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Según la ley, tenían que inscribirse y mostrar sus credenciales para que se les permitiese tener un bebé. Cuando el Edicto había entrado en vigor, hacía casi ocho años, el GobEst había decretado que los bebés disponibles no podrían ser adquiridos por cualquiera. El matrimonio, tal como se había conocido, había desaparecido como institución, ya que la principal razón para perpetuarlo ya no existía. Sin embargo, el GobEst tenía interés en que hombres y mujeres viviesen juntos en algún tipo de sociedad legalizada, a fin de evitar la anarquía y proporcionar algún tipo de base familiar como preparación para el momento, pasados veintidós años, en que la gente pudiese de nuevo tener hijos propios. Así, había alentado una nueva estructura, decretando que cualesquiera hombre y mujer que viviesen juntos durante seis meses serían oficialmente designados como pareja y tendrían derecho a un pequeño incremento en espacio y a unas cuantas calorías más. Una vez pasado este aprendizaje como pareja alcanzaban un nuevo estado, esta vez como cónyuges, y ello les daba derecho a un poco más de espacio y a unas cuantas calorías más. Al cabo de un año, eran oficialmente designados como cónyuges calificados. Y sólo a los cónyuges calificados se les permitía tener un niño.
Una larga cola de futuros padres y madres esperaban para ser entrevistados por una FuncEst de aspecto severo, sentada ante una gran mesa. Esta zona de inscripción estaba separada del comercio principal. Carole y Russ se pusieron en la cola y esperaron pacientemente.
Finalmente, después de dos horas, les tocó a ellos. La FuncEst los observó a través de sus gruesas gafas.
— Sus carnets de identidad, por favor.
Sacaron los carnets de identidad. La mujer los introdujo uno tras otro en una ranura de la mesa, registrándolos así electrónicamente en alguna computadora oculta. Entonces empezó con Russ, comprobando su carnet de identidad.
— Russell Evans. Edad, treinta y un años. Guardia Número treinta y seis, MusEst, Historia Natural.
— Sí.
— ¿Cuánto hace que son ustedes cónyuges calificados?
— Desde un año antes del Edicto.
— ¿Estaban entonces bajo el antiguo estado de matrimonio?
— Sí.
— ¿Intentaron tener un hijo en aquella época?
Con esta pregunta había tocado un punto flaco, y Russ se mostró súbitamente irritado:
— ¿Qué tiene que ver eso?
— Por favor, conteste a la pregunta.
— Es que no veo el porqué de esa pregunta.
Los ojos de la FuncEst se volvieron súbitamente fríos:
— Estas preguntas son obligadas, señor Evans. Usted se dirige aquí solicitando ser un futuro padre. Está pidiendo al estado que dé a usted y a su cónyuge un hijo. Esto implica ciertas preguntas sobre la intención y la responsabilidad. No damos niños a cualquiera. ¿Está claro?
— Sí — dijo él— . Perdone.
— Bueno… Repetiré la pregunta: ¿Intentaron tener un hijo en aquella época?
— No.
Russ lanzó una mirada de reojo a Carole, pero el rostro de ésta no decía nada. «Maldita sea — pensó él con enfado— , ¿cuándo voy a dejar de sentirme culpable? No fue culpa mía, no fue culpa mía en absoluto. ¿Acaso sabía yo lo que iba a ocurrir? ¿Lo sabía alguien?»
Ahora la FuncEst se volvió hacia Carole. Las preguntas que había hecho a Russ habían sido bastante rutinarias. Estaba claro que le interesaba mucho más Carole.
— Carole Evans — dijo, estudiando el carnet de identidad— . Nombre de soltera, Carole Morgan. Antes microbióloga, supervisor de estudios de inducción de mutación y procedimientos cromatográficos en el LabEst Cuatro-veinte. Estado actual, cónyuge calificada — levantó la vista y miró a Carole— . Y ahora desea usted ser madre.
— Sí.
— ¿Está segura de ello? Es una gran responsabilidad.
— Lo sé.
— Y ahora se siente preparada.
— Sí.
— ¿Ha pasado por el curso preparatorio general de aceptación protética?
— Sí. Un año de psiconarcosíntesis intensiva.
— Y ¿quién era su programador?
