23

Russ se abrió paso por el final de pasadizo, miró las estrellas y olió el aire dulzón que entraba a raudales por él. Amplió la abertura con la pala, la arrojó al suelo y dijo a Carole:

— Será mejor que eche un vistazo primero.

Ella asintió con la cabeza, todavía agachada debido a lo bajo que era el techo del pasadizo. Tenía a John en brazos y a sus pies estaban las dos pesadas mochilas. Russ se asomó por el agujero y miró atentamente a su alrededor.

Las estrellas irradiaban sólo un poco de luz y Russ dio las gracias porque no hubiese luna. Miró a su alrededor atentamente. La zona parecía desierta. Dos grandes magnarrayos montados sobre torres de vigilancia cerca del Pabellón de las Flores barrían aquel sector del MusEst en grandes arcos móviles. Habían sido instalados hacía unos meses para dificultar la entrada a los cazadores furtivos, los cuales, a pesar del muro de duroplast y de todos los dispositivos electrónicos de detección, siempre encontraban la manera de entrar en el parque. Los rayos barrían una zona entrecruzándose, pero no llegaban a la Calle Antigua Norteamericana.

Russ introdujo los brazos por el agujero y tomó suavemente a John de brazos de Carole. Ella le entregó las mochilas y entonces Russ la ayudó a salir por el boquete. Se llevó consigo la pala, atándosela a la espalda. Había una hilera de altos arbustos a unos pocos metros y éste era su siguiente objetivo. Russ tapó cuidadosamente el agujero con matorrales. Entonces dijo a Carole:

— Yo iré primero y luego te haré señas para que cruces.

Había estudiado la zona barrida por los magnarrayos otras noches, calculando el tiempo que necesitaría para llegar a la hilera de arbustos. Mantuvo a John en sus brazos y contó unos segundos. Entonces fue corriendo hasta la hilera protectora. Consiguió llegar unos pasos por delante del rayo. Se agachó junto a los matorrales y volvió a observar el rayo.

Entonces hizo señas a Carole para que echase a correr.

Ella atravesó corriendo la zona descubierta, agachada. Pero ahora Russ vio con horror que había calculado mal. Había basado este movimiento en su propia velocidad, no en la de Carole. El rayo de luz se movía hacia ella veloz e implacablemente. Carole lo vio venir y se echó al suelo cara abajo. El ángulo del rayo era tal que pasaba a sólo unos centímetros de su cuerpo postrado. Cuando éste pasó se levantó y, con un último arranque de velocidad, casi se hundió en la protección de los arbustos.

— Santo cielo — dijo él— . No creía que fueras a conseguirlo.

Ella quería decir algo pero no podía. Sólo fue capaz de mover la cabeza de un lado para otro y boquear. Era allí, entre aquellos arbustos, donde Russ había ocultado el resto de provisiones que iban a llevarse para el viaje.

Había otras dos mochilas, llenas como las primeras, un hacha y una azada, ambas vitales para su futura supervivencia. Tenían ahora todo lo que podían llevar y, cargados como estaban, eran extremadamente vulnerables, puesto que sólo podían moverse lentamente.

Su siguiente objetivo era el lago. Pero a fin de llegar a él desde aquel punto tenían que cruzar la zona amplia y casi sin protección que rodeaba la exposición zoológica. En el lugar donde estaban reinaba una relativa tranquilidad y parecía lo bastante seguro. Los magnarrayos de seguridad no llegaban a esta zona. Empezaron a atravesarla con las espaldas encorvadas debido a la pesada carga. De repente en una de las jaulas cercanas un perro se puso a ladrar recelosamente. Luego otro. Y otro, hasta que un coro de aullidos llenó la noche.

Russ sabía que aquella zona solía estar patrullada y susurro a Carole:

— Por aquí. ¡De prisa!

Había una valla baja, de poco más de un metro de altura, colocada para que los visitantes no pisasen la hierba. Se agacharon detrás de la valla, dejaron caer sus mochilas y se echaron boca abajo; Carole abrazaba protectoramente a John, rezando para que el sedante que le habían administrado surtiese efecto y no se pusiese a llorar. Pasado un momento, vieron el rayo de una magnalinterna y la sombra de un guardia detrás de ella.

— Está bien, está bien — le oyeron gritar con voz ronca— . ¡Tranquilos!

