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Siguieron todo recto por la Confluencia. Cada dos o tres manzanas, encajado en la superficie de plástico de la misma calzada, había un gran sincronizador de la hora, con sus cifras iluminadas marcando los minutos y segundos. Eran ahora las diez y cinco.
Russ giró a la derecha, hacia la Vía Central de la Ciudad Antigua.
— Me he olvidado de dónde viven exactamente — dijo.
Antes de salir de casa, Carole había cogido la cinta de su memobanco y la consultó:
— Manzana Treinta y Tres, Paseo Catorce, Rampa Quince, Edificio Cuarenta y Dos, Hilera Seis, Apartamento R-Cuarenta y Dos.
— De acuerdo.
Justo a la salida de la Confluencia pasaron por una larga serie de calles de juego, todas ellas cerradas, todas reservadas exclusivamente para los niños de edades comprendidas entre los ocho y diez años. Ahora no había niños de edad pre-escolar, ni los había habido durante los últimos tres años. Aquí, a causa de la escasez de espacio, el juego estaba racionado. A cada niño se le permitía una hora de libertad en la zona. Esta noche estas calles estaban todas desiertas, pero mañana estarían atestadas de miles de niños, chillando y aullando, también ellos luchando por conseguir espacio. Cada hora sonaba un silbato, y los niños de cada turno eran conducidos afuera por supervisores oficiales, llamados SuperVig, y entonces se permitía la entrada a los del turno siguiente para que tomasen su ración de aire y sol.
La Ciudad Antigua empezaba con un amplio crematorio, que se extendía al lado izquierdo de la Vía Central, a lo largo de, aproximadamente, medio kilómetro. Consistía en una enorme manzana achatada, un edificio grande y gris sin ventanas, con el techo moteado de respiraderos, y había una serie de entradas donde se recibía a los muertos. Este edificio era utilizado solamente para los que fallecían de enfermedad u otras causas naturales. Las Casas del Adiós, más abajo, donde la gente anciana iba a morir voluntariamente en el reciente programa de eutanasia, tenía crematorios propios.
Ya no quedaban cementerios en ninguna parte. La tierra había sido expropiada por el gobierno, a causa de la urgente necesidad de espacio habitable para alojar a los vivos. Las losas de los viejos cementerios habían sido trasladadas y sus inscripciones registradas y archivadas en el RegEst o en la Casa Popular de Registros. A muchos esto les había turbado. Los cementerios habían sido los últimos restos de espacio expropiados hacía unas décadas, y se habían oído vivas protestas cuando esto se había producido. No sólo a causa de la necesaria violación, sino porque la gente había sentido la pérdida de una continua identidad con sus antecesores. Una tumba era a veces una fuente de consuelo. Una tumba era un lugar donde mantener vivo un recuerdo, donde llorar, verter amor, experimentar catarsis o expiación. Y, a veces, un jarrón lleno de ceniza, al menos para algunos, no llenaba esta necesidad emocional. La ceniza, si se pensaba en ello, podía ser de cualquiera. La ceniza era ceniza. La gente guardaba los restos de sus seres queridos en jarrones y los colocaban en algún punto apreciado de sus cubículos. Pero, finalmente, la mayoría acababa por tirar las cenizas. Incluso un pequeño jarrón ocupaba espacio.
Unos minutos más tarde, estaban en el corazón de la misma Ciudad Antigua.
A aquella hora de la noche, bajo el fantasmagórico flujo azul de las luces de Trion, el lugar parecía una grotesca máquina, un complejo laberinto de partes móviles. Todo aquí parecía estar moviéndose en todas direcciones. Todos los caminos y paseos, confluencias y galerías, se movían a un paso lento y majestuoso, correas transportadoras horizontales destinadas a llevar a los peatones de edad sin esfuerzo, evitándoles así el subir escalones. De estas correas salían escaleras mecánicas móviles, en forma de rampa, y cubiertas de plástico antideslizante, y éstas subían y se introducían en los mismos edificios, algunas directamente, otras curvándose, rodeando las rampas como negras serpientes vivas. Los EstMarkets y VendoMarkets atendían aquí solamente a los ancianos; los AliMarkets vendían en su mayor parte algas y plancton blandos y predigeridos. Había cuatro o cinco enormes establecimientos que se parecían ligeramente a aquellas instituciones una vez llamadas drugstores en la Antigua Norteamérica. Éstos eran GeriMarkets, cuyos productos medicinales estaban destinados especialmente a la gente de edad. De vez en cuando había un edificio profesional, dirigido por MedEst, cada uno de ellos plenamente ocupado por cientos de doctores que atendían solamente los males y dolores de los millones de ciudadanos ancianos que vivían en aquel sector oficialmente guardado. Cada manzana tenía el acostumbrado Salón de Felicidad, una zona de recreo donde los mayores podían reunirse, charlar, jugar a las cartas, leer, aprender nuevos entretenimientos o simplemente observar la SuperPantallaMural instalada allí. En aquel momento, estos refugios del aburrimiento estaban cerrados por el resto de la noche; hasta el día siguiente no volverían a abrir sus puertas, ya que la mayoría de sus clientes se retiraban temprano.
