Capítulo 39
El jueves por la noche mamá, papá, Helen y Anna aparecieron por sorpresa en casa de Emily. Habían ido a Disneylandia y yo había supuesto que no volverían antes de medianoche. Enseguida supe que no se trataba de una visita informal porque mamá lucía su mejor chaqueta y su pintalabios de «salir», esto es, una circunferencia de pintura más ancha que sus labios. Parecía una payasa sumamente respetable.
—Entrad, entrad —dije—. ¿Cómo os ha ido en Disneylandia?
Mamá se hizo a un lado para mostrar a papá. Llevaba un collarín en el cuello.
—Oh.
—Así nos ha ido en Disneylandia —respondió mamá—. Volvió a levantarse mientras estaba montado en aquella cosa. No me hizo caso. Nunca hace caso a nadie. Él lo sabe todo.
—Valió la pena —aseguró papá, obligado a volver todo el cuerpo para asesinar a mi madre con la mirada.
—Papá, cuando fuiste a Disneylandia con tus colegas contables, ¿ibais con traje?
—¿Traje? —preguntó sorprendido—. Éramos embajadores de nuestro país. Por supuesto que íbamos con traje.
—¿Lo has pasado bien en Disneylandia? —pregunté a Helen.
—Sí, porque no fuimos. Fuimos a Malibú a la caza de dioses del surf.
—Pero si no tenéis coche —dijo Emily a Anna— ¿Cómo llegasteis tú y Helen a Malibú? ¿No me digas que fuisteis... en autobús?
Anna meneó la cabeza.
—No. Ethan y los demás chicos nos llevaron en su Duques de Hazzardmóvil.
—Si los conocisteis ayer.
- Tempus fugit -contestó Anna—. No hay mejor momento que el presente.
Se hizo el silencio, pues hasta ese momento el lema de Anna siempre había sido: «No hagas hoy lo que puedas dejar para mañana. O, preferiblemente, para el año que viene».
—A Anna le gusta Ethan —dijo Helen.
—No me gusta.
—Sí te gusta.
—No me gusta.
—Sí te gusta.
—¿De veras? —preguntó Emily con curiosidad.
—¡No!
—Sí —insistió Helen—. Tendremos que torturarla para que lo confiese. Emily, ¿tienes algo con lo que podamos darle una descarga eléctrica?
—Mira en la cocina. Y entretanto saca vino y algunas copas, ¿quieres?
—¿Por qué no confiesas, cariño? —preguntó mamá—. Las descargas eléctricas son muy dolorosas.
—¡No me gusta!
Desde la cocina llegó el ruido de cajones revueltos.
—¡Emily, solo he encontrado un cuchillo eléctrico de trinchar! —gritó Helen.
—Si me torturáis, me vuelvo a casa —amenazó Anna.
—Déjalo. Trae solo el vino.
—¿Y qué has hecho hoy? —me preguntó mamá.
Había tenido un día raro, asediado por la nostalgia, por la época en que tenía diecisiete años y empecé a enrollarme con Shay. Fueron muchas las cosas que recordé mientras me sentía presa de un dolor agridulce...
La voz de mamá atravesó mis pensamientos y me devolvió de un salto al presente en Los Ángeles.
—¿Le estoy hablando a una pared? —protestó bruscamente—. ¿Qué hiciste hoy?
—Oh, lo siento. Lavé ropa, fui al supermercado.
Donde por cierto volvió a gritarme el hombre harapiento, esta vez con respecto a una persecución de coches y una bala en el muslo de «Lala». En esta ocasión no me lo tomé como algo personal. Compré un montón de comida y luego me pregunté por qué, tanto en los supermercados de Irlanda como en los de Los Ángeles, a nueve mil kilómetros de distancia, siempre acababa haciendo cola detrás de la Persona Que Se Lleva Una Gran Sorpresa Cuando Se Da Cuenta De Que Tiene Que Pagar. Después de guardar todas las cosas en las bolsas y colocarlas en el carro, les comunican la cantidad, se sorprenden y solo entonces empiezan a palparse los bolsillos o a abrir el bolso en busca de la cartera. Al final pagan con una tarjeta de crédito que no va bien o calculan la cantidad exacta en calderilla.
Luego fui a la farmacia, compré un limpiador lingual y esperé a que me cambiara la vida.
