4
Aquella misma mañana, Russ Evans, Guardia número treinta y seis del MusEst Cuarenta y Dos, y su cónyuge, debidamente registrada, Carole, abandonaron el parque y penetraron en el complejo de urbanópolis de la Ciudad Lineal Quince.
Se abrieron paso como pudieron a través de la muchedumbre, y después de dejar pasar nueve trenes monorrieles abarrotados, consiguieron encontrar sitio de pie en el décimo. Finalmente bajaron en el ancho paseo llamado Confluencia Siete.
— Santo cielo — dijo Russ con ardor— . No me gusta nada venir aquí.
— Ni a mí — dijo ella. Entonces, de repente, se volvió hacia él— : Russ, volvamos.
— ¿Qué?
— He cambiado de idea. No quiero hacerlo.
— No seas tonta, Carole. Todo saldrá bien. Si Edna ha podido hacerlo y millones de mujeres pueden hacerlo, también puedes tú.
— Si no tuviera que ser así. Si pudiera ser de verdad…
— Ya conoces la respuesta a eso — dijo él.
— Sí — dijo ella— . La conozco.
La agarró del brazo y juntos empezaron a abrirse camino por entre la muchedumbre. La Confluencia Siete era una larga, recta y monótona vía pública, pavimentada con reluciente plástico, una resina de fluorcarbón tan lisa que nada podía pegarse a ella ni mancharla, tan dura que no podía ser quemada ni derretida por el calor, y tan duradera que la humedad no podía pudrirla ni hincharla. Siempre que necesitaba ser reparada, lo cual ocurría raras veces, los obreros usaban barrenos de cátodos fríos o buriles de rayos laser. De noche, la Confluencia estaba iluminada por una luz blanquiazulada, que surgía del suelo, de las luces Trion, a base de fuerza nuclear, instaladas a ras de las aceras y paseos.
Hasta donde alcanzaba la vista, la Confluencia estaba flanqueada por altos y monótonos edificios de apartamentos, todos de varios centenares de pisos, todos construidos a base de cerámica moldeada, todos exactamente iguales, todos sin nombre, pero luciendo un gran número iluminado en el tejado; todos formados por miles de cubículos, o espacios-vivienda, con sus miles y miles de ventanas contemplando la vía como ojos sin vista. En algunos puntos, la Confluencia era interrumpida por una serie de centros VenMarket y EstMarket, todos abarrotados de compradores, y a intervalos se veía dividida por calles con monorrieles locales; éstos llevaban a las ciudades lineales situadas a la salida de la Confluencia y a las grandes Ciudades Antiguas, las cuales albergaban a hombres y mujeres de ochenta a ciento cincuenta años de edad, y a algunos todavía mayores. Cuando un convoy se acercaba a lo largo de su único riel, una banda roja iluminada, la cual funcionaba electrónicamente, parpadeaba al otro lado de la calle advirtiendo a la masa de peatones que se detuviese. Por lo demás, el tránsito estaba dirigido por policías automáticos, programados electrónicamente para canalizar a las masas hacia el este, el oeste, el norte o el sur, a intervalos. Sin ellos, la circulación humana se enredaría y apiñaría, provocando quizás el pánico.
Había pocos vehículos. De vez en cuando un solarcar nada más. Russ tenía permiso para llevar uno, ya que era en realidad un FuncEst, pero lo utilizaba para patrullar por el parque y raras veces iba con él a la megalópolis, por razones obvias. La Confluencia en sí servía exclusivamente como paseo para peatones, pero hacía mucho tiempo, durante la Era del Automóvil, había estado atestada de la entonces primitiva y mortífera forma de transporte llamada autos. Estos toscos y pesados monstruos consumían carburantes anticuados y ocupaban enormes cantidades de espacio. La congestión de tránsito había llegado a ser tan insoportable que la gente había abandonado sus vehículos, asqueada, dejando que se oxidasen y pudriesen en las calles por millares. Además, los carburantes anticuados emitían gases venenosos y creaban lo que en aquellos tiempos se llamaba contaminación de la atmósfera.
Viéndolo ahora, parecía imposible que, durante años, la gente hubiese andado por las calles sabiendo que estaba siendo envenenada lentamente, y haciendo en realidad muy poco para evitarlo. Y, lo que resulta aún más increíble, los gobiernos de la época hacían todavía menos. Todo el mundo hablaba de ello, no se hacía más que hablar de ello, pero nada más. La explicación razonada que entonces prevalecía era increíble. La gente, como zombies, parecía estar hipnotizada por ella. La contaminación era un mal necesario. Era un subproducto del beneficio. Sin beneficio no se podía vivir. Y así, al final, se moría a causa de la contaminación que se producía para vivir.