— El doctor Wallace Ives.
— ¿Alguna orientación más?
— Dos sesiones a la semana durante seis meses de satisfacción inducida del deseo.
— ¿Su psicopersuasor?
— El doctor James Goodell.
— Tendrá recomendaciones oficiales de esas personas, ¿no? ¿Certificados de capacidad?
— Sí — Carole hurgó nerviosamente en su bolso y sacó los documentos.
La FuncEst los estudió con atención, y entonces pareció satisfecha:
— Al parecer, tiene usted las calificaciones necesarias — entonces sus ojos azules y duros se clavaron en Carole— . Es decir, por lo que se refiere a sus credenciales. Pero ¿está segura de que siente una verdadera necesidad de establecer una relación madre-hijo?
— No estaría aquí si no fuera así — dijo Russ.
— Le estoy preguntando a ella, señor Evans — dijo fríamente la FuncEst— . No a usted — entonces se volvió de nuevo hacia Carole— . ¿Qué dice usted?
— Sí — dijo Carole— . Creo que mi necesidad es auténtica.
— ¿Por qué?
Russ contuvo el aliento. Conocía las dudas de Carole, el conflicto que latía en lo más profundo de ella. Si aquella cascarrabias de FuncEst sospechaba algo, les pondría dificultades. Intentó decirse a sí mismo que, finalmente, Carole lo había conseguido; que había sido completamente preparada y convencida y había sufrido su lavado de cerebro. Pero sabía también que Carole había sido un sujeto muy difícil y había mostrado excepcional resistencia.
— Vi que los programas HacTrab para mujeres no me servían — Carole hablaba con voz monótona— . Mi cociente de aburrimiento está subiendo mucho, e incluso he pensado en la autoliquidación. Necesito tener un hijo que motive cierto grado de incentivo personal y social por mi parte, para relacionarme con la realidad y así integrarme en la sociedad sobre una base que tenga sentido.
«Ni un temblor en su voz — pensó Russ con alborozo— , ni una nota falsa.» Había soltado su pequeño discurso de una manera directa, sin vacilaciones. Las dudas que Russ había tenido hacía un momento habían desaparecido. Carole había hablado en serio. No habría podido hablar como lo acababa de hacer si aquello no fuera cierto, si no hubiera aceptado por fin, íntimamente, la misma alternativa que habían aceptado tantas otras mujeres en edad de concebir hijos. Y esto le parecía estupendo. Sencillamente estupendo. Con un hijo en su hogar, sus relaciones serían diferentes, mucho mejores. Ya no tendría que sentirse culpable. Ahora Carole se entregaría a él de modo completo y pleno, como antes del Edicto, en lugar de refrenarse un poco, sólo un poco pero lo suficiente para recordarle lo que había hecho o lo que no había hecho. Russ sabía que ella no hacía esto de manera deliberada. Era algún reflejo de su inconsciente, alguna manera sutil y femenina de castigarle. Naturalmente, habría sido muchísimo mejor haber podido tener un hijo propio en lugar de tener que adoptar uno así. Pero todo esto pertenecía al pasado. El hecho era que había que ser realista, aceptar las cosas como eran.
Incluso la FuncEst estaba impresionada por el modo como Carole le había respondido. Al parecer estaban adiestradas para descubrir la indecisión en ciertos solicitantes e investigar esta indecisión implacablemente. Pero la mujer estaba del todo satisfecha, y sonrió a Carole.
— Muy bien — dijo— . Solicitud concedida.
— Oh — dijo Carole— , gracias. Muchísimas gracias.
— Sabrán ustedes que se les dará un hijo por un periodo de prueba de un año. Durante este periodo será estudiado periódicamente por funcionarios SocEst el modo cómo tratan y educan al niño. Si éste resulta satisfactorio, el hijo pasará a ser permanentemente suyo. También, más adelante, tendrán el privilegio de cambiar el niño por uno de mayor edad si así lo prefieren. Al cabo de cinco años, siempre que sigan viviendo juntos, podrán tener otro hijo si así lo desean. ¿Está esto claro?
— Sí. Sí, muy claro.
— Ahora, el sexo. ¿Desean ustedes un niño o una niña?
— Un niño.
