22

Todos los miércoles por la mañana, justo una hora antes de que se abriera al público la puerta de duroplast, George Borden presidía una reunión de personal. Éste incluía a todos los guardias del MusEst bajo su mando. Los temas discutidos eran en su mayoría rutinarios. Concernían a materias de seguridad, técnicas de vigilancia del público, cambios de destino e informes sobre la actuación del personal.

Esta mañana, un mes después de que Edna Borden se hubiese hecho cargo de la custodia parcial del bebé, había un aire de excitación en la larga mesa rectangular alrededor de la cual estaban todos sentados.

La ocasión era casi festiva. George había encargado, como una especie de aguinaldo, una cafetab adicional para cada uno de los hombres. Estaba de muy buen humor y la crítica que hacía de la labor de cada hombre era casi amable en lugar de aguda. Normalmente, estas reuniones del personal producían una gran tensión. Si un hombre no estaba a la altura deseada, si los informes de su actuación eran deficientes, corría el riesgo de ser despedido por George. Y esto significaba la pérdida del paraíso y el regreso a aquel infierno, a la megalópolis. Se rumoreaba que George Borden aceptaba a escondidas calorías de algunos hombres que veían peligrar su puesto. Pero nadie había demostrado esto y nadie se atrevía a intentarlo.

El caso es que los hombres, dándose cuenta del estado de ánimo de George, se sentían completamente relajados y seguros. Y esperaban con entusiasta expectación el anuncio que sabían tenía que hacer este día. Por fin llegó el momento: George se levantó y golpeó su copa con la cuchara.

— Muy bien muchachos — dijo con una sonrisa— . Antes de terminar hablemos del verdadero tema de esta reunión — la risa y cháchara de los hombres cesó; todos se inclinaron hacia delante y observaron a su jefe con intenso interés— . El comité ejecutivo se ha decidido finalmente sobre quién será nuestro delegado en la gira mundial. Según mi recomendación personal, naturalmente. Emprenderá viaje dentro de dos semanas. Como todos saben, esto significa un mes de viaje, con calorías adicióneles, salario completo y todos los gastos pagados para el afortunado… y su cónyuge. Les diré una cosa. Si tuviera la influencia necesaria me escogería a mí mismo — soltó una risita y todos los demás rieron, tal como estaba mandado, con cierto nerviosismo— . Pero, en serio, el hombre escogido es uno al que todos conocen, uno que lo merece y que ha llegado por el camino difícil. Y no podría encontrarse un hombre más adecuado — de repente se volvió y señalo dramáticamente a Russ— . ¡Russ Evans, levántese!

El aplauso fue sonoro. Los hombres sentados al lado de Russ lo felicitaron por haber ganado este premio, dándole palmadas en la espalda. Russ permaneció sentado en su asiento, inmóvil y con los ojos clavados en George. Su jefe desplegaba una sonrisa cálida, amplia y benévola.

Russ había esbozado mentalmente numerosos planes de huida. Pero todos tenían un fallo fatal. Si él, Carole y el bebé abandonaban el parque una noche no tendrían el tiempo suficiente antes de que los Borden dieran la alarma. Era muy probable que Edna Borden, en medio de su furia y frustración, los denunciase, tanto si George intentaba detenerla como si no. Y, naturalmente, ellos podían decir que no sabían nada del niño.

Sólo había una manera de salir con el tiempo suficiente para tener cierta seguridad. Y sólo había un lugar adonde podían ir. Esta idea venía germinando desde hacía algún tiempo en la mente de Russ. Ahora, bajo la presión de la nueva maniobra de George para separarlos de su hijo, se convirtió en un plan.

Se daba cuenta de que era desesperado y seguramente suicida. Tendrían que abandonar el MusEst Cuarenta y Dos en secreto y estarían en peligro durante todo el camino. Resumiendo, esta escapatoria podía llevarlos a la tumba. Y aunque llegaran a su destino, aunque sobrevivieran al terrible viaje que tendrían que efectuar, quedaba la cuestión del tiempo que sobrevivirían.

Lo extraño del caso era que su éxito dependía de Edna. Era con ella con quien contaba para que su huida fuese posible. Era un juego loco y, sin querer, Edna Borden podía hacerlo saltar todo por los aires.