Sin embargo, a finales de los años setenta del pasado siglo, el problema se había hecho tan agudo que la luz del sol había llegado a convertirse en un horrible crepúsculo durante todo el día, y miles de personas caían muertas, muchas de ellas mientras andaban por la calle, debido a dolencias respiratorias. Fue entonces cuando se produjo la Revolución; el populacho enfurecido destrozó plantas industriales, instalaciones químicas y las refinerías de petróleo que producían los carburantes anticuados. Finalmente, los antiguos gobiernos fueron sustituidos por el GobMund, con su sistema auxiliar de GobEst. La crisis era de supervivencia, y el nuevo régimen actuó con rapidez. Mediante rápidos decretos impuso a los contaminadores la pena de muerte. Puso fuera de la ley todos los carburantes anticuados. Instituyó un programa intensivo de energía nuclear internacional. Por último se las arregló para limpiar el medio ambiente y hacer que la Tierra volviese a ser relativamente habitable.
Ahora, los principales contaminadores no eran otros que los pobladores de la Tierra, miles de millones de personas que ensuciaban el aire por el simple hecho de respirar.
Aquella mañana, como siempre, la Confluencia estaba abarrotada. Una gran masa de peatones discurría lentamente, arrastrando los pies arriba y abajo del paseo, sin moverse apenas, hombro contra hombro, los cuerpos apretados entre sí, miles y miles de personas arrastrándose con apatía, callados y hoscos. Parecían sofocarse el uno al otro con su proximidad; todos luchaban por conseguir respirar, por su ración de aire. A Russ Evans, que utilizaba su cuerpo como parachoques para Carole mientras se abrían paso a empellones, le parecía que todos aquellos hombres y mujeres se odiaban intensamente, y este resentimiento pendía pesadamente en el aire; parecía contaminar la atmósfera por sí mismo.
«Déjame paso», parecían decirse el uno al otro. «¡Déjame paso, maldito!»
De repente, Carole tiró del brazo de Russ.
— Russ, mira.
Señaló hacia arriba, horrorizada. Un hombre acababa de salir a gatas al estrecho borde de la ventana de un cubículo situado a unos cinco pisos sobre el nivel de la Confluencia. Agitaba los brazos con furia y gritaba palabras obscenas a la muchedumbre, intentando llamar su atención.
— Parad un momento — gritó— . Escuchadme. Miradme. Estoy harto de este sucio mundo, y voy a tirarme. Voy a matarme — su voz se convirtió en un chillido— . Matarme, ¿comprendéis? Miradme, cabrones. ¡Concededme un minuto de vuestro tiempo, bestias!
Evidentemente, aquel hombre estaba loco. Se puso a bailar sobre el borde, una danza loca llena de furia frustrada y demencial. La muchedumbre no le prestaba la menor atención. Se limitaba a seguir arrastrando los pies. Sólo unos cuantos peatones situados justamente en su posible lugar de caída se tomaron la molestia de levantar la mirada hacia él. En sus rostros había cautela. Querían dejarle el suficiente espacio para que se tirase.
Carole estaba aterrada:
— Russ, ¿por qué no hacen algo?
— ¿Qué quieres que hagan?
— No sé. Subir y tratar de detenerlo de alguna manera. Intentar convencerlo de que no lo haga. Escucharle, al menos.
Él se encogió de hombros:
— Tienen sus propios problemas.
Ella lo miró fijamente:
— Parece que a ti no te importe.
— Tranquilízate, Carole — dijo él suavemente— . Claro que me importa. Pero tú no has vivido aquí en la megalópolis durante más de un año. No sabes lo que ha pasado aquí últimamente. Cosas así suceden todos los días. La gente ya está acostumbrada. Están un tanto cansados de ello. Ya ni siquiera les preocupa. Piensan así: si quiere matarse, adelante. Que lo haga. Será una boca menos que alimentar.
— Es horrible.
— De acuerdo. Pero así están las cosas. Siento — agregó con dulzura— que hayas tenido que venir aquí.
Ella sabía lo que Russ quería decir. Allí en lo alto de la colina, donde ellos vivían, era un mundo diferente. Era un paraíso en comparación con esto. Había alimentos suficientes, espacio suficiente y otra clase de vida, en la que las personas podían preocuparse las unas por las otras. Sabía lo que había estado ocurriendo en el mundo, naturalmente. Sabía que se había pasado mal aquí, pero no se había dado cuenta de hasta qué punto. O quizá sí lo había sabido pero había apartado la vista deliberadamente. Allí arriba había podido aislarse de la realidad. No ver ningún mal, no oír ningún mal, no saber de ningún mal.
Se había dado cuenta de que, cerca de ella, dos hombres, ahora atraídos por aquel espantoso espectáculo que se desarrollaba encima de ellos, estaban apostando cupones de calorías sobre el resultado. ¿Se tiraría o no se tiraría? Empezaron a gritarle. Uno le gritaba que se tirase y el otro que no lo hiciese, que volviese a meterse en su cubículo. Ahora sus gritos atrajeron cierto grado de atención por parte de los otros peatones. Y unos cuantos empezaron a cantar al unísono:
— ¡Que se tire, que se tire, que se tire…!
