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El avión presidencial, o sea el Número Uno de las Fuerzas Aéreas, se dirigía a casa desde Tokio. Como una gigantesca aguja de coser, con alas de gaviota y revestido de titanio, atravesaba el espacio casi sin aire a una velocidad de más de tres mil kilómetros por hora. Un baño químico especial en el fuselaje protegía a sus pasajeros de dosis de radiación, que de otro modo podían resultar fatales. Producido por su velocidad supersónica, su zumbido sónico rasgaba el sutil aire en una pesadilla acústica de chillones decibelios, enturbiando las colonias de algas de la superficie del Pacífico, muy por debajo de él. Medía, de la cabeza a la cola, ciento treinta metros, y volaba a veinticinco mil.

En una sala de conferencias de popa, estaba en marcha una sesión de cerebros. Una docena de científicos, todos pertenecientes al séquito del presidente, estaban sentados alrededor de una mesa. La mayoría de ellos eran expertos en ingeniería humana, y especialmente en los campos de la puesta a prueba de la realidad de la motivación de la mente y el estímulo de la fantasía. La única mujer presente era la doctora Beth Radner, sociogenetista. La proposición del presidente había sido aceptada de mala gana por el Consejo en el GobMund, y su labor ahora era ponerla en práctica, preparar y proyectar un tipo de programa que agradase a la gente, o, al menos, fuese aceptado pasivamente por ella, una vez superada la impresión.

Antes de que la reunión diese comienzo, el presidente llamó a la azafata y pidió una bandeja de tabletas estimulantes. Resultaban especialmente eficaces cuando había que solucionar problemas difíciles, y todos los miembros de la reunión cogieron una y se recostaron en sus asientos durante cuatro o cinco minutos sin hablar, dejando que la droga siguiese su curso y penetrase hasta las células del cerebro, a las que daba un suave masaje estimulándolas para que rindiesen más, y aumentando así tanto la profundidad como la claridad del pensamiento. Era un «viaje» corto y todos experimentaban una especie de euforia, una sensación de bienestar.

Finalmente, cuando todos estuvieron dispuestos, el doctor Arthur Lester, presidente, abrió la sesión.

— El presidente nos ha metido en un buen atolladero — dijo— . Ésta es una tarea muy dura. No contamos con ningún precedente para tratar una situación de urgencia como ésta a escala tan masiva. En este caso no se trata sólo de individuos o grupos de individuos. Se trata de un problema de psicología de masas.

— El problema principal no son los hombres — dijo otro científico, el doctor Hammer— . Lo más importante en este caso es programar a diez mil millones de mujeres para que acepten este edicto. Y como la realidad será demasiado horrible para que la acepten fácilmente, tenemos que idear algún tipo de fantasía en la que puedan hallar consuelo y refugio.

— Bien dicho, Alan — dijo el doctor Lester— . Muy bien dicho — entonces miró a los congregados alrededor de la mesa— . ¿Doctor Carabasos? ¿Alguna sugerencia?

— A primera vista, mi respuesta sería la psiconarcosíntesis persuasiva. Resumiendo, una serie de sesiones aplicadas en intervalos regulares. El objetivo: promover en las mujeres un estado de regresión infantil para que acepten una solución protética del verdadero problema. Y la sustitución protética, naturalmente, está clara para todos nosotros.

— Eso va a requerir bastante tiempo — dijo alguien.

— Desde luego — dijo el doctor Carabasos— . El proceso es muy gradual. Sería absurdo esperar resultados inmediatos. Quizá se tarde dos o tres años en inculcar la totalidad de la fantasía femenina que perseguimos.

— ¿Crees de veras poder conseguir que las mujeres acepten eso, Henry? — preguntó el doctor Lester.

— ¿Por qué no? — contestó Carabasos encogiéndose de hombros— . Hasta ahora hemos sido capaces de programarlo todo.

El doctor Hammer garabateaba sobre un cuaderno. Entonces dijo:

— Esta píldora les va a resultar muy amarga a las mujeres — miró a la doctora Radner un tanto tímidamente— . Perdona. No quería hacerme el gracioso, Beth.

Permanecieron silenciosos, todos mirando con expectación a la doctora Radner. Ésta era una mujer de rostro alargado y tendría unos cuarenta años; era una autoridad sobre la mística de la mente femenina. Había permanecido callada todo el rato, pero evidentemente le complacía el hecho de que en una cuestión semejante se inclinasen ante ella respetuosamente, no sólo por su pericia sino también por su instinto de mujer.

