El hombre de los seis millones de dólares
Las reacciones a mis futuros esponsales fueron, por decirlo suavemente, extrañas. Mi madre se echó a llorar.
- Me haces tan feliz -dijo sollozando de alegría-. Me siento tan contenta por vosotros dos.
Me hizo contarle los detalles una y otra vez como si a la primera no me hubiera creído, y apartó el teléfono un millón de veces para sollozar más.
Me acerqué a casa de Vernie para darle la noticia, y su primer comentario fue un lacónico «Ya era hora», que me hizo reír porque estaba seguro de que muy adentro su felicidad iba a la par con la de mi madre. Charlie me dio la enhorabuena con un sincero apretón de manos y dijo que creía que lo de mi boda era la mejor noticia que le habían dado en mucho tiempo.
Dan, huelga decirlo, pensaba que lo de casarme era una mala idea, pero no lo dijo porque sabía que eso no era lo que yo quería oír. Así que me dio una especie de abrazo con palmaditas en la espalda, hizo un chiste sobre anunciarse en Penthouse para encontrar un nuevo compañero de piso y prometió organizar una salida para celebrarlo el viernes por la noche. Puesto que Mel había organizado rápidamente con sus amigas una fiesta de «Estoy prometida, ¿no es fantástico?» esa misma noche, los planes de Dan encajaban perfectamente con el plan de fin de semana que Mel y yo habíamos preparado ahora que habíamos ascendido al club de las parejas serias.
Sentado en el Haversham el viernes por la noche, Dan y Charlie decidieron por unanimidad que, a pesar de llevar comprometido solo seis días, todos los chistes de la velada serían a mi costa. Durante las siguientes horas yo sería el blanco de sus puyas y burlas, lo que, en cierto modo, era reconfortante, pues la risa era el antídoto perfecto contra cualquier aprensión que yo pudiera sentir contra el matrimonio. La conversación de la tarde fue más o menos así…
20.23 horas
- ¿Qué tienen las bodas que les gustan tanto a las mujeres? -preguntó Dan.
- ¿Los vestidos? -sugirió Charlie.
- Puede que tengas razón -dijo Dan-. ¿Qué es lo que todas las bodas tienen en común, aparte de la novia y el novio?
- ¡Un vestido pijo!-respondió Charlie.
Me esforcé por no enfangarme en el absurdo total de la conversación, pero no pude reprimirme.
- ¿No estarás diciendo en serio que todas las mujeres del mundo se han casado a lo largo de la historia solo para poder llevar un modelito nuevo? Y entonces, ¿qué me dices de Elizabeth Taylor? Se casó más veces de las que puedo recordar y podía permitirse comprar tantos vestidos pijos como quisiera.
- Aaaah -exclamó Dan con astucia-, pero la boda les da siempre una buena ocasión para ponérselos.
21.28 horas
Charlie ejercía de moderador.
- ¿Por qué creéis que a los tíos les da tanto miedo comprometerse?
- Fácil -dijo Dan-, se trata del principio de Daisy Duke -con esas palabras ganó nuestra atención. Para los que estabamos alrededor de esa mesa y seguramente para todo miembro de nuestra generación, Daisy Duke, o Los Dukes of Hazzard, ejemplificaba la verdad, la belleza y los vaqueros cortos y ajustados-. En nuestros años de formación nos vimos expuestos a un gran número de mujeres increíblemente bellas -continuó Dan-. Por eso nosotros, los hombres, hemos sido condicionados a buscar la perfección y nos pasamos toda nuestra vida buscando a la belleza perfecta. Por supuesto, esta búsqueda es en vano porque la perfección no existe. Pero eso no nos impide vagar por la vida como nómadas, negándonos a echar raíces hasta que nuestra búsqueda haya terminado.
- Deberían compadecernos y no burlarse de nosotros -añadió Charlie-. La nuestra es una tarea ingrata.
- Si lo piensas un poco -dijo Dan-, encontrar a la pareja perfecta se parece a jugar al veintiuno. Quiero decir, tú tienes tus cartas y con eso tomas tu decisión. ¿Te plantas o pides carta? ¿Vas sobre seguro y te quedas con diecinueve o te lo juegas todo para tener el veintiuno aunque puede que acabes pasándote?
