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El MusEst Cuarenta y Dos consistía en cuatrocientas hectáreas de zona despejada, rodeada por un grande y macizo muro de duroplast.

Estaba clasificado como parque nacional, y millones de ansiosos turistas, apretando en la mano sus preciosos pases de admisión, lo visitaban cada año. A fin de conseguir aquellos pases enviaban sus solicitudes a Washington, donde éstas pasaban por la CCPP (Computadora Central de Parques Públicos). Las primeras personas en llegar eran las primeras en ser atendidas. Las que estaban ahora en la cola de entrada habían enviado sus solicitudes hacía cuatro años para tener el privilegio de conseguir la admisión hoy. Y esto no estaba tan mal. Había una demora de seis años para la National Gallery, el Smithsonian y la Casa Blanca, ocho años para la Torre de Londres y el Louvre, y diez años para el Taj Mahal.

Aquel MusEst poseía una serie de muestras naturales, prácticamente extinguidas en casi todo el resto del mundo. Tenía hierba natural, árboles naturales e incluso un pequeño lago. Por desgracia, no había pájaros. En este aspecto, el bosque estaba silencioso desde hacía tiempo. Ningún petirrojo, motacila, reyezuelo o tanagra cantaba o cotorreaba en los árboles, ni se alimentaba de bayas o de las cabezuelas de semilla de los matorrales que se abrían paso a través de la nieve durante la temporada de invierno. El zumbido multicolor de las abejas no se había oído desde hacía más de cincuenta años, y el lago estaba vacío de percas o truchas. Hacía al menos treinta años que no se había visto un zorro o siquiera una ardilla. La Edad de la Química y su consiguiente contaminación habían dado este resultado.

Había una tremenda multitud delante de la única entrada al parque y, en medio de esta masa, una larga cola de gente esperaba, apretando sus pases en la mano. La puerta estaba bien vigilada por la policía de seguridad y construida de tal modo, con una serie de obstáculos en forma de laberinto, que solamente podía permitirse la entrada a una persona a la vez. Un oficial de admisiones estaba colocado a la entrada y examinaba cuidadosamente las tarjetas presentadas por cada persona, comprobando su autenticidad mediante su inserción en un detector electrónico. Un grupo de delincuentes había conseguido falsificar gran número de aquellas tarjetas y las había vendido por cupones de calorías, pero la banda había sido finalmente descubierta y encarcelada. Sin embargo, los funcionarios estaban siempre alerta por si se producía un nuevo intento.

Las caras de las personas que tenían tarjetas de admisión mostraban alegría y animación, y la mayoría llevaban consigo a sus hijos, anteriores al Edicto. Cuando Carole y Russ trataban de aproximarse a la entrada, oyeron que una niña decía:

— Sólo hay diez personas delante de nosotros, papá.

El padre respondió, satisfecho:

— Ya llegamos. ¿Sabe — dijo entonces, volviéndose al hombre que esperaba detrás de él—  cuándo hice la solicitud? El día que nació la niña.

Un hombre situado en un puesto avanzado de la cola, al observar que Carole y Russ intentaban aproximarse a la entrada, gruñó:

— Ustedes, a la cola. — Entonces, vio el uniforme de Russ y calló, con una mirada de envidia.

El oficial de admisiones, John Morris, les sonrió y abrió la barrera para dejarles paso.

— Hola, Joe.

— Hola.

Russ señaló con la mano a la multitud que se apretujaba contra la puerta.

— Parece que todo sigue igual que siempre. Lleno hasta los topes.

— Sí. No cambia nunca.

— ¿Cómo está el pequeño Joe?

El oficial de admisiones sonrió felizmente y con orgullo. Como George Borden y tantos otros hombres, había seguido tanto el curso de persuasión como el de orientación para futuros padres. Joe Junior era su hijo de dos años, y había gastado el sueldo de medio año para que le hiciesen el bebé a la medida, a fin de que se pareciese físicamente a él. Contestó:

— Estupendo, Russ. Estupendo. Ellen lo está paseando por el Mus. ¿Qué te parece si nos reunimos todos una noche de éstas?

— Por mí que no quede — dijo Russ.

— Nos encantaría — dijo Carole.

Entraron en el Mus y un gran letrero, situado a cierta altura, inmediatamente después de la entrada, les dio la bienvenida:

MUSEO ESTATAL DE LA NATURALEZA N.° 42

Este Parque es una Reserva de

Flora y Fauna Naturales

Actualmente Extinguidas

Largas filas de personas se movían lentamente por los diversos paseos, guiadas por vigilantes guardias. Había señales de advertencia en todas partes, Hagan Cola, No Toquen la Hierba ni las Flores, Obedezcan las Normas y Los Transgresores Serán Castigados. Para los que no sabían leer, estas mismas advertencias eran dadas por altavoces. En medio del paseo de entrada, había un poste indicador lleno de flechas, cada una señalando un paseo diferente e ilustrada con el objeto concreto que indicaba, también para los que no sabían leer:

A LOS ÁRBOLES

A LAS FLORES

A LOS PERROS Y GATOS

A LOS CABALLOS Y VACAS

AL LAGO

A LAS CASAS

Una voz electrónica exhortaba a la gente: «Escojan y circulen». Esta elegía una dirección y entonces se esparcía en largas colas serpenteantes por los diversos caminos.