— Todo lo que han propuesto está muy bien, caballeros — dijo— . Hasta aquí, está muy bien. Pero no han ido lo bastante lejos. Están ustedes hablando de modificar la psicología de toda la población femenina. La sugerencia del sustituto protético es interesante y válida, pero será necesario algo más — se puso en pie y, absorta en el problema, continuó hablando en tono de conferenciante, llevándose una mano cerrada a la palma de la otra para subrayar sus afirmaciones— . Si se priva a un ser humano de un instinto básico y primitivo, es necesario sustituirlo por otro. Por otro que sea igualmente primitivo, igualmente básico — miró al exterior por una de las ventanillas de fibraplast del avión, y después se volvió vivamente para mirarlos otra vez— . La naturaleza aborrece el vacío, caballeros. Nos encontramos en este caso con un tipo muy especial de vacío, y es preciso llenarlo.

— ¿Llenarlo con qué, doctora Radner? — inquirió Carabasos.

— Con sexo. Sexo desinhibido. Sexo para adormecer el hambre. El sexo por el sexo — dirigió una leve sonrisa al doctor Hammer— . Medida estrictamente terapéutica, Alan. No se busca en absoluto el placer.

La noche de fin de año, la población estaba realmente en un estado de ánimo que podía ser denominado alegría festiva.

Tenía buenas razones para ello. Cuatro días antes, el Bocazas había anunciado la concesión de un aumento de doscientas calorías diarias por habitante del planeta, y que aquella abundancia continuaría por lo menos hasta el día de Año Nuevo, inclusive. Aquella súbita generosidad por parte del Estado desconcertó a las masas, pero nadie tenía deseos de averiguar la razón. A caballo regalado, no le mires el dentado, dice el refrán. Pensando en su vientre, siempre insatisfecho, todo el mundo declaraba que era un buen regalo de Navidad, y no iba más allá.

Ahora, cuando faltaba un minuto para la medianoche, el enjambre humano estaba en las calles, apretadamente, hombro con hombro, o se asomaba a las pequeñas ventanas de sus cubículos, dispuestos en hileras y numerados, a los que llamaban sus hogares, o bien se apretujaba en compactas masas en las terrazas, alzando las caras en espera del espectáculo que daría comienzo al mismo tiempo que el nuevo año.

Cuando el Bocazas empezó a cantar «Viejo y largo entonces», con un bonito toque de sentimentalismo electrónico, varios cohetes nucleares hicieron explosión en el cielo, iluminando las ciudades lineales como si fuese de día. Aquella deslumbrante exhibición de pirotecnia celeste era sólo el preludio de un espectáculo especial de Año Nuevo, presentado por primera vez. Súbitamente, aparecieron en la superficie de la luna una serie de luces rojas, blancas y azules que formaban el número del año nuevo. Este efecto era producido por el personal de las diversas estaciones espaciales de aquel satélite, que disparaban grandes cohetes para producir aquel primer espectáculo lunar.

Pan y circo.

Pero, de pronto, a las doce en punto, en el mismo momento de nacer el Año Nuevo, los fuegos artificiales cesaron. Por alguna inexplicable razón, el Bocazas se interrumpió a mitad de la canción, con un pequeño gemido. Los miles de millones de caras levantadas mostraron una expresión de desconcierto. La festiva animación desapareció instantáneamente. «Algo pasa», se decían unos a otros. Pero ¿qué?

El Bocazas empezó a hablar, programado ahora para un comunicado serio. Sus palabras, sombrías, lentas y en majestuosa cadencia, cayeron de los cielos sobre las cabezas de los oyentes.

— Atención, todos los ciudadanos — salmodió— . Atención, todos los ciudadanos. Éste es un edicto del GobMund. A fin de equilibrar la población y mantener las reservas de alimentos, se prohíbe el nacimiento de niños durante los próximos treinta años. Repito: se prohíbe el nacimiento de niños durante los próximos treinta años. Todo hombre y mujer que den lugar al nacimiento de un niño durante el citado período serán considerados criminales y condenados a muerte por el Estado. Todo niño concebido durante el citado período será considerado ilícito, y será también liquidado. Este edicto no prevé excepción alguna. La PolEst ejercerá una vigilancia constante, y si cualquier ciudadano tiene conocimiento o alberga sospechas de la existencia de un niño ilícito, deberá, en cumplimiento de un deber patriótico, informar del hecho a la PolEst; en caso contrario, será considerado culpable de complicidad. La mencionada información será bien recompensada con calorías extraordinarias. Todos los niños nacidos con anterioridad a este decreto o concebidos antes de la medianoche del día de hoy, uno de enero, serán debidamente identificados, según instrucciones que se dictarán próximamente. Las mujeres que se hallen actualmente en estado de gestación deberán dirigirse a los hospitales más próximos para el registro del hecho. Esto es todo.

Después, en medio del silencio sepulcral que se produjo, el Bocazas añadió algo. El Bocazas sería lo que fuese, pero había que admitir que sus modales eran impecables.

— A todos, feliz Año Nuevo — dijo— . Feliz Año Nuevo…