18

El doctor Herrick depositó suavemente al bebé sobre una mesa. Temblaba de emoción mientras sus manos viejas y nudosas empezaban a palpar y estudiar delicadamente, casi con amor, el cuerpecito de John, sus brazos y piernas.

— Sí, sí — murmuró mientras estudiaba y apretaba— . Muy bien, muy bien. Buenos músculos, buenos reflejos…

Carole observaba, preocupada, y los ojos de Mary Herrick estaban llenos de lágrimas. Lloraba al ver al doctor, al verlo tal y como era antes. Los ojos de éste brillaban y estaba sonriendo, desaparecida su habitual apatía. Hacía mucho, muchísimo tiempo que no había visto un bebé con vida, y este simple contacto parecía restablecerlo, traerlo de nuevo a la vida.

— Estaba ardiendo de fiebre — dijo Carole.

— Nada grave. Sólo una pequeña infección. Un poco de rubéola. Se le pasará.

Había una vieja maletita de doctor, con la piel resquebrajada por el tiempo, de pie sobre una silla a su lado. La abrió y miró un momento el contenido con añoranza, perdido en el recuerdo. Entonces sacó un estetoscopio y, al aplicar el metal al pecho del bebé, éste se puso a llorar débilmente. El doctor lo tranquilizó.

— Claro, claro, ya sé que está frío. — Entonces, satisfecho de su examen, apartó el estetoscopio, cogió al niño y lo alzó en el aire— . ¡Arriba, muchachito!

Se volvió para entregar el bebé a Carole, pero ésta vio la ansiedad reflejada en los marchitos ojos de Mary y se dio cuenta de lo que quería.

— Tome — dijo, ofreciéndoselo a la anciana— . Téngalo un poco.

Les contó todo lo ocurrido y ellos escucharon atentamente, sin interrumpirla. Pidió excusas por su visita por ponerlos en peligro. Según el Edicto, cualquier doctor que tratase a un bebé ilícito sin informar de ello al Estado era considerado cómplice y condenado también a muerte. Pero él rechazó las excusas y dijo:

— Soy demasiado viejo para preocuparme por eso. Lo importante es esta criatura. Si me necesitas a cualquier hora del día o de la noche, estaré aquí.

Le dio una medicina para John y un raro libro sobre enfermedades infantiles, un libro que había adquirido hacía mucho, mucho tiempo, cuando era joven y todavía se publicaban libros. Dijo que podría resultarle útil. Entonces tocó reverentemente la cara del niño con las yemas de los dedos, como si quisiera asegurarse una vez más de que era auténtico.

Poco antes de marcharse, Carole pidió que diese a John un sedante para que durmiese y estuviese tranquilo mientras volvían a casa.

Mientras subía al monorriel que llevaba al MusEst Cuarenta y Dos pensó en el problema que representaba introducir a John en la casa sin ser observada. Sabía que Edna Borden estaría esperando, ardiendo de curiosidad, y toda confrontación en que Edna pudiese cogerla con John sería fatal. Le habría gustado esperar hasta la noche y llegar a casa bajo la protección de la oscuridad. Pero esto era arriesgado. Levantaría sospechas si pasase por la entrada a esa hora. Esto significaba que tendría que cruzar el MusEst y entrar en casa a la luz del día. Y rezó para que Edna estuviese en otra parte cuando llegase.

Una vez que estuviese dentro de la casa y el bebé escondido en el refugio se encontraría en una posición diferente. Sería capaz de hallar el modo de seguir adelante. Nerviosamente, sopesó en su mente la estrategia a seguir. En esencia se trataba de un ataque más que de una defensa. Si Edna la acusaba de tener un hijo se reiría de ella. Semejante sospecha era tan ultrajante que resultaría ridícula. Todo el mundo sabía que Edna Borden estaba muy neurótica, que había tenido ya uno o dos colapsos y que se permitía ciertas fantasías, especialmente en lo tocante a bebés. Edna no tenía prueba alguna y Carole estaba segura de poder convencer a su vecina de que se estaba dejando llevar por su imaginación. Lo único que había hecho había sido ir a la ciudad llevando con ella al pequeño John. Había numerosos testigos que podían dar fe de esto. Había decidido ver el Vistarama en lugar de ir al Vendomarket como era su intención… y ¿qué había de malo en esto? Incluso podía manifestar que ni siquiera se había dado cuenta de que Edna la seguía o la llamaba. Y Edna no podía estar completamente segura de que no había sido así.

