El Cosmopolitan es una ouija

- Hola, Mel. Soy Duffy. Ayer te dejé un mensaje en el contestador. Y también antes de ayer, y el día antes, y el día antes. Solo quiero decirte que lo siento. Y que soy estúpido, pero supongo que eso ya lo sabes. Adiós.

Era ya martes y habían pasado cinco días desde que vi a Mel por última vez. Estaba negándose a reconocer mi existencia a través de cualquiera de los medios de comunicación disponibles: teléfono/fax/móvil/paloma mensajera/e-mail/timbre de la puerta. Ahora me pasaba el día como alma en pena en la oficina. No podía pensar en nada y me sentía tan deprimido que me tomaba una pausa para ir al baño cada media hora, lo que combinado con las pausas para fumar y los aperitivos de media tarde, que me ofrecía voluntario para ir a comprar, quería decir que no hacía nada o casi nada de trabajo. Por supuesto, nadie se dio cuenta de nada. Llevaba en este trabajo temporal, introducir datos para DAB, una compañía de marketing, más de tres años. Desde luego, era mucho tiempo para ser un trabajo temporal, pero según los que mandan le era más conveniente al jefe de personal de DAB reservarse el derecho de echarme con un preaviso de un segundo que contratarme fijo. Este trato me venía de perlas porque a su vez yo me reservaba el derecho de decirles qué podían hacer con su ridículo y absurdo trabajo tan pronto como mis actuaciones me permitieran ganarme la vida. Una simbiosis perfecta.

Después de dejar otro mensaje más en el contestador de Mel, decidí que había llegado el momento de contemplar la Proposición desde una perspectiva diferente. Pasé a hurtadillas frente a Bridget, la recepcionista (una mujer que pensaba que cotillear con los jefes sobre las vidas de los empleados temporales era uno de los derechos humanos fundamentales), alcancé el ascensor y descendí a las entrañas del edificio, hacia el quiosco-tienda-de-bocadillos que había en el sótano. Bañado por el áspero brillo de los tubos fluorescentes, me quedé mirando las filas de satinadas revistas femeninas, todas mostrando en la portada mujeres imposiblemente bellas retocadas hasta alcanzar la perfección.

Mel leía esta clase de revistas religiosamente. En sus páginas existía un mundo de sabiduría y consejos que me era completamente ajeno. Mel entendía esas revistas y ellas le entendían a ella. «Estoy harto de estar mirando adentro a través del escaparate», pensé mientras pasaba la mirada por los estantes de revistas. «Estoy cansado de no saber qué le pasa a mi propia novia.»

Cogí un New Woman y lo ojeé un poco, y después cogí 19 y después Company y seguí agarrando revistas de los estantes hasta que acabé con una pila en el mostrador que me dejó solamente un cambio de veintinueve peniques de un billete de veinte libras. Colándome a través de Checkpoint Bridget (por suerte estaba comentando por teléfono el último capítulo de Coronation Street y no tuve que dar explicaciones sobre mi material de lectura) volví a mi puesto de trabajo y escondí las revistas en el último cajón de mi escritorio, que habitualmente reservo para bocadillos, mi bola de gomas elásticas y mi colección de grapadoras.

Tan pronto como no hubo moros en la costa saqué la primera de las revistas, Cosmopolitan, y comencé a ejecutar mi plan. Apretando fuerte la lengua contra la mejilla, logré convencerme a mí mismo de que si le preguntaba directamente a estas revistas lo que quería saber -como si fueran ouija, solo que más terroríficas- me darían, de alguna forma, las respuestas que tanto deseaba conocer.

Tras comprobar de nuevo que la costa estuviera despejada de fisgones y cotillas, cerré los ojos, puse las palmas de las manos sobre la revista y su suplemento astrológico gratuito y con una voz profunda y ominosa, susurré:

- Oh, poderoso Cosmopolitan, tú que hablas por todas las mujeres que saben lo que quieren del mundo. Tengo algunas preguntas que hacerte:

1. ¿Por qué de repente, después de cuatro años, Mel quiere casarse?