- En un día bueno, Vernie es un veintiuno -rió Charlie-, aunque reconozco que ella cree que yo soy un dieciocho. ¿Y qué tal tú, Dan? ¿Alguna vez has tenido un veintiuno?
- Déjame pensar… Está Cerys, en la universidad, que fue un catorce. Después estuvo Louise, que quizá fuera un diecisiete, pero creo que lo más que me he acercado ha sido con Meena -dudó un momento y tomó un sorbo de su cerveza-. Ella era un veinte, pero ya me conocéis: soy un jugador, como Kenny Rogers. Tuve que ir por el veintiuno. No me parecía correcto no hacerlo.
- Mel es mi veintiuno -dije, más a mi pinta que a mi asamblea de amigos-. Ella es la mano perfecta.
22.05 horas
Era el turno de Dan para pontificar.
- El héroe de acción moderno no necesita una mujer a tiempo completo, porque le estorba y reduce sus posibilidades de acabar con los malos y salvar al mundo del desastre. Por eso ninguno de los grandes héroes de ficción está felizmente casado. ¿Qué opináis vosotros?
Intenté pensar en un héroe desposado y me resultó mucho más difícil de lo que creía.
- ¡James Bond! -dije triunfante tras algunos momentos de profunda reflexión-. Estuvo casado.
- Estuvo casado -dijo Dan-. En Al servicio de su Majestad, para ser exactos. Se casa, pero matan a su mujer hacia el final de la película con un tiro que era para el propio JB. El mensaje es obvio: James Bond no puede salvar el mundo y ser un icono para los jóvenes de la tierra si tiene un pájaro en el nido. Más aún, si quitas de las películas todo el sexo gratuito con todo tipo de exóticas bellezas asesinas/espías/expertas en kung-fu, ¿qué te queda? Nada más que un hombre de mediana edad actuando como un adolescente.
- Tienes razón -dijo Charlie-. Piensa en ello, Duff. Starsky y Hutch, Magnum, Dean Martin en Matt Helm, Batman, Sbaft, Han Solo en Star Wars… Han Solo, date cuenta.
- Todos los tipos del Equipo A.
- El hombre de los seis millones de dólares -añadí reticente.
- Charlie, de Los Angeles de Charlie -añadió Charlie. Dan y yo nos giramos a la vez hacia él en busca de una explicación.
- Yo estoy casi seguro de que estaba casado -dije-. Bosley era soltero, eso te lo admito, pero creo recordar que Charlie estaba casado.
- Tienes razón -dijo Dan-. Charlie de Los Angeles de Charlie estaba casado. Creo que hasta lo mencionaron en algún capítulo.
Charlie no se dejaba convencer.
- Como la única persona aquí que tiene una esposa, dejad que os lo explique. Cualquier tío que contrata a tres de las mujeres más atractivas de los ochenta para luchar contra el crimen, no está casado. De ninguna manera su mujer le dejaría salirse con la suya. ¿Os podéis imaginar a Vernie dejándome ir a reuniones de fin de semana con Sabrina, Kris y Kelly? ¡Ni en sueños!
- Puede que tengas razón, colega -dijo Dan-, sería buscarse problemas. Pero de todas formas, estamos apartándonos del tema. Todos estos héroes son hombres solteros. Así pues, la soltería tiene que ser la forma de vida de los hombres de verdad. Sin ataduras. Sin problemas. Solo luchar contra el crimen y tías buenas a raudales.
- Vale -contraataqué. Había estado devanándome los sesos intentando encontrar héroes de ficción casados-. ¿Y qué hay de Bruce Willis en la serie de La jungla de cristal? Está casado.
- ¿Estás de broma? -dijo Dan, riéndose-. ¿Cuánto crees que durará un matrimonio en el que el marido se mete continuamente en líos en los que acaba perdiendo los zapatos y corriendo por los barrios caros de Nueva York llevando puesto nada más que un chaleco?
23.15 horas
(¡Es la hora, damas y caballeros, por favor!)
- Soy un tío francamente sorprendente -dijo Dan, adoptando un pomposo tono de voz-. Tengo mucho éxito con las mujeres, buen aspecto, en breve, soy la repera. Pero… -se paró, pensativo- si miraseis algunas fotografías de cuando tenía diecisiete años os diríais: «¡Pero por todos los santos, si el bueno de Dan no es más que un bicho raro! ¡Mirad ese peinado, esa camiseta arrugada de Iron Maiden y ese lamentable amago de bigote!».