Las Casas de Adiós, sin embargo, permanecían abiertas para recibir a cualquier persona anciana que hubiese firmado los documentos necesarios, haciendo constar que estaba cansado de vivir y solamente deseaba la paz permanente.
Mientras Russ y Carole se acercaban al Bloque Treinta y Tres, unos cuantos ciudadanos ancianos estaban aún en los caminos móviles o en las escaleras mecánicas que los llevaban a toda prisa a sus casas. Sus ojos eran viejos, pero sus cuerpos eran sorprendentemente jóvenes. Y si sus rostros eran flacos, no era por su avanzada edad sino por la falta de comida.
A fin de tener derecho a vivir aquí, cualquier ciudadano tenía que tener al menos ochenta años. La edad media de los residentes de las Ciudades Antiguas era de cien años. Muchos habían vivido ciento veinticinco años, y cierta cantidad habían alcanzado los ciento cincuenta años.
Este espectacular salto adelante en la esperanza de vida había empezado hacia 1980, cuando la antinomicina-22 había sido perfeccionada y había finalmente puesto fin a la amenaza del cáncer. Después de esto, los cirujanos habían perfeccionado una serie de técnicas que aumentaban en varias décadas la esperanza de vida de los enfermos del corazón. Éstas consistían, en parte, en cirugía cardiaca, pero principalmente en métodos de trasplante de corazón, que los cirujanos habían comenzado hacía mucho tiempo, allá en los años sesenta y setenta del siglo pasado. En aquellos tiempos sus métodos eran primitivos y habían perdido casi todos sus pacientes, pero habían aprendido conforme avanzaban. Finalmente la técnica del trasplante había llegado casi a la perfección y se había convertido en una rutina, no sólo en cuanto al corazón, sino también para otras partes del cuerpo — hígado, pulmones e incluso las partes genitales— , de modo que todo ciudadano anciano de más de cien años poseía varios órganos trasplantados, y todos los HospEst tenían un banco de órganos.
Pero el avance más sorprendente había sido el producido en medicina geriátrica básica. La principal enfermedad de la vejez, el endurecimiento de las arterias, había sido grandemente retardada en 1992, con el descubrimiento de una nueva clase de hormona tiróidica, reforzada con compuestos vitamínicos desintoxicantes, que podían tomarse en la simple forma de tabletas. Esta hormona tenía el poder de reforzar en gran medida el metabolismo casi completo de colesterol y otras grasas de la sangre, precipitándolos por caminos metabólicos normales y evitando que se depositasen como sustancias endurecedoras en el interior de las arterias.
Como consecuencia, millones de personas seguían viviendo, negándose a morir en el momento adecuado, y se habían construido grandes Ciudades Antiguas como ésta para acomodar a estos ancianos mal dispuestos. Y, cuando fallecían, en casi todos los casos la causa de la muerte era la desnutrición o alguna complicación resultante de ésta.
— Entrad, entrad — dijo Ellen Herrick.
Carole la abrazó y besó, y Russ, un poco avergonzado, hizo lo mismo. Era una mujer baja, vivaz, con ojos azules y brillantes y el cabello blanco. Tenía ciento quince años pero parecía que tuviera ochenta.
— ¿Dónde está el doctor Andrew? — Carole quería saberlo. Lo había llamado así cuando era niña y, de vez en cuando, obedecía aún a aquella costumbre.
— Oh — la cara de la anciana se nubló visiblemente— . Está en cama. El doctor Anderson está con él ahora.
— ¿Sí? ¿Qué tiene?
