía que tenía que hacerlo. Mi lucha interior me tenía agotada y sospechaba que las cosas entre Garv y yo se habían enrarecido desde la llegada de Saltarina y Jinete. Amaba a Garv y no quería que la situación empeorara.
Cuando me entregué, Garv casi estalló de felicidad.
—¿Qué te ha hecho cambiar de opinión?
—No quiero que te conviertas en una de esas mujeres que roba bebés en los supermercados —contesté.
—No lo lamentarás, te lo prometo —aseguró.
Y mientras yo sospechaba que probablemente lo lamentaría, mi resentimiento se diluyó al darme cuenta de que él no comprendía la envergadura de mí aprensión, que creía sinceramente que en cuanto me dejara embarazada todas mis inquietudes desaparecerían, arrastradas por una marea de estrógenos.
—¿Debería comprarme ese aparato que indica la temperatura del cuerpo? —pregunté.
Garv me miró sorprendido.
—¡No! ¿No podríamos simplemente.,.?
De modo que simplemente...
La primera vez que hacíamos el amor sin tomar precauciones. Tuve la impresión de haber saltado de un avión sin paracaídas, y aunque nos habían dicho que podíamos tardar entre seis meses y un año, enseguida empecé a vigilar mi cuerpo.
Pese a los riesgos corridos, fue inútil, y ni los dolorosos retortijones consiguieron minar mi alegría. Me relajé un poco. Había ganado otro mes. Quizá era de esas mujeres que tardaban un año entero.
No lo era. Concebí al segundo mes. Y lo supe en cuestión de minutos.
No es que empezara a pedir de inmediato bocadillos de mantequilla de cacahuete con calamares, pero notaba algo extraño, y cuando le cogí manía a los sándwiches de tocino, lechuga y tomate, no me quedó ninguna duda.
Claro que el mes anterior también había creído estarlo. Con el paso de los días, no obstante, quedó claro que no eran imaginaciones mías. Estaba encinta. ¿Que cómo podía estar tan segura? Quizá se debiera al hecho de que a partir de la ocho de la noche no conseguía retener ni el agua. O al hecho de que si alguien pasaba a menos de un metro de mis tetas me daban ganas de matarle. O al hecho de que estaba blanca como la tiza excepto cuando me ponía verde como la menta.
Todo me salía mal. Cuando Shelley estaba de cinco semanas, se fue de excursión a los Pirineos (¿que por qué?, eso mismo me pregunté yo), caminó quince agotadores kilómetros al día y en ningún momento se mareó. Claire había ignorado que estaba embarazada durante el primer mes y salía de juerga todos los días sin recurrir a un solo cubo.
Yo, en cambio, era la persona más enferma que había conocido en mi vida, y me resultaba especialmente difícil porque raras veces enfermaba. Tenía afectado hasta el cerebro. No podía pensar con claridad.
Para declararlo oficial me hice la prueba del embarazo y cuando la segunda línea rosa asomó a la superficie, Garv lloró, al estilo varonil de me-ha-entrado-algo-en-el-ojo. Yo también lloré, pero por otros motivos.
Pese a las náuseas, seguí trabajando —aunque solo Dios sabe de qué les servía en el despacho—, y lo único que me mantenía en movimiento era la visión de mi cama al final del día. Cuando llegaba a casa, casi llorando de alivio, me iba derecha al dormitorio. Si Garv había llegado ya, me abría la cama y yo solo tenía que deslizarme entre las sábanas. Luego se tumbaba a mí lado y yo le tomaba la mano y le decía lo mucho que le odiaba.
—Lo sé —canturreaba él— y no te culpo, pero te prometo que dentro de unas semanas te sentirás mejor.
—Sí —susurraba yo, agradecida—. Gracias. Entonces te mataré.
Tarde o temprano me incorporaba trabajosamente y Garv, que estaba bien adiestrado, preguntaba solícito:
—¿Palangana? —Y nos preparábamos para otra ronda de arcadas—. Ver el partido, beber una Bud —tarareaba Garv mientras yo vomitaba en la preciosa palangana fucsia que me había regalado para ese fin.
Transcurrido el primer mes, algo empezó a revelarse dentro de mí, una sensación tan desconocida que no podía ponerle nombre.
—¿Indigestión? —sugirió Garv—. ¿Gases?
—No... —dije—. Creo que podría ser... ilusión.
Garv volvió a llorar.
Llámalo hormonas, llámalo madre naturaleza, llámalo como quieras pero, para mi gran sorpresa, me descubrí queriendo ese bebé. A las siete semanas, cuando fuimos a la primera exploración, mi amor sencillamente explotó. La imagen granulosa mostraba algo diminuto, una mancha un poco más oscura que el resto de la pantalla, pero era nuestro bebé. Otro ser humano, nuevo y único. Lo habíamos creado nosotros y yo lo llevaba en mi interior.
—Es un milagro —susurré a Garv mientras lo examinábamos.
—Un milagro —convino solemnemente.
