21
Aquella noche, las dos parejas se enfrentaron de nuevo en la sala de los Evans. Russ había pedido a George y Edna que fuesen a su casa a charlar. Había algo, dijo, que se tenía que arreglar de una vez para siempre. El bebé volvía a estar en casa de los Evans, durmiendo en el refugio. La hostilidad que reinaba en la estancia era ahora evidente, abierta. Russ hizo a un lado los preámbulos. Fue al grano.
— El crío vive aquí — dijo— . Y se queda aquí. No hay que volver a sacarlo de la casa.
— No veo que se haya hecho nada malo — dijo George.
— Adoro a ese niño — dijo Edna; sus ojos relucían excesivamente; apeló a todos los allí reunidos— . Lo quiero tanto como Carole. ¿Por qué no puede ser nuestro hijo? ¿Mío y de Carole?
Carole estaba blanca. Temblorosa, miraba fijamente a Edna.
— Sácala de aquí, George.
— Bueno, tranquila, cariño.
— ¡Sácala de aquí!
Se encaminó hacia Edna como si fuera a atacarla físicamente, a arrancarle el cabello y los ojos. Russ se interpuso. Entonces dijo, dirigiéndose a George:
— Quizá sería mejor que discutiéramos esto tranquilamente en otro momento.
— Vosotros habéis organizado esta conferencia, compañero dijo George— . Así que hablemos ahora.
— Ya he dicho todo lo que tenía que decir.
— Pero yo no — dijo George— . Comprendo que Edna quiera tener a John en nuestra casa de vez en cuando. No ha sido idea mía, pero lo comprendo.
— Mi niño no saldrá de esta casa — dijo Carole.
George no le hizo caso:
— En realidad, Edna y yo hemos hablado ampliamente de esto. Hemos pensado que podríamos convertir en un cuarto para el niño nuestro propio refugio, igual que hicisteis vosotros — se había construido uno debajo de cada casa de la calle durante el desafío chino— . Para tener al niño escondido allí, igual que hacéis vosotros, cuando esté en nuestra casa.
— Tengo pensado arreglarlo — dijo Edna a Carole— . Estará muy bonito cuando termine; y George hará una linda cunita — apelaba a Carole de manera halagadora— . Sólo será para algunos días. Lo cuidaré bien, lo prometo. Y nadie sabrá que está allí. Nadie. Tendré la puerta cerrada con llave, igual que vosotros.
— Claro — dijo George— . ¿Qué hay de malo en eso? No es nada del otro jueves. ¿Qué tiene de malo que Edna quiera pasar algún ratito con el niño en nuestra casa?
— Tiene mucho de malo — dijo Carole tranquilamente— . Porque ocurre que es mi hijo y yo soy su madre. Si Edna quiere uno, que lo tenga.
— Lo haría. Pero va contra la ley. ¿No os acordáis? — se echó a reír, pero a los demás no les pareció gracioso; ahora probó de una manera conciliadora— . Vamos, muchachos. ¿Por qué dar tanta importancia a todo esto? ¿No podemos arreglarlo de manera que nos vaya bien a todos?
— ¿De qué manera, por ejemplo? — dijo Russ con cuidado.
George titubeó un poco, bajo la mirada fija de Russ:
— Bueno, habíamos pensado que podríamos preparar una especie de programa. Quizá un día sí y un día no. Ya sabéis.
— Ya. Mitad y mitad. Compartir las riquezas quieres decir.
— Mirad — dijo George— , hay algo que quiero que comprendáis. Si esto dependiera de mí solamente, podría pasar. Meter a vuestro crío en mi casa es un gran riesgo. Es terriblemente peligroso. Los PolEst podrían atraparnos con el niño en casa, y adiós. En tal caso no podríamos convencerlos de nada. Nos matarían. Me parece que no os dais cuenta del riesgo que corremos…
— Me doy cuenta — dijo Russ— , y me parece que es una locura lo que estáis haciendo.
— No me lo digas a mí — dijo George, y señaló con la cabeza a su cónyuge— . Díselo a ella. Sólo es que…
— Ya. Edna consigue lo que se propone — dijo Russ.
— Muy bien — dijo George— . Si es así como lo ves…
— El niño se queda aquí — dijo Carole— . En su casa. Y nada más. ¿Entendido?
George se volvió a Russ con mirada fría.
— ¿Te parece bien eso?
— Ya lo has oído — dijo Russ.
Hubo un largo silencio. Entonces George jugó su triunfo, el importante triunfo que siempre tenía en la mano.
— Muy bien — dijo— . No os voy a pedir más, lo digo.O jugáis o salís. Por lo que a mí se refiere, tú y Carole podéis hacer las maletas y largaros de aquí; y llevaros al crío con vosotros.
Russ echó un vistazo a Edna. Esperaba que ésta se opusiera como había hecho antes. Pero esta vez no lo hizo. Su cara parecía de piedra. Quizá seguían sólo fanfarroneando. Pero no había manera de estar seguro. Miró a Carole. Ésta estaba temblando. Si los Borden hablaban en serio, él, Carole y el niño estaban perdidos. No podrían esconder a John durante mucho tiempo allá en la megalópolis. Sería sólo cuestión de tiempo el que los descubrieran. Se hallaban en un aprieto y, visto pragmáticamente, no había nada que hacer sino aceptar este hecho. La única elección que tenían era rendirse.
— Cabrón — dijo a George.
George sonrió y se encogió de hombros:
— ¿Qué se le va a hacer? Este mundo es una porquería — entonces tomó a Edna del brazo— . Vamos, cariño. Vámonos.
Una vez en la puerta, Edna se volvió y sonrió a Carole:
— Mañana me toca a mí — dijo.
