Hablemos de nosotros

- ¿Me he perdido algo?

Era una tarde normal de un jueves de enero, o al menos eso creía yo. Estaba en el piso de Mel, mi novia, y era a ella a quien le acababa de disparar esa pregunta. Yo veía la televisión y Mel, sin previo aviso y por motivos desconocidos, acababa de apagarla. Pero lo que realmente me había puesto de los nervios era que la hubiera apagado con el mando a distancia, añadiendo así leña al fuego. Teníamos la regla extraoficial de que yo me encargaba de todas las tareas de cambios de canal de la tele, del mismo modo que Mel tenía prioridad sobre la primera capa de cualquier caja de bombones que cayera en nuestras manos. Habíamos llegado a establecer estas y otras reglas por un proceso de prueba y error durante el curso de nuestros cuatro años de relación. Esas reglas me hacían feliz. Con ellas, siempre sabía qué terreno pisaba. Pero cuando abandonas las reglas vas derecho hacia el caos, y ahora mismo lo que tenía entre manos era un grave caso de anarquía.

Mi obviamente desequilibrada amada frunció sus carnosos y perfectos labios y sopló con chulería sobre el borde del mando a distancia, como si le hubiera ganado a la tele un duelo por mi atención. «No hay motivo para que te sientas tan satisfecha de ti misma», pensé. Después de todo, solo era una reposición de Star Trek, el episodio en que Kirk y compañía van atrás en el tiempo a la América de los años veinte y Spock tiene que llevar un sombrero de lana para taparse las orejas puntiagudas. Sale Joan Collins muy joven y Kirk, sorpresa, sorpresa, se pega el lote con ella. No es que yo fuera un trekkie, pero había visto este episodio un millón de veces y cuanto más pensaba en ello más me molestaba que Mel hubiera cortado mi sesión de placer intergaláctico.

Mel se había metido en su dormitorio poco después de que yo llegara a su piso de Clapham. Una hora después, había salido y había apagado la tele. Ahora me miraba intensamente, como si yo fuera una criatura desconocida que estuviera escrutando con un microscopio. Aunque Mel no tenía cara de estar enfadada, sino intrigada, lancé una alerta roja interior y me mantuve en tensión. Ella se levantó, aún con el mando de la tele en la mano, y caminó hasta una esquina de la habitación donde, sobre una mesa, reposaba una botella de Chardonnay. Sirvió dos vasos de vino, los puso en la mesa de café, se sentó en mi regazo y me besó.

Mientras la observaba con cuidado se me ocurrió que quizá estaba intentando seducirme. Que me sedujera era una idea atractiva, pero realmente no tenía por qué haberse esforzado tanto. Cuando se trataba de Mel, que era guapa de una forma maravillosamente discreta, «Fácil» era mi nombre, mi apellido y mi profesión. «No, esto no va sobre seducción, -decidí-. Esto va sobre algo malo que he hecho.» Había algo en toda la situación que me recordaba a cuando me olvidaba de un aniversario, solo que no era nuestro aniversario, ¿no?

- No es nuestro aniversario -dije no muy seguro, pero intentando aparentar confianza-. No es hasta el once de junio.

- El dieciocho, en realidad.

- Oh.

Sonrió y me besó de nuevo.

- Tampoco es tu cumpleaños… es el seis de abril.

- Casi -sonrió-. El cinco.

- Oh.

Sonrió y me besó otra vez.

- No es mi cumpleaños, ¿verdad? -dije, agotando mis opciones-. No puedo ser tan desastre como para haber olvidado mi propio cumpleaños, ¿no?

- Pero ¿qué te pasa? -dijo Mel, riéndose-. Tu cumpleaños no es hasta el siete de octubre.

Descartadas todas las ocasiones conmemorativas, continué estrujándome los sesos para descubrir qué estaba pasando. A Mel le encantaba aprovechar cualquier excusa para montar una celebración. Tenía que ser algo extraño como el aniversario de la primera vez que compramos comida china para llevar o que hacía cuatro años de la primera vez que cocinamos para el otro o…

- Ya lo tengo -dije triunfante-. Es el aniversario de la primera vez que te dije que te quería.

- ¿De verdad? -dijo Mel intrigada-. ¿Estás seguro?

- No.

Suspiré y me encogí de hombros. Todo lo que recordaba del día en cuestión es que había sido un viernes en que en el Channel Four repusieron el primer episodio de Cheers. Había esperado ese episodio toda la semana y entonces, cinco minutos antes de que comenzara, sentí la súbita necesidad de contarle a Mel el intenso torbellino emocional que ella estaba causando dentro de mi habitual plácida existencia. Mi estallido causó tal reacción de euforia que, al final, acabamos los dos perdiéndonos Cheers. Pero valió la pena. Desde luego que valió la pena.

