7
El exterior de la casa-exposición en que vivían Carole y Russ era en realidad del estilo llamado, hacía mucho tiempo, californiano moderno. Como las demás de la calle-museo, excitaba enormemente la curiosidad de los visitantes que se apretaban contra la barrera y escuchaban extasiados mientras el guía electrónico seguía explicando con su metálica voz:
«Estas estructuras, llamadas casas, eran viviendas privadas en el siglo XX. Los materiales que pueden ver son la madera y el cristal, ahora extinguidos. El tubo de ladrillo se llama chimenea. Los habitantes de la época quemaban materiales tales como madera y carbón en lo que llamaban hogares, en el interior, y el humo salía por el tubo. En la mitología de la época, el santo patrón de Navidad, Papá Noel, se dejaba caer sobre el tejado, acompañado por unos animales con cuernos llamados renos, y se introducía en la casa por la chimenea, llevando regalos para los niños. Como ven, aunque los habitantes eran primitivos en sus costumbres vitales, les gustaba tener amplio espacio, a menudo cinco o seis habitaciones para una sola familia…»
Para los niños de la multitud, que escuchaban con gran veneración, Donner y Blitzen no significaban nada. El reno estaba tan extinguido como el pingüino, y no tenían idea del aspecto físico de los animales, puesto que nunca habían visto ninguno. Pero el hombre gordo de larga barba blanca, vestido de rojo y con su risa alegre, todavía les era conocido, aunque ahora viajase en un largo y bruñido Mark 8, revestido de titanio, a una altitud de crucero de veinte a treinta mil metros. Ya no se dejaba caer sobre el tejado de nadie, pues a buen seguro se mojaría los pies en un estanque solar o un depósito de algas. El hecho de que su avión hubiese despegado del Polo Norte la Nochebuena siempre era anunciado por el Bocazas, que exhortaba a los niños a ir a dormir, ya que de no hacerlo así podían quedarse sin sus regalos.
El interior de la casa, la parte que los visitantes del MusEst Cuarenta y Dos no veían, estaba decorado en estilo contemporáneo. El mobiliario era vestido o moldeado, de plastipleno claro o veriespuma translúcida, y había los acostumbrados tableros de computadora y mandos de pantalla mural. Los únicos anacronismos eran las ventanas y puertas del siglo XX y, naturalmente, la misma chimenea.
Era al anochecer y Carole Evans estaba preparando la cena en la cocina. Cogió dos patatas y dos diminutos tomates de un armario cuidadosamente escondido y miró pensativa, un anémico manojo de apio que yacía aún sobre el estante. Finalmente, decidió no gastarlo todo en aquella cena y guardar el apio para el día siguiente. Ahora, manipulando las dos pequeñas patatas con cuidado, casi como si fueran joyas preciosas, las depositó cuidadosamente en el termo-horno. Apretó un botón y éste relució brevemente durarte un segundo, volviendo otra vez a la oscuridad. Abrió el horno y sacó las dos patatas, ahora calientes y totalmente cocidas. Las manejó con cautela, las depositó sobre una placa de planafilm desechable junto con dos lonjas de tomate y entró en la salita-comedor.
La mesa estaba ya puesta, con barquillos de plancton y dos o tres tubos de pasta de algas concentrada. Russ estaba allí sentado y todavía parecía disgustado. Ella se sentó, aguardando con expectación que él continuase la discusión que hacía un ratito habían tenido, pero Russ no dijo nada. Se sirvió una patata y una lonja de tomate y empezó a comer. Durante unos minutos ambos masticaron su comida en medio de un profundo silencio. Y, finalmente:
— Todavía estás enfadado conmigo — dijo ella.
— ¿Cómo quieres que esté?
— Estaba cansada, cansada de veras. Y disgustada por lo que había pasado en el BabyMarket — replicó Carole.
— Eso ya lo comprendo. Pero es la segunda vez esta semana que rechazas a George. Podrías haber seguido a los demás. Al fin y al cabo, no te parece un monstruo o algo así — se detuvo— . ¿O sí?
— No.
— Entonces, ¿qué es lo que te pasa?
— No sé — dijo ella— . Supongo que nunca me he acostumbrado realmente a todo eso del cambio de pareja. Ya sé que ahora todo el mundo lo hace, pero todavía me molesta de vez en cuando. No puedo dejar de recordar cómo eran las cosas entre nosotros antes…
— ¿Antes del Edicto, quieres decir?
