20
El asalto empezó casi inmediatamente. No era que la invasión fuese directa, ni tampoco brutal. Era suave y llena de disculpas, y muy razonable, y, por lo tanto, exquisitamente sutil e insidiosa. Edna Borden aprendió el horario de John: cuando dormía, cuando se le daba de comer, cuando se le bañaba. Durante la primera semana Edna fue a casa de sus vecinos sólo tres o cuatro veces al día para ver y acariciar al niño. Se limitaba a observar a Carole mientras ésta cuidaba de John. Estaba continuamente disculpándose por invadir la intimidad de Carole. Según decía, no podía soportar el estar demasiado tiempo lejos de aquella adorable criatura. Y no volvió a mencionar el trato que habían hecho la primera noche.
A fin de demostrar a Carole que no tenía ningún plan respecto a John, que no había la menor intención de usurpar su papel de madre, Edna empezó a mostrar un abrumador cariño por su propio bebé, Peter. Lo traía para que jugase con John en el parquecito de madera.
— ¿Verdad que son preciosos? — decía con cariño— . ¿No es estupendo que estén juntos?
Por razones de seguridad, nunca subían a John, y Edna Borden se fue convirtiendo en asidua visitante del refugio antiatómico. Al comenzar la segunda semana sugirió de una manera espontánea que quizá fuese una buena idea tener de nuevo la llave de casa de los Evans. Era ridículo que Carole tuviese que subir corriendo cada vez que Edna tocaba el timbre. Sería más sencillo que la propia Edna abriese la puerta de la calle, silenciosa como un ratoncillo, y se dirigiese a la puerta del refugio, donde podía llamar y luego entrar.
Carole dijo cuidadosamente a Edna que no le importaba subir. Pero Edna se mostró insistente y, después de que Russ hubo presionado un tanto a su cónyuge, consiguió la llave.
Y una semana después consiguió otra llave. Ésta era de la puerta que daba al refugio.
Los hombres parecían aceptar el arreglo tranquilamente. George Borden estaba especialmente satisfecho. Al igual que a todos, siguió preocupándole la posibilidad de que el niño fuese descubierto. Pero nunca había visto a su cónyuge tan contenta. Russ se limitó a seguir la corriente. Sabía que Carole estaba terriblemente disgustada. Ésta le decía que la ponía frenética la visión de su vecina; que no podía soportar el estar con ella en la misma estancia, que se pondría a gritar si Edna volvía a tocar a John. Edna había empezado a avisar a Carole cuándo tenía que subir al bebé. Insistía en convertirse en ayuda de la madre, por decirlo de algún modo, haciendo la cama en la cuna, preparando el baño, e incluso rogó a Carole el privilegio de cambiar a John. Y éste, que al principio se había mostrado un tanto hostil, y que se había escapado de los brazos de Edna volviendo a los de su madre, acabó aceptando a Edna, riendo y meneando los brazos cuando veía su cara, sonriéndole. Ya no preguntaba quién era su madre, limitándose a aceptar a las dos.
Y, cada vez más, Carole Evans se convirtió en un manojo de nervios.
Le parecía ver a Edna dondequiera que mirase. Lo que creía era su propia sombra resultó ser la de Edna Borden. Siempre que Edna estaba en el refugio con ella, la otra mujer parecía llenar la estancia, ahogándola, asfixiándola. Para Carole, su vecina se convirtió en algo más que una persona. Se convirtió en una Presencia.
Y, poco a poco, Edna fue ganando terreno a Carole. Poco a poco fue prestando más atención a John. Antes de que Carole llegase a él, ya lo había sacado de la cuna. Antes de que Carole tuviese ocasión de secar al bebé después del baño, allí estaba Edna, preparada y esperando con la toalla. No es que cuidase de John personalmente. No se entrometía tanto. Sólo era que siempre estaba allí, preparada para ayudar.
Carole estaba cada día más irritable. Sin querer empezó a hablar bruscamente a Edna. Ésta se limitaba a sonreír. Era muy paciente. Una madre joven estaba a veces sujeta a una tensión especial. Una madre joven solía equivocarse en la manera de educar a un bebé, especialmente si éste era el primero. Tendía a preocuparse por ello. Lo que había que hacer, aconsejó Edna, era mantener la calma. Quizá no era prudente estar siempre tan encima del niño. Era peligroso mostrarse tan protectora. Una madre joven necesitaba cierto tiempo para sí, cierta intimidad personal.