Russ sabía quién estaba de servicio en la zona del zoo a aquellas horas de la noche y reconoció la voz del guardia. Era Frank Emmett, uno de los hombres de mayor edad. Pero los perros siguieron ladrando y saltando frenéticos contra las paredes de sus jaulas. Y ahora Emmett estaba alerta, receloso. Empezó a escudriñar con su linterna la zona del zoo, iluminando las zonas oscuras de detrás de las jaulas de perros y gatos y barriendo con ella la valla baja del otro lado. Por el modo en que se comportaba, era evidente que creía que los perros habían olido a un merodeador.

De repente, Emmett se volvió y empezó a andar hacia la pared baja. Su intención era clara. Iba a escudriñar la zona del otro lado con su linterna, en la creencia de que el intruso, si es que lo había, se escondía allí. Ahora se dirigía directamente hacia ellos. Carole se dio cuenta de que Russ se había puesto rígido, de que tenía la pala agarrada por el mango y tenía intención de usarla si se veía obligado. Y pensó: «Dios mío, Dios mío, no, no; vete, Frank, da la vuelta, vete.»

Pero Emmett siguió andando hacia ellos.

Estaba a sólo uno o dos pasos de ellos cuando enfocó la linterna hacia la derecha. En este instante, Russ lo atacó. Balanceó la pala, golpeó a Emmett en un lado de la cabeza y el guardia cayó al suelo como una piedra. Su linterna permaneció encendida sobre el suelo y rápidamente Russ la apagó.

Carole se puso en pie temblorosa. Vio a Russ de rodillas examinando al guardia. Se sintió enferma, la náusea le aferró la garganta.

— ¿Está muerto?

— No — dijo Russ. Entonces añadió, ceñudo— : Todavía no.

Se levantó y volvió a coger la pala. Miró al guardia tumbado. Carole se dio cuenta, con horror e incredulidad, de que Russ tenía la intención de matar a Emmett.

— ¡Russ, no!

— Tengo que hacerlo.

— No puedes.

Frank Emmett y su cónyuge eran amigos suyos. Tenían dos hijos pre-Edicto. La cara de Russ estaba contraída de ansiedad.

— ¿Acaso crees que quiero hacerlo? ¿No lo comprendes? Es una amenaza para nosotros, para nuestras vidas. Si vuelve en sí avisará a la PolEst. Les dirá que nos ha visto. Empezarán a buscarnos. Y si lo hacen nunca conseguiremos salir de ésta.

— ¡No! No tienes por qué hacer nada. ¡No nos ha visto!

— Me estaba mirando cuando he atacado.

— No. Eso es lo que te ha parecido. Estabas demasiado ocupado dándole con la pala. Yo observaba su cara. Acababa de iluminar la valla con su linterna y volvió la cabeza para ver.

— ¿Estás segura? — de repente la agarró del hombro y la sacudió— . ¿No me engañas?

— No. No, Russ. Lo juro.

La soltó despacio, sudando, y se volvió para mirar de nuevo al guardia caído. Lanzó un largo suspiro de alivio. Cuando Emmett volviese en sí informaría que un merodeador lo había atacado. Esto no era demasiado inusitado. Había ocurrido ya. Y él casi había matado a un hombre, a un amigo.

— Vamos — dijo a Carole— , vámonos de aquí.

En unos minutos llegaron al lago. Apenas podían distinguir la masa de botes de remos, que se balanceaban arriba y abajo en el agua como inquietos fantasmas, haciendo a veces ligeros sonidos al chocar suavemente entre sí los cascos. Había tantos cubriendo la superficie del agua que los dejaban a la deriva sin amarrar.

Russ escudriñó ansiosamente la parte alta del lindero. Había patrullado por esta zona muchas veces y sabía que el que estuviese de guardia solía pasearse por el lindero para tener una vista completa del pequeño lago. En aquel momento no había nadie. Hizo señas a Carole para que se escondiese detrás de un canal al borde del lago. Carole hizo lo que Russ le mandaba, manteniendo apretado contra sí a John. Éste seguía durmiendo profundamente. Russ echó a correr, agachado, y escudriñó ansiosamente con los ojos la superficie del lindero, listo para echarse de bruces en cualquier momento. Cogió un largo gancho y tiró de uno de los botes cercanos, arrastrándolo parcialmente a lo largo de la orilla. Desenganchó la lona impermeable y, rápidamente, cargaron el bote con sus provisiones.