— Sí.
— Mira, Carole, estamos en el presente. Tienes que dejar de vivir en el pasado, y hacer lo que se hace ahora. De acuerdo, todo el mundo se tira a todo el mundo. Así es la vida moderna. Ya nadie vacila a la hora de hacerlo. ¿Qué es mejor? Nada de inhibiciones, nada de problemas emocionales. El mundo ya es un lugar bastante desagradable. ¿Qué hay de malo en un poco de relajación general? Si la gente no la tuviera, tal como tiene que vivir ahora, se volvería loca.
— Muy bien — dijo ella— . Lo siento por George. Digamos que he cometido una patochada.
— Muy bien — Russ se encogió de hombros— . Lo hecho, hecho está. Sólo que… bueno, francamente, tu actitud me ha parecido embarazosa.
— ¿Por qué? ¿Porque George es tu jefe?
— Ya sabes que no es por eso — dijo él acremente— . Es mi jefe, de acuerdo. Pero también es un tío simpático y un amigo.
— Quizá no sea ésa la verdadera razón.
— ¿No? Entonces, ¿cuál es?
— Quizá la verdadera razón sea que querías pasar la noche con Edna.
Él dejó el cuchillo y el tenedor sobre la mesa y le dirigió una mirada llena de furia:
— Ya sabes que no.
— ¿De veras?
— Nunca lo he pasado con nadie en la cama mejor que contigo.
— Gracias, cariño — dijo ella— . Pero no tienes por qué mostrarte cortés.
— Por el amor del cielo, Carole, ¿qué intentas decir? ¿Qué demonios estás diciendo?
— Quizá esté simplemente hablando como una mujer.
— Entonces, ¿por qué no hablas con sensatez?
— Tú sabes y yo sé que algo falla entre nosotros en el aspecto sexual. No nos va como nos iba antes.
— Y es culpa mía, no tuya.
— No has oído que me quejase.
— Eso es porque eres amable. Yo sé que lo que encuentras a faltar en mi cama probablemente lo encuentres en la de Edna. Eso me da igual. Sólo es que tengo miedo…
— ¿De qué?
La voz de Carole se quebró un poco y sus ojos empezaron a llenarse de lágrimas:
— … Miedo de que te canses de mí y me dejes. De que me eches…
Russ se levantó de repente, fue hacia ella, la levantó de su silla y la apretó contra sí. Ella hundió la cara en su hombro. Él la besó y la alisó el cabello.
— No seas tonta — dijo suavemente— . Ya sabes que eso no podría ocurrir jamás. Sabes que nunca ha habido nadie más — siempre que ella lloraba se disgustaba terriblemente; especialmente cuando sollozaba en su almohada por la noche, porque se sentía vacía y nunca podría concebir; ahora le levantó la cara y limpió las lágrimas de sus mejillas— . Boba — dijo, cariñosamente— . Boba, más que boba.
— Lo siento.
— Es lógico que lo sientas — dijo él, malhumorado— . Basta ya de lágrimas. ¿De acuerdo?
— De acuerdo.
— Estupendo. Ahora volvamos a la cuestión importante de la noche: cenar, por ejemplo.
Volvió a su silla. Ahora ella lo observaba, preguntándose si era el momento de decírselo. De hablarle de su idea. Hacía ya un año que ésta venía madurando en su mente. Y se había adherido a ella, detalle tras detalle. Ahora, cuando pensaba en eso, la llamaba el Plan. Éste empezó a germinar y crecer como algo viviente. Ella sabía que era esto, más que ninguna otra cosa, lo que le había inhibido en el BabyMarket. Al principio, apenas se había atrevido a darle crédito. Incluso había intentado apartarlo de su mente, pero siempre volvía, siempre insistía. Era temerario, peligroso, imposible. Pero, durante las largas noches en que permanecía despierta, dándole vueltas, un detalle empezó a encajar con otro, y, súbitamente, el Plan se convirtió en parte de ella, como un embarazo casi no deseado, y empezó a patear con sus fantasmales y diminutos pies, exigiendo cada vez mayor atención.
De repente, como había hecho ya tantas veces, decidió que era absurdo, ridículo y que no valía la pena pensar un minuto más en él. Era algo más que eso, era una verdadera locura. Russ pensaría que se había vuelto loca de remate si alguna vez lo mencionaba, y era mejor, naturalmente, olvidarlo. Olvidarlo de una vez para siempre, porque estaba claro que, de intentarlo, jamás podrían salirse con la suya, jamás.
