Capítulo 44
Abandoné el Mondrian y volví a casa de Emily. Del jardín de las perillas llegaban sonoras carcajadas y un olor a chamusquina. Entré en la casa, afortunadamente vacía, y me fui directa al sofá. Ni siquiera encendí las luces. Simplemente permanecí tumbada en la oscuridad, sintiéndome hundida, apagada y confusa.
Transcurrido un tiempo tras la marcha de Shay a Londres, me fueron llegando noticias de él: pasaría el verano trabajando en Cape Cod; se había licenciado; había conseguido un trabajo en Seattle. Finalmente comprendí que todo había terminado, que Shay no volvería a mí.
Me esforcé con los hombres que iba conociendo, pero no conseguía levantar el ánimo. Entonces una noche, cuando tenía veintiún años, me encontré a Garv en un pub de la ciudad. Hacía más de tres años que no lo veía. Había ido al college, como Shay, pero en su caso a Edimburgo. Ahora estaba de nuevo instalado en Dublín y trabajaba, y mientras intercambiábamos detalles autobiográficos, me sentí tan culpable por la forma en que le había tratado que apenas podía mirarle a los ojos. En medio de la conversación farfullé una disculpa tímida y, para mi alivio, Garv se echó a reír.
—No te preocupes, Maggie, aquello ocurrió hace mucho tiempo —dijo, y fue tan encantador que por primera vez en mucho tiempo, sentí algo.
Fue una gran sorpresa descubrirme saliendo otra vez con él, el novio que había tenido a los diecisiete años, mi primer novio. Me resultaba muy divertido, como al resto de la gente. No obstante, la situación dejó de ser graciosa el día que quité un caracol de su parabrisas y lo arrojé a un coche de monjas que pasaba por delante, porque me di cuenta de que me había enamorado.
Era un gran hombre y le quería mucho. Aunque no poseía el encanto arrebatador de Shay, a mí me hechizaba. Y me parecía exquisito. Tampoco tenía el atractivo sexual de Shay, pero poseía un atractivo más sutil que se me había metido en la piel, de modo que cada vez que le miraba me excitaba. Sus ojos, su pelo sedoso, su altura, sus manos grandes, su olor a algodón planchado... estaba loca por él.
Ante todo, éramos amigos. Podía contárselo todo. Se tragó con pelos y señales mi historia con Shay y solo recibí de él comprensión. En ningún momento me juzgó.
—No soy una asesina ni arderé en el infierno, ¿verdad? —le pregunté.
—Claro que no, pero nadie dice que fuera una decisión fácil.
Me sentí sumamente aliviada por haber conocido a un hombre tan benévolo como él.
Algunas personas, sin embargo, reaccionaron de forma extraña cuando nos prometimos, sobre todo Emily.
—Me temo que al casarte con él estás yendo a lo seguro —dijo.
—Creía que te gustaba —repliqué, ofendida.
—Y me encanta, pero Delaney te hizo mucho daño y Garv está tan loco por ti que... Oye, solo quiero que estés segura. Piénsatelo.
Le prometí que me lo pensaría, pero no lo hice porque sabía lo que quería.
Así que nos casamos, nos mudamos a Chicago, regresamos a Dublín, llegaron los conejos, fuimos por el niño, lo perdí, perdí un segundo niño y vi cómo mi pasado volvía para atormentarnos.
Durante mucho tiempo fui la única persona que yo conocía que hubiera tenido un aborto voluntario. Más adelante Donna tuvo uno a los veinticinco años y la hermana de Sinead a los treinta y uno. En ambas ocasiones me llamaron para que les explicara cómo lo había vivido y les dije exactamente lo que pensaba: era su cuerpo y tenían derecho a elegir. No debían escuchar a esos matones provida. Pero —si se parecían en algo a mí— tampoco debían esperar salir ilesas de la experiencia, sino que debían prepararse para un aluvión de emociones, desde la culpa hasta la curiosidad, desde la conmoción hasta el arrepentimiento, desde el odio personal hasta el alivio.
Aunque me alegraba dejar de ser la única, ambos abortos despertaron recuerdos que me hicieron revivir la experiencia. Con todo, la sensación pasó y acepte que yo era una mujer que había tenido un aborto voluntario. Con el paso de los años, cada vez pensaba menos en ello. Salvo en los aniversarios, momento en que me ponía fatal, a veces sin saber de inmediato por qué. Luego recordaba la fecha y me preguntaba cómo sería ahora el bebé, a los tres años, a los seis, ocho, once...
Pero creía que la experiencia había quedado enterrada en el pasado, hasta la última visita con el doctor Collins, el día que tuve que desvelar la duda que me estaba carcomiendo.
—¿Es posible que siga perdiendo los bebés porque... porque... tenga alguna lesión?
—¿A qué se refiere con lo de lesión?
—¿Por una operación?
—¿Qué clase de operación? ¿Una terminación voluntaria?
Me estremecí ante su franqueza.
—Sí —murmuré.
—Lo dudo. Lo dudo mucho. Podemos comprobarlo, pero lo dudo mucho.