— Pero naturalmente — dijo Russ con rapidez— , aceptaremos lo que sea. Con tal de que sea sano y normal.
— Todos nuestros bebés son sanos y normales — dijo la FunEst— . Son examinados detenidamente por nuestros inspectores — señaló una cola de cónyuges que esperaban a la entrada que daba a la zona principal del establecimiento— . Ahora, por favor, hagan cola allí.
Pasaron dos horas antes de que llegaran a la entrada; eran el siguiente par de cónyuges a ser atendidos. Ahora estaban en la puerta y pudieron mirar al interior de la tienda.
Era un lugar grande, un laberinto de estanterías y cajas conteniendo muñecos de todos los tamaños, edades, sexos y características raciales. Había muñecos negros en igual proporción que los muñecos blancos, puesto que las estadísticas de población mostraban ahora un índice de aproximadamente la mitad de blancos y la otra mitad de negros. Había letreros que identificaban a los diversos grupos según la edad, por mes y año, también por categorías generales: bebés, niños, muchachos. Pero los estantes con la indicación de «bebés» estaban vacíos. Al parecer andaban cortos de suministro.
En aquel momento una niña andaba con pasos inseguros hacia un sonriente vendedor. Éste estaba agachado con los brazos extendidos, listo para recibirla. Detrás de él, de pie, permanecían dos futuros padres algo nerviosos e inquietos.
— Ven niñita, — canturreaba el vendedor— . Ven. Eso es, cielo. Guapa chica.
La niña anduvo con pasos vacilantes hacia el vendedor y finalmente llegó a él, con los bracitos extendidos. Abrazó al vendedor fuertemente, y lanzó una risita llena de orgullo cuando aquél la levantó y la enseñó a la pareja.
— Todos nuestros niños están programados para aceptar alimentos, digerirlos, eliminar excrementos — dijo— . Puede ser juguetona o difícil de complacer — ahora hizo cosquillas a la niña, que se retorció y rió— ; sabe reír y llorar — para demostrar esto último golpeó ligeramente a la niña con la palma de la mano, y ésta se puso a llorar; ahora se sacó el pañuelo y enjugó los ojos de la niña; enseñó la mancha mojada del pañuelo a los futuros padres— . Lágrimas de verdad — dijo— . Es prácticamente humana.
Russ observaba, fascinado, y pensó: «Santo cielo, esa criatura es humana. Se comporta como si estuviese viva, parece viva, no se podría ver la diferencia con una de verdad sin una tarjeta de identidad.» Miró a Carole. Ésta observaba, hipnotizada.
Ahora el vendedor cogió la mano de la mujer y la colocó sobre la frente de la muñeca.
— Calor humano — dijo— . Temperatura del cuerpo, treinta y siete, excepto cuando hay enfermedad, claro. Están todos preparados para sufrir toda clase de enfermedades infantiles. Nada excesivamente grave, sin embargo; sólo lo suficiente para mantener a la madre vigilante y constantemente activa — ahora sonrió al futuro padre— . Llámela — dijo.
El hombre dirigió al vendedor una mirada llena de dudas.
— Adelante. Es su hija, señor. O lo será. Llámela.
— Eh — dijo el hombre con indecisión.
— Pa-pi — dijo la niña, con la boquita de color rojo cereza fruncida y extendiendo los brazos.
— ¿Ve usted? — dijo el vendedor con una risita— . Le reconoce.
— Sí — dijo el hombre, complacido— . Sí que me reconoce, ¿verdad? — entonces se volvió hacia su cónyuge— . Me gusta, Elizabeth. ¿Y a ti?
— Bueno — dijo la mujer, nerviosamente— . Es muy simpática, un verdadero encanto — entonces se volvió hacia el vendedor— . Ya estoy enamorada de ella. Pero ¿no tienen una más pequeña?
— Lo siento — dijo el vendedor— . Nos hemos quedado sin bebés. No pueden hacerlos con la suficiente rapidez. Además, hay una larga lista de espera. Si desean esperar, puedo tomar nota de su nombre…
La mujer vaciló, intentando tomar una decisión. Detrás de Carole y Russ, las parejas que hacían cola se movían sin descanso. Un hombre situado justamente detrás de ellos, que estaba viendo lo que sucedía por encima de su hombro, dijo:
— Vamos, señora. Decídase.
