24

Esperaron junto a la entrada a que se hiciese de noche. Entonces Russ volvió a asegurar la lona sobre Carole y John y se adentraron en el río; este último trecho de su viaje lo recorrerían bajo la protección de la oscuridad.

Se encontró justo debajo de una de las grandes ciudades-puente que se alzaban sobre el río. Directamente sobre él estaba el gran tramo que sostenía las hileras de complejos de cien pisos y más allá de este tramo había cincuenta o sesenta ciudades-puente más tendidas sobre el río hasta que éste desembocaba en los estrechos.

Guió el bote por entre los enormes pilares que flanqueaban la pared del río, cada uno con una identificación numerada grabada en el duroplast. El pilar más próximo a él decía: «Ciudad-puente 18, Complejo Alto 348, Hilera 6, Bloque 4, 10.000 cubículos.»

Los grandes edificios lanzaban formas de brillante luz sobre el río y Russ no se atrevía a dirigir el bote hacia el centro. Permaneció cerca de la orilla, moviéndose despacio corriente abajo hacia los estrechos, escondiéndose en las sombras de los espesos linderos y pilares de soporte que flanqueaban la orilla.

Finalmente dejó atrás la última ciudad-puente y llegó a la entrada de los estrechos. Esperó allí un buen rato, conteniendo el avance del bote con los remos, hasta que estuvo seguro de que no había patrullas de la SegEst en el canal. Entonces dejó que el bote fuera introducido en él por la corriente.

Finalmente, cuando se hubieron adentrado bastante en el canal, manejó con fuerza los remos y se dirigió al mar abierto. Entonces desató la lona y dejó salir a Carole y al bebé. Por suerte el agua estaba tranquila y sólo tenía que enfrentarse a débiles olas. Si hubiese hecho mal tiempo quizás habrían tenido que esperar en la oscuridad del túnel durante horas, tal vez días, antes de aventurarse a salir de él.

Ahora contemplaban la megalópolis, a cierta distancia ya. Ésta era una sólida masa de luz, con las grandes espiras iluminadas de plástico alzándose hacia el cielo desde la orilla, arracimadas de manera loca como miles de cristalinas estalagmitas bajo la oscura bóveda del cielo.

— Se ve tranquila desde aquí — dijo él.

— Y bonita. Es realmente bonita, Russ…, cuando se está lejos de ella.

— Mírala bien — dijo él— . Es la última vez que la vemos.

Comieron un bocado y él siguió remando unas horas. Entonces Carole se hizo cargo de los remos y Russ durmió un rato. Habían administrado al bebé otro sedante, esperando fervientemente que no se marease. Todavía les quedaba un largo camino para llegar a su destino. Tardarían toda la noche y la mayor parte del día siguiente. Sólo les quedaba esperar que el tiempo se mantuviese bueno. De hecho, sus vidas dependían de ello.

Carole miró el mar. Éste estaba tranquilo, como un amigo que los llevase en el regazo. Pero ella empezó a imaginárselo de otra manera. Se imaginó que la lisa superficie empezaba a encresparse. Se imaginó que el viento empezaba a levantarse, que las olas se volvían enormes y feas y el mar empezaba a golpearlos furioso, haciéndoles ir de un lado para otro, impotentes. Vio las olas creciendo como monstruos, elevándose e inundando su pequeño y frágil bote, empapándolos y enviándolos al fondo. Era un espectro que los acosaba a los dos. Luchó contra el miedo y se volvió hacia Russ.

— ¿Cuánto tardaremos en llegar?

— Creo que llegaremos mañana por la tarde — entonces miró al cielo y al mar, casi como rogando— . Siempre que sigamos teniendo suerte.

De repente su miedo desapareció y quedó tranquila:

— La tendremos — dijo.

Él la miró con curiosidad.

— ¿Qué es lo que te hace estar tan segura?

— El haber llegado hasta aquí — miró el cielo tachonado de estrellas— . Y porque tengo la loca sensación de que alguien nos observa desde allí arriba. Y no me refiero al omnipresente Bocazas.

