10

El Viejo Viena era único en un aspecto. En lugar de la acostumbrada música electrónica, tenía una orquesta de verdad. Tres violinistas y un acordeonista, ataviados con trajes vieneses. Tocaban música auténtica con instrumentos auténticos y, en aquel momento, en un pequeño estrado situado en la parte posterior del establecimiento, interpretaban El Danubio Azul.

Aparte de este pequeño toque de gemütlichkeit, el viejo Viena no difería en su decoración de cualquier otro lugar oficial de comidas con su correspondiente PermEst. Consistía en una serie de hileras de mesas y bancos de plastileno blanco, y se parecía mucho a una cárcel o un comedor de cuartel muy abarrotado. No había camarero alguno, ni comida expuesta. El local estaba atestado de gente que llevaba sus paquetes de plancton e intentaba encontrar asiento. No había la alegría de la conversación o la charla. Los clientes del Viejo Viena estaban totalmente abstraídos mascando lenta y sensualmente su comida. Incluso se podía dudar de que oyesen la música. En todo caso, ésta no parecía importarles.

Había una cola de gente esperando entrar. Russ y Carole estaban detrás de una mujer que discutía con la cajera, una FuncEst. Carole cuidó de esconder las hortalizas, agarrándolas con fuerza bajo el abrigo.

— Esta tarjeta no sirve, señora — decía la cajera— . Lleva fecha del mes pasado.

— Pero todavía quedan algunas calorías en ella — la mujer estaba terriblemente agitada— . Todavía me tienen que llegar algunas calorías.

— Lo siento — dijo bruscamente la cajera; hizo una seña a Russ y Carole— . Los siguientes.

La mujer se puso a gritar.

— ¡Todavía me tienen que llegar ciento veinte calorías! He ido a visitar a mi madre y no las he utilizado. No es culpa mía…

Un corpulento miembro de la PolEst que estaba haciendo guardia se acercó a ella.

— ¡Venga, señora! ¡Está usted estorbando la cola!

La cogió rudamente del brazo y la hizo salir. La cajera miró las tarjetas que Russ le había entregado, las encontró en orden y dio como válidas. Se abrieron camino a través de la densa muchedumbre hacia una serie de vitrinas que llevaban el letrero: «Platos de Plancton.» Insertaron sus tarjetas en las ranuras, las vitrinas se abrieron y cada uno eligió la comida de su gusto. Al hacer esto, Carole se olvidó de las hortalizas y las sacó de debajo del abrigo, dejándolas ver sin querer a un hombre mayor, bien vestido y de aspecto respetable, que estaba cerca de ella. Los ojos de éste se iluminaron de codicia y observó fascinado a Russ y Carole mientras se abrían paso por entre la multitud en busca de un lugar donde sentarse. Se puso a seguirlos, sin dejar que nadie se interpusiese entre él y su presa, porque esto, en aquel lugar lleno hasta los topes, podría significar perderlos de vista.

Russ localizó dos sillas vacías que un hombre y una mujer acababan de dejar. Se sentaron y empezaron a comer; Carole sostenía los vegetales en el regazo.

— ¿Cómo está tu hamburguesa? — dijo Russ.

— Igual que tus spaghetti.

Russ sonrió débilmente:

— Quizá deberíamos probar el estofado de ternera la próxima vez.

— Sí — dijo ella— . Pero ¿por qué molestarse? — leyó en voz alta algunos nombres de los paneles— . Rosbif. Bistec de lomo. Pollo asado. Tarta de manzana — suspiró— . ¿Qué significa eso?

— Plancton. ¿Qué, si no? — dijo Russ, riendo— . Córtalo del modo que te parezca, ásalo, cuécelo, fríelo, dale un nombre… Seguirá siendo solamente plancton.

De repente, una mano hizo desaparecer las hortalizas del regazo de Carole. Esta, momentáneamente aturdida, vislumbró al hombre cuando éste empezaba a abrirse paso hacia la puerta.

— ¡Russ! ¡Las hortalizas!

Russ se puso en pie de un salto, intentando llegar hasta el hombre a través de la masa de cuerpos. Gritó con fuerza:

— ¡Para! ¡Para, maldito!