Todo esto vendría más tarde. Sintió que su cuerpo se volvía rígido y se enfriaba un poco conforme el monorriel se acercaba a la estación del MusEst. Lo difícil empezaría en cuanto atravesase la entrada y penetrase en el parque.

Cuando descendió del monorriel tomó su primera decisión.

Decidió que, en lugar de entrar en el MusEst por la puerta privada que había utilizado al salir, entraría por la puerta principal. Pensó en la posibilidad de que Edna estuviese esperando para salirle al paso en la entrada pequeña. Aunque Edna no tenía la menor idea de cuándo volvería. Al fin y al cabo, Carole había dejado el cochecito de John junto a la entrada. Una vez dentro del parque se mezclaría con la muchedumbre que contemplaba las diversas exposiciones. Ésta le daría lo que buscaba, la máscara del anonimato.

Se abrió paso hasta el principio de la cola y oyó el acostumbrado gruñir de los que esperaban para entrar mientras se dirigía a empellones hacia las barreras de la entrada, sosteniendo a John apretado contra sí. Como siempre, Joe Gorman estaba allí de servicio. Su rojiza cara irlandesa sonrió al verla.

— Hola, Carole.

— Hola, Joe.

Joe señaló con la cabeza a John mientras levantaba la barrera para dejarla pasar.

— ¿Cómo está el pequeño?

— Oh, estupendo.

— Deberías traerlo un día para que jugase con mi Joe. A Ellen le encantaría.

— Lo haré.

— ¿Quieres que te busque transporte para ir a casa?

— No — dijo ella— . Prefiero ir andando. Hace un día magnífico.

— De acuerdo.

Joe se tocó la gorra y le sonrió mientras ella pasaba. De repente, Carole sintió un pequeño escalofrío. ¿Había algo extraño en aquella sonrisa, algo secreto? ¿Algo falso? Entonces pensó que esto era ridículo. «Aún no estás en casa y ya ves a Edna Borden debajo de la cama. Tranquilízate, Carole. Tienes un largo camino por delante.»

Había un sendero privado utilizado normalmente por el personal del MusEst y prohibido a los visitantes. Pero Carole, en lugar de tomarlo, se colocó en la cola con el resto de la gente, mezclándose con ella. Se puso un pañuelo en la cabeza y lo bajó cuanto pudo sobre la frente. Mantuvo la cara hundida en el cuerpecito de John a fin de ocultarlo al menos parcialmente. Naturalmente, los guardias que dirigían las largas hileras de gente hacia las diversas atracciones la conocían. Esperaba que no la reconociesen. Veían a miles de personas todos los días y era poco probable que se fijasen en una en particular. Y, aunque la reconociesen, no era muy importante. Era de Edna de quien intentaba esconderse.

Se mezcló con la gente que seguía la flecha marcada «A las Casas». Por lo que se refería a los demás, ella era sólo una visitante más del MusEst que llevaba a su hijo al igual que otras mujeres.

Caminó lentamente junto a los otros, pasando por el zoo y luego por la exposición de flores, y deteniéndose con ellos mientras éstos escuchaban las peroratas electrónicas. Ninguno de los guardias se fijó en ella. No era más que otro cuerpo moviéndose en medio de una masa de cuerpos que se movían.

Finalmente, llegó con el resto de la gente a la barrera que impedía el paso de la multitud a la calle suburbana. Ya casi estaba en casa. Era un momento crítico.

«Esta calle es una auténtica copia de la vivienda natural del hombre del siglo XX — canturreó la locutora— . Estas construcciones están ocupadas por personal autorizado del MusEst. Está prohibido pasar. Los visitantes no pueden entrar…»

Carole, enterrada y protegida por la muchedumbre, miraba calle arriba. Ni rastro de persona alguna. Desde donde se encontraba no se veía su casa ni tampoco la de los Borden. Las dos estaban situadas a la vuelta de una ligera curva, pasada la barrera. Permaneció un momento entre la gente, intentando armarse de valor para el último trecho hasta su casa, hasta la seguridad. Existía una posibilidad, sólo una, de poder llegar a casa sin ser vista.

De repente se apartó de la muchedumbre y se presentó al guardia de la barrera, Bill Morgan. Éste la miró fijamente, sorprendido de verla salir de entre la gente.