- ¿Adonde quieres ir a parar? -suspiré, como si no lo hubiera adivinado ya.
- El matrimonio se parece mucho a una fotografía. La persona con la que te unes es una instantánea de quien eres tú en ese momento. Admito que puedes pensar que ella es lo mejor que te ha pasado nunca, pero imagínate que te hubieras casado con la primera mujer de la que te enamoraste.
- ¿Qué? -dijo Charlie.
- Imagínatela. Tienes siete años, estás enamorado y te crees que nunca se acabará. Pero imagínate encontrártela ahora con su enorme peinado, sus tejanos lavados a la piedra y su tarjeta de socia de Amnistía Internacional. ¿Querrías estar casado con eso?
Chasqueé la lengua en desaprobación.
- Estás asumiendo que ella se ha mantenido igual. No sabes si ha sido así. Si tú has cambiado, es lógico que ella también haya cambiado.
- Por supuesto -dijo Dan-. Pero ¿cambiado a qué?
23.31 horas.
Dentro del Archway Fish and Chip Bar, frente al Haversham
- Te diré lo que pasa con vivir juntos -dijo Dan mientras esperábamos nuestras patatas al curry-. Es el origen de todos los males en cualquier relación: empiezas a dar al otro por supuesto. Asumes que siempre estará ahí, por lo que dejas de esforzarte. Ella asume que tú nunca vas a cambiar y tú haces todo lo posible para demostrarle que tiene razón. Empezáis a trataros el uno al otro como si fuerais muebles y, lo que es peor, como si fuerais muebles que ni siquiera os gustan.
El teléfono sonaba. Miré la hora en el despertador luminoso que Mel me había regalado cuando cumplí veintiséis y descubrí que eran las 2.57 a.m. Intenté volver a dormir, pero las cervezas y las patatas al curry que tenía en el estómago y el demente que, al otro lado de la línea, se negaba a aceptar que estuviera durmiendo, me hicieron imposible descansar. Con los ojos medio cerrados me levanté y caminé por el pasillo, lanzando al pasar una mirada de odio al dormitorio de Dan. «Seguro que ha desconectado otra vez el contestador para poder enchufar la tostadora en la sala de estar», pensé cabreado. Estaba en lo cierto. Junto al teléfono estaba la tostadora con una tostada ya fría dentro. Cogí la tostada, le di un mordisco y, aún masticando, descolgué el teléfono.
- ¿Dígame? -dije, a punto de darle otro bocado a mi tostada.
- Sssoy yooo -farfulló una Mel indudablemente bebida.
- ¿Qué pasa? -pregunté, como si no supiera de antemano la respuesta.
- Aaaalcoooohol -dijo desesperadamente-. Demasiado… creo que me muero… por favor, ven… ahora.
- ¡Pero son las tres de la mañana! -protesté-. Estoy hecho polvo. Me fui a la cama hace solo unas pocas horas.
- Oh, por favor, Duff, ven -gimió-. Creo que estoy muy enferma.
- No estás muy enferma -le aseguré-. Tómate un par de aspirinas, vete a la cama y nos vemos por la mañana, ¿de acuerdo?
- De acuerdo -dijo, repitiendo mis instrucciones como si fuera una niña pequeña-. Tomar un par de aspirinas, volver a la cama y… ¡blaaaagh! -la frase acabó abruptamente con el inconfundible sonido del vómito proyectado contra el auricular del teléfono.
Eran las cuatro menos cuarto cuando el taxi paró delante de la casa de Mel. Salí, le di al taxista veinte libras y le dije que se quedara el cambio. Habitualmente yo no daba propinas, pero estaba agradecido de que no hubiera hecho ningún comentario sobre mi camiseta del Manchester United y mi bata de cachemira. Mel se encontraba demasiado mal para abrir la puerta, así que me lanzó la llave desde la ventana del dormitorio.
Estaba tendida en el sofá, aún vestida con la ropa que había llevado al trabajo, con una palangana bajo la cabeza y la cara completamente descompuesta.
- Oh, Duffy -dijo, empleando el tono lloroso, tranquilo y autocompasivo del borracho arrepentido-. Voy a morir, ¿verdad?