Carole se levantó e intentó seguir a Russ por entre la gente apretujada. Sus vecinos de mesa saltaron a por la comida que ellos habían dejado en sus platos y terminaron ávidamente con ella. Russ, debatiéndose como un loco, se abría paso a empellones por entre la densa muchedumbre, intentando alcanzar al hombre. Estaba frenético pero, por mucho que se esforzaba, el ladrón siempre conseguía estar a unos cuerpos de distancia de él. Russ empujó a un hombre, y estuvo a punto de volcar la comida que éste llevaba. El hombre gruñó, escupiendo odio:

— ¡Cuidado con empujar, cabrón!

Empujó con fuerza a Russ; éste perdió el equilibrio y cayó hacia atrás, tropezando con otro grupo y haciendo que a algunos se les cayese la comida que llevaban. Esto los puso furiosos y, con ojos vidriosos y enseñando los dientes, se pusieron a golpear al primero que encontraban. De repente el Viejo Viena se convirtió, en un caldero hirviente; los cuerpos se retorcían sudorosos y toda la gente empezó a empujarse y gritarse mutuamente o intentó proteger su comida sosteniéndola por encima de la cabeza. Tanto Carole como Russ se vieron atrapados en medio de la enfurecida muchedumbre. Ésta reaccionaba irracionalmente, pero de modo unánime. Russ procuraba proteger a Carole, parando los golpes y la fuerte opresión con su cuerpo. Los gritos subieron de tono hasta formar una histérica baraúnda. Los músicos, aterrorizados, se apretaron contra la pared posterior de su diminuto estrado, pero siguiendo la tradición de la industria del espectáculo, siguieron tocando.

En aquel momento entraron cinco o seis PolEst, blandiendo sus porras a diestra y siniestra, rompiendo cabezas y ordenando desalojar. Algunas personas resultaron malheridas, pero no pudieron caer porque no había espacio suficiente. Se limitaron a apoyarse, inertes, contra los otros cuerpos que les zarandeaban.

Más tarde, Russ Evans, aturdido y con la frente sangrándole un poco, estaba sentado en una silla en el pequeño y feo cubículo de interrogatorios. Al lado de él, en otra silla, estaba Carole, trastornada y agotada. Era una estancia muy tranquila. Había un CapEst sentado detrás de la mesa, flanqueado por dos agentes que habían presenciado lo ocurrido en el Viejo Viena. El CapEst miraba a Russ fija e incrédulamente.

— ¿Les robaron sus qué?

— Hortalizas.

— Ya — el CapEst miró a los dos Pol, y su mirada daba a entender que Russ desvariaba— . Hortalizas.

— Exacto — dijo Russ— . Mi esposa tenía un paquete de hortalizas en la falda y vino aquel cabrón, lo agarró y echó a correr.

— ¿Qué había exactamente en el paquete?

— ¿Quiere usted decir concretamente?

— Concretamente.

— Dos zanahorias, una cebolla, una patata y un manojo de apio.

El CapEst daba la impresión de estar irónicamente divertido. Se volvió hacia uno de los PolEst y sonrió ligeramente.

— Tome nota de eso, Johnson.

— Sí, señor.

Entonces se volvió una vez más hacia Russ:

— Ahora, señor Evans — dijo gravemente— , dígame de dónde sacó usted esos vegetales.

— De mi huerto.

— ¿Su qué?

— Acabo de decírselo — dijo Russ, irritado— . Mi huerto. Tenemos un huertecito detrás de la casa.

— ¿Casa?

Ahora el FuncEst estaba totalmente desconcertado. Russ no llevaba puesto el uniforme y el CapEst no tenía manera de saber quién era. Cerró los ojos y se apretó el puente de la nariz en un gesto de intensa fatiga. Y, finalmente, dijo:

— Sus papeles, por favor.

Russ sacó su carnet de identidad y otro documento, que certificaba el número de calorías que se le destinaban oficialmente y las que podía conseguir de otras fuentes. El CapEst lo miró y entonces miró fijamente a Russ con sorpresa y envidia.

— Caramba… — dijo.