Hola, Carole — dijo— . ¿Qué haces aquí?

— Oh Carole sonrió— . Quería ver qué impresión daba venir aquí como turista.

Bill levantó la barrera para que pasase. La miró de manera insegura, como si se hubiese vuelto ligeramente loca.

— ¿Sí? Y ¿qué tal?

No lo creerás, Bill — dijo ella sonriendo— , pero he aprendido mucho. Quiero decir que nunca había oído todos esos sermones.

— Bueno — dijo él en tono de broma— , a ver si vuelves a visitarnos.

— Lo haré — dijo ella.

Bill se volvió y alejó con un movimiento de la mano a los que se apretujaban demasiado contra la barrera. Éstos contemplaron a Carole boquiabiertos mientras se alejaba por la calle, preguntándose quién sería y cómo era que poseía este privilegio. Había caminado sólo unos pasos cuando se apartó bruscamente de la calle, atravesando un espacio abierto entre dos casas y dirigiéndose a una línea de altos arbustos paralela a la calle y que estaba sólo cien metros por detrás de las casas, incluidas la suya y la de los Borden.

En cierto modo, se sentía ahora mucho más segura. A cualquiera que la viese aquí le parecería completamente normal y corriente. Era el césped de su casa y estaba dando un pequeño paseo con su bebé. Siguió andando, casi completamente protegida por el seto, hasta que llegó a un punto situado detrás de su casa. Pero ahora le tocaba lo peor. Tenía que abandonar la protección de los arbustos y atravesar el espacio abierto de su patio posterior para poder entrar en casa.

Atisbo por entre los arbustos a la casa de los Borden. Ésta tenía un aspecto normal. Ninguna de las persianas estaba bajada. El cochecito de Peter estaba cerca de la puerta de atrás, pero, desde aquella distancia, Carole no podía ver si el bebé de Edna estaba o no en el cochecito. Si Peter se encontraba en el cochecito, era de suponer que Edna estaba en casa. Era muy escrupulosa y normalmente nunca dejaba al niño solo.

Carole permaneció allí un momento protegida por los arbustos, manteniendo a John apretado contra ella y sin acabar de atreverse a cruzar el espacio abierto. Se le ocurrió que quizá sería prudente aguardar allí detrás del seto hasta la noche y entonces cruzar el patio con la protección de la oscuridad. Pero John se había puesto a llorar y abandonó la idea. Faltaba mucho para que se hiciese de noche, y cuando John empezaba a ejercitar sus pulmones podía oírsele de todas partes.

De repente, pensó lo obvio. En realidad no había ya peligro alguno. La razón era tan sencilla que se le había escapado tontamente. Sin saber por qué se había imaginado a Edna Borden al acecho en el patio posterior, esperando para echarse sobre ella si aparecía. Se había formado una imagen de Edna esperando en la puerta, dispuesta a abalanzarse sobre ella y el bebé. Pero lo cierto era que Edna no estaba en el patio ni tampoco agazapada en alguna parte esperando. Lo cierto era que Edna no sabía dónde estaba Carole en este momento ni tampoco cuándo llegaría a casa. Lo único que ésta tenía que hacer era atravesar corriendo el pequeño patio hasta su puerta posterior, abrirla y entrar. Una vez dentro estaría a salvo. No tardaría más de medio minuto en hacer todo esto. Y no había modo de que su vecina pudiese sorprenderla antes de que entrara en la casa. A menos, naturalmente, que a Edna se le ocurriera materializarse saliendo del sutil aire.

Salió de detrás de los arbustos y echó a correr. Y aún no había dado unos pocos pasos por el espacio abierto cuando la lógica que había pensado se desvaneció. Se sintió desnuda, terriblemente desamparada. Estaba segura de que Edna aparecería de improviso por la puerta de su casa y la interceptaría. Estaba convencida de que Edna la espiaba. Le pareció oír su voz llamándola desde una ventana, gritándole que se detuviese. ¿Era realidad o fantasía? No lo sabía. Atravesó el patio corriendo. Éste parecía interminable. Su casa no estaba cada vez más cerca, como era de esperar. Tropezó, se tambaleó hacia delante, casi cayó y con gran esfuerzo recuperó el equilibrio.