Ella, Edna siempre estaría cerca. Y más que dispuesta a ayudar.
Carole empezó a perder peso, a depender de las tranquitabs. Por la noche no conseguía dar una respuesta adecuada a Russ. Se mostraba muy fría en la cama. Edna Borden se convirtió para ella en un monstruo, una bruja, Carole ya ni siquiera pensaba en ella por el nombre.
— Esa mujer — decía a Russ— , esa mujer. Se está apoderando de mi puesto, Russ. Se está apoderando poco a poco.
— Carole — decía él— . Eso no es cierto. John sigue siendo tu hijo.
— Era mi hijo — respondía ella con impotencia— . Era. Se pone a reír en cuanto la ve. Prefiere que lo coja ella antes que yo.
— Eso son impresiones tuyas.
— Ah, ¿sí? — decía ella con amargura— . ¿De veras? Entonces ven a ver un día de estos. Ven a ver a John. Y luego a ella.Esa mujer. Y entonces ¡dime a quién considera realmente como su madre!
Pensó incluso en el asesinato.
Una noche, aproximadamente tres semanas después de que Borden se hubiese enterado de lo de John, los Borden fueron a casa de los Evans a jugar al bridge.
Estaban jugando al estilo Chicago y, por el momento, Carole era la compañera de George. Edna estaba fuera de juego y Russ había presentado una mano de corazones. Carole, malhumorada, jugueteaba nerviosamente con las cartas y jugaba de una manera mecánica. Dos veces desorientó a George. Entonces, de repente, observó que Edna no estaba allí. Sostuvo las cartas rígidamente mientras miraba horrorizada por la estancia.
— Te toca a ti, compañera — dijo George.
Carole ni siquiera lo oyó:
— ¿Dónde está Edna?
— Cualquiera sabe — dijo George— . Probablemente en el lavabo. ¡Vamos — dijo con impaciencia— , ataca con algo!
Carole puso lentamente las cartas sobre la mesa:
— Me ha parecido oír al niño.
Antes de que nadie pudiera protestar se había levantado y alejado de la mesa. George miró a Russ y se encogió de hombros con impotencia, como diciendo: «Mujeres…» Carole echó un rápido vistazo a la casa. Edna no estaba. Entonces se dio cuenta. Y se puso furiosa. Entre ella y Edna siempre había habido un acuerdo. Nunca lo habían manifestado, pero las dos lo daban por sentado. Edna no bajaría nunca al refugio a menos que Carole estuviese también allí.
Bajó corriendo al refugio. Edna tenía a John en brazos y estaba canturreándole suavemente. No pareció molesta por la presencia de su madre. La cara de Edna irradiaba cariño. Tenía amor de sobra para todo el mundo.
— Es un encanto, Carole — dijo— . Una verdadera preciosidad.
— ¿Por qué lo has despertado? — dijo Carole secamente.
— Se ha despertado solo.
— Dámelo — alargó las manos en busca del bebé; Edna no se movió— . ¡Dámelo!
— Naturalmente, querida — dijo Edna— . No tienes por qué disgustarte. De veras, Carole, debes intentar calmarte — ofreció el niño a su madre, y John, por alguna razón infantil, se esforzó por permanecer en brazos de Edna; ésta sonrió— . ¿Lo ves? Le caigo bien.
— Dame a mi hijo.
Edna Borden dejó suavemente a John en los brazos de Carole. Después hizo cosquillas al bebé debajo de la barbilla y sonrió a Carole. Una sonrisa amplia, benigna y afable.
— ¡Nuestro hijo, querida!
A la mañana siguiente, Russ y George Borden estaban a la orilla del lago. Este, como de costumbre, presentaba la superficie atestada de pequeños botes de remos, y la locutora electrónica repetía sin cesar su perorata.
De repente empezó a sonar el claxon del bote oficial de tránsito y uno de los asistentes del mismo se puso a hacer señas a un bote de remos para que se apartase de los túneles abiertos en el lindero, los marcados con el aviso «Prohibido entrar». Los ocupantes del bote de remos, asustados, se alejaron rápidamente y empezaron una vez más a chocar con los otros botes sobre la congestionada superficie del estanque.