Dos miembros de la PolEst permanecían de pie, ociosos. Carole tuvo la impresión de que estaban simplemente esperando a disponer al traslado del cuerpo si aquel hombre se tiraba.La figura del borde bailaba con más furia. Y ahora, el hombre gritó a la gente:
— ¡Bestias! ¡Bestias! ¿Tenéis hambre? ¿Queréis llenar vuestros estómagos? Entonces ¿por qué no os coméis entre vosotros? Ésa es en realidad la única comida que tendréis en este miserable mundo. Comeos a vuestro padre, comeos a vuestro hermano, comeos a vuestra madre. Calorías. Eso es lo que queréis, ¿no? Comida. Pero ¿qué se hizo de aquella otra palabra? Amor — su delirio se estaba haciendo ya casi incoherente— . Amor. ¿Habéis oído hablar de ella? ¿La recordáis? Nadie la utiliza ya, ¿no es verdad? Intentad encontrarla en la cabina de Vocablos de la BibEst. Yo lo hice. ¿Sabéis dónde la encontré? Bajo el título: Anticuada. Muy bien, cabrones fríos, insensibles, carentes de amor, desesperados, hambrientos. ¿Queréis vivir en este mundo? ¡Os lo regalo!
De repente, dio un salto desde el borde. Su cuerpo cayó verticalmente hacia la acera. La gente se limitó a apartarse, y el hombre golpeó el suelo con un desagradable ruido sordo. Súbitamente, como lobos, empezaron a disputarse su cuerpo inerte, peleando y arañándose entre sí.
— Santo cielo — dijo Carole horrorizada— , ¿qué están haciendo?
Russ parecía un poco mareado.
— Intentando quitarle los cupones para alimentos — dijo.
Aturdida, Carole oyó cómo uno de la PolsEst decía al otro:
— Venga, Joe. Vamos a llevarnos a éste. — Hablaba como si nada, como si el trabajo que les esperaba consistiese simplemente en poner orden en un pequeño embotellamiento de tráfico.
De repente, Carole se puso a gritarles:
— ¡Bestias! ¡Bestias!
Los de la PolEst se volvieron y la miraron fijamente. Russ la agarró del brazo y empezó a arrastrarla como podía entre la muchedumbre, susurrándole:
— Por el amor de Dios, ¿te has vuelto loca? ¿Quieres que nos metamos en un lío?
Ahora, rostros hostiles y hoscos se volvieron hacia ellos. Incluso en medio de su histeria, Carole se dio cuenta de que la verdadera razón no estaba en el modo en que ella había reaccionado, sino en que ella y Russ tenían aspecto de estar muy bien alimentados en comparación con la gente que los rodeaba. Russ era un FuncGob y, al vivir en el recinto del MusEst, como vivían ellos, se les permitía tener un pequeño huerto. Había cometido un fallo llamando estúpidamente la atención de aquella gente hacia ella misma y Russ, y ahora tenía miedo. Los rostros flacos, algunos de ellos reveladores de la desnutrición, estaban llenos de envidia y, además, de ansia de crimen.
Normalmente estaban llenos de la apatía que da el hambre, no la inanición. Pero era algo constante, día tras día, y siempre eran conscientes de ello; sabían que aquello nunca cesaría. Sin embargo, en todo momento, una terrible violencia acechaba bajo aquella apatía. Estaba allí ahora, potencialmente explosiva.
Russ se esforzó por sacar a Carole de la zona inmediata. Sabía que bastaría una persona, tan sólo una, un hombre entre aquella vasta multitud, para encender la mecha y provocar una locura colectiva. Un hombre, una voz histérica, podía gritar algo, aullar algo, cualquier cosa, matar, matar, y aquel océano de cabezas bamboleantes se convertiría en una sola cabeza, la sola cabeza de una masa rugiente, y atacarían no sólo a Russ y Carole, sino que se atacarían entre sí, se matarían entre sí, y, como el loco de la ventana había sugerido, incluso se comerían entre sí. Esto había sucedido antes — había habido casos de canibalismo en todas partes— y volvería a suceder. Las únicas personas que parecían relativamente satisfechas, incluso felices, eran las madres cualificadas, que transportaban a sus relucientes y nuevos bebés en pequeños cochecitos o bien los llevaban en brazos. Se habían producido tumultos a causa de la alimentación allí mismo en la Confluencia Siete; varios de los EstMarkets habían sido asaltados y saqueados y ahora los de la PolEst pululaban por toda la zona, de guardia en todas partes, con orden de matar si era necesario.
