Ojalá fuera posible
Llevaba más de diez minutos de pie frente al mostrador de confitería del 7-11 de la calle Clapham High tratando de decidirme. Bastante gente había entrado y salido comprando tabaco, periódicos, condones y pan, mientras yo permanecía encorvado sobre el mostrador mirando silenciosamente el surtido de barras de chocolate. Sabía que no quería un Wispa, Turkish Delight, Snickers, Star Bar, Twix, Toffee Crisp, Crunchie, Bounty, Aero, Lion bar, Yorkie, Caramel o KitKat. Esa era la parte fácil. Lo difícil venía ahora que había reducido la elección a un paquete de Reveis o de Mars. Uno era una curiosa colección de pequeñas cositas bañadas de chocolate y el otro estaba relleno hasta el tope de energética glucosa. Satisfacían dos partes muy diferentes de mí y entre ambos hacían que mi vida fuera completa. Nunca me resistí a prolongar una metáfora cuando otra llega, así que cogí con la derecha el paquete de Reveis, «esto es independencia y diversión». Con la izquierda cogí el Mars, «esta es Mel, la primera mujer en mi vida que logró convencerme de que me enamorara de ella».
- ¡Eh, tío! -bramó el joven bajo, fornido y sin afeitar que estaba detrás del mostrador, interrumpiendo mi dilema confitero-. ¿Vas a comprarlos?
- ¿Qué? -dije, volviendo gradualmente al planeta Tierra.
- Llevas ahí de pie diez minutos mirando esas chucherías que tienes en las manos -dijo, golpeando el mostrador con sus dedos ensortijados-. Y bien, ¿vas a comprarlos o estás comprobando cuánto pesan?
- Estaba intentando decidir cuál es el que quiero -expliqué débilmente-. Es una decisión dura, ¿sabes?
- No, ya no lo es -dijo enérgicamente-. Has tenido tanto tiempo esas barras de chocolate en las manos que ya deben de estar derretidas. No, colega, no te vas de esta tienda sin comprar las dos.
- Ojalá fuera posible -susurré por lo bajo. Le di una moneda de una libra, esperé el cambio y me dirigí a la puerta.
- ¡Eh, tío! -me llamó-. ¡Te dejas las chocolatinas!
- Lo sé -suspiré-. Puedes quedártelas. No puedo decidirme. ¿Sabes qué? Creo que en vez de las chocolatinas me iré a casa y me haré unas tostadas.
Mi regreso subiendo por la Northern Line desde Clapham Common a Highgate pasó volando, pues estaba ocupado pensando en La Proposición. Mel y yo llevábamos tanto tiempo juntos que me era imposible imaginar mi vida sin ella, pero eso no era una excusa para tentar al destino, para levantarle el dedo del medio a la erudición. «Como dice el refrán -me dije a mí mismo-, “si no está roto, no lo arregles”.» Pero quizá las cosas sí que estaban rotas y yo no lo veía. Después de todo, Mel había sacado el tema de vivir juntos más veces de las que podía recordar, y yo siempre lo había evitado, razonando que si no llegábamos a vivir juntos no descubriríamos que no nos gustaba. Y es que habitualmente la gente se separa cuando descubre que no le gusta vivir juntos, y yo no quería que eso nos pasase a nosotros. Reconozco que es una lógica retorcida, pero es una lógica al fin y al cabo. Pero quizá ahora había llegado el momento de pensarlo seriamente.
La mayoría de las mujeres me hubieran dejado por imposible hace tiempo. Yo lo sabía y no me hacía ilusiones sobre a quién beneficiaba más esta relación. Mel vivía en una casa grande en propiedad en una zona bien de Clapham, mientras que yo compartía con mi amigo Dan un apartamento en Muswell Hill del tipo todo-está-bien-si-no-te-molestan-las-humedades-en-la-co-ci-na. Mel tenía una excelente carrera profesional en comercialización de publicidad; en cambio yo había estado en trabajos temporales que parecían una eternidad mientras esperaba pacientemente (algunos dirían que demasiado pacientemente) a que mi carrera como cómico despegara por fin.
A veces me sentía mal por Mel; su vida hubiera sido mucho mejor si se hubiera enamorado de alguien normal. Pero se enamoró de mí y está pagando ese error desde entonces. A veces, cuando estoy tocando fondo, me imagino cómo debe ser cuando se va con sus amigas a tomar una copa después del trabajo. Todas hablan de los ascensos, los aumentos de sueldo y los coches de empresa de sus parejas, mientras que lo único que Mel puede decir es que una vez (hace exactamente ocho meses) me pagaron cuarenta y dos libras por un gag que escribí sobre la barba de Richard Branson para un programa satírico de Radio 4. Puedo ver a las imaginarias amigas de Mel mientras lo cuenta lanzándole miradas de compasión que dicen: «Ah, Mel y su mala suerte con los hombres».
En realidad Mel nunca se había quejado de nada de esto. En todo el tiempo que llevábamos juntos ni siquiera me había insinuado que me buscase un trabajo de verdad y dejase la comedia. De hecho, de una extraña manera, estaba orgullosa de mí por aguantar a las duras y a las maduras.
