Intercambiar los currículos emocionales

Al comienzo estábamos ella, yo y una increíble cantidad de felicidad. Estábamos enamorados. Completa, total e indiscutiblemente enamorados. La gente, habitualmente mujeres, se acercaba a nosotros en las fiestas diciéndonos cosas como: «Parece mentira lo bien que os lleváis», «Estáis como dos tortolitos» y, mi favorita, «Realmente sois el mejor amigo el uno del otro». Y era cierto. En mi vida había conocido a una mujer como Mel. Era hermosa, comprensiva e inteligente. Siempre me hacía reír, bebía como una esponja e, igual que yo, le encantaba gritarle consejos a los personajes de EastEnders que salían por la tele. Era una especie de milagro. Un ángel venido del cielo. Lo curioso es que cuando la vi por primera vez estuve seguro de que no tenía ninguna posibilidad con ella.

Yo tenía veinticuatro años y por aquel entonces acaba de empezar un período de dos meses como empleado temporal en el departamento de administración de una editorial que estaba justo al lado de Leicester Square. Vi a Mel durante mi primer almuerzo, en la tienda de bocadillos italianos que había a la vuelta de la esquina. Hizo cola delante de mí y, cuando se fue de la tienda, la seguí discretamente para saber hacia dónde iba y me alegré al ver que desapareció tras las puertas giratorias del Mentorn House, el mismo edificio en el que trabajaba yo. Mi alegría se prolongó mientras compartimos un trayecto sin palabras en el ascensor y casi exploté de felicidad cuando se bajó del ascensor en mi piso y desapareció en la dirección de ventas de publicidad.

Me quedé quieto, boquiabierto, mirándola, mientras intentaba discernir en mi cabeza qué es lo que tenía esta mujer que me había vuelto el mundo del revés. Me quedé unos momentos embobado y recibí una bronca de un directivo por estar bloqueando la salida del ascensor, pero conseguí encontrar la respuesta. No me había atraído su rostro o su cuerpo, que eran preciosos, sino su forma de caminar. Tenía la forma de caminar más hipnótica que jamás había visto. Era estridente, sensual, y, lo que era la cualidad más extraña de todas, atrevida. Una versión andante de Chrissie Hynde cantando Brass in Pocket.

Durante los siguientes quince días descubrí estos datos sobre la mujer de mis sueños: se llamaba Mel Benson, tenía veinticuatro años y había ido a la universidad en Edimburgo. Le gustaban los bocadillos de pollo y aguacate, odiaba a su profesor de aeróbic hacía «algo» en el departamento de ventas de publicidad, no estaba casada y cuando vestía de negro estaba espectacular. Pasó una semana hasta que finalmente conseguí entablar conversación ella.

Cada viernes, los del departamento de ventas de publicidad iban a comer al George, un pub justo enfrente de las oficinas. Me di cuenta de que era mi oportunidad de acercarme a ella, así que sin ningún reparo me hice amigo de Tony, un ejecutivo de mediana edad que trabajaba en su departamento y cuya única razón para vivir era el criquet. En menos de una semana, Tony ya me había invitado a ir al pub el viernes. Le abandoné sin misericordia a las primeras de cambio y me fui moviendo discretamente hasta encontrarme junto a Mel.

Casi enseguida empezamos a hablar y le pregunté que qué hacía en la empresa. Su respuesta, «Soy planificadora de medios», me dejó igual de ignorante que antes. Cuando me devolvió la pregunta admití que era un temporal, pero le dije que además era cómico. La respuesta habitual que recibía cuando revelaba esta información era: «¡Cuéntanos un chiste!», lo que odiaba, porque yo no era una foca amaestrada. Mel, en cambio, solo dijo: «Es bonito conocer a alguien que aún persigue sus sueños» y lo dejó ahí. Me impresionó. En los veintisiete minutos que quedaban de comida la hice reír un total de veintitrés veces. Un récord personal. Hice lo mismo a la semana siguiente y también la que vino después. Pronto llegué a la fase en que los lunes nos preguntábamos cómo nos había ido el fin de semana y los viernes nos preguntábamos qué pensábamos hacer en nuestros días libres. De todas las cruzadas amorosas que he emprendido en mi vida, esta fue la más larga y a la que dediqué un mayor y más organizado esfuerzo.