Después de unos momentos de silenciosa meditación durante los que intenté descifrar por qué Mel había apagado la televisión y estaba sentada en mi regazo comportándose de una forma tan extraña, recurrí a preguntas básicas encaminadas a intentar descubrir qué iba mal, poniendo mucho cuidado en evitar la pregunta que realmente quería hacerle: «¿Por qué has quitado Star Trek?».

Como una pantera de pasión que acechara a su presa, se inclinó hacia mí y me besó otra vez, lenta, suave y seductoramente. Después de todo quizá sí estuviera intentando seducirme.

- ¿Es que no puedo ser cariñosa con mi novio de vez en cuando? -ronroneó Mel.

- No… Quiero decir… sí. -Le lancé a la tele una mirada triste-. Quiero decir, sí, si eso es todo.

- Sí que tengo un tema que tratar -dijo mientras me acariciaba alegremente los lóbulos de las orejas.

Lo sabía…

- ¿Y de qué se trata? -pregunté con cuidado.

- De nosotros.

- ¿De nosotros?

- De nosotros -dijo con calma-. Hablemos de nosotros.

Sentí como todo mi cuerpo se hundía a plomo en el sofá. Estaba en lo cierto cuando imaginaba que Mel estaba tramando algo. Me había invitado a pasar por su piso un jueves por la noche con falsos pretextos. Yo pensaba que íbamos a ver la tele y a pedir comida china para llevar (yo: Pollo Kung Po; ella: Foo Yung de huevo con gambas) y a lamentarnos de nuestro día en el trabajo porque eso era lo que siempre hacíamos los jueves. Pero no iba a ser así. Ahora estábamos en esta horrenda situación en la que ella quería hablar «de nosotros» mientras todo lo que yo quería era ver Star Trek.

Nosotros.

Nunca hay una buena razón para hablar de «nosotros». Hablar de «nosotros» siempre acababa en hablar de «mí». Mel sacaría su lista titulada «Cosas malas de Duffy: Parte Primera» y las repasaría una a una. Yo, por supuesto, asentiría y murmuraría en los momentos apropiados y prometería cambiar a mejor, porque, en general, las peticiones solían ser razonables, del estilo de «¿Recogerás tu ropa del suelo?», «¿Qué tal si a veces limpias el baño?» y «¿Por qué no me miras de la misma manera que cuando nos conocimos?».

Nosotros.

- Duffy, ¿cuánto hace que estamos saliendo, es decir, saliendo juntos?

Yo sabía la respuesta a esa pregunta, pero me sacudí los sesos para encontrar más información por si se trataba de una trampa.

- Cuatro maravillosos años -aventuré cautelosamente.

- Exacto -repuso ella.

Contra mi voluntad, mi imaginación comenzó a divagar. Justo en ese momento Spock debía de estar yendo a la ferretería para comprar un poco de tela metálica que añadir a sus intentos de construir un primitivo comunicador a partir de un receptor de radio.

- Cuatro años es mucho tiempo, sabes.

La interrumpí, a pesar de que interrumpir era muy malo. No me gustaba en absoluto a donde estábamos yendo a parar.

- No es tanto tiempo. Si fueras un niño de cuatro años ni siquiera habrías empezado a ir a la escuela. No podrías leer ni escribir pero quizá ya supieras atarte los zapatos…

- Duffy, no digas tonterías, ¿vale? -me miró exasperada y se levantó de mi regazo para reposar su trasero en un brazo del sofá, dejando los pies, enfundados en medias, descansando en un cojín a mi lado-. Sabes a dónde quiero llegar.

Me encogí de hombros en silencio, convirtiendo todo mi cuerpo en un signo de interrogación.

- ¿Es que tengo que deletrearlo?

- No… sí… puede ser.

- Duffy, ¿me quieres?

- ¿Eso es todo? -pregunté con incredulidad-. No tienes que preocuparte en absoluto sobre eso.

Estaba encantado de que eso fuera todo. Mel me preguntaba muy a menudo si la amaba. A veces creo que se sentía un poco insegura sobre «nosotros» y necesitaba que la tranquilizara un poco, cosa que yo siempre estaba dispuesto a hacer. Me acerqué a ella, le cogí la mano y le susurré al oído:

- Te quiero. Te quiero. Te quiero.

Ella sonrió, se reclinó hacia mí para besarme y me susurró:

- Entonces casémonos.