2. ¿Por qué Mel insiste en mantener conversaciones durante mis programas favoritos de la tele?

3. ¿Cuál va ser el largo de falda de esta temporada?

Para cuando llegué a la tercera pregunta estaba riendo de forma tan demente que Helen, la escocesa, otra temporal que se sentaba en el escritorio frente a mí, se me quedó mirando con la boca abierta como si yo hubiera perdido total y definitivamente la cabeza (lo que, de alguna manera, era cierto).

- ¿Qué estás haciendo? -me preguntó, mirándome por encima de su ordenador.

- El Cosmopolitan es una ouija -dije de forma inexpresiva- y le estoy haciendo preguntas sobre las mujeres.

- Oh, qué bien -dijo Helen, que en los tres meses que llevábamos trabajando juntos había llegado a aceptar mi actitud errática sin cuestionarla-. ¿Me lo podrías dejar cuando acabes?

- Claro -le dije-. Solo dame un momento.

Ese «momento» duró hora y media. Para cuando acabé con él y con las otras revistas era hora de irse a casa, así que las dejé en una ordenada pila sobre el escritorio de Helen y me marché. Ni falta hace decir que no descubrí las respuestas a las preguntas uno y dos, pero lo que no sabía sobre el largo de falda de la temporada ya no valía la pena saberlo.

Sin que me llegasen respuestas desde el mundo de las revistas femeninas, decidí que era ya hora de saber qué consejos podía darme mi hermana sobre este tema. Vernie era dos años y pico mayor que yo y siempre había sido la mandona de la familia. Al crecer en una familia uniparental, mi hermana tomó para sí, tan pronto como fue capaz, el papel de hombre de la casa. Muchas veces en la escuela, cuando le había tomado el pelo al matón de la clase más de lo recomendable y estaba sufriendo cruel tortura en sus manos, mi hermana cruzaba el patio y le daba tal paliza que lo dejaba al borde de la muerte. Así se ganó Vernie el mote de Muhammad Duffy.

Años después las cosas habían cambiado muy poco. Puede que Vernie no hubiera agredido físicamente a nadie en las últimas dos décadas, pero aún podía suministrar con su lengua el tipo de latigazos que la mayoría de la gente nunca olvidaba. Charlie, su marido, tenía un carácter mucho más suave. Si ella era el Yang, él era el Yin, y cada uno daba al otro estabilidad. Charlie era realmente genial. Era despreocupado hasta el punto de darme envidia y, sin embargo, era sabio de una forma no obvia. Como yo, disfrutaba de las cosas simples de la vida: el amor de una buena mujer, las tardes en el pub hablando de nada en particular y el fútbol. Así que cuando Charlie y Vernie se mudaron de Derby a Londres y acabaron en una casa grande cerca de Crouch End, solo fue cuestión de tiempo que Charlie se convirtiera, para Dan y para mí, en nuestro mejor amigo, compañero de bebidas y tercer mosquetero.

- ¿Qué te pasa? -dijo Vernie tan pronto como abrió la puerta-. Tienes un aspecto miserable.

- No sé -dije, mirando cómo el vaho de mi respiración se elevaba en el frío aire de la noche-. Sé que es poco convincente, pero la verdad es que no sé qué me pasa.

- Será mejor que entres -dijo ella, y la seguí a la cocina donde se preparó una taza de té y me pasó una lata de Lilt y un vaso lleno de cubitos de hielo.

Nos sentamos en el salón y, mientras me explicaba, con todo lujo de detalles cómo le había ido en el trabajo (ella era analista de sistemas para una gran empresa de ordenadores de la City), yo chupaba ruidosamente los cubitos y miraba a través de la ventana en saliente preguntándome qué estaría haciendo Mel en ese mismo momento. Tras unos cuantos minutos así, se hizo obvio para Vernie que yo no había escuchado ni una sola palabra de lo que decía.

- ¡Vale, hablemos de ti! -dijo, fingiéndose enfadada y tirándome un cojín bordado a la cabeza-. A eso has venido, ¿verdad? Estás tan obsesionado contigo mismo que a veces da miedo -hizo una pausa y me miró-. Se trata de Mel, ¿verdad?