— Bueno, como ya sabes, querida, no se ha sentido muy bien últimamente. Hará como una hora, su medidor de fatiga ha dado la alarma.
Éste era un nuevo aparatito que acababa de salir al mercado. Se llevaba como un reloj de pulsera y medía automáticamente la presión sanguínea y los esfuerzos y tensiones del cuerpo. Daba la alarma siempre que era hora de tomarse unas vacaciones o ver a un médico para hacerse un chequeo. También señalaba por la mañana cuando su portador, fisiológicamente hablando, había dormido lo suficiente. Y los doctores lo habían encontrado útil para ciertos pacientes, especialmente los ancianos.
— El caso — continuó Ellen— es que cuando empezó a sonar de aquel modo llamó al doctor Anderson.
Tanto Russ como Carole conocían a Anderson, aunque siempre hubiesen llamado al doctor Herrick. Carole estaba preocupada.
— ¿Es algo físico?
— Oh, no. Necesita más comida, claro, pero no podemos hacer nada a ese respecto. Es sólo que está muy deprimido. Bueno, pasó su centésimo cuadragésimo cumpleaños la semana pasada. Cree que está realmente acabado. Me temo que le cuesta hacer frente a la vejez — Ellen Herrick vaciló— . Temo que está preparándose para ir a la Casa del Adiós.
— ¡Vamos, eso no hay ni que pensarlo!
— Supongo que no, Carole. Pero veo los síntomas, querida, y no puedo cerrar los ojos ante ellos. Al fin y al cabo, se han ido diez de esta manzana el mes pasado, gente incluso más joven que Andrew — se mostraba tranquila, casi resignada— . Me parece que ya está perdiendo las ganas de vivir. No se interesa por nada. He intentado hacerlo bajar al Salón de Felicidad, hacer que aprendiera algún juego, que se relacionase con otra gente, que se crease alguna especie de programa de supervivencia. Pero es que no quiere ir. Apenas dice ya una palabra.
Cada Ciudad Antigua tenía una serie de Casas del Adiós. Éstas habían sido creadas por el Estado para inducir a los ancianos a autoliquidarse. Eran constantemente anunciadas por el Bocazas y en las pantallas murales como forma de salida digna y sin dolor, enormemente superior al anticuado y a veces desagradable suicidio. Muchos de los ancianos que buscaban una salida sentían repulsión a la idea de acabar con su vida con sus propias manos. En una Casa del Adiós, esta responsabilidad, o culpa, quedaba completamente fuera de las manos de la persona que allí se dirigía. Otra persona lo hacía por ella.
El Estado estaba profundamente interesado en eliminar bocas de más, y la PropGob ofrecía la campaña con un tema alegre: «Si hay que irse, hay que irse. ¡Pero, Sr. Ciudadano Anciano, qué manera de irse!» Lo único que hacía falta era firmar los documentos oficiales necesarios, manifestando simplemente que el interesado estaba cansado de esta vida y deseaba abandonarla. Entonces, en una fecha que él mismo escogía, bajaba a la Casa del Adiós, acompañado por amigos y parientes si así lo deseaba. Allí, rodeado de un ambiente agradable, luces suaves y música tranquila, se sentaba a una mesa solo y se le daba una última cena, una comida completa y abundante, todas las calorías que podían caber en su cuerpo. El Estado se alegraba de suministrar las calorías adicionales para este ostentoso gasto final. Después de eso, podía utilizar la capilla si quería. Entonces se despedía de aquellos que lo habían acompañado, era conducido a una cámara y liquidado sin dolor e instantáneamente mediante gas. Y de allí era llevado directamente al crematorio.
El cubículo de los Herrick era pequeño, estéril y completamente funcional. Todo el mobiliario era moldeado, de fibragel vertida, y diseñado con esquinas y bordes redondeados a fin de eliminar cualquier contacto doloroso con caderas y cuerpos envejecidos. El dormitorio no era más que un nicho extra del cubículo, separado por una puerta. Ahora salió el doctor Anderson y Ellen Herrick fue hacia él llena de ansiedad.
— ¿Cómo está?
— Se le pasará, Ellen. Le he dado un poco de tranquimil. Lo que realmente necesita es descansar.
— No ha sido él mismo últimamente. A veces me da miedo.
