Capítulo 21

—A medida que la crisis en Santa Mónica alcanza su segundo día... —Desperté con mi habitual y horrible sobresalto para oír la voz de Emily hablándose a sí misma—. El estado dentro de la casa es lamentable. La moral está baja entre los rehenes...

Deduje que Mort Russell no había llegado en medio de la noche con un contrato en el bolsillo.

Al poco de levantarme, alguien telefoneó. Alguien que hizo que Emily soltara risitas y jugara con su pelo mientras hablaba. Era Lou, el tipo que había conocido en la cena donde había tenido como cita al tipo que coleccionaba órganos.

—Esta noche salgo con él —me contó después de colgar—. Ha tardado casi dos semanas en llamar y no me ha avisado con antelación, pero no importa. Saldré con él, me acostaré con él y no volveré a saber de él. Eso —añadió con satisfacción— me hará olvidar el silencio de Mort Russell.

Yo estaba mirando por la ventana.

—¿Qué miras? —preguntó Emily.

—Curtis se ha quedado otra vez atascado en la ventanilla del coche.

Miré un rato más.

—Nos están llamando para que les ayudemos.

—¡Por los clavos de Cristo!

Después de rescatar a Curtis —esta vez intentaba salir del coche, no entrar—, regresamos a casa. Había planeado pasar la mañana en el centro comercial de Santa Mónica —la falda tejana seguía dando un aspecto raro a mis rodillas—, hasta que observé a Emily extraer un cargamento de productos de limpieza de debajo del fregadero y enfundarse unos guantes de goma. ¡Higiene doméstica! Como estaba alojada en su casa sin pagar alquiler, me sentí obligada a ayudar, O por lo menos a ofrecer mi ayuda con la esperanza de que la rechazara. Para mi desilusión, dijo:

—Si no te importa, al suelo le iría bien un fregoteo.

En fin, no me irá mal un poco de ejercicio. Mientras llenaba un cubo con agua y limpiador de suelos, Emily suspiró:

—Gracias. Conchita viene el lunes y me gusta que se encuentre la casa limpia.

—¿Quien es Conchita?

—La mujer de la limpieza. Viene cada dos semanas. Se pone furiosa si la casa está sucia.

No me molesté en cuestionar semejante contradicción. No conozco a nadie que no limpie antes de que llegue su señora de la limpieza. Había empezado a fregar el parquet y estaba acumulando una buena y gratificante cantidad de sudor cuando la puerta se abrió y entró Troy.

—¡Mi suelo recién fregado! —protesté.

—¡Cielos, lo siento! —Rió, pero su actitud era urgente—. Adivina qué.

—¿Qué? —Emily había acudido a la sala.

—¡Cameron Myers!

Cameron Myers era un galán taquillero. Joven y guapo.

—¿Qué?

—¿Recuerdas que ayer noche me reuní con Ricky, el productor? Bueno, pues estoy en su casa y ¡aparece Cameron Myers! Resulta que él y Ricky son viejos amigos. Pero todavía no te he contado lo mejor. Le digo a Cameron mi nombre y me pregunta: «¿No dirigiste Free Falling?» -Rápida aclaración dirigida a mí—. Fue mi primera película, irlandesa. ¡Dijo que era una pasada!

Emily se puso histérica y yo trate de imitarla, pero Troy nos silenció.

—La cosa no queda ahí. Hoy es su cumpleaños y ha alquilado el ático del Freeman para celebrarlo con sus colegas esta noche. Y ahora viene lo bueno de verdad. ¡Me ha invitado! ¡Y me dijo que trajera a una amiga!

En mi interior creció la expectación. Note que mis hombros se tensaban y mi cuerpo avanzaba...

—¿Qué me dices, Emily? Podrías conocer a gente interesante. Lo siento, irlandesa. —Levantó los brazos con pesar—. Solo puedo llevar a una persona.

La sensación de derrota fue intensa, pero en un inesperado cambio de fortuna Emily negó con la cabeza.

—No puedo ir. Tengo una cita.