Finalmente, el viernes de la cuarta semana de campaña de mi primer paso. Mel estaba de pie al lado del ascensor, dando golpecitos a la botella de plástico azul del dispensador de agua con un boli.

- Si me das tres oportunidades te acierto qué canción es -dije en broma.

Una gran sonrisa se dibujó en su rostro, tan amplia que por primera vez descubrió sus dientes, pequeños, perfectos y relucientes.

- ¿Por qué siempre me haces reír? -me preguntó, como si yo formara parte de algún tipo de conspiración secreta para hacerla feliz.

- No lo sé. Quizá tu umbral del humor sea muy bajo.

- Podría ser. Pero quizá es porque eres un tipo gracioso.

Sin molestarme en dilucidar si había dicho «gracioso» como en «ja, ja» o «gracioso» como en «Para ya de perseguirme, maníaco desequilibrado», decidí que aquella era la mía. La oportunidad. No necesitaba que me lo dijeran dos veces.

- ¿Te apetece salir a tomar una copa después del trabajo?

- ¿Me estás pidiendo una cita? -me dijo, con tono neutro.

Busqué por todas partes la respuesta correcta. Había tratado de que mi invitación sonara lo más natural posible, permitiéndole así a Mel darme puerta sin hacer pedazos mi ego. Pero ahora me pedía que precisara una de las dos cosas que nunca, nunca jamás, se deben precisar, ni siquiera si te amenazan con la muerte.

- Esto, no… bueno, supongo que… sí.

- Me lo imaginaba -dijo sonriendo-. Muchas gracias. Me siento muy halagada pero la respuesta es no.

Yo ni siquiera había incluido el rechazo en mi lista de posibles reacciones. Sé que lo debería haber dejado ahí y haberme ido, y pido disculpas a mi ego en nombre de mi boca por no haberlo hecho. En lugar de eso, mandando a freír espárragos toda precaución, le pregunté: «¿Por qué no?», la pregunta que ningún hombre con un mínimo de respeto por sí mismo haría jamás, porque es lo mismo que suplicar.

- Son cosas que pasan -dijo, frotándose las manos con nerviosismo-. Me has cogido en el peor momento posible.

Me arrastré de vuelta a mi mesa para lamerme las heridas y me lancé a trabajar como nunca lo había hecho. Mi plan de supervivencia era simple: iba a evitar a Mel durante el resto de mi vida. Me dedicaba a merodear por la oficina dándole esquinazo en los pasillos, rehuyéndola en la fuente de agua y en el George. Pero el último día de mi contrato quiso el destino que fuera a toparme con ella cuando cogía el ascensor para irme a casa.

- Me estás evitando, ¿verdad? -dijo mientras las puertas se cerraban y apretaba el botón de la planta baja.

Una vez más, busqué por todas partes la respuesta correcta. Había tratado de evitarla de la manera más discreta posible, dándole a ella también la opción de mantenerse alejada de mí sin que fuera obvio, pero aquí estaba, pidiéndome que precisara algo que nunca, nunca jamás, se debe precisar, ni siquiera si te amenazan con la muerte.

- No… bueno, supongo que… sí.

- Me lo imaginaba -dijo sonriendo-. Estaba esperando cruzarme contigo.

- ¿Para qué?

- Me has hecho cambiar de opinión -dijo tímidamente. Me di cuenta de que había elegido unas palabras curiosas, pero no la dejé decir nada más. Toda conversación adicional solo complicaría el asunto. Si yo había podido hacer que cambiase de opinión sin siquiera darme cuenta era que podía, con la misma facilidad, hacerla volver a cambiar de opinión por accidente. Así que descendimos los quince pisos hasta la recepción en silencio. Cuando se abrieron las puertas, sacó un bolígrafo de su bolso, me cogió la mano, me escribió su teléfono en la palma y se alejó caminando.