Russ y Carole se detuvieron un momento para respirar profundamente y con alivio. Era maravilloso, como siempre, volver a todo aquel espacio después de verse atrapados, fastidiados, empujados y casi aplastados por la muchedumbre que pululaba al otro lado del muro. Ahora caminaban la corta distancia que los separaba de un estacionamiento. En él había cuatro o cinco solarcars, para uso oficial. Subieron a uno de ellos, Russ movió la mano por encima de la placa electrónica empotrada en el tablero y se pusieron en marcha lentamente cuesta arriba.

Una vez recorridos unos centenares de metros pasaron por el zoo. Éste consistía en una serie de jaulas individuales, no del tipo anticuado, sino cubos estériles y ventilados de fibraplast transparente, cada uno de los cuales contenía un perro o un gato, y todos con su cartelito indicando la especie, ya que la mayoría de los visitantes no sabía distinguirlos. Los animales eran mantenidos así bajo plástico, y en condiciones de temperatura y aire purificado cuidadosamente medidos, para protegerlos contra enfermedades y la posible muerte, ya que eran insustituibles. Una voz de mujer que surgía de un altavoz electrónico situado en alguna parte entonaba una explicación a la multitud en movimiento, una voz extraña y metálica que repetía a cada momento:

«Esto que ven son perros y gatos, cuadrúpedos domésticos, ahora prácticamente extinguidos. Eran populares en la Edad de la Carne y utilizados sobre todo como compañía, sirviendo a veces como sustituto de los hijos. Más tarde, hacia finales de la Edad de la Carne, fueron consumidos como comida por sus propietarios…»

Volvieron una esquina y llegaron al Pabellón de las Flores, de unos siete metros de lado. Una multitud de curiosos miraba fijamente las flores, protegidas por una valla a la altura de la cintura y por un vigilante guardia. Y la misma voz metálica, esta vez procedente de otro altavoz, entonaba, con palabras firmes y precisas:

«Esto son flores auténticas. Verdaderos vegetales aromáticos cultivados con fines estéticos y no nutritivos. Utilizados en otro tiempo simbólicamente, en los casos de defunciones y matrimonios, y a veces en los rituales de noviazgo del pasado…»

Entonces, finalmente, Carole y Russ llegaron a lo que llamaban su hogar.

Éste formaba parte de lo que se llamaba la Exposición de la Antigua Calle Norteamericana. Era de carácter suburbano, típica de lo que existía en Norteamérica en la segunda mitad del siglo XX, y estaba formada por casas de dicho periodo. Toda la zona daba una impresión de museo bien atendido. Era una de las exposiciones permanentes del MusEst Cuarenta y Dos. Al final de la calle había una barrera que impedía el paso a la gente. Un guardia hacía seguir a la boquiabierta hilera de gente más allá de esta exposición. Y, aquí también, la voz de la misma conferenciante entonaba:

«Esta Antigua Calle Norteamericana es una auténtica copia de la vivienda natural del hombre del siglo XX. Estas estructuras están ocupadas por personal autorizado del MusEst. Prohibido pasar. Los visitantes no pueden entrar…»

El guardia levantó la barrera automática y dejó pasar el solarcar, echando al mismo tiempo hacia atrás a la gente. Fueron hasta su casa y se detuvieron en la calzada. George y Edna Borden estaban sentados en el patio posterior de su casa, contigua a la de ellos. Estaban descansando en un par de curiosas reliquias llamadas sillas de cubierta, y George estaba reclinado, desnudo hasta la cintura y gozando del último sol de la tarde. Se le veía más musculoso y colorado de cara que de costumbre, y su pecho era una mata de pelo rubio rojizo. Era un tipo extrovertido, campechano, siempre dando palmadas en la espalda a todo el mundo, pero sabía ser duro, muy duro cuando tenía que dirigir a la fuerza de seguridad del MusEst. Los guardias que estaban bajo su mando saltaban cuando daba una orden, pues sabían que tenía el poder necesario para despedir a cualquiera de ellos y echarlo fuera de aquella zona privilegiada, fuera del alto muro de duroplast, enviándolo al ghetto atestado de gente. Traducido a términos simples, esto significaba casi el poder de la vida y la muerte, puesto que allí arriba se tenía la condición de FuncEst y, por lo tanto, más calorías, además de la posibilidad de tener un huerto con unos pocos vegetales auténticos.