Asentí.

- Os habéis peleado porque ella se ha hartado de esperar a que te decidas a mudaros a vivir juntos.

- Casi, pero no exactamente.

Vernie levantó las cejas.

- ¿Te ha hecho la gran pregunta?

Asentí otra vez.

- ¿Cómo sabes que nos hemos peleado? ¿Has hablado con ella?

- No -Vernie puso los ojos en blanco, resaltando mi profunda estupidez-. Y tampoco soy telépata. Duff, esto se veía venir desde hace mucho tiempo.

- Es lo mismo que me dijo ella -dije, sacándome los zapatos.

- No suenas convencido -dijo Vernie.

- No lo entiendo -dije-. Si hasta tú lo sabías, ¿cómo es que para mí fue la primera noticia?

Vernie sacudió su cabeza y pronunció el sonido universal para la estupidez:

- ¡Buah! Seguro que fue la primera noticia para ti, Duffy. ¿Y sabes por qué? Porque para ti todo es primera noticia.

Durante los siguientes quince minutos me dio una de sus muy largas lecciones sobre la vida, el amor y todo lo que hay en medio. Esta en concreto iba sobre cómo los hombres no prestan atención a las pequeñas cosas de la vida porque no creen que esas pequeñas cosas sean importantes, cuando en realidad, las pequeñas cosas lo son todo. Concluyó su discurso con una floritura acusatoria:

- Os movéis a trompicones por vuestros mundos egoístas, completamente inconscientes de las cosas que realmente nos molestan y después os preguntáis qué es lo que habéis hecho mal.

Deduje de la longitud, ritmo y del extraordinario aroma de frustración personal que emanaba de su discurso que Charlie había hecho algo que la había puesto a mil y que sus palabras estaban dirigidas más a su pareja ausente que a mí. Mostrando un impecable sentido de la oportunidad, ese fue exactamente el momento que Charlie escogió para entrar por la puerta después de haber pasado el día trabajando en el departamento de urbanismo del distrito de Westminster.

- ¿Todo bien, colega? -dijo mientras entraba en la habitación, dejando su maletín en el suelo y sacándose los zapatos.

- Sí, bastante bien -contesté, mirando a Vernie, quien a su vez fulminaba con la mirada a los zapatos que Charlie acababa de dejar tirados.

Charlie percibió enseguida las malas vibraciones que emanaban de su mujer como si fueran rayos láser, recogió sus zapatos y su cartera, se acercó al sofá e intentó saludar con un beso a Vernie. No lo logró. Ella le miró fijamente, dejó su taza de café sobre la mesa dando un golpe a pesar de que nunca dejaba que nadie pusiera nada allí sin un posavasos y con un suave movimiento se fue enfurruñada de la habitación dando un portazo. Charlie chasqueó la lengua y se sentó.

- ¿Qué has hecho? -le pregunté mientras oíamos a Vernie abrirse paso por el piso de arriba haciendo mucho ruido-. ¿Has matado a alguien? ¿Te has olvidado de su cumpleaños? ¿O es que has vuelto a ponerte su ropa interior?

- Es una historia muy larga -dijo Charlie, lo que en el código de la Charlielengua, quería decir «Hablemos de otra cosa». Se sacó la chaqueta del traje, se dejó caer en el sofá y colocó los pies sobre la mesita de café-. Solo de visita, ¿no?

- No -dije rotundamente-. Problemas de mujeres.

- Oh -respondió Charlie con desdén-. ¿Tú también? ¿De qué tipo?

- Del tipo Mel quiere casarse.

- Oh.

- Oh, desde luego. -Me paré y rumié un minuto un pensamiento. Aquí estaba junto a un hombre casado. Un hombre de mi equipo que había tomado la Gran Decisión y que había vivido para contarlo. Seguro que podía darme algún consejo-. Charlie, ¿qué es lo que hizo que tú te casaras?

Frunció el ceño y se aflojó la corbata.

- Espera un segundo. -Desapareció de la habitación y volvió con una lata de coca-cola-. ¿Dónde estábamos?