— ¿Es algo que yo deba saber? — preguntó Russ, con suavidad.
Ella lo miró fijamente:
— ¿Qué?
— Ahora mismo estabas a mil kilómetros de aquí. Parecía como si estuvieses soñando algo muy hermoso — sonrió— . ¿Era así?
Carole no tuvo ocasión de responder, ya que de repente se oyó un sordo zumbido, la señal de aviso de que alguien quería hablar con ellos por la pantalla mural. Russ apretó un botón situado en el tablero, al lado de su silla, y toda la pared opuesta se iluminó mostrando una vista, a tamaño natural, de la sala de George y Edna Borden, en la casa contigua. George estaba de pie en primer plano, y podía verse a Edna en el fondo poniéndole los pañales a Peter. La pantalla tenía una profunda calidad dimensional, y parecía como si tanto George como Edna estuviesen realmente en la casa de los Evans. Resultaba espectral, casi obsceno. Eran fisgones mirándose a hurtadillas el uno al otro.
George les sonreía:
— Siento interrumpir muchachos. Pero es hora de cerrar la barraca. Te veré en el Pabellón de las Flores, Russ.
No vieron a Russ, que se aproximaba por detrás de ellos. Como todos los guardias, llevaba zapatos de styroplast y no hacia ningún ruido. Los dos, el padre y la chiquilla, eran rezagados, las últimas personas que se alejaban de la exposición de flores. La conferenciante seguía dando su perorata electrónica a cada momento: «… Verdaderos vegetales aromáticos cultivados con fines estéticos y no nutritivos. Utilizados en otro tiempo simbólicamente en los casos de defunciones y matrimonios, y a veces en los rituales de noviazgos del pasado…»
El padre había alargado el brazo por encima de la valla a la altura de la cintura para coger el largo tallo de una rosa. Lo había doblado por encima de la valla, alejándolo del matorral, y, con el otro brazo, sostenía a la chiquilla.
— ¿Has oído? — dijo— . Es de verdad — entonces llevó la flor a la cara de la chiquilla— . Huélela, cariño. Huélela. Es de verdad.
En aquel instante, percibió la sombra de Russ detrás de él. Se volvió y lo miró fijamente, la cara petrificada de terror, dejando a su hija en el suelo al mismo tiempo.
— Es un delito tocar una flor aquí, señor — dijo Russ fríamente.
— Lo siento — tartamudeó el hombre— . Lo siento mucho.
— Eso no le va a servir de nada — dijo Russ— . Ya conoce las normas.
— Sólo quería que la pequeña viese, tuviese una grata experiencia…
Russ estaba a punto de pedir al hombre su tarjeta de calorías y darle una citación, cuando observó que la pequeña, no interesada en aquella conversación entre adultos, se había arrastrado por debajo de la valla y estaba entre las flores, tocándolas y oliéndolas. Irritado, saltó la valla y fue a por ella.
— Flores — dijo ella sonriéndole, con sus brillantes ojos azules llenos de extrañeza— . Flores bonitas…
La levantó y ella se pegó a él, sus brazos cálidos y delgados se cerraron alrededor de su cuello. Al parecer no se había dado cuenta de que aquel extraño era hostil a su padre, o quizás estaba demasiado absorbida por las flores para apercibirse. La mejilla de la chiquilla estaba contra la suya mientras él la sostenía, y Russ permanecía allí de pie, inseguro, en medio del jardín de flores, abrumado por la experiencia que representaba sostener a una niña de verdad en sus brazos.
Era una sensación extraña y muy turbadora. Una o dos veces había sostenido el muñeco de Edna en sus brazos, pero esto era algo completamente diferente. Esto era real, una niña real de carne y hueso, una chiquilla viviente, cálida y con su olor agradable, y que se agarraba a él fuertemente en busca de seguridad. Al instante, se le ocurrió que si él y Carole hubiesen tenido el hijo, éste tendría ahora aproximadamente la edad de aquella chiquilla. De repente la niña, decidiendo que le gustaba Russ, se echó a reír e impulsivamente lo besó en la mejilla con su boca cálida y húmeda.
— ¿Cómo te llamas? — preguntó ella.