No habló de ello inmediatamente con Carole. No quería que se hiciese falsas ilusiones, y primero tenía que prepararlo todo en su mente, detalle a detalle, movimiento tras movimiento, hacer que todas las piezas encajasen. Fue al Enciclorama y vio una vieja infocinta relativa al crecimiento de la metrópolis. Estaba particularmente interesado en averiguar dónde iban a parar los enormes túneles, las salidas de desagüe cuyas entradas horadaban el lindero del lago del MusEst. Sabía lo que había en ellos y para qué habían sido utilizados además de simple desagüe. Pero lo importante era adónde iban y, sobre todo, su punto exacto de terminación.

Y averiguó lo que quería saber.

Finalmente se lo dijo a Carole. Le contó todos los detalles. No anduvo con rodeos y le expuso la verdad:

— No es cosa fácil, Carole. Puede que no lo consigamos. Puede ocurrimos cualquier cosa por el camino. Y aunque lleguemos allí, tendremos que luchar para vivir. Es posible que no sobrevivamos mucho tiempo. Ya sabes qué clase de lugar es.

Ella estaba muy tranquila:

— Comprendo — dijo— . ¿Cuándo empezamos?

— ¿Estás segura de que quieres hacerlo?

— Haré cualquier cosa con tal de salir de aquí — dijo— . Para estar aquí y dejar que Edna me quite el niño me da lo mismo morir. Seguramente me mataría antes o después. Preferiría morir allí adonde vamos que aquí. Al menos tendría a John conmigo.

Después de esto empezaron los preparativos. Sólo les quedaban diez días para ir de vacaciones, según había dispuesto George Borden. Se racionaron aún más la comida a fin de acumular provisiones adicionales para el viaje. Hicieron efectivas sus plastitarjetas de calorías un mes antes de tiempo en el mercado negro de la megalópolis, perdiendo una buena cantidad. Gradualmente fueron vendiendo también en el mercado negro las verduras que habían sacado de su huerto. Éstas harían demasiado bulto para llevárselas en la huida y las cambiaron por tubos de algas, y plancton de tipo corriente. Como las verduras eran imposibles de conseguir, este intercambio redundó en su beneficio.

Llenaron dos mochilas con los suministros que necesitarían para sobrevivir al menos temporalmente. Carole envolvió las semillas que habían guardado para plantar el año siguiente en pequeños paquetes a prueba de humedad. Sus vidas dependerían durante mucho tiempo de ellas.

Russ volvió a inspeccionar el pasadizo de emergencia que salía del refugio. Y dio las gracias mentalmente a los antiguos ocupantes por haber pensado en ello. Observó el final del pasadizo, la zona que estaba bloqueada por tierra y residuos, y calculó que tardaría una hora, quizá dos, en cavar una salida. Sabía que la obstrucción era delgada y estaba cerca de la superficie. Se alegró de no tener que introducirse en la cabaña de servicio cerca de la exposición de las flores para robar una pala. Habían encontrado una pala enmohecida en el refugio, cuando lo habían inspeccionado por primera vez, y Russ la había echado al pasadizo para que no estorbase, sin imaginar lo útil que les sería un día aquella antigua herramienta.

Esperaron lo que habían empezado a llamar El Día, rezando para que Edna Borden no los decepcionase.

Russ aguardaba junto a la ventana, vigilando lentamente por entre los postigos a la casa de los Borden. El bebé estaba en la cuna bien arropado. Parecía inusitadamente tranquilo para aquella hora de la mañana, y yacía boca abajo, al parecer profundamente dormido. Tenía la cabeza completamente oculta bajo la pequeña colcha. Carole esperaba, nerviosa, una señal de Russ. Finalmente, éste levantó la mano sin dejar de atisbar por entre los postigos.

— Ya vienen.

Había visto a los Borden saliendo de su casa. Ahora atravesaban vivamente el césped hacia la casa de los Evans. Carole y Russ se pusieron rígidos ante el choque que sabían se aproximaba. Russ se volvió hacia Carole.

— ¿Todo preparado?

— Sí.

— No pierdas la cabeza. Mantente tranquila.

Ella asintió con un gesto. Sonó el timbre de la puerta. Russ respiró profundamente y luego la abrió. Los Borden estaban allí. George sonreía y la cara de Edna relucía de expectación, radiante ante la perspectiva de tener al pequeño John para sí todo un mes.

