Hasta Nosferatu sonreía

Habían pasado nueve días desde la última vez que había oído o visto a Mel. Durante todos esos días había estado dándole vueltas a los consejos de mi madre, mi hermana y mi compañero sin lograr otra cosa que producirme dolor de cabeza. No podía evitar pensar que con veintiocho años la respuesta a mi situación no debería venir de mis amigos o parientes, sino de mí mismo. Por ello, decidí que aunque no estaba seguro de lo que sentía respecto al matrimonio, ya era hora de que Mel y yo lo habláramos y llegáramos a una solución con la que ambos pudiéramos vivir.

- Oh, eres tú.

Fue Julie la que abrió la puerta del piso de Mel. Era la única persona en el mundo que podía hacer que «Oh, eres tú» sonase como «Vete al infierno, desgraciada bolsa de mierda». Era muy mala señal que se hubiera apoderado de la tarea de abrir la puerta, pues eso quería decir que seguramente se había pasado cada segundo que había transcurrido desde la Proposición en casa de Mel, ensuciando mi buen nombre.

Julie, a la que en privado, solo para divertirme, llamaba Nosferatu, Princesa de la Oscuridad, era la mejor amiga de Mel y mi archienemiga. La primera vez que la vi estaba increíblemente nervioso porque Mel me había dicho que si podía pasar el examen de Julie, conocer luego a sus padres sería pan comido. Mientras comíamos ostras en salsa en casa de Julie, vi cómo la anfitriona iba anotando mentalmente mi puntuación conforme fui revelando que tenía un trabajo temporal (-4), que había dejado la universidad (-2), que estaba constantemente a la última pregunta (-6), que pensaba que divertir a la gente en el cuarto trasero de un pub era una opción profesional inteligente (-4) y que estaba haciendo muy poco para mejorar en los apartados que me restaban puntos (-10).

Al acabar la tarde tanto a Mel como a mí nos quedó muy claro que Julie me había suspendido con la nota más baja que jamás había sacado un novio de Mel. Recuerdo que pensé: «Si esto se convierte en la regla general, los padres de Mel me odiarán de verdad». Julie, de todas maneras, quería a Mel como Thelma quería a Louise (aunque sin las connotaciones lesbianas) y por eso me toleraba como si yo fuera una mala costumbre que Mel no podía dejar, algo así como morderte las uñas o no lavarte las manos después de haber ido al lavabo.

Julie vivía y estaba comprometida con Mark, que me caía bien excepto por el hecho de que su éxito me tenía completamente intimidado. Dirigía videoclips para grupos asquerosamente famosos, siempre estaba viajando a sitios con glamour y encima era dos años más joven que yo, lo que me molestaba muchísimo. Mark era uno de esos emprendedores. Mientras, en la adolescencia, yo estaba bebiendo sidra en el parque y persiguiendo a chicas que no tenían nada mejor que hacer, Mark se había dedicado a escribir y filmar cortometrajes con una cámara Súper 8. No teníamos nada en común. A veces, cuando salíamos todos juntos, intentaba participar en sus conversaciones sobre los mejores coches deportivos, excursiones por China o su último vídeo, y siempre, sin excepción, solo podía devolverle una mirada ausente, esperando con angustia a que en algún momento me preguntase qué estaba pasando en EastEnders para así poder contribuir con algo a la conversación.

Juntos, Mark y Julie eran la perfección como pareja al estilo de él-trajes-caros-propietario-de-dos-periódicos y ella-zapatos-de-diseño-y-tres-vacaciones-anuales-en-el-extranjero y no se avergonzaban de admitirlo. Pero no había forma de escapar de ellos porque salíamos en parejas constantemente, casi siempre porque Julie insistía en ello. Nunca entendí por qué decretó que hiciéramos tantas cosas juntos. Era como si porque ella y Mark eran pareja solo pudieran salir con otras parejas por temor de contraer la enfermedad de la soltería.

- ¿Qué tal, Jules? -le dije alegremente. Julie detestaba que la llamaran Jules más que cualquier otra cosa-. ¿Me vas a dejar entrar o qué?

Julie me abrió reticentemente la puerta que daba al recibidor comunitario de la casa y me dejó pasar, pero podía adivinar que estaba indecisa sobre abrir o no.

- ¿Qué quieres?

- Me he acercado por aquí para saber qué horribles defectos tengo esta semana.

- ¿Cuánto tiempo tienes? -resopló, apartándose de los ojos un mechón descarriado de pelo color fresa.

- Tanto como quieras -le dije con una sonrisa forzada.

Me dejó entrar y nos encaramos el uno al otro en el recibidor como dos pistoleros en el OK Corral. Mientras miraba profundamente a sus desafiantes y pálidos ojos azules, me acordé de algo que había leído en una revista. Parece ser que cuando dos animales se sostienen la mirada directamente durante más de un minuto, las leyes de la naturaleza dicen que o van a hacerse pedazos o a copular. La idea de tener conocimiento carnal de Julie me inquietó de tal modo que comencé a sonreír nerviosamente.