— Russell — dijo él— . ¿Y tú?
— Amy.
Ella lo abrazó con fuerza y él la mantuvo así abrazada, sintiéndose interiormente extraño y turbado; fue hasta la valla y la entregó a su padre.
— Muy bien — dijo— . Circule.
El hombre había visto que el ánimo de Russ había cambiado e intentó expresar su agradecimiento. Pero Russ dijo de nuevo, esta vez con rudeza:
— ¡Circule!
El hombre se apresuró a marcharse, siguiendo al resto de la gente, que se encontraba ya a cierta distancia y era dirigida por los guardias hacia la salida, puesto que era hora de cerrar. La chiquilla se despidió con la mano alegremente, y Russ respondió a su saludo.
Permaneció allí, viendo cómo se iban, y se tocó con el dedo la mejilla, en el lugar donde la niña lo había besado. Todavía se sentía algo conmovido. Por un momento, mientras sostenía a la niña, había imaginado que era suya, suya y de Carole, y la intensidad del vacío de ésta y de su anhelo lo conmovía ahora como nunca lo había conmovido antes. Se preguntaba: ¿cómo sería ser padre? Y ¿si él lo hubiera sido, qué clase de padre habría sido? Y ¿habría sido una niña o un niño?
— ¿Algún problema, Russ?
Russ, dejando su meditación, sobresaltado, se volvió y vio a George.
— Oh. No.
— Pues a cerrar se ha dicho.
Russ sacó una serie de finos cilindros de plástico colgados de un aro, cada uno marcado con un color diferente. Se dirigió a la puerta de la exposición de flores, insertó una de las llaves cilíndricas en un mecanismo y le dio la vuelta. Giraron unos cilindros y se levantó una valla protectora, al parecer del suelo, hasta una altura de tres metros, rodeando completamente la exposición y ocultándola totalmente de la vista.
El interior de la casa de los Evans había entrado en su fase de anochecer. Al oscurecer en el exterior, varios muebles, entre ellos la mesa del comedor, estimulada electrónicamente, giraban hasta empotrarse en las paredes y desaparecer, y eran sustituidos por otros, movidos automáticamente por el cambio de luz. Era un anochecer cálido, de modo que la pared había adoptado su color de verano, un relajante verde. Más tarde, si la noche se enfriaba, las paredes adoptarían su cálido color de invierno, rojo. En el dormitorio, desocupado por el momento, los precipitadores de la pared acumulaban el polvo bajo una cascada de luz ultravioleta esterilizada.
Carole, sola en la casa, estaba sentada al lado del tablero, mirándolo nerviosamente. Entonces, con repentina decisión, seleccionó un botón y lo oprimió. La pantalla mural se iluminó al cabo de un instante, mostrando a una enfermera sentada en una mesa en una sala de espera. Una vez más, la proyección era tan perfecta que parecía que la mujer estuviese sentada en la sala de los Evans.
La enfermera desplegó una sonrisa encantadora, profesional.
— Buenas noches, señora Evans.
— ¿Está el doctor Ives?
— El doctor está en su despacho. ¿Es urgente?
— Sí — dijo ella— . Oh, sí.
— Un momento — la enfermera apretó un botón del tablero de su mesa y habló por ella.
— La señora Evans, doctor.
Hubo una pausa mientras el doctor, en algún lugar del interior, reflexionaba. Entonces su voz volvió a la enfermera.
— Pásemela.
La enfermera sonrió a Carole y apretó otro botón. Ahora, en la pantalla mural apareció el doctor Ives, en su despacho. El doctor estaba sentado en un sillón giratorio en posición relajada, y puso en marcha el Sonomag del despacho para grabar la conversación. El doctor Ives era un hombre de mediana edad y tenía un aspecto rudo pero bien parecido. Había algo hipnótico en sus ojos y su voz era baja, pero de tono profundo y persuasivo. Ahora sonrió a Carole de manera cálida y simpática.
— Hola, Carole.
— Hola, doctor.
— Te escucho.
Carole no respondió. Apretó los labios, nerviosa.
— Te escucho, Carole — repitió él, suavemente.
— Hoy he intentado conseguir un bebé. Y no he podido.
Se produjo una pausa. Entonces dijo:
— Sigue.
— Tampoco puedo manifestar el deseo sexual.
— ¿Has buscado satisfacción en otros hombres?