La siguiente noche, Russ se despertó y se encontró con que Carole no estaba. Se levantó y bajó al refugio. Carole estaba mirando fijamente la cuna vacía.
— Russ, no puedo soportarlo.
— Lo sé.
— ¿Qué vamos a hacer?
— No sé.
— ¡Piensa! — dijo ella con furia— . Piensa, ¡piensa!
Finalmente, la convenció para que volviera a acostarse. Ella tomó un par de tranquitabs pero éstas no parecieron hacerle efecto. Él permaneció despierto, dándole vueltas en la cabeza a la situación. Sabía que cada vez sería más intolerable. Edna querría pasar cada vez más tiempo con John, lo sabía. No había manera de parar esta forma de extorsión. Carole terminaría suplicando, rogando para pasar un ratito con su propio hijo. Sabía que ella no podría soportar esto. Cabía, dentro de lo posible, que se suicidase si esto seguía adelante. Tendrían que encontrar la forma de marcharse de allí.
— Pero ¿a dónde? ¿A dónde podrían ir?
La primera y débil luz de la mañana había empezado a penetrar por la ventana cuando concilio un inquieto sueño. Le parecía que acababa de dormirse cuando Carole lo despertó.
— Vamos, Russ. Vamos a por el niño.
Él la miró fijamente, boquiabierto:
— ¿Ahora?
— Sí — sus ojos, que parecían lanzar destellos, le daban miedo; le pareció ver en ellos un principio de locura— . ¿Recuerdas? Hoy me toca a mí.
Edna Borden se levantó temprano. Nunca había sido tan feliz. Había dormido en la cama de matrimonio con el pequeño John acurrucado a su lado, y George había dormido en un sofá. Habían bajado todas las persianas y cerrado con doble vuelta todas las puertas. Naturalmente, no querían que nadie curiosease. Todo esto cambiaría en cuanto George arreglase su propio refugio antiatómico.
La noche pasada, ella y George habían bajado a echar un vistazo. De momento estaba sucio, húmedo y sin aire, y olía mal. Pero, en su mente, se imaginaba ya cómo sería. No había ventanas, desde luego, pero colgaría unas cuantas cortinas de synthoplast, de colores muy brillantes, para que pareciese que había ventanas. Todo sería alegre y vivo en el cuarto del niño, para dar la bienvenida a aquella nueva adición a su familia. Sólo era cuestión de tiempo.
El bebé lloraba, hambriento, y ella andaba ajetreada, canturreando para sí, mientras preparaba su comida. Carole había destetado al bebé hacía, poco y por este lado no había problema. Podía alimentarlo con verduras del suministro que guardaban en su hielcab, verduras que habían recogido de su propio huerto. Y George había conseguido de nuevo leche en la exposición de animales, donde estaban las vacas. Había llegado a casa con una pinta de leche auténtica, hurtada del suministro destinado al Biolab. Ella no le preguntó cómo lo hacía. Y en realidad no le importaba. George, con su cargo de FuncSeg en el MusEst, podía conseguir muchas cosas.
De repente sonó el timbre de la puerta. Éste solía resultar agradable y exótico al oído de Edna. Todas las casas de la calle conservaban esta reliquia del siglo XX, en lugar del habitual alertador electrónico. Pero esta vez el timbre parecía rechinar. Significaba una intrusión en su pequeño e idílico mundo.
Atisbo por entre los postigos, preparada para ir corriendo hasta el pequeño John y escondedlo en alguna parte antes de dejar entrar a nadie. Pero la gente que llamaba no eran extraños.
Carole y Russ Evans esperaban para entrar.
Fue hacia el sofá y despertó a su cónyuge.
— George. Están aquí.
Él se levantó rígidamente del sofá:
— Santo cielo — dijo— . ¿Se han vuelto locos? Son las seis de la mañana.
— Diles que se vayan.
— ¿Qué?
— Por favor, cariño, no quiero que se lleven a John. Diles que se vayan.
Volvió a sonar el timbre. Y otras dos veces, con impaciencia.
— No puedo, Edna — George Borden miró fijamente a su cónyuge; ésta tenía los ojos vidriosos y lo tenía agarrado del brazo; George se sentía incómodo sólo de mirarla— . Les toca a ellos.
— Me da igual — dijo ella quejumbrosamente— . Me da igual. Haz que se vayan.
Vio que Edna estaba fuera de sí, de nuevo a punto de estallar, y se dio cuenta de que tenía que asumir la dirección.
— Vamos, cariño. Tienes que darles el niño. Un trato es un trato — el timbre volvió a sonar insistentemente— . ¡Ya va, ya va, maldita sea, ya os hemos oído!
Abrió la puerta y se encontró con sus rostros inexpresivos. Se limitaban a permanecer allí, esperando. No mostraban el menor deseo de entrar y George no los invitó.
— Muy bien — dijo— . Edna, dales el niño.
De mala gana y llena de resentimiento, Edna cogió a John y se lo llevó a Carole. Ésta lo arrancó de los brazos de Edna, lo apretó y miró por la calle para asegurarse de que estaba desierta. Entonces se volvió y echó a correr hacia su casa. Edna vio cómo se marchaba, con mirada severa. George sonrió a Russ, que seguía en la puerta.
— ¿Sabes que le gusta mucho estar aquí? Ha dormido toda la noche de un tirón.
Cerró la puerta a Russ y Edna se puso a llorar histéricamente. George fue hasta ella pensando: «Otra vez ha estallado, otro berrinche; otra vez lo mismo.» Entonces intentó tranquilizarla.
— Calma, Edna, calma — dijo— . No pasa nada. Mañana volverás a tenerlo.