George echó un vistazo a la casa. Entonces, un tanto sorprendido, dijo:

— ¿Todavía no habéis hecho las maletas? Quedamos en que os ibais dentro de media hora.

Los ojos de Edna buscaban ansiosamente la cuna. Y entonces dijo a Carole:

— ¿Cómo ha dormido?

Carole, como petrificada, miró fijamente a Edna sin contestar. George esperaba una recepción hostil y aquello no le molestaba. Mantuvo una fachada cordial.

— Es un gran viaje — sonrió a Russ— . No hay nada como viajar para mantenerse al día.

Los Borden seguían de pie en el umbral. Nadie los había invitado a entrar. Edna, impaciente ante aquellos preámbulos, se dirigió hacia la cuna. Russ se le interpuso rápidamente impidiendo que siguiese su camino. Entonces, muy fríamente, dijo a George:

— A propósito del viaje…

— ¿Qué?

— Hemos decidido no ir.

George miró fijamente a Russ. Seguía sonriendo. Edna se quedó helada.

— ¿Cómo has dicho?

— No vamos.

Vio que Russ hablaba en serio. La sonrisa se esfumó. Miró a Edna, confuso. La cara de ésta se contraía. Y miró furiosa a Russ.

— Tienen que ir. ¿No es verdad, George? Tienen que ir.

Su cónyuge estaba claramente asombrado ante aquella muestra de coraje por parte de su subordinado. Pero siguió con aire fanfarrón.

— Es verdad, Edna. Tienen que ir. Muy bien — añadió dirigiéndose a Russ— , quiero que tú y tu cónyuge salgáis de aquí exactamente dentro de diez minutos.

— Es inútil — dijo Russ tranquilamente— . Ya os lo he dicho, ¡nos quedamos aquí! Convéncete, ¿quieres, George? Esto ya no es un juego.

— Oye — dijo George, pasmado, y rió nerviosamente— , ¿qué es lo que pasa? ¿Se trata de una decisión repentina, Russ? ¿O algo que venís pensando desde hace tiempo? Bueno, en realidad es igual. Quiero decir que, a mi modo de ver, no estáis en una posición adecuada para dictar condiciones. Me costó lo mío conseguiros a ti y a Carole estas vacaciones y, maldita sea, ¡vais a tomarlas! — acercó su cara a la de Russ— . ¿Comprendes, compañero? ¡Basta con que diga una palabra para que los tres volváis al hormiguero!

— Cuando quieras.

— Bueno, por el amor de Dios…

De repente, Edna se puso a gritar a su cónyuge:

— ¡Cállate! ¿De qué estás hablando, George? ¡No puedesdejar que se vayan! Quiero al niño — recalcó, despacio y como obsesionada.

— Lo siento, Edna — dijo Russ— . Parece que sigues sin comprender. Todo se acabó. A partir de ahora, John se queda con nosotros. Siempre.

— Ahora me doy cuenta de que os habéis vuelto locos — dijo George.

Edna se mostraba maníaca ante la perspectiva de quedarse sin el niño:

— ¡Estáis todos locos! — gritó— . ¡Voy a sacar a mi bebé de aquí!

Pasó al lado de Russ y fue hacia la cuna; tomó el niño en brazos y salió corriendo de la casa. Ni Russ ni Carole hicieron movimiento alguno para detenerla. George miraba, pasmado, mientras Edna pasaba como un rayo por su lado. Entonces se esforzó para hacerse de nuevo cargo de la situación.

— Vosotros preparad las maletas. Os quedan diez minutos si queréis que olvide todo esto.

Se volvió y salió de la casa. Se detuvo súbitamente cuando Edna se puso a chillar. Se le salían los ojos de las órbitas y su chillido era de loca, como el de una vieja demente que se hubiese visto frustrada. Estaba en el camino situado entre las dos casas y sostenía el «bebé» de Carole de una pierna, de modo que éste colgaba impotente cabeza abajo. Se puso a llorar. Al parecer Edna no lo oyó ni le importaba. Levantó a la lloriqueante criatura por encima de la cabeza.

— ¡Edna! — gritó George horrorizado— . ¡Por el amor de Dios…!