Finalmente, consiguieron alejarse de la zona del suicidio, pero la batalla para atravesar la multitud había agotado a Carole. Ahora estaba abatida y se inclinaba contra él.
— Russ, yo ya no puedo aguantar esto por mucho rato.
— Pronto llegaremos — dijo él, mirándola preocupado— . Quizá deberíamos detenernos en una cabina de aislamiento.
— No — dijo ella— . Quiero llegar allí y terminar de una vez.
En todas las esquinas, el GobEst había instalado una serie de pequeñas cabinas que se parecían mucho a las antiguas cabinas telefónicas utilizadas hacía décadas. Estaban adosadas unas a las otras, y, dentro de cada una, había justo el suficiente espacio para que dos personas se sentasen aisladas de la multitud. El precio de este pequeño respiro, ese diminuto espacio de cielo, era exorbitante: cincuenta dólares. Las cabinas estaban preparadas electrónicamente para proporcionar exactamente quince minutos de aislamiento antes de que las puertas se abrieran de golpe. Y siempre había largas colas de gente esperando paja conseguir una cabina. Éstas eran insuficientes, pero al menos proporcionaban alivio a algunos. Los HospEst y SaneEst estaban llenos de gente que había enfermado a causa de la muchedumbre, había perdido la cabeza y se había vuelto loca debido a la tensión.
Russ no quería traerla aquí, pero aquélla era una diligencia que no podía hacer él solo. Naturalmente, los dos estaban consentidos. Pertenecían a la clase rara, a los afortunados. Russ se acordaba de cuando había llevado a Carole al MusEst a vivir con él, de lo deslumbrada que ella había quedado al ver todo aquel espacio. Carole no había parado de caminar hasta que sus zapatos se habían gastado, y de vez en cuando salía de la casa sólo para mirar, mirar aquel espacio, como para asegurarse de que era realidad, de que era cierto. Aquí, reflexionó él, dentro de esta purulenta, apestosa colmena humana, sería fácil volverse loco, como el hombre de la ventana. Incluso ahora, mientras miraba fijamente a la multitud, sus cifras parecían multiplicarse como células cancerosas, como si un misterioso tumor estuviese comiéndose el tejido del cual él se alimentaba, siempre alargando los brazos en busca de más, de modo que la colmena humana continuase mascando y pululando a su propia costa.
Justo antes de que llegasen a su destino, se encontraron con una calle que estaba apartada del acostumbrado tránsito humano. En el lado norte de la calle había un gran montón de piedras. Aproximadamente un centenar de hombres estaban ocupados cogiéndolas y llevándolas al lado sur de la calle. Allí, en el lado sur, esperaba otro grupo de obreros. En cuanto los hombres del lado norte hubieron llevado todas las piedras al lado sur, los hombres de este lado las volvieron a llevar al lado norte, de donde procedían. Así, durante todo el día, las piedras eran transportadas de un lado a otro de la calle.
Éste era uno de los muchos proyectos PromoTrab creados por PsiqEst a fin de tener a la gente ocupada en algo. Es cierto que el trabajo que aquellos hombres hacían era inútil, carecía de sentido y no servía para nada. No tenía más que una razón de ser: mantener a la gente ocupada. Hacía mucho tiempo, las computadoras y autómatas se habían hecho cargo de todo el trabajo útil que había que hacer.
«Es absurdo», pensó Russ mientras observaba aquello. Los rostros de los hombres que llevaban las piedras de un lado al otro de la calle parecían casi felices, más felices que los de los que estaban de pie contemplándolos. Parecían disfrutar haciendo algo, aunque no fuera nada. Aunque no les diesen nada por su trabajo, ni calorías extra, nada en absoluto. «Sí — reflexionó— , quizá la PsiqEst esté acertada al hacer esto.» Todos aquellos millones de personas, que vagaban sin rumbo por la calle no tenían ninguna función útil; eran una clase ociosa, totalmente inútil, que vivía del SubParoEst. El trabajo era un gran privilegio, un antídoto contra la locura, del cual gozaban solamente los especialistas y los FuncGob como él. Se había hablado, por ejemplo, de quitar los policías automáticos y los conductores autómatas de los monorrieles y demás personal electrónico semejante, y sustituirlos por gente de verdad. El problema radicaba en que la gente de verdad no era lo bastante eficiente. «Muchacho — pensó Russ con agradecimiento— , tú tienes suerte, y no lo olvides ni por un momento.» Debía mucho a George Borden, y especialmente a Edna. Era ella quien había convencido a George para que lo contratase como guardia. Y, si era algo que le correspondía a él decirlo, él, Russ, se había encargado muy bien de ella.
— Ya hemos llegado — dijo Carole. Parecía un poco insegura, asustada.
Él levantó la mirada y vio el letrero: BabyMarket Oficial del GobEst.