Hubo un murmullo de asentimiento por parte de los otros. Y, finalmente, la futura madre se volvió hacia su cónyuge.
— ¿Qué te parece a ti, Charles?
— Lo que tú digas — dijo él.
— Muy bien — dijo ella, trémulamente— . Nos quedamos con ella.
El vendedor hizo un gesto de aprobación con la cabeza:
— Estupendo. Estoy seguro de que será una feliz adición a su familia — entonces, rápido y eficiente, desenroscó la cabeza de la niña— . ¿Han escogido ya un nombre? Necesito el nombre de la niña para programarla.
— Ah — la mujer vaciló un momento— . Por favor, póngale Bonnie. Igual que mi madre.
— Bonnie. Muy bien, señora.
El vendedor buscó en un archivo bajo la letra B, sacó rápidamente un pequeño disco metálico y lo insertó en el complicado mecanismo que había dentro del cráneo de la criatura; entonces volvió a enroscar la cabeza de la niña sobre sus hombros y le alisó el cabello con una caricia. Volvió a colocar a la niña en el suelo e hizo una seña con la cabeza a la mujer.
— Ya puede llamarla, si quiere.
La madre, un poco temblorosa y con los ojos brillantes, miro a la niña. Entonces, de manera suave e insegura, con un poco de miedo, dijo:
— ¿Bonnie?
Al sonido de su nombre, los ojos azules de la pequeña se iluminaron, y sus bracitos se alzaron en un gesto de reconocimiento.
— ¡Ma-ma! — dijo— . Ma-ma.
Entonces se puso a andar con pasos vacilantes por la estancia, hacia su nueva madre. La mujer permaneció allí, clavada un momento y, entonces, poco a poco, empezó a responder al grito de la criatura. Su rostro se enterneció, las lágrimas asomaron a sus ojos. Se puso en cuclillas despacio y tendió ambos brazos hacia la niña, mientras el padre permanecía de pie detrás de ella, observando. La pequeña, con pasos inseguros, recorrió el espacio que los separaba.
— ¡Ma-ma! Ma-ma.
Ahora, la gente que esperaba en la cola estaba callada. Veían que la nueva madre estaba profundamente emocionada, y su esposo visiblemente afectado. De nuevo, Russ echó un vistazo a Carole. La cara de ésta mostraba un creciente horror.
— Ma-ma — dijo, una vez más, la niña. Entonces cayó en brazos de su madre, que lloraba y gritaba— : ¡Bonnie, Bonnie!
— Russ — susurró Carole— . Sácame de aquí.
— Tranquilízate, Carole.
— No puedo aguantarlo. ¡Sácame de aquí!
— Oye — dijo él desesperadamente, intentando retenerla— . Espera un momento. Es mejor que nada…
Ella se volvió de repente y salió corriendo, chocando con la gente de la cola. Russ fue tras ella, impotente, y la siguiente pareja de la cola ocupó el puesto libre sin esperar un segundo.
Carole se introdujo entre la multitud, luchando por abrirse paso a través de ella. Los peatones se enfadaban mientras ella avanzaba a empujones, dirigiéndole miradas duras y airadas. Pero nadie tenía la suficiente energía para reprenderla o golpearla.
— ¡Carole!
Russ estaba sólo unos pasos detrás de ella, gritando su nombre y luchando por abrirse paso entre la muchedumbre hasta ella. Finalmente la alcanzó y la abrazó. Carole estaba temblando, histérica.
— Russ — gritó— , no puedo, no puedo. ¡Quiero un bebé mío!
— ¡Carole, calla! ¡Cálmate!
— ¡Un bebé mío, quiero un bebé mío!
— Por el amor de Dios — susurró él— . ¿Te has vuelto loca? Esto está infestado de PolEst. ¿Quieres acaso que te oigan?
— No quiero una de esas malditas muñecas — chilló ella— . ¿Me oyes? Quiero que me des un bebé mío…
Russ le dio una fuerte bofetada. La histeria desapareció ahora de sus ojos, mientras las lágrimas asomaban a ellos.
— Lo siento — dijo él, aborreciéndose a sí mismo— . Lo siento.