- Bien, para empezar -dijo Julie, ignorando la sonrisa que se me había pegado a la cara-, eres un cerdo egoísta. No tienes ningún respeto por Mel o por sus sentimientos.

- ¿Y?

- Eres desconsiderado.

- ¿Y?

- Haces ese gesto odioso de poner los ojos en blanco.

- ¿Y?

- Das más importancia a cualquier cosa de tu vida que a Mel.

- ¡Meeeec! -imité el molesto sonido de la campana del Un, dos, tres-. Repetición. Creo que estarás de acuerdo en que dar más importancia a cualquier cosa de mi vida que a Mel es lo mismo que ser egoísta.

Julie me miró furiosa. Ahora estaba oficialmente enfadada lo que de forma increíblemente miserable me hacía feliz.

- Tu dirás lo que…

- Tú no sabes nada de Mel y de mí, Julie -le interrumpí-. Solo te crees que sabes. Sí que respeto a Mel y sí que respeto sus sentimientos. No pongo todo lo que hay en mi vida antes que a ella… -Hice una breve pausa-. Aunque admito que a veces dejo levantada la tapa del váter, lo que podría interpretarse como que soy desconsiderado, y decididamente tengo ese gesto odioso de poner los ojos en blanco, pero eso no me convierte precisamente en una especie de Darth Vader en tejanos, ¿verdad?

Julie retorció su expresión facial como un bulldog masticando una avispa.

- No sé lo que pudo ver en ti… -comenzó, furiosa, pero entonces se frenó.

«Diablos -pensé, muy nervioso-, si no me va a hacer pedazos quizá es que después de todo va a hacerme el amor.» Por fortuna pronto descubrí lo que había detenido su estallido tan abruptamente. Se trataba de Mel.

- Oh, por favor -suspiró Mel-. ¿No podéis dejarlo un rato?

Como una niña malcriada, Julie lanzó una rotunda mirada de «Ha sido todo culpa suya» hacia mí mientras yo activaba mi más-que-nunca-angélica sonrisa con la esperanza de que hiciera que Julie se derritiera o ardiese viva o eso que hacen los vampiros cuando han sido derrotados.

Mel vestía sus ropas de es-sábado-luego-compro (tejanos, camiseta blanca y un jersey de lana con capucha). También se había cortado el pelo y el nuevo peinado hacía que su cara se viera aún más bonita. De verdad que tuve que reprimir un urgente impulso de decirle que estaba fantástica, porque sabía que pensaría que solo estaba intentando adularla. Así pues, en lugar de eso sonreí cálidamente, esperando que la curvatura hacia arriba de las comisuras de mis labios transmitiera, de alguna forma, lo mucho que me gustaba su aspecto. Pero Mel no me devolvió la sonrisa. Su expresión no revelaba si aprobaba o desaprobaba mi aparición en el vestíbulo, aunque la manera en que se sentó cansinamente al final de las escaleras indicaba con claridad que yo aún seguía siendo persona non-grata.

- ¿Cómo estás? -dijo abruptamente.

- Bien-farfullé-. ¿Cómo estás tú?

Silencio.

- ¿Qué tal en el trabajo?

Silencio.

Yo odiaba este tipo de discusiones. Quería que dejase de estar enfadada conmigo.

- Te quiero, lo sabes -le dije, arrodillándome frente a ella.

- Eso dices -se quitó la chaqueta-. ¿Eso es todo lo que has venido a decirme?

Le miré directamente a los ojos, intentando encontrar a la verdadera Mel. La que estaba sentada frente a mí era la Mel de Acero, un alter ego que a veces utilizaba para no perdonarme cuando creía sinceramente que no debía hacerlo. Era cierto que me perdonaba demasiado a menudo y que quizá yo me merecía el castigo, pero, aun así, esto era pasarse. El delito de No Saber Cuándo Casarte con Tu Novia de Siempre era nuevo en nuestra legislación y yo creía que el calvario de súplicas, ruegos y lamentos que me había tocado sufrir la última semana era ya más que suficiente pena.

Así que me quedé callado, esperando. El silencio se hizo tan incómodo que hasta Julie aprovechó el pretexto de traerle a Mel un vaso de agua para desaparecer en el piso de arriba. Contra más tiempo pasaba sin que yo abriera la boca, más me atravesaba la mirada de la Mel de Acero como si yo no existiera. Pronto el resentimiento superó cualquier remordimiento que tuviera sobre cómo había tratado a Mel. Lo que yo hubiera hecho mal ya no era lo importante. Ya no se trataba de pedir perdón, hacer las paces o dar explicaciones. Ahora, lo único que importaba era ganar.

- Eso no tiene sentido -suspiré-. No estás de humor para hablar. Pues vale. Volveré más tarde.