No le creí, y sabía que Garv tampoco, y aunque nunca lo hablamos, ese fue el momento en que nuestro matrimonio zozobró y murió.
Poco después —ignoro cuánto tiempo después—, el teléfono sonó en medio de la oscuridad. No tenía intención de contestar. Dejé que sonara a la espera de que saltara el contestador, pero alguien lo había desconectado y, blasfemando, me arrastré hasta el aparato.
En cuanto descolgué el auricular, recordé la prohibición de Emily y recé en silencio para que no fuera Larry Savage. Era Shay.
—Oh, hola. —Parecía sorprendido—. Creía que saldría el contestador.
—Pues soy yo.
—Siento mucho lo de esta noche. —Sonaba tan contrito que mi resentimiento empezó a diluirse—. Me surgió repentinamente un asumo de trabajo.
—Pudiste llamar.
—Era demasiado tarde —repuso él con indiferencia—. Seguro que ya habías salido.
—¿Te marchas el martes?
—Sí, así que ya no nos queda tiempo.
—Todavía queda mañana. O mañana por la noche.
—Pero...
—Solo una hora.
Shay guardó silencio y contuve la respiración.
—De acuerdo —dijo al fin—. Mañana por la noche. Igual que hoy.
Colgué sintiéndome un poco mejor y decidí ir a casa de los vecinos para ver cómo iba la barbacoa. Me alegré de que me recibieran como a una heroína, como si hiciera años que no me veían. Luego me percaté, de que todos estaban arrebolados y eufóricos, exhibiendo síntomas de esa curda agresiva que produce el beber tequila con el estómago vacío. Habían abandonado la barbacoa, y con ella una docena de bultos negros y encogidos que en otros tiempos debieron de ser hamburguesas. Cuando papá se me acercó furtivamente y me preguntó si tenía chocolate en el bolso, comprendí que nadie había comido.
Troy y Helen estaban sentados en el sofá floreado en una postura muy íntima. No se veía a Kirsty por ningún lado. O Troy no la había traído o ella se había negado a entrar en la casa de las perillas alegando que era peligrosa para la salud. Anna, Lara, Luis, Curtis y Emily estaban enfrascados en una discusión difícil de seguir sobre los méritos del desayuno de los domingos frente a los de la tele. Me habría gustado sumarme, pero me hallaba en una onda tan diferente del resto —es decir, sin borrachera psicopática—, que desistí.
—Con el desayuno del domingo te dan zumo de naranja recién exprimido —dijo acaloradamente Lara—. ¿Cuándo ha hecho tu tele eso por ti?
—Pero en la tele puedes ver Los Simpson, lo cual es mucho mejor que unas tostadas —replicó Curtis.
Me acerqué a mamá y Ethan, que estaban enfrascados en una trifulca.
—¿Quién murió por nuestros pecados? —preguntó mamá.
—Pero...
—¿Quién murió por nuestros pecados?
—Bueno...
—¡Dilo, venga, dilo! ¿Quién murió por nuestros pecados? Solo tienes que decir su nombre. —Parecía un interrogatorio policial—. ¡Su nombre, por favor!
Ethan agachó la cabeza y murmuró:
—Jesús.
—¿Quién? Más alto, no te oigo.
—Jesús —repitió enojado Ethan.
—Exacto, Jesús. —Mamá casi chasqueó los labios de satisfacción—. ¿Has muerto tú por los pecados de alguien? Dime, ¿lo has hecho?
—No, pero...
—En ese caso no puedes ir por ahí siendo el nuevo mesías, ¿no te parece?
Después de una pausa, Ethan admitió:
—Supongo que no.
—Supones bien. Sigue con tus estudios de informática como un buen chico y déjate de blasfemias. —Mamá dirigió la fuerza de su personalidad hacia mí—. ¿Dónde está Shay?
—Trabajando.
—Diantre —dijo malhumorada, y se alejó.
Fui a sentarme con los demás y en ese momento nos percatamos de que Troy y Helen habían desaparecido.
—¿Dónde están? —preguntó Emily, agarrándose a mí.
—No lo sé, creo que se han ido. —Estaba atónita. ¿Desde cuándo le importaba a Emily quien se llevaba Troy a casa?
—¡Se han ido! —aulló con una mano en la boca—. ¡Se han ido! Va a enamorarse de ella.
Su cara se inundó de lágrimas etílicas y empezó a toser. En vista de que a los cinco minutos seguía llorando, dije:
—Vamos, te llevaré a casa. —Y me la llevé, casi doblada en dos por el llanto desesperado.
—Estoy muy cansada —decía una y otra vez—. He estado trabajando mucho y estoy muy cansada.
La acosté, pero antes de apagar la lux dijo:
—Espera, Maggie, quiero hablar contigo.
—¿De qué? —pregunté evasivamente. Iba a decirme otra vez que me olvidara de Shay y no estaba de humor para eso.
—Voy a pedirle a Lou que se case conmigo y tengamos hijos.
—Oh. ¿Porqué?
—Porque no quiero volver a verle. Seguro que así sale corriendo.