Normalmente esto le habría hecho gracia y ella le habría parecido infantil. Pero no ocurrió así. Esta vez no. Estaban allí, en medio de la nada, sujetos a cualquier capricho de los elementos, totalmente impotentes frente a la posible furia del viento y las olas. Estaban comprometidos y no podían volver atrás. La cuestión de la supervivencia no estaba en sus manos. El caso es que resultaba consolador pensar que estaba en otras manos. No había nada más en lo que creer. No había otras opciones.

Comieron algo y él remó un rato más. Entonces Carole tomó los remos y él durmió durante una hora. Después Russ volvió a hacerse cargo de su puesto y Carole atendió al bebé que, a pesar del sedante, estaba inquieto.

Una hora antes del alba oyeron el sonido de alguna especie de nave movida por energía solar. Se acercaba a toda velocidad. Rápidamente Russ gritó a Carole que se tumbase en el bote y cubrió a ella y al niño con la lona. Pasado un momento toda la zona estaba bañada por el blanco fulgor de un potente magnarrayo. Russ se levantó, cegado por aquel fulgor, e intentó ver lo que había detrás del rayo.

Era una nave baja y bruñida, pequeña pero rápida, uno de los veloces hidrosubs de dos hombres utilizados en el cultivo en el fondo del océano y también para la vigilancia de la superficie. Russ sabía que habían visto el bote a través de su visiscopio, que alcanzaba a varias millas marinas, y se habían acercado para investigar. La nave se aproximó por el lado y Russ vio que había dos hombres uniformados de la SegEst a bordo. Uno era un hombre mayor, evidentemente el que mandaba, y el otro un joven ayudante.

El comandante echó una cuerda a Russ:

— Muy bien — dijo severamente— , asegúrela.

Russ ató el bote a la otra nave. El comandante saltó al bote seguido de su joven compañero. Miró a Russ con ojos azules y duros.

— ¿Qué hace aquí?

Russ no contestó. Sabía que no podía ofrecer ninguna explicación posible. Sus hombros se derrumbaron y se encontró mal. «Así que éste es el final», pensó. Estudió a los dos hombres. Su única posibilidad estaba en atacar. Luchar por su vida y por las vidas de su cónyuge y de su hijo. Sus músculos se pusieron tensos, pero ambos hombres lo observaban atentamente. Presentían lo que le rondaba la cabeza y estaban preparados. Y él pensó con desesperación. «Aún no, aún no. Quizá cuando nos hagan pasar al hidrosub. Quizá cuando no estén pendientes…»

El comandante miraba fijamente la lona. Entonces dijo:

— Muy bien, caballero. Ahora veamos qué hay debajo.

Russ desenganchó la lona. Carole yacía en el fondo del bote con John en brazos. Se protegió los ojos de aquel fulgor. El bebé se puso a llorar. Los dos SegEst no parecían especialmente sorprendidos. El más joven sonrió. Le complacía hallar aquel tipo de contrabando; daban una gran recompensa por él.

— Vaya — dijo, riéndose— . Nunca se sabe.

El otro hombre no pareció oírlo. Miraba fijamente al bebé; su rostro duro se endulzó. Parecía estar perdido en el recuerdo mientras John seguía llorando. Entonces agregó casi para sí mismo:

— Yo tenía uno así — miró a Carole— . ¿Niño?

Ella asintió sin decir palabra. El joven SegEst estaba impaciente.

— Vamos, Al — dijo— . Que vengan al hidrosub.

— Espera, Charley. Espera — el hombre mayor seguía mirando al bebé. Súbita y bruscamente dijo a Russ:

— ¿Sabe a dónde va?

Russ contestó que sí con la cabeza. El hombre lo observó. Entonces volvió a mirar a Carole y al bebé. Movió la cabeza de un lado para otro y finalmente dijo:

— Muy bien. ¡Márchense!