— Sí. Nuestro vecino ha sugerido un intercambio esta noche, pero yo no podía manifestar el menor deseo — titubeó— . Le ha sentado muy mal a Russ.
— ¿Habéis utilizado el erotismo audiovisual?
— Sí — dijo ella con desánimo— . Pero no me estimula.
El doctor frunció el ceño:
— Esto es poco corriente. A la mayoría de las mujeres les va bien.
— Supongo… supongo que lo que ocurre es que no puedo llegar a creer todo esto… — movió la cabeza de derecha a izquierda, asombrada— . No me comprendo a mí misma, doctor. Sé que soy afortunada. Tengo una vida más libre, con raros privilegios en cuanto a espacio, y mejores raciones… Incluso nos permiten tener un pequeño huerto propio, como usted sabe. Soy afortunada en todos los aspectos, y, sin embargo… — su voz se quebró. No podía seguir.
— A casi todas las demás mujeres les gustaría estar en tu sitio, Carole. Darían cualquier cosa por ser la cónyuge de Russ.
— Lo sé, lo sé.
Carole vaciló, atormentada, a punto de decirle al doctor algo que prefería esconder. Él percibió rápidamente esto. Como uno de los mejores psiconarcosintesistas de la Ciudad Lineal Quince, con unos envidiables antecedentes profesionales en su campo, insistía en lograr la confianza completa e íntima de sus pacientes. De otro modo, no podía garantizar ningún resultado.
— Sigue, Carole.
Ella seguía sin decidirse a hablar. Ahora, el doctor Ives pulsó un botón de su tablero y detrás de él, en la pared de su despacho, empezó a vibrar un psicodélico aluvión de colores. Mientras éstos ondeaban y se entrelazaban en formas extrañas e hipnóticas, eran acompañados por el espectral batir de un sonido electrónico, una especie de palpitante flujo y reflujo. La voz del doctor, que ahora se ajustaba al ritmo del color y del sonido, se hizo también hipnótica.
— Sigue, Carole — dijo el doctor— . Sigue.
Los ojos de Carole se nublaron, pero su voz siguió siendo normal.
— Quiero tener un hijo mío.
— ¿Tuyo?
— Un hijo de verdad. Mío.
— Eso es imposible, Carole.
— Ya lo sé. Pero quiero tener un hijo mío.
— Es imposible, Carole. Nadie puede tener un hijo durante los próximos veintidós años.
— Ya lo sé. Pero yo quiero tenerlo.
— No, Carole — dijo el doctor hipnóticamente. Sus penetrantes ojos negros estaban clavados en los de ella— . No, no, no. Eso no es realista.
— Ya lo sé.
— Esto es la realidad, Carole. La vida que vives es la realidad. Tienes que llegar a comprender esto y aceptarlo. Así es cómo son las cosas y así serán mientras vivas. No puedes tener un hijo tuyo; no de tu cuerpo, no de tu carne y tu sangre. Comprendes esto, ¿no? — ella no respondió— . Comprendes esto, ¿verdad, Carole?
— Sí — dijo ella con voz neutra— . Es la única y constante realidad.
— Estupendo. Lo comprendes. Bueno, no te preocupes por todo esto. Todo el mundo tiene contratiempos. Siempre que te sientas mal puedes acudir a mí. Entre tanto, hay una manera de que te sientas mejor, si estás dispuesta a aceptarla.
— ¿Una manera?
— Ya hemos hablado de ello antes, Carole. Es la única manera. Vuelve al BabyMarket. Allí hay un niño. Ese niño quiere ser tuyo. Ese niño necesita tu cariño, tu afecto, una madre como tú. Con el tiempo se convertirá en tu hijo de verdad,Carole. Lo querrás como a tu propio hijo. ¿Comprendes?
— Comprendo.
— ¿Volverás a intentarlo?
— Sí, doctor — dijo ella— . Volveré a intentarlo.
— Estupendo, Carole. Muy bien. No te preocupes por el fracaso que has tenido. Tenemos muchos casos de fracasos la primera vez. Tienes que ir una y otra vez, hasta que lo consigas. ¿Está claro?
— Sí, doctor. Muy claro.
— Buenas noches, Carole — apagó el catalizador persuasivo y sonrió con benevolencia.
— Buenas noches, doctor.
Éste apretó un botón y tanto él como su despacho desaparecieron. Ella permaneció allí sentada, mirando fijamente la pared vacía.