Subieron al solarcar y sólo habían recorrido una corta distancia cuando presenciaron un hecho que ninguno de los dos olvidaría jamás.

Una tremenda multitud bloqueaba toda la calle y se movía hacia una pequeña vivienda-cubículo, mirando hacia arriba y señalando una ventana. Hubo una serie de gritos esparcidos de «Bebé» y entonces, de repente, toda la multitud se unió al cántico, en un ritmo que helaba la sangre:

— ¡Bebé! ¡Bebé! ¡Bebé!

Carole miraba fijamente. No se dio cuenta en seguida de lo que pasaba.

— ¿Qué es?

— Un castigo.

— ¡Oh, por Dios, no quiero verlo!

— Ni yo.

— ¡Russ, por favor! Salgamos de aquí.

— No es posible — dijo él, sombrío— . Estamos atrapados aquí. No podemos movernos hasta que la multitud se disuelva.

Un castigo era el nombre popular que se daba al complicado procedimiento utilizado por la JustEst para tratar aquellos que habían infringido la ley más estricta de todas, es decir, los que habían burlado el Edicto. Este castigo era deliberadamente dramatizado y convertido en algo muy espectacular a fin de aumentar su fuerza disuasoria para otros a quienes se les pudiera ocurrir transgredir la ley. Naturalmente, Russ y Carole habían visto castigos en los programas de las noticias murales, y el Bocazas hablaba constantemente de los que se verificaban dando nombres y direcciones, pero nunca habían presenciado uno personalmente.

Ahora, una bocina metálica y electrónica se puso a emitir un sonido que helaba la sangre. El grito de «Bebé, Bebé» se elevó hasta convertirse en un bramido. Las caras de la multitud se veían excitadas, sádicamente contraídas ante lo que se avecinaba. Les estaban ofreciendo una diversión, algo que animaría sus monótonas vidas durante unos minutos. Además, sus rostros y el modo en que entonaban la palabra «Bebé» no reflejaban culpabilidad alguna. Estaban inflamados por el combustible que da fuego a una muchedumbre llevándola a su peor y más cruel justicia subjetiva.

De repente, la puerta del edificio se abrió, dando paso a un hombre y una mujer, que eran arrojados a la calle por dos PolEst de cara torva. La mujer llevaba un chiquillo en brazos. La pareja quedó paralizada de horror cuando la multitud se echó sobre ellos. Enfebrecidos por el pánico, intentaron escapar a través de la muralla de gente. Fueron acogidos por una estridente risa. La muralla se fue cerrando, como una manta sofocante, acorralándolos en una zona cada vez más pequeña.

— ¡Bebé! ¡Bebé! ¡Bebé!

El tono del cántico se hizo cada vez más alto al señalar al niño en brazos de su madre. Ésta tenía el aspecto de un animal acosado. Gritaba histéricamente a la muchedumbre que tuviera piedad, que los dejara irse. El padre sabía que era inútil. La rodeó con sus brazos para protegerla, esperando, consciente de lo que se avecinaba y decidido a hacerle frente tranquilamente.

Pronto llegó lo que esperaban. El zumbido del Ejecutor, con sus largas cuchillas cortando el aire. El enorme solargiro apareció sobre los tejados, con sus luces parpadeantes. Ahora estaba sobre sus cabezas, dirigido por un PolEst que sostenía un diminuto electroenviador. De repente el solargiro lanzó un poderoso rayo Trion sobre la muchedumbre de abajo. El rayo se movió sobre la multitud y se concentró directamente sobre la pareja condenada y su hijo.

Carole, horrorizada, se tapó los ojos con las manos. Pero no pudo mantenerlas así. Fascinada, siguió mirando. Sentía náuseas. Quería morir. Pero continuó mirando, a pesar de las arcadas que le sobrevenían.

El hombre estaba callado. La madre, sosteniendo con fuerza a su hijo, seguía rogando histéricamente a la gente que la dejase pasar. Su boca se movía sin ser oída; no podían oírla en medio del ruido que producía la multitud y el del solargiro que daba vueltas encima de ellos. Oyeron que alguien muy próximo a la ventanilla del solarcar decía a otro que habían guardado y criado a la criatura ilegal en un espacio aireado, oculto detrás de la pared de un cubículo. Habían sido descubiertos gracias a un informador, un vecino, al parecer una mujer. Señalaron a la vecina. Ésta permanecía de pie en la puerta entre los dos PolEst que habían echado afuera a los cónyuges condenados.

