Tendríamos que hacer esto más a menudo
- Y, ¿cómo estás, Duffy?
- Bien, ¿y tú?
- Bastante bien. Muy bien, de hecho.
Era media tarde, ese período del día después de comer y antes de ir a casa en el que es imposible hacer nada en la oficina excepto dormir, mirar al vacío o llamar a tus amigos. Escogí llamar a Mel. Durante la llamada la puse al día sobre la última ecografía de Vernie («Parece un Winston Churchill arrugado, solo que más pequeño y sin el puro»), sobre la continua batalla de Charlie para hacerse a la idea de que iba a ser padre («Rellenó el cuestionario introductorio en Embarazo para padres y sacó tres puntos sobre veinte») y sobre el último intento de Dan de revigorizar su número cómico introduciendo un personaje que llamaba El Gran Mono Colgado («Finge que es un mono que se cae constantemente. Tienes que verlo»). Entonces, sin motivo alguno, Mel dijo:
- Esto me gusta. Esto de ser amigos es divertido.
- Sí -contesté yo-, y demuestra que estamos creciendo. Madurando, como el queso y el buen vino.
Mel se rió.
- Yo soy el buen vino. Sé tu el queso -hizo una pausa-. Me alegra que hablemos así porque quiero decirte algo que sé que no te va a gustar, pero creo que si somos amigos te lo tengo que decir de todas maneras.
- Vale -dije mientras mis abdominales se tensaron esperando el golpe-. Adelante.
- Rob y yo… nos iremos de vacaciones a la Toscana la semana que viene con Mark y Julie.
- Oh -fue todo lo que conseguí decir mientras me imaginaba a los dos retozando junto a un lago bañado por el sol, riendo alegremente, y luego sentándose en sus tumbonas para escribir una postal que diría: «Te encantaría estar aquí». Era demasiado-. No sabía que ya hubierais llegado a la fase de vacaciones en el extranjero juntos. Nosotros no llegamos a esa fase hasta el segundo año.
- Eso fue porque hasta entonces lo más que te atrevías a vivir conmigo era pasar cinco días juntos en el Lake District.
- No había ninguna necesidad de decir eso.
- Lo siento -dijo Mel-. Tienes razón.
- Yo también tengo algunas noticias -llevaba un tiempo queriendo contarle a Mel sobre Alexa y, puesto que estábamos siendo sinceros el uno con el otro, ahora parecía el mejor momento posible-. ¿Te acuerdas de aquella mujer que conocía Mark que vino a verme actuar… la que es presentadora en The Hot Pop Show…?, bueno, estamos más o menos…
- Oh -dijo Mel, y se quedó callada durante unos momentos-. ¿Y cuánto lleváis la chica más caliente de la tele y tú…?
- Algún tiempo -confesé. No quería herirla más de lo que ella había querido herirme con sus planes para las vacaciones. Los dos sabíamos que la vida tenía que continuar, pero aun así era doloroso.
- Tenía que pasar en algún momento -dijo impasible-. Estoy contenta por ti. De verdad que sí. ¿Te hace feliz?
Habíamos vuelto a esa vieja pregunta.
- Yo no diría tanto -dije tranquilizadoramente-. Pero nos llevamos bien.
Silencio.
- Así pues los dos hemos seguido adelante -dije yo finalmente.
- Así parece -contestó.
- Así que esto significa que podemos ser amigos formales.
- Sí -dijo ella-, supongo que sí.
Hice una pausa.
- ¿Podremos vernos antes de que te vayas de vacaciones?
- No sé -dijo-. Tengo un montón de trabajo. Déjame mirar la agenda -su voz desapareció durante un rato, dejándome solo con mis pensamientos-. El jueves es la única noche que puedo.
- Vale, entonces el jueves.
Mel chasqueó la lengua sonoramente.
- Oh, espera, tengo que hacer una presentación el viernes por la mañana, así que el jueves tendré que trabajar hasta tarde.
Yo estaba realmente disgustado. No la había visto desde el día en que fui a visitarla al trabajo, y necesitaba verla desesperadamente. Necesitaba ver con mis propios ojos que éramos amigos. Esto no iba de exorcizar su recuerdo de mis calzoncillos, esto iba de asegurar lo que teníamos. Yo sentía que si no lo hiciéramos, ella volvería de sus vacaciones más cerca de Rob1 y más lejos de mí que nunca.
- ¿Y qué tal una copa rápida, entonces? -sugerí con esperanza.
- Estaré demasiado cansada para salir -dijo con tristeza-. Pero podemos hacer algo mejor que tomar una copa. ¿Qué tal si te pasas por mi casa? Tú traes una botella de vino y yo compraré algo apetecible en el mostrador de comida fría de Marks amp; Spencer.
- Suena fantástico -dije, iluminándome inmediatamente-. Nos vemos el jueves.