- Por supuesto que no -la tranquilicé, echando una mirada al contenido color zanahoria de la palangana. Le di un beso suave en la mejilla y me llevé la palangana a la cocina. Volví con un vaso de agua, que le hice beber mientras le acariciaba la frente. Mientras yo intentaba sacar una mancha de vómito de la alfombra con una bayeta, ella dejó caer la cabeza sobre un cojín y empezó a murmurar.
- ¿Cómo te has puesto así? -le dije, y me senté a su lado.
Con los ojos firmemente cerrados comenzó su lamentable historia.
- Solo iba a ser una copa rápida después del trabajo. Solo para celebrar nuestro compromiso -gimoteó-. Y entonces Julie me habló de un bar nuevo en la calle Poland y entonces todo el mundo dijo que teníamos que ir y fuimos y continuamente me invitaban a copas y yo no podía decirles que no, ¿verdad? -abrió los ojos-. No podía decirles que no, de verdad, Duff.
- Lo sé, tesoro -asentí-. ¿Qué has bebido?
- Vooskacoonarrannga -murmuró.
- ¿Qué?
- Vodka con naranja -repitió arrepentida.
- Vamos, Mel -le regañé amablemente-. No tenías que haberlo hecho.
Cada quién tiene su bebida diabólica, su combinado alcohólico letal que libera la bestia que llevamos dentro. Para mí es Cinzano y limonada, para Dan es sidra y cerveza negra, pero para Mel era vodka con naranja. Anteriormente, bajo los efectos de ese cóctel, había destrozado un vestido de Ghost intentando subirse a una valla, había perdido un monedero con al menos cincuenta libras y me había dicho por primera vez que me quería. Mel mantenía una relación divertida pero volátil con esa bebida.
- Después de la última vez dijiste que nunca más -le recordé. La última vez había sido seis meses atrás, durante el cumpleaños de Dan, luego de un buen número de vodkas con naranja Mel se había subido a una mesa en el Soho All Bar One y había comenzado a bailar de forma provocativa al ritmo del «Hey Big Spender» de Shirley Bassey.
- Lo sé -dijo. Su voz era aún más lastimera que antes-. Lo siento.
Le di un beso en la frente.
- Supongo que al menos cenarías bien antes de empezar a beber, ¿no?
- Cacahuetes fritos -dijo compungida-. Fue todo lo que pude encontrar.
Tuve que reírme. Teniendo en el estómago solo unos cacahuetes y siete horas de vodka con naranja, era un milagro que no se le hubiera fundido el cerebro.
- Creo que voy a volver a vomitar -gimoteó.
Miré a mi alrededor buscando la palangana, pero la había dejado en la cocina.
- ¿Estás segura?
Asintió.
- ¿Puedes caminar?
Negó con la cabeza.
- Bien, entonces tendré que levantarte yo.
La llevé en brazos hasta el baño y la dejé en el suelo. Gateó hasta la taza, levantó la tapa y vomitó mientras yo le sujetaba el pelo para que no se le deslizara sobre la cara. Después, se derrumbó en el suelo.
- Ahora me encuentro mucho mejor -gimió lastimosamente justo antes de quedarse dormida.
La llevé al dormitorio, la desvestí y le puse el pijama. La meti en la cama y me quedé dormido a su lado.
- Duffy, ¿estás despierto?
Era aún de día y yo llevaba algún tiempo despierto mirando el techo sin pensar en nada.
- ¿Qué hora es? -pregunté.
Mel miró al reloj de la mesita de noche.
- Casi las dos de la tarde -se acercó a mí-. Duff -dijo bajito-, sabes que siento lo de anoche, ¿verdad?
- No hay nada que sentir -dije, girándome para verle la cara.
- Pero te saqué de la cama a las tres de la mañana y te hice cruzar medio Londres para cuidarme -se sentó, levantándome con ella-. Te quiero, ¿lo sabes? No hay muchos hombres que hubieran hecho lo que tú hiciste.
Me encogí de hombros, abrumado por su gratitud.
- No fue nada especial -hice una pausa, sin encontrar palabras-. De todas maneras, tú hubieras hecho lo mismo por mí.
- Ese no es el tema -dijo, mirándome a los ojos tan profundamente que pensé que se iba a poner a llorar.
- ¿Cuál es el tema? -pregunté, bastante confundido.
- El tema es: no creo que nunca te haya amado tanto como te amo ahora.
Y entonces me besó.