— No creo que haya nada de qué preocuparse. Siga dándole tres tranquimils al día y procure que descanse mucho. Vendré a verlo mañana. Si no mejora haré que el terapeuta de la manzana suba y pase una hora o dos con él. Lo importante ahora es mantenerlo mentalmente ocupado. Tiene que tener algo en qué pensar. Ésa es la mejor medicina posible para él.
El doctor Anderson era un hombre alto, muy parsimonioso y con una mata de cabello gris. También él vivía en la Ciudad Antigua, aunque su edad apenas le daba derecho a ello. Tenía ochenta y dos años y, de hecho, era considerado como un residente joven.
— Pero ¿por qué tiene esas depresiones? — preguntó Carole— . ¿Hay alguna… bueno… alguna razón básica?
— Bueno — dijo el doctor Anderson— , digámoslo de este modo. La mayoría de la gente de edad no tiene interés en vivir más allá de los cien años, y muchos más aún menos. La vida se convierte para ellos en una serie de días vacíos que no conducen a ninguna parte. Ya hemos inventado hormonas para mantener sus cuerpos jóvenes, pero nada que tenga el mismo efecto en sus mentes, y todavía no hemos inventado nada que detenga la senilidad del cerebro — se detuvo, pensativamente— . ¿Saben ustedes? Como doctor con una visión más amplia, una visión social, probablemente sería más útil aplicando mis dotes a eliminar sin dolor a los que creo que ya no tienen ningún deseo de vivir. Los que no pueden decidirse a ir a una Casa del Adiós. Lo negaré si ustedes me lo mencionan, pero he estado tentado a hacer precisamente esto una cantidad innumerable de ocasiones.
— Pero, naturalmente, no puede.
— No. He prestado juramento y, emocionalmente, así como profesionalmente, mi deseo y mi deber es el de curar, cualesquiera que sean mis convicciones. Pero una cosa sí sé. La muerte tiene dos caras. Una buena y Una mala. Dirige su cara mala a los jóvenes, los que tienen salud, los útiles. Y dirige su cara buena, su cara benévola y piadosa, a los viejos, los enfermos, los que mueren de hambre, los hombres que sufren o están desahuciados, y a los que no pueden soportar la culpa.
— ¿Culpa? — dijo Russ— . ¿Qué culpa?
— Bueno, el doctor Herrick es un caso de culpa. Siente, y me lo ha dicho así, que, con su sola presencia, está gastando comida, robando a los jóvenes. Piensa que, si no fuese por él, y los miles de millones de personas ancianas como él, no se habría producido el Edicto.
— Eso es ridículo — dijo Carole.
— Sin embargo — dijo el doctor Anderson— , la culpa existe.
— ¿Podemos entrar a verlo ahora?
El doctor Anderson asintió con la cabeza:
— Bueno. Pero sólo un momento.
Se fue y ellos entraron en la alcoba. Andrew Herrick yacía tranquilo, los ojos clavados en el techo, perdido en algún recuerdo remoto. Su rostro estaba arrugado, increíblemente delgado, pergamino tendido sobre hueso, y barboteaba algo incoherentemente. Carole alargó el brazo, tocó suavemente la cara del anciano. Los ojos de Carole estaban húmedos.
— Doctor Andrew — dijo suavemente— . Soy Carole.
El viejo volvió la cara lentamente y la miró. Sus vidriosos ojos azules fijaron la vista en ella intensamente. Entonces llegó a ellos lentamente el reconocimiento. Sonrió débilmente y le tendió una delgada mano. Ella la cogió y la sostuvo con fuerza.
— Te reconoce — dijo Ellen; entonces sonrió— . Es natural. Al fin y al cabo, fue él quien te trajo al mundo, y a tu padre, y al padre de tu padre.
Entonces los ojos del viejo pasaron del reconocimiento a una expresión intensa, como angustiada. Y empezó a barbotear:
— Yo estoy vivo… y el bebé que vosotros deberíais haber tenido… — su voz se apagó— : No lo sabíamos. Es que no lo sabíamos…
Carole le cogió la mano y la apretó contra su mejilla. Ahora el anciano volvió a caer en la apatía. Carole estaba molesta.
— No había creído que estuviese tan mal — dijo a Ellen.
— Oh, sale de ese estado de vez en cuando. No está siempre así. Yo… yo sólo espero que pueda encontrar algún interés en seguir con vida.
Y Carole pensó desesperadamente: «No te vayas, doctor Andrew. Aún no. Puede que te necesitemos algún día. Nunca se sabe.»