Entonces Carole subió al bote y se echó boca abajo, siempre con John en brazos. Russ volvió a tapar el bote con la lona. Entonces empujó suavemente el bote lago adentro y fue andando tras él hasta que sólo su cabeza quedó fuera del agua. Se puso a nadar despacio, empujando suavemente el bote, de modo que pareciese que éste iba a la deriva, como los otros. Dirigió el bote hacia el centro del lago, guiándolo por entre el laberinto de botes. Intentó mantener la cabeza oculta en la sombra de la popa.

Su objetivo era una de las grandes aberturas de desagüe que había en el costado del lindero, en el lado opuesto del lago. De repente, el fulgor de un rayo blanco atravesó la oscuridad, barriendo la superficie del lago. Russ vio que venía de lo alto del lindero y que pertenecía a un guardia, un hombre llamado Tony Rovelli, que él sabía que estaría de servicio en el lago aquella noche. El rayo se dirigió rápidamente hacia el centro del lago.

Russ hundió la cabeza bajo el agua y contuvo la respiración todo el rato posible. Finalmente, cuando le pareció que sus pulmones estaban a punto de estallar, sacó lentamente la cabeza del agua.

Rovelli seguía escudriñando con su linterna la superficie del lago. El rayo iluminó el bote de Russ y éste volvió a ocultar rápidamente la cabeza. Desde el punto del lindero donde se hallaba el guardia el bote cubierto por la lona tenía exactamente el mismo aspecto que los otros.

Russ volvió a contener la respiración cuanto pudo. Entonces sacó de nuevo la cabeza y vio que la luz había desaparecido. Suavemente, con cuidado, volvió a empujar el bote hacia una de las enormes aberturas del lindero. Desde donde estaba ahora podía distinguir el letrero situado encima de la entrada con barrotes. No alcanzaba a leerlo en la oscuridad pero sabía lo que decía: «Prohibido entrar.»

Unos minutos más tarde estaba en la abertura. La proa del bote chocó ligeramente con los barrotes. Dio la vuelta al bote hasta la proa, y sacó un juego de llaves electrónicas del bolsillo. Estas llaves formaban parte del equipo corriente: todos los guardias del MusEst llevaban un juego. Cada llave tenía un color diferente con fines de identificación.

Buscó entre las llaves, y finalmente encontró la que buscaba y la insertó en el mecanismo de cerradura de la entrada. Se oyó un ligero zumbido, el sonido sordo de pestillos cayendo, y la maciza entrada se abrió lentamente.

Introdujo el bote poco a poco, alerta por si se oían de nuevo pasos en lo alto. Pero no se oyó paso alguno. Ajustó la puerta muy suavemente, la cerró con llave y se encaramó al bote. Entonces se puso a remar lentamente, intentado minimizar el ruido de los remos al chocar con el agua. El túnel estaba negro como boca de lobo, pero no se atrevía a utilizar su magnarrayo; aún no. Primero tendría que recorrer un buen trecho de camino. No quería correr el riesgo de que la luz se filtrase al exterior.

Al principio no pudo evitar que el bote golpease las paredes del enorme albañal. Pero conforme sus ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad consiguió evitarlo. Cada vez hacía más frío; la humedad empezó a metérsele en los huesos. El aire tenía un extraño y fétido olor. No era exactamente el olor de un albañal corriente. Tenía una cualidad diferente. Mohosa, metálica.

No había otro sonido que el suave chapoteo de los remos. El silencio era en aquel lugar total. Incluso el ligero sonido de los remos parecía una profanación. Russ sabía algo respecto a aquel lugar; había sido orientado sobre lo que había en él al principio de estar en el MusEst Cuarenta y Dos. Pero ésta era la primera vez que estaba allí dentro. Que él supiese, en realidad nadie había estado allí, al menos desde hacía muchas décadas.

Volvió una curva del canal, luego otra. Entonces, cuando estuvo seguro de que no era peligroso, encendió su linterna y desenganchó la lona.