El más joven empezó a decir algo en son de protesta. Se detuvo, acobardado por la expresión de su superior. Los dos hombres de la SegEst abandonaron el bote y volvieron a subir al hidrosub. Russ y Carole los miraban pasmados, sin dar crédito a sus ojos. Russ agarró los remos y empezó a alejarse como un loco.

Los dos hombres permanecían junto a la barandilla viendo cómo el bote abandonaba la periferia de la zona iluminada y desaparecía en la oscuridad.

El comandante, sin siquiera mirar al otro hombre, dijo:

— No hemos visto a esa gente — hablaba tranquilamente— . ¿Comprendes?

— Sí, señor.

— Como digas algo de esto a alguien, a quien sea, te mato.

— ¿Por qué iba a hacerlo? — el hombre más joven estaba asustado y hablaba con una especie de nerviosa fanfarronería.

— ¡Demonio, de todos modos no llegarán a ninguna parte!

Russ siguió remando sin cesar el resto de la noche. Continuó también la mayor parte del día siguiente, relevado de vez en cuando por Carole para que pudiera dormir un poco y descansar las manos llenas de ampollas. A primeras horas de la tarde el mar estaba tranquilo pero se había formado una niebla que reducía la visibilidad a unos centenares de metros. Ahora se preocuparon por otro azar: el peligro de perderse. Russ había llevado consigo una pequeña brújula y la consultaba con frecuencia.

De repente lo oyeron. El triste sonido de una campana de boya en la distancia.

— Debe ser el primer indicador — dijo él— . En algún punto fuera del canal.

— Entonces pronto llegaremos.

Él asintió con la cabeza y siguió remando hacia el lugar de donde procedía el sonido de la campana. Finalmente apareció la boya, subiendo y bajando movida por el mar. Era del tipo anticuado, enmohecida y cubierta de percebes, un anacronismo en el mundo del cual venían. Tenía encima un mohoso letrero de metal cuyas letras apenas eran legibles: «¡Aviso! ¡Fuera de límites!»

Luego llegaron a una serie de boyas que señalaban la entrada al canal. También éstas eran antiguas y estaban enmohecidas. Evidentemente nadie había cuidado de ellas desde hacía años. También lucían letreros pintados apenas legibles:

«¡Peligro! ¡No pasar de este punto!»

La brisa empezó a soplar y la niebla se fue disipando, retorciéndose en jirones. Russ siguió remando sin cesar; sin hacer caso del terrible dolor de las ampollas.

Y entonces, a través de la niebla a retazos, avistaron la isla. Llegaron a la entrada de un largo rompeolas y en el alto muro de piedra divisaron un enorme letrero: «¡Zona activada! ¡Inhabitable!»

La niebla se disipaba rápidamente y la isla, a unos centenares de metros de ellos, se hacía visible. Russ y Carole se levantaron en el bote, dejándolo ir a la deriva durante un momento mientras miraban fijamente su nuevo hogar.

La isla, más allá de la playa, estaba moteada de enormes monolitos, sembrados a manera de hitos. Había gran número de ellos, extendiéndose hasta donde alcanzaba la vista. Estaban mohosos y cubiertos de musgo, una hueste de monumentos que atestiguaban la locura de otro siglo.

Aquí, en ataúdes de plomo enterrado bajo aquellas casamatas de hormigón, yacían los desintegrados restos de billones de dólares, el último lugar de descanso del genio del hombre para la autodestrucción. Cada una de las lápidas monolíticas de este grande y abandonado cementerio radiactivo llevaba su propia leyenda, grabada en el hormigón golpeado por los elementos.

Una decía: «Cohete Arcturus n.° 454968: 10 megatones. Activado en 1973». Otra decía: «Cabeza de proyectil explosivo de neutrones Hércules número 66418: 170 megatones. Activado en 1978». Y otra: «Cabeza de proyectil explosivo de HidroOxígeno… Gran Bang… 2000 megatones. Activada en 1987».

Y había muchos más en interminables hileras.