- Me estabas contando por qué te casaste.

- ¿Quieres saber la verdad?

- No -le dije-. Pretendía obtener una serie de completas y desvergonzadas mentiras, pero la verdad ya me vale.

Ignoró mi intentó de mordaz sarcasmo y dio un sorbo de su lata.

- Sabía que ella era para mí -dijo sin emoción, como si el amor fuera una ecuación a la que hubiera hallado el resultado. Estoy seguro de que el matiz científico de su voz estaba dirigido especialmente a mí: «Sí, decía su tono, estamos hablando de emociones, pero de una forma lógica y no-sentimental, así que no cuenta»-. Era perfecta para mí. Tan sencillo como eso -vació la lata en cuatro grandes tragos y la dejó en la mesa al lado del té a medio beber de Vernie.

- ¿Eso es todo?

- Eso fue todo para mí. Pero ya sabes. Cada maestrillo tiene su librillo y todo eso.

- Sí, supongo -dije desanimado-. Lo que pasa es que… -Me paré e intenté continuar con el mismo tono lógico que había usado Charlie-. Lo que pasa es que yo amo a Mel. No quiero estar con nadie más. ¿Por qué entonces esto del matrimonio me tiene aterrorizado?

Charlie se encogió de hombros.

- Solo tú puedes contestar eso, compañero.

Recogió de la mesita de café el mando a distancia de la tele y comenzó a hacer zapping de forma sistemática: treinta segundos y pasaba al siguiente.

- ¿Cómo le pediste a Vernie que se casara contigo? -le pregunté, mientras cambiaba de la BBC2 a la ITV-. ¿Hiciste algo especial o solo se lo dijiste?

Charlie levantó las cejas con recelo, como si se negara a contestar no porque le diera vergüenza, sino porque al hacerlo infringiría la Ley de Secretos de Estado.

- No me acuerdo. Hace ya mucho tiempo.

En realidad hacía cuatro años y Charlie no se había olvidado, solo que no quería contármelo. Por suerte, yo ya conocía la historia y le estaba tomando el pelo solo por puro placer sádico. Se supone que la manera en que propuso matrimonio a Vernie debía ser alto secreto, pero yo sabía cómo había sido porque Vernie se lo había contado a Mel y Mel, a su vez, me lo había contado a mí, diciéndome que «era lo más bonito que había oído nunca». Al parecer Charlie le había dicho a Vernie que durante el fin de semana saldrían fuera a un lugar sorpresa. Ella se esperaba como máximo un viaje al Lake District, así que debió sentirse en el cielo cuando llegaron a Nueva York. Durante el primer día que pasaron en la Gran Manzana, él la llevó a la cima del Empire State y, mientras ella miraba a través de los telescopios de veinticinco centavos hacia Central Park, él puso delante un papel en el que estaba escrito «¿Quieres casarte conmigo?» y ella se puso a llorar e inmediatamente contestó que sí. Entonces aquella historia me sorprendió muchísimo, porque cualquiera que conociera bien a Charlie sabía que los grandes gestos románticos no eran precisamente su fuerte.

- Venga, Charlie -dije sonriendo-. Necesito algún consejo sobre qué hacer. ¿De verdad no te acuerdas de cómo le pediste a mi hermana que se casara contigo?

- Sé que intentas provocarme -dijo Charlie riéndose-, pero no lo conseguirás. No soy único en lo que hice, porque cuando llega un momento como este, cada hombre tiene un poema en su corazón.

- Es un pensamiento bonito, pero el mío está destinado a ser más bien un chiste en verso -dije, cogiendo mi vaso.

- Qué va -dijo Charlie, y, por un momento, juraría que vibrillar en sus ojos un destello de esa especial clase de sabiduría que poseía Charlie-. Tú tienes un poema en tu corazón, compañero. Solo tienes que encontrarlo. De acuerdo, tendrás momentos como este -y miró de forma harto significativa al techo, desde donde nos llegaba el ruido de Vernie pisando fuerte en el suelo de madera-. Pero sabes… no lo cambiaría por nada del mundo.