Esas palabras explotaron en mi cráneo causando todo tipo de daños cerebrales y mi primer impulso fue salir corriendo.

Mi segundo impulso, un poco más sutil, fue esconderme.

Mi tercer impulso, que admito fue mucho menos sutil, fue salir corriendo y esconderme.

Quizá mis calamitosos impulsos se deban a que soy libra. Espero que fuese por eso. Un funesto signo del zodíaco es una fuente de consuelo mucho mayor que la simple cobardía.

Al final ni salí corriendo ni me escondí, porque eso la hubiera cabreado de verdad, sino que opté por la única alternativa que me quedaba: me hice un ovillo esperando que ella no me hiciera demasiado daño.

- ¿Quieres casarte?

- Sí, quiero -dijo, riéndose.

- ¿Conmigo?

- Eres único, Ben Duffy. -Se levantó del sofá y se subió ligeramente el borde de la falda antes de poner una rodilla en la alfombra-. Soy una mujer moderna, Duffy. Las mujeres modernas ya no tenemos que esperar a que nos lo pidan-. Se aclaró la garganta, se echó al gaznate un trago considerable de vino y me cogió la mano-. Benjamín Dominic Duffy, ¿me harás el honor de ser mi compañero legalmente casado, para tenernos y mantenernos hasta que la muerte nos separe?

Hasta que la muerte nos separe.

¿Cómo logró colarse eso en la ceremonia del matrimonio? Hasta este momento siempre había tenido la intención de vivir plenamente tanto como fuera posible. ¿Cuál era ahora el incentivo para hacerlo?

Hasta que la muerte nos separe.

¿No podían haber puesto algo menos restrictivo, como «renovable cada cuatro años» o «hasta que cualquiera de las partes se aburra» o, al menos, «por lo que podemos prever»?

Hasta que la muerte nos separe.

Eso es lo que se dice mucho tiempo.

- Pensaba que no creías en el matrimonio -dije en cuanto pude poner mis ideas en orden-. ¿No lo llamaste una vez «un concepto pasado de moda creado por una sociedad patriarcal con el fin de mantener a las mujeres en su sitio»?

Estaba citando una frase de uno de esos debates mantenidos a altas horas de la noche que habíamos tenido en algún instante del primer año. Supe desde el primer momento que recordar esa conversación me sería útil algún día.

- Bueno, he cambiado de opinión -restalló Mel como si lo considerase una razón suficiente-. Duffy, los dos tenemos veintiocho años. Ya no somos unos crios. Quiero sentar la cabeza… No quiero decir… Quiero sentar la cabeza… Quiero una vida normal.

Sus labios perfectos estaban otra vez fruncidos, ahora como muestra de confusión. Obviamente esta no era la reacción que ella había esperado. Yo aún no entendía de dónde había salido todo esto. No lo entendía en absoluto. Estudié su cara para ver si encontraba allí la respuesta.

- No me mires de esa manera -dijo severamente Mel.

- ¿De qué manera?

- Así -puso una cara que era a la vez muy divertida e increíblemente precisa-. Como si fuera una conserva sin etiqueta. Como si acabara de llegar de otro planeta. Como si estuviera actuando como una «puñetera mujer».

Ajusté inmediatamente mi forma de mirar.

- Sé lo que he dicho en el pasado sobre el matrimonio. No necesitas recordármelo. Sé que no tiene sentido. Pero es lo que quiero de verdad, Duffy. Tú quieres que me sienta avergonzada de querer estar contigo durante el resto de mi vida, como si fuera una especie de debilidad. Sé que puedo vivir sola, Duffy. No necesito demostrar nada a nadie. Pero no quiero vivir sola. Quiero vivir contigo.

Manteniendo cuidadosamente una expresión facial ecuánime, estudié de nuevo su rostro con la esperanza de encontrar alguna señal de que me estaba tomando el pelo, de que en algún momento iba casi a mearse de risa y decirme «Te lo has tragado, ¿a que sí?». Esperé a que llegara ese momento, pero, por supuesto, no llegó porque Mel estaba tan seria como las noticias de las nueve.

- ¿Estás segura? -pregunté tímidamente.

Asintió.

- Sí. ¿Tú no?

- Sí -dije instintivamente. Y luego añadí-: No. -Y después-. Lo que quiero decir es que…

Mel tomó otro largo sorbo de vino y lo tragó con fuerza.

- Lo que quieres decir es que no estás seguro.