Casi al instante, como si hubiera estado programada para comportarse así, la gente cayó en un silencio mortal. Volvían la cara hacia arriba, observando al solargiro. El sudor, excremento procedente de sus excitadas glándulas, brillaba sobre sus rostros. Muchos se lamían los labios. Sólo la informadora seguía gritando con voz chillona:

— ¡Bebé! ¡Bebé!

Uno de los PolEst, enfadado, le dio un bofetón en la cara para que dejase de gritar. Ahora el padre y la madre permanecían callados como los otros, esperando. De repente el silencio fue roto por el Bocazas, que flotaba alto en el espacio. Empezó a ofrecer una versión coral de «Adeste Fidelis». Sonaba obscena allí arriba en el cielo. Incluso a la multitud le parecía mal. No tenía derecho a interferir, a apoderarse de la escena en aquel momento.

Entonces, del vientre del solargiro cayó una gran semiesfera de un material blanco y transparente. En la superficie de la semiesfera estaba inscrita la palabra «transgresores». Una gran fuerza adicional de PolEst había llegado de todas direcciones y ahora hacían retroceder a la muchedumbre, dejando a los cónyuges y su hijo en un espacio pequeño y despejado. El solargiro fue bajando lentamente, mientras la base de la semiesfera descendía también poco a poco sobre el trío condenado. Los encerró en su asfixiante abrazo, y su pesada base golpeó el suelo con un fuerte sonido sordo. Ahora los transgresores estaban encerrados y, dentro de pocos momentos, serían asfixiados hasta morir. Ahora podía vérselos retorciéndose, esforzándose por respirar. Y, finalmente, quedaron quietos. La muchedumbre emitió un largo suspiro, profundo y catártico. Por fin la madre, el padre y la criatura encerrados dentro de la semiesfera estaban quietos, muertos. La multitud empezó a alejarse arrastrando los pies. Los dejarían yaciendo allí envueltos en su transparente mortaja, durante unos días, como ejemplo para que lo vieran todos, por orden de la JustEst. Entonces se los llevarían, porque el espacio que ocupaban tenía su valor.

De repente, la informadora se puso a gritar de nuevo:

— Yo fui la primera que vio al bebé. ¡Yo lo he descubierto!

Los PolEst que estaban junto a ella no podían ocultar su desprecio. Uno de ellos sacó un cuaderno, escribió rápidamente una nota, arrancó la hoja de papel y se la dio.

Tenga — dijo— , le canjearán esto en la OficRación. Espero — agregó con voz acerada—  que disfrute de sus calorías extras.

Vámonos de aquí — dijo Russ, secamente. Miró a Carole. Estaba aún trastornada— . Se acabó — dijo él— , se acabó.

Ella no respondió. Él movió la mano por encima de la placa-starter del tablero y se pusieron en movimiento.

— Russ — dijo ella finalmente— . Ha sido algo horrible. Cruel.

— Sí.

— No tenían ningún derecho. Ha sido un asesinato.

— Es una opinión — dijo él.

— ¿Sí? — dijo ella— . ¿Cuál es la otra opinión? — añadió, con tono agudo.

— Tú conoces la respuesta tan bien como yo. Habían transgredido la ley — miró la cara de Carole, blanca y rígida— . Mira, confieso que el castigo ha sido severo. Pero ellos ya lo sabían. Conocían el riesgo, sabían en qué se estaban metiendo. Desafiaron a la suerte y perdieron.

— Parece como si lo aprobases.

— Yo no hago las leyes — dijo él.

— Pero sí las apruebas — persistió ella.

— Yo no he dicho eso.

— No. Pero lo piensas.

— Oye — dijo él— , ¿por qué me vienes fastidiando? ¿Qué he hecho yo?

— Tú estás de acuerdo con esos castigos.