Finalmente, llegó a la puerta posterior de su casa. Tenía ya las llaves en la mano cuando había echado a correr. Introdujo la llave en la cerradura. Por alguna razón la llave no giraba. Siempre había funcionado con facilidad, pero ahora no podía hacerla girar. Le parecía que llevaba siglos en el porche de atrás y que había intentado dar la vuelta a la llave una infinidad de veces. Y, ahora, John lloraba con fuerza. Se le podía oír desde un kilómetro de distancia. «Dios mío, Dios mío — pensó— , ayúdame a entrar en casa.»

Finalmente, la llave giró y se abrió la puerta. Una vez dentro, la cerró de un portazo y dio la vuelta a la cerradura. Por fin, por fin. El interior de la casa la envolvía como un cálido claustro materno. Allí estaba a salvo. El bebé estaba a salvo, Russ estaba a salvo, todos estaban a salvo. Se apoyó contra la puerta temblando y entonces se puso a llorar silenciosamente.

John lloraba ahora con fuerza, retorciéndose enfadado en sus brazos y con la cara roja. Carole sabía que había que bañarlo y que tenía hambre. Lo primero era lo primero. Tenía que cuidar de él. Luego se echaría y descansaría un ratito. Quizá tomase un par de tranquitabs para dormir un poco. Se sentía muy agotada. Había sido, empleando un término realmente suave en estas circunstancias, un día duro.

Finalmente, entró en la sala. Todo estaba tal como lo había dejado. El muñeco, el otro John, yacía repantigado sobre el sofá, donde lo había arrojado, con los brazos y las piernas extendidos obscenamente como en muda súplica y los ojos de color azul de porcelana mirando fija y estúpidamente al techo.

Entonces, cuando abría la puerta que daba al refugio, oyó una voz.

— Hola, Carole.

Se quedó helada. Se volvió despacio y vio a Edna Borden de pie en la puerta del dormitorio. Estaba sonriendo.

— Te estaba esperando, querida.

Carole oyó su propia voz. Parecía extrañamente lejana; parecía venir de cien kilómetros de distancia.

— ¿Cómo has entrado?

— Tienen llaves maestras de todas las casas en la oficina principal. ¿No te acuerdas? He perdido la vuestra.

— ¿Cuánto… cuánto rato hace que estás aquí?

— Desde que has entrado por la puerta principal.

Claro. También se le habría podido ocurrir. Naturalmente,

Edna dejaría instrucciones a los guardias de todas las entradas para que le comunicasen cuando Carole entrase. No se atrevían a discutir ninguna orden procedente de ella.

Pero todo esto carecía de importancia ahora. Era curioso que el bebé hubiese dejado de llorar en aquel momento. Muda de terror, vio cómo Edna miraba fijamente a John. Y luego al muñeco sin vida repantigado en el sofá.

La boca de Edna se contrajo ligeramente. Sus ojos estaban clavados en John. Parecían extraños, como extraviados. Pero habló suavemente, de manera tranquilizadora.

— No tengas miedo, Carole. No se lo voy a decir a nadie.

Se encaminó hacia ellos. Carole dio un paso atrás instintivamente. Edna tendió la mano en un gesto suplicante:

— Confía en mí, querida. No tengas miedo. Sólo quiero mirarlo. Sólo un vistazo.

El terror de Carole empezó a disminuir. No veía amenaza alguna en el rostro de Edna. Lo único que veía era una ansiedad patética. Aquella locura de sus ojos, si es que realmente había existido, había desaparecido. Ahora eran sólo suplicantes.

— Por favor…

Carole destapó a la criatura. John aprovechó el momento para sonreír y mover los brazos. Edna temblaba. Su cara estaba iluminada por una especie de extraño resplandor.

— ¿Es niño?

Carole asintió con la cabeza. Edna alargó los brazos como si fuera a coger el bebé. Carole se echó hacia atrás un poco. No podía evitarlo.

— Sólo quiero tocarlo — dijo Edna.

Despacio y de mala gana, Carole tendió el bebé hacia Edna. Edna alargó la mano y sus dedos acariciaron delicadamente la suave mejilla de John. Sus ojos se cerraron un momento, en éxtasis, como si se hallara en pleno clímax amoroso. El simple contacto de la piel del bebé parecía electrificarla y llenarla de placer y admiración.

— ¿Cómo se llama?

— John.

— John — dijo Edna con voz quebrada— . John. Oh, Carole, es hermoso, hermoso, hermoso…