Echó a correr hacia ella, pero era demasiado tarde. Edna tiró al niño al suelo y el cuerpo de éste produjo el sonido obsceno de un huevo al romperse. Yacía allí, retorcido y grotesco, con la cabeza abierta y la boca moviéndose lastimosamente, pero sin proferir sonido alguno. No había sangre. Del cráneo roto salían pedacitos de alambre procedentes de la caja de programación.

— ¡Tienen a mi bebé, mi bebé, mi bebé! — gritaba Edna.

Empezó a avanzar hacia la casa de los Evans sin dejar de gritar la misma frase. Su voz llamó la atención de la muchedumbre de visitantes apretujados contra la barrera. Ahora estaban pendientes de ella en lugar de la locutora electrónica.

George Borden tardó un momento en darse cuenta de que el bebé que Edna había arrojado contra el suelo era el otro «John», el muñeco de plástico que Carole había comprado en el BabyMarket. Pero reaccionó al instante contra el peligro que representaba la histeria de Edna allí en el exterior. Veía ya que algunas cabezas se volvían hacia ella y la miraban con curiosidad. Estaban, sin embargo, a cierta distancia y rezó para que no se diesen cuenta de lo que decía.

— ¡Por el amor de Dios, Edna, cállate! — la agarró e intentó taparle la boca con la mano. Ella se debatió, luchando para alejarse. En las comisuras de su boca aparecieron burbujas de espuma. Consiguió volver la cabeza mientras la fuerte mano de George intentaba sofocar sus gritos, y lo mordió con fuerza. Él aulló de dolor y la soltó un momento. Edna se puso a correr directamente hacia la puerta, donde estaban Carole y Russ.

— ¡Mi bebé! ¡Dadme a mi bebé!

Cuando estaba a punto de llegar a la puerta, Russ la cerró de un portazo delante de sus narices.

— Vamos — dijo Russ a Carole— . Baja a por él.

Ella bajó corriendo al refugio y subió un momento después llevando a John en brazos. Edna golpeaba la puerta fuera de sí.

— Lo diré — gritaba— . ¡Lo diré, lo diré!

George fue hacia ella y le dio un fuerte bofetón.

— ¡Maldita seas! ¿Quieres callarte?

Esto pareció agravar aún más su locura. Se volvió y echó a correr. George intentó detenerla pero no lo consiguió. Edna se dirigió corriendo al centro de la calle gritando con todas sus fuerzas a la gente y señalando a la casa de los Evans.

— ¡Bebé! ¡Bebé! ¡Bebé! ¡Bebé!

La muchedumbre, todavía atascada al final de la calle, empezó a moverse. Los rostros apagados se iluminaron, sus cuerpos se enderezaron, un fuerte murmullo empezó a correr por entre la gente que presentía la excitación de un próximo castigo. Era como un clímax colectivo. Alguien se puso a cantar:

— ¡Bebé! ¡Bebé!

La muchedumbre repitió el cántico con un bramido potente, rítmico y gélido: «¡Bebé, bebé!» De repente, la gente estaba borracha de esta palabra. Uno de los guardias estaba ya hablando por un comunicador de mano a la estación de la PolEst situada junto al MusEst. Faltaba poco tiempo.

La muchedumbre se lanzó contra la barrera. La destrozó como si fuera un palillo y pasó por encima haciendo a un lado a los guardias. Marchó por la calle hacia Edna como una falange humana. Una vez más ella señaló a la casa de los Evans.

— Bebé — dijo con voz ronca— . Bebé.

Carole y Russ observaban todo esto tranquilamente por la ventana, a la vista de la gente. Veían a George contemplando a Edna, horrorizado e impotente. La muchedumbre parecía ahora interminable, discurriendo por la calle y obstruyéndola. Los cientos de personas se convirtieron en miles a medida que la gente de otras zonas cercanas del MusEst abandonaba las exposiciones y se dirigía corriendo hacia la calle, atraída por la perspectiva de una diversión sustanciosa. Rodearon la casa de los Evans, pisoteando los céspedes y patios posteriores de las casas cercanas en su esfuerzo por situarse bien y conseguir una buena visión del espectáculo.

— Por ahora va bien — dijo Russ— . La buena de Edna… ¡se está portando estupendamente!

Carole estaba blanca como el yeso y temblaba de terror:

— Es horrible. Horrible. ¡Escúchalos!

— Pronto habrá pasado todo.

— Santo cielo — dijo ella— . Espero que termine pronto.