—¿Una cita? —Troy la miró fijamente. Luego soltó una risa de estupefacción, mostrando sus dientes perfectos—. ¿Quién es ese tipo por el que estás dispuesta a rechazar una fiesta de cumpleaños de Cameron Myers?

—Nadie especial, pero el mundo del cine me tiene quemada.

Troy la observó con curiosidad y Emily bajó la comisura de los labios a modo de disculpa.

—Puede que no sea lo bastante dura para esta ciudad.

Tras unos segundos de silencio, Troy dijo:

—O puede que solo necesites un descanso.

—Gracias —respondió Emily, aliviada—. ¿Por qué no te llevas a Maggie?

—¿Vendrías? —Troy me miró con asombro, incluso humildad, lo que a su vez me sorprendió y seguidamente me conmovió.

—Sí.

—¿Quieres decir que saldrías conmigo a solas?

Si vuelves a hacerme aquello en la pierna, solo que, naturalmente, no lo dije.

—¿Emily no te ha prevenido contra mí? —Troy estaba bromeando. Y flirteando—. No soy de fiar.

—Me arriesgaré —contesté, confiando en no sonar demasiado remilgada.

—Estupendo.

—¿Cómo es Cameron Myers? —pregunté.

—Mmmm... —Troy lo pensó un momento mientras dirigía la mirada al techo—. Déjame ver... ¿Cómo es Cameron Myers? —El silencio se alargó un poco más y finalmente dijo—: ¡Bajo! Te recogeré a las ocho.

En cuanto la puerta se cerró, todas mis esperanzas y miedos quedaron concentrados en una frase:

—Necesito un lavado y marcado.

Pero no conocía la dirección de Dino. Y tampoco podía permitírmelo.

—Ve aquí al lado, a Reza —me aconsejó Emily—. Está como una cabra, pero es útil en casos de emergencia.

Corrí hasta el final de la calle, donde una pequeña peluquería aparecía emparedada entre Starbucks y una tienda de equipos de vigilancia. El salón estaba vacío salvo por una mujer de aspecto exótico y edad indeterminada. ¿La cabra Reza? Una melena muy teñida, muy negra, se agolpaba sobre sus omóplatos y en su arrugado pero rebosante escote descansaban numerosas cadenas doradas. Cuando le pregunté si tenía una hora libre, me lanzó una mirada encendida, como si la hubiera insultado. Luego me sorprendió con su respuesta.

—¡Ahora!

—Oh... genial.

—Soy Reza.

—Yo Maggie.

Le expliqué que quería un pelo suave, brillante y con cuerpo. Reza arrugó sus labios zarzamora y, con un acento extraño, declaró:

—Tienes un pelo muy malo. Muy... ¿gordo? —Haciendo amplios gestos, buscó la palabra justa.

—¿Grueso? —sugerí.

—¡Basto! —concluyó con aire triunfal—. Muy malo. Lo peor. Hay que trabajar mucho para conseguir que este pelo brille. ¡Pero soy fuerte! Excelente.

Me lavó el pelo con tal brío que me sorprendió que no me hubiera hecho sangre con las uñas.

—Manos fuertes —Sonrió macabramente y procedió a zarandearme la cabeza con la toalla.

Cuando puso en marcha el secador —haciéndome pensar, por alguna razón, en un leñador a punto de cortar un árbol con la tronzadora—, me preguntó de qué lugar olvidado de Dios provenía yo para haber heredado un pelo tan espantoso.

—Irlanda.

—¿Iowa?

—No, Irlanda. Un país de Europa.

—Europa —repitió con el mismo desdén que si hubiera dicho ¡puaj!

—¿Y de dónde eres tú?

—De Persia, pero no somos jodidos persas. Somos bahais. No nos metemos con la jodida política. Nosotros queremos a todo el mundo, ¡no! —gritó a una chica que había asomado la cabeza por la puerta—. Hoy no. ¡Estamos llenos!

Hecha polvo, la chica desapareció y Reza, sin perder el hilo, se volvió hacia mí.

—Respetamos a todas las personas, ricas, pobres, blancas, negras. ¡Sostén tu estúpida cabeza! Qué pelo tan malo.