— Hablemos en otros términos. El Edicto fue creado para proteger a la gente de sí misma. Dejar de procrear durante treinta años para que la población pudiera nivelarse y sobrevivir. Si el GobMund no hubiera aprobado ese Edicto, si hubiera seguido permitiendo a la gente el lujo de procrear cuanto les viniera en gana, entonces todo el mundo habría acabado por morir de hambre o asfixiado. Lo que quiero decir es que era una cuestión de vida o muerte. Y, a menos que la medida se aplicase a todo el mundo, a todo el mundo, no serviría para nada.

Y la única manera en que podía funcionar era… bueno, acabas de verlo — se detuvo— . Muy bien, confieso que no ha sido nada bonito. Pero ha funcionado. Personalmente, yo hubiera preferido que hubiesen escogido el programa de vasectomía. Entonces no habría habido ningún problema.

Russ se refería a un asunto que había sido discutido en la reunión del GobMund y luego rechazado. Alguien había sugerido que el mejor modo de hacer efectivo el Edicto consistía en instituir un amplio programa de vasectomía, una sencilla operación quirúrgica efectuada en todos los varones de modo que ya no pudiesen fecundar a las hembras para que tuviesen hijos.

Pero esto había sido rechazado, por dos razones. En primer lugar, administrar un programa para enviar a miles de millones de varones a las clínicas para ser tratados de aquel modo era una tarea enorme. Teniendo en cuenta simplemente las cifras, haría falta tiempo, quizá meses, para cambiar a todos los hombres. En segundo lugar, alguien había señalado que el mundo podía verse sacudido por alguna plaga mortal. Las posibilidades eran remotas, pero aún así posibles. Se habían producido antes plagas misteriosas, relacionadas de una manera u otra con presiones y vulnerabilidades de la población, en las que habían muerto miles de personas antes de encontrar antídotos adecuados. Si algo así volviese a suceder, los varones supervivientes deberían estar en un estado en que pudiesen perpetuar la raza una vez más.

— Russ — dijo Carole— . Todo el mundo considera a esa gente (el hombre y la mujer que hemos visto asesinar allí abajo) como criminales.

— Y ¿no lo son?

— Yo no lo veo así.

— ¿No?

— Son simplemente seres humanos que querían tener un hijo. Así es como los hizo la naturaleza. Tenían tantas ganas de tener un hijo que estaban dispuestos a lo que fuese, a correr cualquier riesgo. Y no me importa lo que diga la ley. No me importa lo que el GobMund diga o lo que diga la JustEst. Creo que hay una ley más elevada que todo eso. Creo que si dos personas desean tener un hijo y están dispuestas a cuidar de él y quererlo, deberían tener el derecho de traerlo al mundo. Que todo el mundo debería tener ese derecho. Del mismo modo que se tiene derecho a respirar.

— No es una cuestión de derecho o no-derecho — dijo él pacientemente— . Es una cuestión de necesidad.

— Entonces habrían debido encontrar alguna otra solución.

— ¿Qué solución?

— No sé. Alguna.

— Muy bien. Tuvieron en cuenta otra solución. Matar a toda la gente anciana. ¿Qué te parece eso, Carole? — ella quedó callada y él la presionó.

— ¿Habrías aceptado eso?

— No sé qué decirte…

— Entonces estarías dispuesta a matar a gente que vive, gente que está viva aquí y ahora, por otros que ni siquiera han nacido aún.

— Yo no he dicho eso.

— No — dijo él— , pero, en un momento decisivo, tu respuesta sería ésa, ¿no?

— Russ, basta.

— Ahora soy yo el que quiere una respuesta.

— A veces — dijo ella, encolerizada—  te odio.

— Muy bien — él sonrió— . Ódiame todo lo que quieras. Mientras me quieras un poco también — alargó la mano y le tocó la cara— . Oye, hemos hablado de esto al menos cien veces. Ya sé que lo que has visto allí abajo ha sido una escena desagradable. Pero parece que me estés acusando…

«Te diré lo que me pasa, Russell Evans — pensó ella con furia— . Que llevo un hijo tuyo en el vientre. Sorpresa, sorpresa. Ya verás cuando te enteres.

»Ya verás…»