Dudé con cautela, queriendo asegurarme de que «no estoy seguro» era una respuesta aceptable y no una que pudiera y fuera a ser usada como una prueba en mi contra. Una vez más observé las facciones de Mel en busca de pistas. No había ninguna. Para mí, las interioridades de la mente de Mel eran un misterio total. A menudo había tratado de entrar ahí, para intentar entenderla mejor, pero nunca pude reunir todos los fragmentos en un manual de instrucciones coherente, ya que, por lo que yo podía ver, Mel se iba inventando las cosas sobre la marcha.

Al final aposté por la opción de «no estoy seguro».

- Es que… bueno… sé que si cambiamos las cosas, cuando pase algo de tiempo te acabarás dando cuenta de lo molesto que soy en realidad. De esta forma mantenemos un halo de misterio sobre nosotros.

Dejó su vaso de vino en la mesita frente a mí dando un golpe y se sentó en el sillón del lado opuesto con los brazos cruzados.

- Créeme, Duffy, no hay ningún halo de misterio. Te he limpiado las babas de la barbilla, te he visto cortarte las uñas de los pies y he visto con mis propios ojos la forma animal en que devoras los bocadillos de beicon y huevo. Y aun así, te quiero. Pero ese no es el tema. El tema es si me quieres lo suficiente como para comprometerte conmigo para el resto de tu vida. Quiero que me digas la verdad. Créeme que no quiero presionarte, pero tienes que saber que no estaré esperando para siempre.

Me incliné hacia delante en el sofá, con los codos apoyados en las rodillas y la cabeza entre las manos, e intenté desesperadamente encontrar las palabras que quería usar para expresar cómo me sentía, pero no había ninguna. Al menos ninguna que fuera mínimamente satisfactoria.

- Tú eres todo lo que quiero -le dije.

- Y…

- Y eso es todo. ¿Por qué tenemos que casarnos? ¿No podríamos simplemente…?

- ¿Vivir juntos?

Ya había pensado en eso. Yo estaba corriendo hacia todas las salidas de emergencia que se me ocurrían, solo para encontrarme que ella había llegado antes.

- Duff, llevamos juntos cuatro años y ni siquiera estamos viviendo bajo el mismo techo. Sabes que he intentado hablar de esto contigo más veces de las que me gusta recordar, pero siempre has evitado el tema. Incluso probé cambiar de táctica. Dejé de mencionarlo, con la esperanza de que tú sugerirías que nos mudáramos juntos cuando creyeras que había llegado el momento. Pero nunca lo hiciste. Ahora es demasiado tarde para medias tintas. Es demasiado tarde para que metas el dedo gordo del pie en el agua para ver si está fría. Es o todo o nada. O ahora, o nunca. Así que, ¿qué es lo que quieres hacer?

No respondí y me quedé anclado en el silencio, medio preocupado sobre cómo iba a acabar todo esto y, aunque suene raro, medio preocupado por lo que le estaba pasando a la tripulación de la Enterprise.

Mel se levantó y empezó a caminar por la habitación muy nerviosa, sorbiendo las lágrimas.

- Lo que pasa es que no quieres que las cosas cambien, ¿verdad, Duffy? -dijo, intentando no perder el control-. Quieres que todo siga como está. Pues bien, no puede ser.

Seguí sin responder. En vez de ello, me preguntaba si algo de todo esto hubiera pasado si hubiera insistido en ver Star Trek. Hubiéramos tenido una discusión, pero ni de lejos tan destructiva como la de ahora. Al final, es decir, una vez que el silencio se hubo vuelto demasiado incómodo hasta para mí y para la tripulación de la Enterprise, dije lo único que vino a la cabeza, que fue:

- Te quiero.

Estas palabras siempre me habían ayudado en el pasado y, ahora más que nunca, necesitaba que su vieja magia volviera a funcionar. Necesitaba que evitaran que esta situación se saliera de madre.

- Dices que me quieres, pero ¿me quieres de verdad? Te reto. Te reto a que me demuestres que me quieres.

Entonces comenzó a llorar. O, para ser más precisos, comenzó a intentar no llorar y falló estrepitosamente. Todas y cada una de las lágrimas eran lágrimas de resentimiento. No quería verterlas por mí. No quería desperdiciarlas.

Instintivamente quise abrazarla y decirle que todo estaba bien, pero no pude porque, y eso me asustaba, por primera vez desde que empezamos a salir juntos, no estaba seguro de que todo estaba bien. Sin mirarme, Mel cogió el mando a distancia, volvió a encender la tele y luego desapareció hacia su habitación. Mientras los títulos de crédito de Star Trek iban apareciendo en la pantalla, suspiré y la volví a apagar.