Durante la siguiente media hora mi oreja quedó en más de una ocasión totalmente pegada al hombro, mientras Reza arrancaba la basteza de mí pelo. Por fin, con la sensación de que me habían aporreado el cuello con una pelota de baloncesto, Reza apagó el secador y me giró hacia el espejo.

—¿Lo ves? —No podía ocultar su orgullo—. Es bueno. ¡Soy fuerte!

Mi pelo tenía buen aspecto. Salvo por el flequillo. Le había dado forma casi tubular, pero de nada me habría servido mencionarlo. Reza lo habría atribuido a mi pelo gordo y malo.

Llegó el delicado momento de pagar. Me pareció sorprendentemente cara. Quizá cobraba más a pelos tan horribles como el mío.

—Qué se le va a hacer —musité mientras sacaba la Visa.

—Jodidas tarjetas —murmuró con enérgico desprecio—. Solo efectivo.

Hubo más murmullos sobre el «jodido fisco», le pasé unos billetes y me marché.

Volví a casa apretándome el flequillo contra la frente, pero tuve la mala suerte de que me viera Ethan, que abrió una ventana y gritó:

—¡Oye, Maggie, tu flequillo tiene un aspecto muy raro!

A los pocos segundos los tres muchachos estaban en la calle examinándome.

—Pareces Joan Crawford —aseguró Curtís.

—Y tu perilla parece algodón de azúcar, solo que yo soy demasiado educada para decírtelo —contesté. Antes de horrorizarme por mi grosería, los tres estaban desternillándose de risa y Luis ya tenía un plan para ayudarme.

—Tienes que mantener el pelo aplastado. Entra.

Al parecer, una de las características de este extraño período pos Garv era mi incapacidad para negarme a hacer cosas que no quería hacer. Sin más, me descubrí entrando con ellos en su casa oscura y maloliente y dejando que Luis me colocara unas mallas en la cabeza con la cinturilla alrededor del flequillo. Lo único que le salvó fue que las mallas eran nuevas, recién salidas de su paquete original. Ethan me dijo que guardaban esas cosas en la casa por si alguno tenía suerte con una chica.

—Déjatelas puestas hasta que tengas que salir esta noche —me aconsejó Luis.

Les di las gracias —¿qué otra cosa podía hacer?— y me fui a casa con las perneras de las mallas bailando sobre mi espalda. Cuando entré, Emily levantó la vista y dijo:

—Santo Dios, Reza está cada día peor.

Y todavía sin noticias de Mort Russell. Emily dejó de escribir y, canturreando, erró por la casa sacando lustre a los espejos y arreglándose las uñas. De tanto en tanto rodeaba el teléfono y gritaba: «¡Suena, hijo de puta! ¡Suena, suena, suena!». Luego reanudaba el canturreo. Entretanto, yo me atormentaba pensando qué iba a ponerme para la fiesta y preguntándome si debía buscar algo en Santa Mónica, pero conocía demasiado bien la primera ley del consumo y sabía que sería inútil.

—¿Qué me dices de la falda tejana con bordados? —propuso Emily.

—No puedo. Hace que mis rodillas parezcan raras.

—No es cierto.

—Sí es cierto.

—Póntela para mí.

—Ven a mi cuarto.

Veintinueve segundos más tarde, una Emily estupefacta se vio obligada a admitir:

—Dios mío, es cierto. No entiendo por qué. Normalmente tus rodillas están bien. —Empezó a rebuscar en mi maleta mientras comentaba—: Esta falda es muy bonita. Ay, yo tengo esta camiseta en rosa. —Hizo una pausa y soltó un gemido—. Vaya, son preciosas. —Miré. Había encontrado mis sandalias turquesas y las estaba sacando de debajo de un montón de calcetines—. Preciosas. Y son nuevas. Mira, todavía tienen el precio puesto. ¿Por qué no las has estrenado aún?

—Porque estoy esperando la ocasión adecuada.

—Que, si no me equivoco, podría ser esta noche.

—¡Ah, no! —exclamé—. Esta noche no. —Consciente de su mirada interrogativa, me expliqué—. Son demasiado altas e incómodas. Esta noche quiero estar relajada.

Dudo que Emily me creyera, pero lo aceptó.