— Yo también lo siento, Russ — dijo ella.
— No quería pegarte así — dijo él torpemente— . Pero habrían podido oírte. Al minuto siguiente estarían en casa, haciendo preguntas. Podría perder mi empleo.
— Sí — dijo ella— . Sí. Russ, lo he intentado. De veras, lo he intentado — añadió al cabo de un momento.
— Ya lo sé — dijo él dulcemente.
— Es inútil. No puedo contentarme con muñecas como las otras mujeres. Pensaba que, si Edna podía, de una manera u otra también podría yo. Pero… no puedo.
En aquel momento, delante de ellos, se produjo un incidente. Una mujer, que tenía a un chiquillo pegado a las faldas, gritaba histéricamente.
— ¡Le digo que tiene ocho años! ¡Tiene ocho años!
Un PolEst permanecía a su lado. La multitud había detenido su movimiento de lava para dar a la mujer y al chico un pequeño oasis de espacio. Sus rostros, habitualmente amorfos, mostraban ahora un animado interés. De hecho, disfrutaban con aquel interrogatorio.
— Tendrá que demostrar eso, señora — dijo el policía.
— Nació antes del Edicto — gritó ella— . Seis meses antes. Le digo que tiene ocho años.
El policía, de uniforme verde, se mostraba activo y poco enconado. Su misión consistía en hacer comprobaciones locales como aquella, allí donde hubiese un grupo de gente.
— Ahora lo veremos.
Sacó de su guerrera un tubo en forma de lápiz y apretó un extremo del mismo. Al otro extremo del tubo apareció una diminuta luz. La madre posó una mirada suplicante de un rostro a otro de la gente congregada.
— Lo que pasa es que es pequeño para su edad…
Los rostros de la gente eran fríos; no mostraban compasión alguna. Ahora el PolEst hizo una seña al muchacho.
— Ven aquí, hijo.
El muchacho se lo quedó mirando de manera insegura, pasmado. Miró a su madre, asustado. Ésta le hizo una seña con la cabeza para darle confianza. El muchacho, indeciso, dio un paso hacia el oficial. La muchedumbre estaba tensa, quieta, expectante, con las bocas entreabiertas en espera de lo que iba a suceder. Russ y Carole observaban, ambos conteniendo la respiración. Ahora el policía dirigió el extremo iluminado del tubo a la frente del niño. Lentamente aparecieron en la frente de éste las letras fluorescentes AE: Anterior al Edicto. Prueba visible de que era legítimo. Todos los niños concebidos o nacidos antes del Edicto habían sido marcados electrónicamente de aquella manera para facilitar y asegurar su identificación. Salió un murmullo de la multitud. El pequeño drama había terminado, el resultado era ya conocido y, evidentemente, estaban decepcionados. De repente, una mujer de entre la gente gritó con resentimiento:
— ¡Es falso!
— Esto no se puede falsificar, señora — respondió el policía. Entonces, dirigiéndose a la madre, dijo— : Perdone. Yo sólo cumplo con mi obligación.
La mujer tomó al niño de la mano y se alejó. Carole observó, fascinada, cómo se iba el niño.
— El nuestro habría tenido su edad — dijo.
Las palabras se le escaparon antes de que pudiera detenerlas. Al instante, al ver a Russ retroceder, se aborreció a sí misma. «Acuérdate de morderte la lengua la próxima vez — pensó, llena de furia— . Te estás comportando como una imbécil.»
Mientras volvían al MusEst en el monorriel, Carole Evans pensó de nuevo en el BabyMarket y en la mujer esperando con los brazos extendidos para recibir a aquella maldita muñeca que andaba hacia ella.
Sólo el pensar en aquello la ponía enferma. Todo aquello era un espectáculo increíble, escandaloso. Pero mujeres de todas partes lo aceptaban. Ella misma casi lo había aceptado. Había estado realmente dispuesta a convertirse en la madre de una muñeca, a darle su cariño, a creer que era realmente suya, a cuidar de ella, a lavarla y ponerle pañales, darle de comer y mirarla, al igual que hacía Edna Borden. Había ido allí al BabyMarket con toda la intención de hacerlo.