La isla no estaba totalmente desolada. Podían ver pequeñas zonas de vegetación. En realidad, estaba a sólo unas millas marinas del continente, que casi se veía en el horizonte. Era un espacio por el que los hombres suspiraban desesperadamente y que habrían podido utilizar. Pero, irónicamente, lo evitaban. Aquellos monolitos, cada uno de los cuales era un callado recordatorio de la locura del hombre en el pasado, habían recibido irónicamente prioridad para ocupar aquel precioso espacio. Hacía mucho tiempo, cuando finalmente se declararon fuera de la ley los cohetes, había surgido la cuestión de dónde colocarlos. No se atrevían a arrojarlos al mar. Habían tenido una terrible experiencia cuando una serie de latas de lo que se llamaba «gas nervicida» habían sido enterradas en el mar cerca de la costa de lo que entonces se conocía como los Estados Unidos. El ejército había arrojado las pesadas y gruesas latas al fondo del mar, incapaz de pensar en otra manera de quitárselas de en medio. Décadas más tarde algunas de ellas habían reventado, soltando el mortífero gas, contaminando centenares de millas del océano y matando a millones y millones de peces. Se había decidido almacenar todos los materiales de guerra anticuados de éste y otro tipo catastrófico en zonas de tierra solitarias y desiertas, apartadas de los continentes, zonas tales como la isla que se alzaba delante de ellos.

— Bueno — dijo Russ, ceñudo— . Ahí está. La Tierra Prometida.

Ahora, al acercarse, vieron que no iban a estar solos. Había otros que los habían precedido en su aventura hasta aquel lugar prohibido, y por la misma razón. Ahora podían divisar zonas verdes y pequeños huertos cultivados. Veían a gente que se paseaba por allí y refugios construidos con estacas, aprovechando los grandes monolitos para protegerse del sol. Russ estaba casi seguro de que aquí encontrarían alguna especie de colonia, otras personas con hijos ilícitos como ellos. Era el único refugio que quedaba donde, debido a la radiación, los fugitivos como ellos podrían estar relativamente seguros contra la persecución.

En cuanto al problema de la supervivencia tenían las preciosas semillas del huerto. Él tenía sus dos manos. Y sabía que podría contar con la ayuda de los que ya estaban allí.

— Hay más gente de la que yo creía — dijo.

Ella lo miró:

— Claro. ¿Creías que éramos los únicos en todo el mundo a quienes se les había ocurrido esta idea?

— Bueno — dijo él sonriendo— . Al menos John tendrá con quién jugar cuando se haga mayor.

Carole sabía que su sonrisa era falsa. Lo veía en sus ojos.

— ¿Cuánto tiempo te parece que tendremos?

Él se encogió de hombros:

— No sé. Depende del nivel de radiación, de la cantidad que se filtre ahora. Puede que vivamos cinco años. Quizá seis o siete. No sé.

— Una vida corta — dijo ella— . Pero alegre.

— Si quieres llamarla así.

— Al menos cuando nos vayamos nos iremos todos juntos.

— Sí.

Ella lo observó un momento mientras él volvía a tomar los remos. Entonces añadió:

— Russ, dime la verdad.

— ¿Qué?

— ¿Lamentas algo?

— No — le sonrió— . Esto será vida… comparado con lo que teníamos allí.

Ahora la gente de la isla los divisó y bajó corriendo a la playa, los adultos saludándolos con las manos, los niños saltando y gritándoles, y vieron que allí serían bien recibidos.

En aquel momento, en algún lugar del cielo, el Bocazas terminaba su alocución de noticias de todas las horas e iniciaba un programa musical. La primera selección era una feliz canción electrónica, una sentimental pieza clásica que databa de principios del siglo pasado:

Es un grande, ancho y maravilloso mundo

El mundo en que vivimos.

Cuando se está enamorado

Se es dueño de todo lo que se examina,

Se es un alegre Papá Noel.

Hay un cielo grande, reluciente y

Tachonado de estrellas encima de uno.

Cuando se está enamorado

Se es un héroe, un Nerón, Apolo,

El Mago de Oz.

FIN