Carole yacía de espaldas con John en brazos. Éste estaba ya despierto y ella tenía una mano cerca de la boca del niño para sofocar cualquier grito que éste profiriese. Carole pestañeó ante el fulgor de la linterna y apartó la cabeza.

— ¿Estás bien?

— Creo que sí — dijo ella— . Pero cinco minutos más bajo esta lona y seguro que habríamos muerto asfixiados. ¿Dónde estamos?

En lugar de responder a su pregunta directamente, Russ enfocó la zona con su magnarrayo.

Estaban en un gran cañón subterráneo por el que discurría el estrecho canal. Las paredes de este cañón se alzaban muy por encima del alcance del magnarrayo. Parecían fosilizadas, hechas de algún material que hubiese sufrido el supremo insulto del tiempo. Todo en aquel lugar parecía prohibido. Prohibida la entrada. Prohibido profanar el lúgubre silencio de aquella extraña y vasta tumba.

Russ concentró el rayo de luz en las paredes. Al principio parecían un mosaico no identificable de masa retorcida, montañas dentadas de chatarra formada por bloques metálicos aplastados, cubiertos por pesadas capas y escamas de moho. Había moho en todas partes; el agua sobre la que reposaba su bote era de color rojo apagado y como jarabe, y sus finas partículas llenaban la atmósfera en un polvo asfixiante. Las paredes eran absurdos bloques de chatarra inclinados hacia uno y otro lado en grotescas posturas, estratificados por capas sucesivas de una especie muerta y monstruosa.

Vagamente, en cada masa fundida, en cada bloque aplastado, podían discernir la curva ocasional de un guardabarro, el borde erosionado de una rueda, el entramado de un antiguo radiador, un ocasional reflector sin cristal. Había masas de cristal, el verdadero material imperecedero, en todas partes, saliendo de enmohecidos bordes metálicos. Veían de vez en cuando un tubo de escape ennegrecido, un anticuado cambio de marchas, los esqueletos de los monstruos en otro tiempo orgullosos que llenaban las carreteras y autopistas, el efluvio del pasado siglo XX.

— Santo cielo — dijo Carole con admiración— . Debía haber millones.

— Los había.

— ¿Cómo vinieron a parar aquí?

— Atascaban las carreteras y envenenaban el aire. La gente moría y tuvieron que evacuar ciudades enteras porque sus habitantes no podían ni respirar. Además ocupaban espacio necesario para la gente. Tuvieron que librarse de ellos.

Naturalmente pudieron identificar aquellos primitivos vehículos, puesto que los habían visto en las películas antiguas que a veces exhibían en los diversos museos. Costaba trabajo creer que la gente hubiera tenido en aquellos tiempos tanto espacio para viajar y que cada uno de aquellos vehículos fuese dirigido por un ser humano en lugar de funcionar automáticamente. No era de extrañar que muriesen tantos en pavorosos accidentes.

Durante la Crisis de la Contaminación había sido prohibida su fabricación y, finalmente, se habían puesto fuera de la ley los antiguos carburantes de toda clase. Una impura suspensión llamada smog había ahogado el aire. Durante varias décadas antes de esto la gente había venido hablando de la contaminación atmosférica, pero en realidad no habían hecho nada al respecto. Pero se llegó a un punto en que centenares de personas caían muertas por las calles durante las graves transmutaciones y la gente ya no se atrevía a salir de sus casas. Durante estos tiempos las calles de las grandes ciudades estaban vacías, pobladas tan sólo por fantasmas, y hasta el mismo sol parecía apagado. Finalmente, enormes masas de gente se manifestaron por las calles, llevando máscaras antigás y gritando que su derecho a respirar era más importante que el derecho de otras personas a obtener beneficios. Esto desató la Revolución y después de ella los automóviles, como se les llamaba, permanecieron quietos, abarrotando el paisaje por millones, pudriéndose y enmoheciéndose en las calles y en cualesquiera otras zonas despejadas que aún quedasen. Eran reliquias inútiles de otros tiempos, parte del problema de la basura sólida — que constituía en sí misma un problema— , y nadie sabía bien qué hacer con ellos. Era absurdo fundirlos y retener el metal, puesto que los metales habían sido ya sustituidos por los nuevos productos sintéticos tales como el duraplast. Durante cierto tiempo habían amontonado miles de aquellos vehículos en barcazas y habían remolcado éstas al mar abierto y habían volcado los automóviles por la borda. Pero esto empezó a causar graves daños a la ecología del mar, trastocando el delicado equilibrio de los elementos naturales que hacían posible el cuidado de los peces en el fondo del océano.