Deseosos de celebrarlo, nos tomamos el resto del día libre y fuimos a comer a un restaurante al que yo solía ir con clientes y que, por consiguiente, nunca era capaz de disfrutar. Logré meterme media pechuga de pollo sin devolver. Paseamos por la ciudad y Garv me convenció de que le dejara comprarme un bolso Tod (el que Helen ahora codicia). Era tan caro que yo nunca me lo habría comprado, ni siquiera con mi cuenta de Cosas Bonitas para Señoritas.
—La última vez que tendremos dinero para estas cosas —bromeó afablemente.
Luego le compré un disco compacto de un saxofonista que yo desconocía por completo pero que a él le encantaba.
—La última vez que podrás escuchar música —bromeé, también afablemente. Fue uno de los días más hermosos de mi vida.
Al día siguiente decidimos regalar Saltarina y Jinete a Dermont. Se había encariñado mucho con ellos y aunque nos entristecía perderlos, habíamos decidido que de todas formas habrían tenido que irse cuando el bebé naciera. Nos habían contado muchas historias de animales celosos que atacaban a recién nacidos, y aunque Saltarina y Jinete nunca habían dado muestras de maldad, ambos opinábamos que no debíamos correr riesgos. Así pues, con lágrimas en los ojos, los dejamos en casa de Dermont, prometiéndoles que iríamos a verlos regularmente.
En torno a esa época otras cosas cambiaron. A mí nunca me había entusiasmado mi cuerpo. No lo odiaba tanto como para matarlo de hambre o rebanarlo, pero no me parecía nada del otro mundo. No obstante, con el embarazo se produjo un cambio profundo. De pronto me sentía madura, hermosa, poderosa y —aunque parezca extraño— útil. Hasta ese momento había visto mi matriz como el llavero de mi bolso Texier: no era decorativo ni útil, pero venía con el resto del paquete y tenía que aceptarlo.
Otra consecuencia del embarazo fue que me sentía felizmente normal. Durante mucho tiempo la falta de instinto maternal me había hecho creer que era casi un monstruo. Por primera vez en mucho tiempo me sentía en armonía con el resto del mundo.
Se supone que debes esperar doce semanas antes de anunciarlo a la gente y yo soy muy buena a la hora de guardar secretos, pero no en este caso. A la octava semana estábamos comunicando la noticia a nuestras familias, que se mostraron muy dichosas. Bueno, en su mayor parte.
—Te tenía por un jaffa -dijo fríamente Helen a Garv.
—¿Qué es un jaffa?
—Una naranja sin pepitas.
Garv seguía sin comprender, así que Helen se explicó.
—Pensaba que eras estéril. —Y añadió—: Cuando podía soportar pensar en ello.
Luego llamé a Emily, una de las pocas personas que había conocido mi resistencia a quedarme embarazada en toda su magnitud, y solo porque ella había compartido mi sentir. Emily era de esas mujeres que a la pregunta de si le gustaban los niños respondía: «¡Me encantan! Pero no podría con uno entero».
Le dije que llevaba ocho semanas de embarazo y cuando me preguntó si estaba contenta, me oí responder:
—Nunca había estado tan contenta en mi vida. Fui una tonta al esperar tanto tiempo.
Tras un largo silencio, escuché un sorbetón.
—¿Estás llorando? —pregunté con suspicacia.
—Me alegro tanto por ti —dijo Emily con voz trémula—. Es una noticia maravillosa.
Fue durante una visita rutinaria al cuarto de baño un sábado por la tarde cuando lo vi. No eran las pequeñas manchas de las que me habían hablado. Aquello era rojo y estaba por todas partes.
—Garv —dije, sorprendida de mi serenidad—. ¡Garv, creo que debemos ir al hospital!
Al llegar al coche decidí que quería conducir. Fui muy insistente, algo relacionado con el control, quizá. Y Garv, que raras veces pierde los estribos, gritó:
—¡conduzco yo!
Recuerdo cada escena del trayecto hasta el hospital como una hiperrealidad. Las imágenes eran claras y definidas. Teníamos que cruzar la ciudad, pero estaba tan llena de compradores sabáticos que apenas conseguíamos avanzar. Tanto gentío me hizo sentirme sola en el mundo.
Al llegar al hospital, aparcamos en una plaza de ambulancia y hoy todavía podría describirte a la mujer del mostrador de admisiones. Me prometió que me examinarían lo antes posible y Garv y yo esperamos en sillas de plástico naranja atornilladas al suelo, sin hablar.
Cuando una enfermera vino a buscarme, Garv me prometió:
—Todo irá bien.
Se equivocaba.
Era un feto de nueve semanas, pero me sentía como si alguien que conocía hubiera muerto. Era demasiado pronto para saber el sexo, lo cual me hizo sentir aún peor.
Una pérdida compartida es más dura, creo. Podía dominar mi propio dolor, pero no el de Garv. Y había algo que tenía que decirle antes de que el sentimiento de culpa me devorara.
—Es culpa mía. Ha ocurrido porque no lo quería. Él o ella sabia que no era deseado.
—Pero tú lo deseabas.
—Al principio no.
Y Garv no respondió. Sabía que era cierto.