Quedamos en encontrarnos esa misma noche en un bar llamado Freud. Mel llegó a las nueve menos cuarto, quince minutos tarde, un lapso de tiempo ideal para que yo llegara a la fase de sudor nervioso en las manos y ella me pareciera más enigmática de lo que yo creía humanamente posible. Llevaba tejanos oscuros, bambas, una camiseta blanca y una chaqueta. Se había puesto ropa informal: una buena señal. La ropa informal indicaba el tipo de confianza en sí misma que yo admiraba en una mujer.

- ¿Podemos dejar clara una cosa? -dijo, sentándose en la mesa. Me quedé con la mirada en blanco-. No quiero una… ya sabes, una relación -puse cara de póquer-. Seremos solamente amigos -mi cara de póquer se estaba petrificando-. No te lo tomes como algo personal, pero las relaciones son demasiado complicadas y me gustaría llevar una vida sencilla por ahora. No me entiendas mal, eres un buen tipo, pero este es un caso de lugar equivocado, momento equivocado, chica equivocada y planeta equivocado. -Paró de hablar, como si se diera cuenta de mi inquietud-. Bueno, ¿es que no vas a decir nada?

Fue en este punto del proceso cuando me arriesgué como no me había arriesgado nunca antes ni me he vuelto a arriesgar desde entonces. La besé, contraviniendo no una, sino dos de las reglas fundamentales sobre darse el lote con gente que no conoces muy bien:

Regla uno: siempre beber demasiado.

Regla dos: esperar siempre a que llegue el Momento.

En la mano tenía un vaso de soda con lima (la bebida más barata de la casa) y, por lo que respecta al Momento, solo pude suponer que había sufrido retraso debido al mal tiempo. Y mientras yo aún pensaba de dónde me había venido ese impulso, ella me devolvió el beso. Emergimos para respirar tres minutos más tarde, ruborizados y muy acalorados.

- No puedo creerme lo que acabo de hacer -dijo ella, evitando todo contacto visual.

- Ni yo -repliqué, mirándome los zapatos-. Pero lo hemos hecho.

Nos pasamos el resto de la noche bebiendo y hablando, totalmente fascinados el uno con el otro. Más tarde nos entró hambre y Mel sugirió que fuéramos a comer algo. Ya hacía tiempo que se me había acabado el dinero, lo que me forzó a hacer explícita mi condición de pobre. A ella no pareció importarle en absoluto, de hecho pensó que era gracioso, así que, a su costa, fuimos a cenar a un restaurante italiano. Me di cuenta, mientras devoraba un bocado de pasta, de que Mel me estaba mirando sin decir nada. Claramente algo le rondaba por la cabeza.

- ¿Qué pasa? -dije, entrecerrando los ojos con suspicacia-. Tengo salsa de tomate en la barbilla, ¿verdad? -me limpié la boca con la mano.

- No, no es nada -replicó de forma que quedaba claro que quería decir exactamente lo contrario. Engullí otro bocado de pasta justo cuando «nada» se estaba metamorfoseando en «algo»-. Nos hemos besado. Apenas nos conocemos. ¿No crees que deberíamos hacer eso de preguntar sobre el pasado del otro?

- ¿Intercambiar los currículos emocionales?

Mel sonrió de forma encantadora.

- Cambiar historiales de relaciones pasadas.

- Vale -dije-, pero tú primera.

Me contó que había roto hacía poco con un hombre con quien había estado dos años. Ella pensó que podría ser el Definitivo. Por desgracia, él pensó que ella era decididamente la Definitiva y le pidió que se mudara con él. Ella no estaba tan segura y le dijo que no. Mel se tomó dos horas para comunicarme esta información. La narración de Mel lo ocupaba todo y con ella venía gigantescos pedazos de información inútil, en grandes bloques de cada vez.