Y pasaron a constituir una amenaza para lo que se había convertido en la principal fuente de suministros alimenticios para todo el planeta.

Finalmente, al no tener ningún otro lugar donde colocarlos, habían enterrado los automóviles en vastas excavaciones como ésta dejando que se pudriesen. Se basaban en la teoría de que con el tiempo se convertirían en polvo y volverían a la tierra. Era extraño que la gente de aquella época hubiese considerado esta chatarra como símbolo de status, prueba del éxito personal. Los nombres eran particularmente interesantes. De vez en cuando, el magnarrayos de Russ iluminaba varios de aquellos nombres casi ilegibles: Impala, Mustang, Rambler, Continental, Firebird, Charger, Fleetwood, Malibu, Cougar, Coupe de Ville, Thunderbird. Muchos de ellos fueron bautizados con nombres de animales o pájaros que la gente admiraba.

Pero ahora, sentados en su pequeño bote, atrapados entre aquellas grandes y sueltas paredes de metal enmohecido, su curiosidad se desvaneció rápidamente y fue sustituida por el temor.

Carole se estremeció un poco:

— ¿Estás seguro de que esto tiene salida?

— Según el mapa tiene que haber una salida al puerto — dijo él.

— ¿Está muy lejos?

— A cinco o seis kilómetros.

— Supón que todo ha cambiado. Supón que en estos años han bloqueado la salida. ¿Qué hacemos entonces?

— No sé — dijo él encogiéndose de hombros— . Lo único que sé es… que no podemos volver atrás.

Empezó a remar de nuevo, de pie como un gondolero, dirigiendo el bote con un remo por el estrecho canal. El bebé se puso a lloriquear y Carole le dio de comer y lo cambió. La oscuridad que tenían delante parecía hacerse cada vez más densa, el aire más fétido. Empezaron a oír pequeños pero amenazadores ruidos en las grandes montañas de chatarra que asomaban sobre ellos a ambos lados, el sonido de metal contra metal. Parecía casi humano, como pequeños suspiros y quejidos, y de vez en cuando la enorme masa oscilaba suavemente, casi como algo viviente, como expresando su descontento ante aquella intrusión.

Durante aproximadamente un kilómetro su avance fue penosamente lento. En este punto el canal se estrechaba y a veces apenas parecía lo bastante ancho para permitir el paso del bote. Las montañas de chatarra parecían cada vez más altas y menos compactas. De vez en cuando un pedazo de metal se separaba de la masa, bajaba con estrépito por el lado de la mohosa montaña y caía al canal. Era una visión amenazadora, casi como el anticipo de una avalancha. De vez en cuando volvían a ver la masa de metal oscilando un poco, inquieta, como cansada de dormir en la misma posición. Y se daban cuenta de que en cualquier momento una parte cualquiera de aquella masa podía descender con un bramido, directamente sobre ellos, aplastándolos y enterrándolos para siempre.

Russ dirigía el bote con cuidado, intentando mantenerlo apartado de los costados, sabiendo que el chocar con ellos podía provocar pequeñas vibraciones que hiciesen caer sobre ellos toda aquella masa. Tanto él como Carole apenas se atrevían a respirar por miedo a que aquella montaña de metal los oyese.

Entonces, súbitamente, el bebé se puso a llorar. El sonido reverberaba por la enorme caverna, saltando, rebotando, resonando, repitiéndose. De las paredes empezaron a caer pedazos de metal a la corriente.

— Por el amor de Dios, Carole, ¡hazlo callar! — dijo Russ con furia.

— No puedo.

— ¡Tienes que hacerlo!

Carole lo tomó en brazos y lo meció. El bebé se puso a llorar con más fuerza. Finalmente, Carole sacó un pañuelo y le tapó la boca con él. Pero era demasiado tarde.

En algún lugar, el sonido de aquel lloro había despertado al monstruo durmiente. Las paredes, pesadas debido a la acumulación de chatarra suelta, empezaron a estremecerse y temblar. Empezaron a desprenderse pedazos de metal, que se deslizaban y descendían rebotando hasta el canal que tenían delante. Después los pedazos se convirtieron en un torrente, cayendo con un bramido justo delante de ellos y llenando la caverna de ondulantes nubes de moho.