Ahora, al recordar, resultaba extraño cómo había empezado todo aquello del bebé.
En los primeros tiempos de su matrimonio con Russ Evans, nunca había pensado seriamente en tener un bebé. No podía decir que tuviese ninguna necesidad instintiva de traer al mundo descendencia, y, desde luego, nunca había habido en ella ninguna obsesión al respecto, como había visto en algunas de las otras mujeres. Además ellos, o sea la sociedad, o el gobierno, apagaban cualquier deseo que se tuviese de tener un hijo. Había normas y regulaciones que lo hacían muy difícil. Había que demostrar cierta cantidad de ingresos y que se disponía de la vivienda adecuada. El Estado gravaba a las familias con un tipo especial de impuestos por cada hijo que tenían, y el coste era tremendo. No se podía educar más que a un solo hijo a costa del Estado. Había que pagar la educación de todos los que se tuviesen además del primero, y el coste resultaba prohibitivo. Y así sucesivamente.
Anunciaban toda clase de propaganda persuasiva en carteleras, en letreros colocados en lugares públicos y en las pantallas murales. Pedían que no se engendrase a otro pequeño consumidor, otro pequeño contaminador, otro pequeño ladrón de espacio, porque ya costaba bastante sobrevivir tal como estaban las cosas. El Bocazas daba al menos seis o siete anuncios de este tipo al día. En realidad, todo aquello había comenzado hacía mucho, mucho tiempo, en la década de mil novecientos setenta, cuando se inició el movimiento CDC — Crecimiento Demográfico Cero— , cuando la gente empezó a comprender, a comprender realmente, el peligro que la amenazaba. De todas las maneras posibles, inducían a la gente a no tener hijos. La hacían sentirse egoísta y poco patriótica; la hacían sentirse criminal si seguía teniendo hijos.
Pero si, a pesar de todo, se quería tener un hijo, ello dependía de la decisión propia, y la gente seguía teniéndolos. Los miembros de las clases media y superior solían tener solamente uno por familia, a veces dos. Pero las clases más pobres y los ignorantes no hacían caso de ideas tales como la abstinencia; como siempre. Seguían teniendo hijos, hijos y más hijos, y se sentían seguros al saber que siempre podían sobrevivir gracias a la SegSoc.
Durante años, Carole había vivido oscuramente consciente de que algo faltaba en su vida. Todavía no había pensado seriamente en tener un hijo. Simplemente era consciente de que la acción de vivir era algo insípido e incoloro, de que el mundo era un lugar enfermo y desgraciado y de que la gente que lo habitaba, como ella misma, era enferma y desgraciada. Estaban los amigos, naturalmente, y todo el mundo reía y bebía y fornicaba en común, pero a nadie le interesaba realmente el otro, nadie realmente amaba al otro, para utilizar la antigua palabra. La gente quería simplemente sobrevivir; cada cual mostraba el cinismo necesario para ello, y cuidaba sobre todo de sí mismo.
Había que tener cuidado. No confiar en nadie. Incluso los mejores amigos podían informar sobre uno, venderlo o algo peor, por un poco más de espacio, un poco más de comida, un poco más de cualquier cosa que hiciese la vida soportable. Ella mantenía buenas relaciones con Russ, eran mejores cónyuges que la mayoría, y llevaban más tiempo juntos que la mayoría. Quizá fuese porque vivían en condiciones ideales. Pero en estos tiempos cualesquiera relaciones, por buenas que pareciesen, eran muy frágiles. A la gente que tenía que vivir en forma tan apretada que, literalmente, tenía que robarle el aire al otro para sobrevivir, le resultaba difícil soportarse.
El cambio le había sobrevenido hacía aproximadamente un año. Una mañana, el rostro de su hermana Helen había aparecido en la pantalla mural de la cocina. Helen vivía en la Urbanópolis 4662, una de las Ciudades Lineales que comprendían a Mediópolis. Helen tenía un niño de dos meses, y tuvo que ir durante un mes al HospEst. Rogó a Carole que fuese y cuidase del bebé. No había nadie más.
El cuidar del hijo de su hermana, John, había constituido una revelación.