- Es una de las razones por las que te quiero tanto -me dijo después de un bolo en Manchester particularmente traumático en que lancé el ochenta por ciento de mi mejor material a los indiferente invitados a la comida y baile anual de los pensionistas de Crumpsall-. Sé que un día lo vas a conseguir. Estoy segura. Tengo fe en ti. -Entonces añadió sonriendo-. Y cuando lo logres, quiero un Ferrari.
A veces era difícil tener ese tipo de fe en mí mismo. Según lo veía yo, era tan probable que le comprase un Ferrari a Mel como que le diera el mando a distancia de la tele. No sucedería nunca.
Era una mierda estar siempre en el furgón de cola, suplicando a los promotores que me contrataran, viendo triunfar a cómicos que yo sabía que no tenían ni de lejos mi talento. Te destrozaba el alma. Pero las historias de éxito me hacían seguir: cómicos que, después de pasarse quince años viviendo del paro, vengaron toda su sangre, sudor y cervezas ganando el Perrier Comedy Award en Edimburgo.
Estaba también la otra cara de la moneda, por supuesto, aquellos de los que nadie hablaba, los cómicos que lo intentaron y fracasaron miserablemente y con el tiempo entraron en el mundo real y se hicieron profesores, contables, empleados de banca o albañiles. Eso es lo que realmente me aterrorizaba: entrar en el mundo real. Dan, mi compañero de piso, que también era cómico, y yo nos pusimos una vez una fecha límite: para cuando tuviéramos treinta años teníamos que haberlo conseguido o haberlo dejado. En realidad al principio dijimos veintiocho años, pero como nunca habíamos esperado que el tiempo corriera ni la mitad de rápido de lo que lo había hecho, nos habíamos concedido una prórroga. No sé Dan, pero yo no tenía lo que hacía falta para convertirme en un contable.
Al final tardé casi una hora en volver de casa de Mel. Segundos después de haber salido de Goodge Street, el conductor del Metro nos dijo a todos los pasajeros que había habido un accidente en Warren Street y que estaríamos parados en el túnel hasta que tuviera más información. «Más información», como era de esperar, no llegó hasta pasados otros veinte minutos, inmediatamente después comenzamos a movernos. El retraso, sumado a mi pelea con Mel y al darme cuenta de que gracias a la Proposición me había perdido la comida china para llevar de los jueves por la noche, hizo que mi antipatía general hacia el mundo alcanzara un máximo histórico.
Cuando llegué a casa eran las once y diez. El piso estaba vacío. Me dirigí directamente hacia la cocina donde encontré una nota de Dan en la puerta del frigorífico que decía que se había ido a tomar una copa con una tal Natalie. Me hice una jarra de Ribena y agarré una rebanada de pan de la panera. Había llegado el momento de hacer tostadas.
Me encantan las tostadas. De verdad, me encantan. Son la mejor comida que existe. Coges una rebanada de humilde pan blanco (nunca de pan integral) y la metes en la tostadora (¿Qué es? ¡Es una tostadora! ¿Y qué hace? ¡Hace tostadas!) y unos pocos minutos después tienes una nutritiva comida caliente. Puedes ponerle encima cualquier cosa que tengas a mano en la nevera, prácticamente siempre estará delicioso. «Las tostadas -pensé, mientras dos rebanadas saltaban- tienen mucho más sentido que las barras de chocolate.»
Me dirigí al salón con tres rebanadas rebosantes de Flora, tan calientes que la acumulación de sudor de las tostadas en el plato comenzaba a hacerme temer que no estuvieran crujientes, y pulsé play en el contestador. Solo había un mensaje, de mi mamá, en el que se enrollaba sobre lo mucho que odiaba los contestadores y, especialmente, dejar mensajes en el nuestro porque no sabía quién era Robert De Niro. Picado por la curiosidad, escuché la grabación de saludo y, efectivamente, allí estaba la voz de Dan diciéndole a los que llamaban que les hablaba Robert De Niro y que dejaran un mensaje tras oír la señal.
Miré al reloj, pensando si era demasiado tarde para llamar a mi mamá. Decidí que sí era demasiado tarde, pero, como me sentía tan mal conmigo mismo que corría el peligro de llamar a Mel, llamé a mamá de todas maneras.
- Hola, mamá. Soy yo. ¿Te he despertado?
- No, no, para nada. Estaba escuchando la radio. ¿Cómo estás Ben? -Mi mamá era la única persona en el mundo que aún me llamaba Ben-. ¿Te encuentras bien?
- Sí -mentí-. Ya sabes.
- No suenas nada bien.
- Estoy bien, mamá, en serio -era agradable que te mimaran de esa manera. Saber que hay alguien en el mundo que, aunque te hayan condenado por asesino psicópata, pornógrafo o adicto al crack, te amará incondicionalmente.