—Y al llegar a casa ayudé a Emily. —Bueno, le preparé un batido de arándanos, le sugerí un sinónimo de «gruñir.» y expliqué por teléfono a Larry Savage que Emily estaba en su sesión de irrigación de colón cuando en realidad estaba tumbada en el sofá, fumando y llorando.
—Ayer fue una noche maravillosa —comentó mamá—, dejando a un lado la película, claro. Shay Delaney no ha cambiado nada. Me alegré muchísimo de verle. Y mañana vendrá a cenar con nosotros, de acuerdo con papá.
—No vendrá —repuse—. Solo quería ser educado.
—Sí vendrá —insistió mamá—. Dijo que vendría.
Papá le había puesto prácticamente un cuchillo en la garganta. Claro que dijo que vendría.
—Ese tío me da dentera —intervino Helen—. Te estaba mirando, Maggie.
—Nos estaba mirando a todos —replicó secamente mamá.
—No, quiero decir que la estaba mirando. Mirando... con sus ojos.
—¿Con qué otra cosa iba a mirarla? —le espetó mamá—. ¿Con los pies?
Antes de que pudiera clasificar y poner nombre al aluvión de sentimientos que el comentario de Helen me había generado, Anna dijo algo sorprendente:
—Quiere caer bien a todo el mundo.
—¿Qué tiene eso de malo? —preguntó mamá—. Además, lo cierto es que cae bien a todo el mundo.
—A mí no —repuso Helen.
—Porque te gusta llevar la contraria.
—Vete a casa, vieja, estoy cansada y me molestas.
—Me voy, pero solo porque quiero. ¡Vamos! —Mamá llamó a papá como si fuera un perro faldero—. Acabemos con esto.
—¿Adonde vais?
—A la casa de al lado, a contar fábulas.
Cuando nuestras risas amainaron, pregunté:
—¿Por qué vas si no te apetece?
—¿Qué podía decir? —respondió mamá, indignada—. Ese Mike me puso entre la espada y la pared.
—No vayas —sugirió Helen—. Que se joda.
—No. —De repente mamá era todo altivez—. Si digo que voy a hacer algo, lo hago. No soy de esas mujeres que se echan atrás. Nos quedaremos una hora por educación y luego diremos que tenemos otro compromiso.
—Di que vais al Viper Room —aconsejó Helen—. Es la noche de los carrozas.
—El Viper Room —repitió mamá—. Muy bien. Y si no hemos salido dentro de hora y media, venid a rescatarnos.
En cuanto se hubieron marchado, Helen dijo muy seria:
—El tipo de la narizota, ¿Troy?, me parece extrañamente atractivo.
—Coge número y ponte en la cola —repuso Emily exactamente como me había dicho a mí—. No te enamores de él, nena, porque te romperá el corazón.
—¿Enamorarme? —se mofó Helen—. Qué aguda. Pero dime, ¿quién se ha acostado con él? —Observó ávidamente a Emily—. Seguro que tú.
—Pregúntaselo a Maggíe.
Me encogí de hombros y Helen me clavó una mirada penetrante.
—¿Tú? ¿Túuu?
—Sí, yo.
—Pero... tú eres una buena chica.
—No me digas
Me miró con desconfianza.
—En cualquier caso, tú y ese Troy no salís juntos, ¿verdad?
—No.
—Entonces, ¿te importa que lo cate?
—En absoluto.
—¿No crees que deberías preguntárselo a su novia? —replicó Emily con inesperada brusquedad.
—¿Quién? ¿La cursi aquella? —Helen sonrió—. Dudo que me dé problemas. Y ahora háblame de Lara. Los chicos dicen que es tortillera. Me pregunto cómo es el sexo con una chica —dijo, como si estuviera soñando—. Me pregunto qué hacen en la cama.
—Pregúntaselo a Maggie —dijo Emily.
—¡Ja, ja, ja! —rió Helen. Luego calló como si hubiera chocado con una pared de granito. Su cara perdió color—. No te creo.
Volví a encogerme de hombros.
—Allá tú. —Me estaba divirtiendo.
—¿Cuándo?
—La semana pasada.
—No te creo. Se lo preguntaré a Lara.
—Pregúntaselo —la desafié.