— ¡Eh, Russ! ¡Carole! — George les saludó con la mano, como un buen vecino—  ¡Venid aquí a tomar algo!

Carole estaba cansada y disgustada y no se encontraba de humor para hablar de tonterías. Además, sabía que los Borden, y especialmente Edna, querrían saber lo que había pasado en el BabyMarket. Evidentemente, la habían visto entrar con las manos vacías. Se volvió hacia Russ y susurró:

— ¿Tenemos que ir?

— Sólo estaremos un momentito — dijo él.

Pasaron al otro patio. Edna tenía a su bebé, Peter, apretado contra el hombro, y estaba dándole golpecitos en la espalda:

— Qué rico es mi niño — dijo.

George se levantó cuando ellos entraron y les colocó dos sillas junto a la mesa:

— Sentaos los dos. Colocad los traseros en estas sillas y relajaos. Lo debéis haber pasado mal allá abajo en el hormiguero — les sirvió de un jarro de agua que había encima de la mesa— . Tomad, un poco de zumo de cloaca — dijo con una sonrisita, echando un cubito de hielo en cada vaso.

En realidad, no estaba tan mal. Era agua cloacal reciclada y tenía su acostumbrado color amarillento, pero había sido irradiada con cobalto radiactivo y los rayos gamma habían eliminado todas las bacterias coliformes. Entonces, mientras sorbían sus bebidas, George habló tranquilamente:

— Hemos tenido jaleo hoy. Han atrapado a un visitante robando raíces. Ha matado a uno de los guardias cuando intentaba escapar.

— ¿Sí? — Russ lo miró fijamente— . ¿A quién?

— A Dolan.

— Santo cielo — dijo Russ— . Es horrible. Tenía dos críos.

— Dos críos pre-Edicto — dijo George— . De todos modos, a Margie Dolan no le costará nada encontrar otro muchacho. Yo ya le he echado la vista encima a uno — hizo un guiño a su cónyuge— . Te gustará, Edna.

Edna estaba observando a Russ. Sonrió con unos ojos soñolientos y calculadores que lo devoraban.

— Yo ya estoy muy satisfecha, cariño. Muy satisfecha.

Entonces se volvió hacia Carole. Y tranquilamente, casi demasiado tranquilamente, le preguntó:

— ¿Cómo os ha ido en el BabyMarket?

Carole no contestó y Russ intervino rápidamente:

— No tenían nada que nos conviniera.

— Vaya — Edna conocía el problema de Carole y ahora se mostraba un poco maliciosa— . Es una lástima, querida. Ya sé lo que estás pasando. Yo pasé por lo mismo antes de que me dieran a Peter. A menudo hay que ir allí abajo dos o tres veces para que te den exactamente lo que quieres. Bueno, que tengas mejor suerte la próxima vez.

— Gracias, Edna.

— Si queréis bajaré con vosotros la próxima vez para ayudaros a escoger algo. Yo sé la clase de chiquillo que queréis, lo hemos hablado tantas veces… Y os diré una cosa: tengo mucha vista para los niños. No hacen más que decirte que todo allí ha sido inspeccionado, pero se sabe que han endosado bebés defectuosos a cónyuges que no sabían ver la diferencia…

Levantó a Peter en alto y lo arrulló. El pediatra había efectuado un simple ajuste aquella mañana, y ahora volvía a estar perfectamente de salud. El bebé reía y gorjeaba, se retorcía y perneaba en manos de su madre, excitado por la altura.

— ¿Quiere mi chiquitín dormir un poquito ahora? — lo bajó con un balanceo y entonces lo colocó tiernamente en el cochecito, tapándolo y bajando la capota con cuidado, para que no le diese el sol en los ojos.

Para Carole resultaba evidente que Edna había organizado aquel espectáculo para ella. Edna estaba diciendo: mira lo que yo tengo y lo que tú no tienes. Era una mujer presumiendo de su preciada posesión. Carole la había observado, fascinada, incluso envidiando la fácil aceptación por parte de Edna de aquel muñeco como su verdadero hijo. Ojalá ella pudiera hacer lo mismo. Entonces se acabaría el tormento, se acabaría el problema.

Era consciente de que George la estaba observando ahora.

Y de que volvía a sentir deseos de ella. Ahora, George se volvió a Russ y preguntó como si nada:

— ¿Queréis cambiar esta noche?

Russ se encogió de hombros:

— Pregúntaselo a las chicas.

— Por mí, sí — dijo Edna rápidamente, sonriendo con malicia a Russ.

Todos miraron a Carole:

— Yo estoy cansada — se excusó ésta— . ¿No os importa?

Los rostros de George y Edna mostraron decepción. Carole dirigió una mirada casi implorante a Russ. La cara de éste no dijo nada.