Al principio no pudieron hacer otra cosa que permanecer allí paralizados. Una nube de polvo rojo los envolvió, impidiéndoles la visión. Entonces Russ agarró la lona, la estiró sobre sí y se echó protectoramente sobre Carole y el niño. Permanecieron juntos a cubierto en el fondo del bote.

Aguardaron así a que cesase el ruido, esperando verse enterrados en cualquier momento bajo los escombros. Pero poco a poco aquella perturbación cesó. Miraron afuera y vieron otra montaña de metal enmohecido. Pero ésta estaba en otra posición. Estaba directamente delante de ellos, bloqueando el canal, y de ella se desprendían aún nubes de moho.

— Russ, no podemos salir. ¡Estamos bloqueados!

— Saldremos — dijo él ceñudo.

— Pero no podemos. ¿No lo ves? — se echó a reír histéricamente— . Después de todo este camino… ¡Ahora lo único que podemos hacer es esperar aquí a que venga la muerte!

Continuó riendo salvajemente y él gritó:

— ¡Basta!

Carole ni siquiera lo oyó. Su risa resonaba en aquel gran cementerio. Pedazos de las paredes sueltas empezaron a caer de nuevo al canal. De repente Russ le propinó un fuerte bofetón en la cara. Ella se detuvo bruscamente.

— Lo siento — dijo él con suavidad.

Señaló con la cabeza las grotescas paredes, y ella comprendió que había estado a punto de provocar otra avalancha. Russ le tocó de manera contrita la mejilla, la que había abofeteado, y entonces la rodeó con el brazo. Ella apoyó la cabeza contra su hombro fatigada.

— Me parece que da igual — dijo—  que nos quedemos enterrados aquí… o allí.

Russ bajó del bote, se abrió paso por la sucia agua y contempló la nueva montaña de escamoso metal que les impedía el paso. Ésta subía en un ángulo de treinta grados y tenía unos quince metros de altura. Durante un momento miró desesperado aquella cuesta de hierro. Entonces empezó a trepar por ella, resbalando y deslizándose al subir y haciendo que se soltasen de la masa pedazos de chatarra que bajaban cuesta abajo detrás de él, mientras procuraba agarrarse con los dedos al metal mohoso y retorcido. Llegó a lo alto y miró cuesta abajo.

Al otro lado, el canal quedaba libre.

Se deslizó cuesta abajo hasta el bote. Los dedos y nudillos le sangraban. Dijo a Carole que bajase del bote con John. Cogió la cuerda de amarre del bote, la ató de manera segura a la proa y entonces se ató también alrededor de la cintura. Una vez hecho esto empezó a arrastrar el bote cuesta arriba de aquella montaña metálica, paso a paso.

El fondo del bote chillaba a modo de protesta mientras Russ lo arrastraba por el enmohecido metal. Carole intentó ayudarle, tirando de la cuerda con una mano mientras con la otra sostenía a John. Era un trabajo lento y agotador. Y peligroso. Russ tentaba cuidadosamente cada paso antes de tirar del bote. A cada pulgada de avance caían escombros cuesta abajo.

Pasadas lo que parecían horas, llegaron a la mitad de aquel extraño acarreo.

Russ, con el rostro contorsionado y los músculos hinchados, aplicó el último resto de fuerzas que le quedaba a los últimos pasos que faltaban para llegar a lo alto. Entonces cayó de bruces agotado.

Después consiguieron deslizar cuidadosamente el bote por la otra cuesta e introducirlo en el agua. Russ tomó los remos y reiniciaron el viaje.

Pasó una hora tras otra y perdieron la noción del tiempo. No había más que el canal, que se extendía interminablemente delante de ellos, discurriendo alrededor de las enormes pilas de antiguo metal y el terrible hedor del agua ensuciada por el moho. Los únicos sonidos que se oían eran el ocasional y ligero choque del bote y el suave chapoteo de los remos.

El canal parecía ensancharse y avanzar de manera más abierta por entre las montañas de chatarra. Y finalmente lo vieron. Un pequeño disco de luz de sol en lo más profundo de la oscuridad.

Era el final del túnel.