Helen pasó la siguiente hora mirándome fijamente, como si no me hubiera visto antes, negando con la cabeza y murmurando «Jesús, Jesús...», y solo calló cuando Emily consultó la hora y exclamó:
—¿Qué hacemos con tu padre y tu madre? Ha pasado casi una hora y media. ¿Vamos a rescatarlos?
—Sí, vamos.
Salimos a la calle y miramos por la ventana del salón de Mike y Charmaine. Mamá estaba majestuosamente sentada en una butaca, con el resto de los presentes apiñados a sus pies. Hablaba y sonreía. Papá estaba instalado en el sofá, con la cabeza muy quieta sobre el collarín. También él sonreía.
Di unos golpecitos en el cristal de la puerta y un tipo delgado y con barba se acercó de puntillas y se llevó un dedo a los labios.
—Es la historia del Famoso Casposo y de cómo se ganó el amor de la hija del médico.
Emily, Helen, Anna y yo nos miramos boquiabiertas, le seguimos hasta la sala y nos sentamos en el suelo. Enseguida me inquiete. El acento de mamá era más irlandés que nunca, y el número de «diantre» y «ojo» por frase era alarmantemente alto.
—... ojo, que el muchacho Casposo sabía hacer de todo. Conducir tractores marcha atrás, fumigar y en cuanto a bailar... Diantre, era el mejor bailarín del mundo, podía bailar sobre un plato...
Yo estaba muerta de vergüenza por el espantoso ridículo que estaba haciendo mi madre, pero cuando observé las caras de los oyentes, vi que estaban literalmente hechizados. Todos la miraban fijamente, sin moverse, como si fuera un imán. El silencio era absoluto.
—Bailaba el swing, el country, podía dar ocho vueltas seguidas, pero también tenía cerebro, ¡diantre si tenía cerebro! Genial era en el aprendizaje de libros...
—¿Aprendizaje de libros? —susurró Emily—. ¿De qué demonios habla?
—Chis —susurró ferozmente una chica de anuncio de tintes naturales.
—... había roto el corazón de cada mujer de Irlanda. Todas las madres del pueblo le tenían puesto el ojo. —Una pausa calculada—. ¡Y no solo por sus hijas!
Estallaron las risas y aproveché para indicarle con gestos que terminara. Mamá me vio y confieso que parecía decepcionada.
—Damas y caballeros-anunció, interrumpiendo las risas—. Damas y caballeros, como pueden ver mis hijas han llegado y quieren llevarme al Viper Room.
Varias cabezas se volvieron con miradas furibundas.
—De modo que, aunque me cueste, debo dejarles.
—¿No podéis esperar cinco minutos? —nos preguntó con agresividad un hombre que llevaba coleta—. Queremos oír el final de la historia.
—Eso —clamó otro—. ¡Que espere Johnny Depp!
¿Cómo era posible que nos echaran la culpa?
—De acuerdo —dije—. A nosotras tanto nos da.
—Diantre, no tenía idea de que el relato les estuviera gustando tanto —dijo mamá con fingida timidez—. En fin, si insisten...
—¡insistimos! —estalló la sala.
Uno de los acólitos de la primera fila la acarició suavemente y dijo:
—Siga, mamá Walsh.
Mamá Walsh siguió durante un buen rato y para cuando la dejaron marchar, parecía flotar en una nube, y también papá. Por desgracia, la cosa se puso un poco fea en la calle, cuando mamá descubrió que no íbamos al Viper Room, que solo había sido una excusa —aceptada por ella, tuvimos que recordarle— para salir de allí.
—Yo quiero ir al Viper Room —insistió como una niña mimada.
—No puedes. ¡Eres demasiado vieja! —replicó Helen.
—Dijiste que era la noche de los carrozas.
—Bromeaba. Y estamos cansadas por el jet lag. Nos vamos a dormir.
Mamá nos clavó a Emily y a mí una mirada a lo «Et tu, Brute?».
—Tengo un guión que escribir —respondió nerviosamente Emily—. Necesito mis zetas.
—Y yo tengo que ayudarla. Buenas noches a todos, hasta mañana.
Emily y yo entramos en casa y cerramos rápidamente la puerta, pero todavía oíamos las protestas de mi madre en la calle.
—¡Estoy de vacaciones! Sois todos unos aburridos.