No había ningún cinismo en aquel niño. Exigía unas relaciones sinceras, directas e inmediatas con Carole. Había que bañarlo, había que cambiarlo, había que darle de comer y había que quererlo. El pequeño John lloraba cuando estaba incómodo; a su manera simple y primitiva mostraba a Carole cuándo estaba satisfecho, y exigía que ésta mostrase también sus sentimientos. Su insistencia en su propio bienestar, su llanto en medio de la noche, el hecho mismo de que no pidiese excusa alguna por el hedor de sus heces, eran reales. Su tranquilidad cuando dormía era real. Su inocente vulnerabilidad exigía la protección de Carole y hacía imposible cualquier tipo de alienación. Y, a causa de todo aquello, la misma Carole empezó a sentir. Sentía una extraña y nueva satisfacción, una tranquila alegría, siempre que estaba con el niño. Incluso los insignificantes fastidios que a veces experimentaba a causa del pequeño John sabía que eran verdaderos sentimientos. Si el pequeño la necesitaba, ella lo necesitaba aún más. Cuidar del niño era como un tónico. Era un nuevo don. Era el antídoto contra el aburrimiento, el cinismo y la locura del mundo que la rodeaba. Daba un sentido a su vida. Y cuando se despidió del niño, lloró. Una vez más, ella se sentía vulnerable. Y sola.
Después de aquello, supo que quería un hijo. Más aún: ahora sabía que tenía que tener uno. Si no para permanecer cuerda, sí al menos para sentir.
Pero Russ no se había mostrado de acuerdo, al principio. Había señalado las dificultades, lo había descartado y había dicho que quizá más adelante… Finalmente, se había mostrado de acuerdo en que Carole concibiese a finales de enero, cuando él tuviese sus vacaciones de invierno. Pero les había sorprendido el Edicto, y el «quizá más adelante» se había convertido en «demasiado tarde».
Y así, durante casi ocho años, había ansiado un hijo y había sido estéril por decreto. Finalmente, como las otras, había cedido pensando que cualquier cosa era mejor que nada. Había firmado para seguir toda la rutina, había pasado por todo el proceso de lavado de cerebro, primero en las clases regulares donde se tomaban drogas y se veían películas persuasivas y las cintas de autosugestión materna, y había manejado las muñecas y las había lavado y acariciado y apretado contra sí, y había intentado creer que estaban vivas y eran suyas. Después de esto venían otras drogas, esta vez más sutiles y poderosas, que se tomaban de manera regular, y la fantasía se hacía más real cada día, hasta que se empezaba a creer, se empezaba a creer realmente. Y, por último, estaban las sesiones privadas con el doctor Ives y el doctor Goodell, que eran persuasivos, tan persuasivos, con sus voces suaves y los narcóticos que prescribían, que se creía aún más. Aseguraban que a veces, naturalmente, se podían tener ciertas dudas, que se podía pensar que el bebé no era realmente el propio hijo y que no era verdaderamentereal. Pero aseguraban que se trataba sólo de regresiones temporales que desaparecerían por completo con el tiempo, y, naturalmente, cuando la satisfacción del deseo era realmente baja y la creencia flaqueaba realmente, se les podía llamar por el teléfono de la pantalla mural en cualquier momento y ellos estarían dispuestos a prestar su ayuda.
Pero la experiencia de hoy le había demostrado que había fracasado y siempre fracasaría. Carecía de lo que hacía falta, carecía de la fe necesaria, no podía creer. Sabía que sólo había una cosa que podía satisfacer el hambre terrible que sentía, el terrible anhelo que la poseía día y noche. Si hubiese habido alguna posibilidad de adoptar un niño de verdad habría podido aceptar esto. Lo habría querido, y con el tiempo habría sido suyo. Pero todos los huérfanos, todos los niños disponibles de cualquier edad, habían sido adoptados hacía años. Esto dejaba solamente una alternativa. Sabía que tenía que tener su propio hijo, un hijo suyo que viviese y respirase, carne de su carne. Tenía que tener su propio hijo, como fuese, fuera cual fuese el riesgo o el castigo, aun sabiendo que tanto ella como Russ serían ejecutados por el Estado si ello llegaba a descubrirse. Y, si Russ no aceptaba, entonces tendría que ser otro hombre. Cualquiera.
De otro modo, no había razón para seguir viviendo.