Me llevó cincuenta minutos más de lo usual arreglarme para ir a casa de Mel. Mi cama estaba cubierta de la ropa que me había probado y quitado durante la mayor parte de la tarde. Al final me puse los tejanos, zapatillas deportivas, un camiseta blanca y mi chaqueta de pana. Tenía un aspecto un poco desaliñado, pero no me importaba porque eso es exactamente lo que quería. Tenía que hacer que Mel supiera que no me había esforzado. Ella era una experta en la semiótica de mi guardarropa. El menor indicio de que yo me había esmerado en vestir bien lo interpretaría inmediatamente como que realizaba un intento encubierto de meterme en sus bragas.
Llegué diez minutos tarde (siguiendo mi teoría del «Mínimo Esfuerzo» a sus últimas consecuencias) y llamé al timbre.
Tras unos instantes Mel abrió la puerta.
- Hola -dijo, y me dio un beso en la mejilla-. Entra.
Subimos a su piso. Ella llevaba puestos unos tejanos azul oscuro, un top negro brillante y una rebeca verde. La apariencia era sencilla, casera y cómoda. Obviamente ella también tenía una teoría del «mínimo esfuerzo» propia. Le pasé una botella de vino, mi contribución a la cena. La había comprado en un supermercado. No tenía la menor idea de si era bueno o no. Todo lo que sabía es que reunía mis tres condiciones básicas para comprar un vino:
1. Tiene una etiqueta bonita.
2. Conozco a alguien que haya estado de vacaciones en el país de origen.
3. Vale menos de cinco libras.
En la etiqueta de la botella había un dibujo de un cedro, estaba hecho en Italia, un país que Dan había visitado con la escuela años atrás, pero lo que realmente me decidió es que valía cuatro libras con noventa y nueve, no demasiado barato pero sí ajustadamente caro.
- Traeré los vasos. -Mel se fue hacia la cocina, dejándome solo en la sala de estar. Miré alrededor a ver si había cambios. Había cortinas nuevas y había movido la gran lámpara de pie que solía estar junto al sofá hacia una esquina. En la colección de vídeos había un par de cintas nuevas, Azul profundo y La Grande Illusión (sin duda regalos de Rob1), pero aparte de eso nada había cambiado. Eso me satisfizo inmensamente y me hizo sentir mucho más relajado.
Nos sentamos a comer en la mesa de la cocina, sobre la que había una enorme pila de facturas, un catálogo de Next y un ejemplar de Elle a un lado y una palmatoria en el otro. En verdad Mel era una gran seguidora de la teoría del mínimo esfuerzo.
Apuesto a que nunca está así de relajada con Rob1.
Serví más vino para rellenar la mitad del vaso que ya nos habíamos bebido y comenzamos nuestra comida, que sin duda fue lo mejor que había comido desde que rompimos. Mientras masticaba un bocado de patatas, Mel se disculpó por no cocinar nada mejor y yo le dije que no se preocupara. ¿Por qué? ¡Porque esta era otra de las cosas que…
… nunca haría con Rob1!
Cuando acabamos la comida, con dos botellas de vino vacías en la mesa y una tercera ya abierta, pasamos al postre, un pudín de frutas de verano para ella y pastel de queso y cereza (mi favorito) para mí. Todo era muy relajado. Sentía que todo estaba… bien.
- Esto es muy agradable -dijo Mel, acercando su silla a la mía de modo que también podía tomar de mi pastel y del suyo sin tener que estirarse-. En realidad siempre fuimos amigos además de novios, ¿no te parece?
- Sí -la empujé suavemente con el hombro-, coleguilla.
Ella me empujó de vuelta, un poco más fuerte.
- Sí… compañero.
Yo la empujé a su vez un poco más fuerte.
- Sí… comadre.
Entonces ella me empujó tan fuerte que me tiró de la silla. Riendo histéricamente desde el suelo aún alcancé a decir «Sí… compinche» mientras Mel me ayudaba incorporarme. Mientras me sujetaba la mano, perdió el equilibrio y acabó cayéndose encima de mí, completamente presa de la risa. Como el vino hacía demasiado difícil que cualquiera de los dos permaneciéramos de pie, agarré la botella que quedaba en la mesa y a cuatro patas gateamos hasta la sala de estar.
- Así que estás bien -pregunté, echándome hacia atrás en el sofá mientras sorbía otro vaso de vino-. Quiero decir, ¿te va todo bien en la vida?
Mel no me contestó. Yo la empujé otra vez.
- Sí -sacudió la cabeza como si estuviera despertándose-. Perdona, tienes que disculparme, solo estaba pensando… estar aquí sentados, bebiendo demasiado vino, hablando, riendo. Esta clase de momentos no pasa de la noche a la mañana.