— ¿Qué te parece eso? ¡Cómo es la gente! — George Borden estaba de muy buen humor esta mañana— . Pones un letrero que dice «Prohibido entrar» y antes de que te des cuenta ya están entrando a ver qué hay — meneó la cabeza— . Así es la naturaleza humana.
Normalmente, en el curso de sus servicios rutinarios en el MusEst, Russ veía con frecuencia a George. Pero últimamente su jefe parecía evitarlo o al menos procuraba estar en otra parte siempre que Russ aparecía. Esta mañana, al venir de la Exposición de Perros y Gatos, y utilizando un camino diferente, había prácticamente atrapado a George, que estaba ocioso contemplando las actividades en el lago artificial. Y debajo del buen humor de George Borden, casi demasiado evidente, Russ había notado su fastidio.
— George, tengo que hablar contigo.
— Ah, ¿sí? ¿De qué?
— De Carole.
George evitó mirar a Russ y mantuvo los ojos clavados en el lago.
— Muy bien.
— Lo está pasando muy mal. Ya no duerme.
George no hizo caso de esto. En lugar de ello se puso a gritar a los asistentes del bote oficial, al otro lado del estanque.
— ¡Que circulen! ¡Que circulen!
— Oye, ¡tenemos que arreglar esto como sea!
— Aaah. No sé de qué estás hablando.
— Estoy hablando de Edna. Está pisándole el terreno a Carole. Apoderándose de su puesto.
— No creo que sea así.
— Yo sí.
— ¿Por qué me vienes a mí con eso, Russ? Si tuvieras sentido común te apartarías también de ello. Es cosa de mujeres. Que lo arreglen ellas.
— Esto es algo que no se puede dejar a un lado. Estamos todos implicados. Edna exagera, y tú lo sabes.
— Mira — dijo George volviéndose de repente hacia él— . Creo que hemos sido más que justos con vosotros. No tenemos intención de haceros daño. Edna está loca por ese crío. Lo sabéis. Tampoco ella duerme muy bien. No seáis tan egoístas. ¿Qué es lo que pedimos? No pedimos tanto — sus ojos, helados, estaban clavados en Russ— . Sé inteligente, Russ, no le des vueltas al asunto.
— No es eso lo que estoy haciendo. Es que esta situación es imposible.
— Si no te gusta puedes escoger.
— ¿Sí?
— Siempre puedes dejar el empleo.
Carole, paralizada, miraba la cuna vacía. Ahogó un grito y subió corriendo.
Había estado fuera de casa un rato y cuando había vuelto se había dirigido directamente al refugio, encontrándose con que John había desaparecido. Ahora, presa del pánico, fue corriendo de una estancia en otra buscando a su bebé. No lo vio en ninguna parte. Se le ocurrió una idea horripilante.
Salió y fue corriendo hacia la casa de los Borden.
Mientras se acercaba a la puerta de atrás casi se desmayó al ver el brazo blando y rechoncho de un bebé colgando del borde de un cubo de basura. Por un momento se quedó allí clavada, horrorizada y muda. Entonces caminó adelante lentamente, fascinada. Vacilando un poco se aferró al borde del cubo en busca de apoyo y luego miró dentro.
Metió la mano y sacó el cuerpecito. Era Peter, el hijo de Edna. Había sido mutilado. Tenía la cabeza destrozada y de su cráneo abierto salían los alambres. Los bracitos estaban rotos y colgaban torcidos del pequeño cuerpo. Sin saber por qué, Carole no arrojó el muñeco roto en el cubo, sino que volvió a depositarlo con cuidado, como si en un tiempo hubiese estado vivo.
La puerta de los Borden estaba abierta y entró. Edna estaba bañando a John en una pequeña bañera que había sido de Peter. Sostenía al niño de manera experta, haciéndolo chapotear juguetonamente en el agua. John reía de placer. Edna levantó la mirada y vio a Carole. No había culpabilidad en su rostro. Para ella, aquello era lo más natural del mundo. Como si Carole fuera simplemente una amiga o vecina que había entrado para saludarla y ver a su bebé.
Ahora Edna rió de una manera alegre e infantil.
— ¿Verdad que es fantástico? — dijo— . ¿Sabes?, nunca había bañado a un niño de verdad.