Charlamos un rato sobre su vida. Desde que se había retirado de «asistente de catering» (o la señora de las comidas, como ella aún decía) en la escuela para niñas St. Mary's RC en Leeds, había pasado más y más tiempo con mi loca tía Margaret. Desde que su marido había muerto, la tía Margaret había descubierto un nuevo sentido a la vida y constantemente arrastraba a mamá a viajes fuera de temporada a sitios como Corfú e Ibiza. Según mi madre, su próxima excursión sería a Lesbos, que, según tía Margaret, era «la isla donde vivían las mujeres a las que les gustaban las mujeres». No sé exactamente lo que buscaban allí mi madre y mi tía, pero les había picado tanto la curiosidad como para reservar dos semanas de hotel a mediados de mayo.
- Te lo pasarás en grande -le dije-. Te irán bien unas vacaciones.
- Si alguien necesita unas vacaciones sois tú y Mel -replicó severamente mamá-. Vosotros dos trabajáis demasiado. Tendríais que relajaros y disfrutar más, u os volveréis como esos tipos de Londres que solo trabajan y trabajan y no hacen nada más. Llévate a Mel de vacaciones, Ben, y esto es una orden.
Mi mamá pensaba que Mel era lo mejor que me había pasado en la vida y me lo decía a menudo. La primera vez que las presenté, cinco meses después de que hubiéramos comenzado a salir juntos, se llevaron tan bien que casi me sentí celoso. Tenían algo entre las dos que era como si pudieran comunicarse entre ellas por medios desconocidos para mí. La mayoría de las veces no me molestaba, pero ocasionalmente me sentía como si tuviera abierta la bragueta, se hubieran dado cuenta y no me lo dijeran.
- No creo que nos vayamos de vacaciones -le dije.
- ¿Por qué no? -dijo mamá-. Si es cuestión de dinero, estoy segura de que puedo dejarte algo si andas un poco corto.
- No, no es el dinero -comencé a decir.
De repente sentí el extraño impulso de hacer algo que no había hecho desde que estaba en secundaría y estaba preocupado por un test de veinte preguntas de Geografía sobre la industria Noruega del cuero: quería compartir un problema con mi madre. En realidad, no solo un problema cualquiera, sino el problema.
- Mel quiere que nos casemos -me sorprendí diciendo-. Me lo ha propuesto esta noche y me ha cogido un poco por sorpresa.
- ¡Qué maravillosa noticia! -exclamó mamá-. Mel es una chica estupenda. Siempre dije que estaba hecha para ti. Si te digo la verdad, no puedo creer que os haya llevado tanto llegar a esto.
- Pero de eso se trata -dije, abatido-. No estoy seguro de que quiera casarme. Tienes razón, Mel es una persona increíble, pero yo solo tengo veintiocho años. No estoy seguro de estar, preparado para todo ese… ya sabes… rollo del matrimonio.
- No seas tonto -respondió, cambiando al tono tan maternal de no-digas-tonterías-. Por supuesto que estás preparado. Tú la quieres, ella te quiere. Lleváis juntos cuatro años. ¿Qué más necesitas saber?
Me detuve a pensar un momento. Era una buena pregunta.
¿Qué más necesitaba saber?
- No tengo la menor idea -dije tras reflexionar un poco-. Pero sea lo que sea, lo que puedo decirte es que aún no lo sé.
Mamá se negó a cambiar de tema durante el resto de la llamada, con la esperanza de que yo me rindiera de alguna manera. Después de todo, quizá no había sido buena idea contarle los pormenores de mi vida amorosa. Le di cinco minutos para darme una reprimenda y luego le dije que tenía que irme. Lo redondeó todo con un razonablemente animado «No trato de organizarte la vida, Ben. Solo quiero que seas feliz», y nos dijimos adiós.
Tras colgar el teléfono, fui a la caza de mi tostada. Estaba fría y se había humedecido con el líquido de la margarina. Mientras mordía la rebanada, me tomé un momento para pensar en mi mamá. Debía tener el récord mundial de la madre más optimista. ¿Cómo podía alguien ser tan feliz después de todo lo que le había pasado?
Nunca conocí a mi padre. Nos dejó cuando yo tenía seis meses y Vernie dos años y medio, y se divorció de mi madre cinco años después. Mamá casi nunca hablaba sobre los motivos por los que se fue, y Vernie y yo nunca preguntábamos porque sabíamos que el tema le molestaba. Toda la información que había logrado reunir tras veintiocho años era que no se llevaban bien y que él se marchó dos años y diez meses después de que se hubieran casado.
Podría pensarse que mi mamá, más que nadie, podría ver que el matrimonio, en el mejor de los casos, era una idea ridicula, pero se había ido al extremo opuesto. Creía en el matrimonio con una fuerza y fervor que nunca he visto igualados. Cuando Vernie se casó con Charlie, su novio de siempre, mamá estaba extática. Yo no lo entendía. Mi padre le había prometido estar con ella en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad y aun así fue capaz de dejarla sin dinero y con dos niños por criar. Y con todo, aquí estaba ella, aún creyendo posible que dos personas se quisieran para siempre. Eso es lo que se llama fe.