- No -me saqué las deportivas de un puntapié-. Tienes toda la razón.
- La gente siempre está hablando de lo fantásticas que son las relaciones al principio, y por supuesto todo el mundo odia cortar, pero ¿qué pasa con lo que hay en medio? Entonces es cuando sabes todo lo que hay que saber del otro. Cuando puedes mirar a la persona que amas y saber en lo que está pensando, ver algo en la tele y saber cómo va a reaccionar, cuando sabes exactamente qué se va a poner cuando venga a verte.
Yo sonreí satisfecho.
- ¿Sabías lo que iba a llevar puesto esta noche?
- Mira debajo del trasero del Buda gordo.
Me deslicé del sofá, gateé hasta la repisa de la chimenea y cogí el pequeño Buda de cerámica que Julie y Mark nos habían regalado unos años atrás a la vuelta de su viaje a Tailandia. El Buda gordo solía ser el objeto de todos nuestros chistes políticamente incorrectos sobre gordos cuando estábamos juntos. Lo cogí por el cuello y debajo había un trocito de papel arrancado de una agenda. Allí estaba escrito: «Camiseta blanca. Tejanos. Zapatillas deportivas. Chaqueta de pana».
- ¿Estás intentando decirme que sabías exactamente lo que iba a ponerme? -dije, gateando de vuelta al sofá.
- No estoy intentando decirte nada -se rió-. Apuesto a que incluso llevas puestos los calzoncillos grises.
Esto era típico de Mel. Recuerdo que una vez me dijo que cuando era adolescente había sido una seguidora fanática de los Wham! Tanto que se sabía de memoria todos los detalles personales de George Michael y Andrew Ridgeley, incluso la talla de zapatos que calzaban. Estoy seguro que por aquel entonces no se preguntaba por qué coleccionaba toda esa clase de detalles, lo hacía simplemente porque la hacía feliz, sin darse cuenta de que en realidad estaba desarrollando unas habilidades que le serían útiles en el futuro. Unos diecisiete años más adelante, más o menos, aún seguía siendo una ávida compiladora de detalles personales, solo que esta vez de los míos. En los cuatro anos que habíamos pasado juntos, Mel se había aprendido de memoria todos los detalles que tenían que ver conmigo (diámetro de pecho, nombre de primera novia, episodio favorito de Dad's Army), todo. A menudo me preguntaba por qué había hecho eso, pero solo ahora, mientras estaba sentado en el sofá, me di cuenta de que había método en su locura. Para ella, la intimidad consistía en conocer de verdad al otro. Conocer a la persona que amas tan bien como a ti mismo. Había acumulado información dentro de su cabeza hasta el punto que podía construir un yo virtual, un modelo que utilizaba para predecir mi conducta hasta el último detalle, incluso para saber el color de mi ropa interior. Me dejó muy impresionado.
- ¡Enhorabuena! -me burlé-. ¿Cuándo te envían tu tarjeta de socia del Círculo de Adivinos?
- Ah -se mofó-, ¿he herido tus sentimientos?
- No -dije, fingiendo estar enfurruñado.
Mel se inclinó hacia mí.
- Ven aquí-dijo, frotándome las mejillas-. Déjame que lo arregle.
Entonces me besó.
Luego la besé yo.
Luego nos hicimos un lío con las ropas del otro.
Luego seguimos haciéndonos un lío con las ropas.
Y la vida regresó adonde antes solo había un yermo.
Y lo hicimos.
Dos veces.
Bueno, vale, una vez y media.
Unos rayos de sol atravesaron las cortinas. Me desperté enseguida, pero no me moví por si acaso despertaba a Mel. En vez de eso maniobré cuidadosamente mi cuerpo hasta quedar de cara a ella. Rápidamente me di cuenta de que no tenía por qué haberme tomado tantas molestias. Ya se había levantado y estaba haciendo ruido en la ducha. Me volví a dejar caer sobre el cojín, con los brazos tras la cabeza, y saboreé el dulce olor de la victoria.
«Siempre supe que íbamos a volver juntos. Sabía que solo iba a ser cuestión de tiempo. Significamos demasiado el uno para el otro para dejarlo tan fácilmente. Creo que nos tomaremos las cosas con calma para empezar. Nos veremos un par de veces a la semana hasta que nos sintamos más seguros. Y entonces todo continuará como era antes. Excepto que esta vez me aseguraré de no volverla a perder jamás.»
Mel entró en la habitación llevando su albornoz blanco y blandiendo su secador severamente. Aún tenía el pelo mojado. No parecía contenta.
- Mi secador no funciona, Duffy -dijo-. Esto es una señal.
- ¿De qué?