Me enteré de que cuando tenía seis años se cayó y se cortó la rodilla, y ahora tenía una cicatriz que parecía una sonrisa. Me entere de que tres años atrás se había comprado en un mercadillo un álbum de Ella Fitzgerald que ahora consideraba su posesión más preciosa. Me enteré de que siempre había querido tener un gato pero que ahora que estaba soltera le parecía demasiado típico. Todo era muy entrañable, aunque a la vez muy confuso.

Explicar el inventario completo de mis romances me llevó un total de cinco minutos. Yo me sentía reticente, por motivos obvios, a explicarle lo del cadáver de transición de Amanda, así que concluí los altos y bajos de mi vida amorosa con la anterior, Rebecca, cuyas últimas palabras fueron: «Me voy del país, no intentes seguirme». Yo creía que eso era bastante gracioso, pero Mel no parecía tener ganas de reírse.

- ¿Eso es todo?

- Si

- ¿Cómo?

- ¿Toda tu vida amorosa?

- Sí.

- ¿Y los detalles? Necesito detalles.

- Te lo he contado todo.

- No me has contado nada. Yo te lo he contado todo.

Puse mi cara de desconcierto, una ligera variante de mi cara de póquer.

- ¿Qué les pasa a los hombres? ¿Es que no pueden hablár ¿Es que os lo enseñan en una especie de escuela extraña solo para chicos? ¿Os quitan las cuerdas vocales cuando nacéis?

- No -dije yo.

Afortunadamente esta vez sí se rió. Así que le conté más sobre mi pasado aunque me sentía increíblemente incómodo haciéndolo. Sabía que esto era buena señal, que estaba interesada en mí pero no podía evitar pensar que tanto hablar de relaciones pasadas era, de alguna forma, tentar a la suerte.

- Creo que ya es hora de que nos vayamos -dijo, lamiendo el reverso de su cucharilla de postre y mirando alrededor en el restaurante. Cuando entramos, la sala estaba llena, ahora estaba vacía y los camareros nos lanzaban indirectas muy poco sutiles que indicaban que éramos lo único que les impedía irse a casa.

- Me lo he pasado muy bien esta noche -dije, mientras nos abríamos paso cogidos de la mano entre la gente que salía de un teatro en Shaftesbury Avenue-. Ha sido muy… interesante.

- Yo también me lo he pasado muy bien -dijo, mientras cruzábamos rápidamente la calle, salvándonos por los pelos de morir atropellados por un conductor de autobús homicida-. Pero sabes que esto no va a funcionar, ¿verdad?

Me detuve y la miré, sin estar seguro de si lo que estaba hablando era su inseguridad o de si estaba tratando de dejarme con delicadeza.

- ¿Por qué?

Se acercó un paso a mí mientras los coches pasaban silbando por ambos lados.

- Porque, por una parte, en este momento estoy intentando concentrarme en mi trabajo…

- ¿Y por otra?

- Y por otra… acabo de salir de una relación larga. Lo que quiere decir que tú eres el rebote. Lo que quiere decir que uno de nosotros le va a hacer daño al otro y ya me gustas demasiado para hacerte daño.

- Pues evítalo.

- ¿El qué?

- Que te guste. Evita que yo te guste. No soy tu pareja perfecta. No soy el hombre de tus sueños. Siempre me olvido de las fechas importantes: cumpleaños, aniversarios y festivos, mis intenciones hacia ti son completamente deshonestas y me paso demasiado tiempo en el lavabo.

- ¿Cuánto tiempo?

- Media hora.

- Eso prácticamente me confiere el título de mujer honoraria.

- Pero, por otra parte, podemos pasar un buen rato mientras dure. Será divertido. Como un amor de verano pero sin que sea verano. Y te prometo que no habrá postales ni llamadas telefónicas cuando se haya acabado.

- Un amor de verano -dijo con nostalgia-. Me gusta como suena. -Nos besamos y mientras un taxi que pasaba nos pita con el claxon devolviéndonos a la realidad, Mel se puso de puntillas y me susurró al oído-. ¡Tráete la sangría!

Eso fue entonces.