En una mutación de las leyes de la física, el día fue interminable y al mismo tiempo transcurrió demasiado deprisa. Cada segundo quedaba suspendido un largo rato en el aire, pero de repente dieron las cinco y media. Demasiado tarde para recibir noticias. Emily habló con David, que dijo que estaba claro que Hothouse se estaba tomando el guión muy en serio, que la demora indicaba que Mort lo estaba discutiendo con sus jefes. Emily, sin embargo, no se tranquilizó.

—No le dio suficiente bombo —dijo con tristeza—. Yo he visto qué ocurre cuando el proyecto sale adelante. El agente llama al directivo por la mañana y lo calienta tanto que a la hora de comer ya le ha sacado dos millones de dólares, muchas veces sin haberle mostrado siquiera el guión.

—No te creo.

—Te lo juro por Dios. Puedo darte cuatro ejemplos de estudios que pagaron fortunas sin haber leído ni una letra. El agente les había ofrecido un margen de una hora para hacer una oferta con derecho preferente. Todos los tratos se cerraron porque a los estudios les aterraba que otro les robara la oportunidad.

—¿Y si el guión es malo?

—A menudo lo es, pero para cuando el estudio descubre que ha pagado dos millones de dólares por un fiasco, ya es demasiado tarde. El escritor está bronceándose en el Caribe y trabajando en su siguiente proyecto.

—Es de locos.

—Es una ciudad de locos. En fin, será mejor que intente disfrutar de mi fin de semana —dijo Emily con sensatez, antes de hundir la cara en las manos y gritar—: ¡Mierda, no lo soporto más!

Al poco rato emergió con una sonrisa trémula.

—Un pequeño desahogo. Bueno, ¿dónde está mi estuche de pinturas? Ven, deja que te maquille.

—Tienes que prepararte para tu cita.

—Donde cabe una caben dos. Y no todas las noches vas a una fiesta de cumpleaños de una estrella de cine en el ático del hotel más fabuloso de Los Ángeles.

Visto de esa forma...

—Oye, ¿estás segura de que no quieres ir?

—Lo estoy. Tengo muchas posibilidades de comerme un rosco esta noche. Más vale pájaro en mano y todo eso. ¿Y tú estás segura de que quieres ir? No pareces muy entusiasmada.

Emily tenía razón. Ir a la fiesta de cumpleaños de Cameron Myers era un sueño hecho realidad y, sin embargo, no estaba tan contenta como lo habría estado en otros tiempos. Me avergoncé de mí misma. Últimamente, la única ocasión en que había estado cerca de sentir verdadero entusiasmo había sido en la presentación del guión de Emily, y empezaba a preguntarme si lo había malinterpretado.

—Parece que ahora mismo no soy muy capaz de divertirme. Todo, hasta lo más emocionante, me resulta un poco aburrido.

—Estás deprimida. Todo este asunto te ha afectado mucho. Es natural.

—La parte que más me apetece es la de salir con Troy —confesé.

—Es estupendo que le acompañes. De lo contrario es posible que se lo hubiera pedido a Kirsty.

—¡Esa zorra! —exclamé—. No te he contado lo que me dijo en la fiesta.

Relaté la historia mientras Emily hacía sus habituales acrobacias con el maquillaje y los pasadores. Acabé poniéndome el mismo vestido negro que había llevado en la fiesta de Dan González —no tenía otra cosa—, pero Emily me hizo algo con un pañuelo de gasa y dijo que mi aspecto era «muy Halston». Luego llegó el momento de la verdad: retiramos las mallas de mi cabeza y mi flequillo apareció tan llano como Holanda. Estaba en deuda con los chicos.

A las siete y media Emily salió claqueando por la puerta pero antes de largarse se detuvo y me miró:

—En el caso de que estuvieras pensando... en Troy, una palabra de advertencia. Teflón humano.

—Son dos palabras.

—Es maravilloso tenerlo a mano, pero... no se pega. Diviértete pero no esperes nada. ¿Prometido?

Lo prometí y enseguida olvidé que lo había prometido. Tenía que buscar la diversión donde pudiera encontrarla.