- Una señal para castigarme por lo que hemos hecho… allí… -Señaló la alfombra del dormitorio-. Y allí… -Señaló un pequeño sillón color melocotón que le había dado su abuelo-. Y allí. -Señaló la cama-. Mi pelo, Duffy. ¿Qué voy a hacer? No puedo ir a una reunión importante con el pelo mojado.
Me senté en la cama e intenté poner esa mirada confundida y sexy que los personajes de las grandes películas de Hollywood siempre ponen el día después. De reojo me vi en el espejo de cuerpo entero de la pared. Parecía tan sexy como un vagabundo borracho
- Probablemente son los fusibles -dije intentando ayudar.
- No lo sabes -exclamó exasperada-. No tienes puñetera idea de bricolaje. Tú fuiste el que puso boca abajo el pomo de la puerta del baño, y tres años después aún sigue igual.
No había esperado encontrarme a Mel de ese humor. Esperaba un poco de alegría. Quizá incluso euforia. Que expresase que mi presencia la irritaba a través de un aparato eléctrico estropeado no era exactamente lo que yo tenía en mente que pasaría.
- Interpreto que te arrepientes de lo de anoche.
Mel se dejó caer sobre su sillón color melocotón.
- ¿Arrepentirme? Duffy, esto va mucho más allá de arrepentirme. ¡He engañado a Rob! ¡No puedo creer lo que he hecho!
Instantáneamente me sentí aliviado. No se arrepentía en absoluto de lo de anoche. Solamente se sentía mal porque haría daño a Rob1 cuando le dejara. Necesitaba ayuda. Necesitaba lógica masculina.
- Ahí te equivocas -dije deliberadamente-. Lo que hiciste… lo que hicimos, bueno, no es engañar. No en el fondo. Es solo una cuestión de mala sincronización. Dejarás a Rob1 de todas maneras, así que el hecho de que hiciéramos lo que hicimos antes de que se lo dijeras no es un engaño sino que, como mucho, se halla en una zona indefinida.
La expresión de Mel se volvió tempestuosa.
- En primer lugar -gritó-: ¿puedes parar de referirte a Rob como Rob1? ¡Es muy irritante! En segundo lugar: Duffy, ¡no es una zona gris! Es una zona muy clara. En tercer lugar: no voy a cortar con Rob. Tú y yo no debimos hacer lo que hicimos. Estuvo muy mal.
Sentí cómo mi cuerpo se desinflaba, humillado.
- Pero creí que…
- Bien, creíste mal. ¿Ha cambiado tu postura sobre estar juntos?
No respondí.
- ¡Pues la mía tampoco ha cambiado! -Se levantó y vino a sentarse a mi lado en la cama con la cabeza hundida entre las manos. Su ira había desaparecido tan rápido como había venido-. Ahora mira lo que hemos hecho -dijo-. ¿Qué pasa con lo de ser amigos que teníamos en marcha?
- Aún está ahí -dije desalentado-, siempre que nos mantengamos lejos de las botellas de vino tinto de cuatro libras con noventa y nueve. -Me puse a buscar mi ropa interior. Me sentía ridículo siendo el único desnudo en la habitación-. ¿Puedes pasarme mi ropa, por favor?
Mel recogió mis tejanos del suelo y me los lanzó juguetonamente.
- Has hecho esto a propósito, ¿verdad?
- ¡Yo no he hecho tal cosa! -protesté.
Se rió.
- ¿Por qué no? No soy lo suficientemente buena como para que me seduzcas, ¿eh?
- ¿Y qué hay de lo que has hecho tú? -dije acusadoramente-. Solo me invitaste porque estabas celosa de que saliera con Alexa. Todo este tiempo te he estado oyendo hablar y hablar sobre Rob1, pero te parecía bien porque eras tú la que estaba con alguien. Pero cuando yo encuentro a alguien, a ti no te gusta, ¿no es cierto?
Sabía que no tenía que haberlo dicho. Sí, era cierto. Sí, me permitía anotarme unos cuantos puntos en el marcador de quien lleva razón. Pero ¿valía la pena? Para nada. Otra opción de «tema peligroso: no tocar» que se me había escapado. ¿Por qué siempre digo la cosa equivocada en el momento equivocado?
Mel no me dijo una sola palabra más. En cambio se vistió, se puso la chaqueta y los zapatos, agarró su maletín y selló herméticamente la puerta con un portazo tan fuerte que algo cayó en la habitación de al lado. Me levanté y miré en la sala de estar. El Buda gordo estaba tirado en el suelo hecho pedazos con la cabeza rodando hacia el sofá. Recogí los fragmentos y los dejé encima de la mesa de centro.
Volví al dormitorio y miré a través de la ventana. Miré cómo Mel se metía en el coche, cerrando la puerta con otro portazo. Era una escena muy extraña la que estaba viendo, porque durante todo el tiempo yo seguía pensando: «Aún lleva el pelo mojado».