Él la rodeó con el brazo para darle confianza. Al otro lado de la ventana aquel océano de rostros los observaba con curiosidad. No se mostraban hostiles. De hecho parecían agradecidos, como cualquier muchedumbre estaría agradecida a unos actores que le hubiesen prometido un buen espectáculo. Algunos de ellos, sin dejar de cantar, sonreían y saludaban con la mano de una manera cordial, como las muchedumbres de hacía siglos habían reído y bromeado con las víctimas en las ejecuciones públicas. Estaban especialmente interesados en John, pero Carole lo mantenía agarrado contra sí con la carita escondida contra su hombro. Señalaron al bebé y mediante señas rogaron a Carole que lo mostrase para que pudiesen verlo. Su talante parecía diferente del de la gente que habían visto hacía meses, cuando habían presenciado por primera vez un castigo. Quizá fuese debido a que la gente estaba de fiesta y era época de carnaval.

— ¡Bebé! — cantó la multitud— . Bebé, bebé, bebé…

En algún lugar empezó a sonar un claxon. La Patrulla de Castigo se acercaba, podía oírse el zumbido amenazador de los solargiros. El canto desapareció en un silencio total y todas las caras se volvieron hacia arriba al mismo tiempo. Edna Borden estaba en primera fila. Su locura se había esfumado, sustituida por un lento y creciente horror. Empezó a mover la cabeza despacio, como negando todo aquello. Después se tapó el rostro con las manos y empezó a sollozar.

Había llegado una pequeña delegación de la PolEst que, junto con los guardias del MusEst, contenían a la muchedumbre. Los solargiros daban ahora vueltas directamente sobre la casa. El comandante de los PolEst se adelantó hacia Edna y entonces gritó a Carole y Russ, que estaban en la ventana:

— ¿Niegan ustedes la acusación de esta mujer?

Russ negó con la cabeza. Esta pregunta se hacía ahora en todos los casos. En dos o tres ocasiones, los PolEst habían cometido errores debido a las prisas. La gente implicada había sido asfixiada con demasiada rapidez, sin que hubieran tenido siquiera la ocasión de negar la acusación. Luego se había averiguado que tenían un muñeco y no un niño de verdad. Ahora querían asegurarse de que la acusación estaba bien fundamentada.

El comandante, satisfecho, hizo una seña a los solargiros que rondaban sobre sus cabezas. La temida semiesfera blanca, con la palabra «Transgresores» sobre su gran vientre de plástico, pendía sobre la casa. La semiesfera era mucho mayor que la que habían visto antes; su enorme boca era lo suficientemente amplia para devorar el edificio entero. Ahora empezaba a descender. La muchedumbre la observaba fascinada.

Edna Borden echó a correr hacia la casa gritando. Por un momento pareció que su intención era colocarse bajo la semiesfera y morir junto con los ocupantes de la casa. Un PolEst la agarró y la echó hacia atrás rudamente. Ahora, la gran semiesfera opaca cubría la casa, ocultándola a la vista de la gente. Se posó sobre el suelo con un ruido sordo. Permanecería allí una semana o dos como una muda lección para todos. Después se la llevarían y la casa tendría nuevos ocupantes.

Edna volvió a correr hacia la semiesfera. La golpeó con los puños y después cayó al suelo sollozando. El comandante fue hacia ella, hizo una anotación en un cuaderno, arrancó la hoja y la dejó caer al suelo a su lado.

— Aquí tiene sus calorías adicionales, señora.

Ella ni oía ni le importaba. Una ráfaga de viento se llevó la hoja de papel y ésta fue revoloteando hasta la multitud. Por un momento, los que estaban delante la contemplaron fascinados. Entonces se echaron hacia delante, peleando por su posesión.

Dentro de la casa, toda la luz y el sonido del exterior quedaban apagados. Carole y Russ esperaban en la oscuridad, intentando aclimatarse a aquel nuevo y terrorífico ambiente. El silencio de su tumba era fantasmagórico, casi les gritaba. Estaban metidos en un ataúd blanco, sin aire alguno. La gran mortaja envolvía a la casa como una piel tirante hecha de un producto sintético, tan duro que nadie podía atravesarlo.

Encendieron las luces. Les parecía ya que el aire iba desapareciendo, que empezaban a ahogarse. Pero sólo lo imaginaban. En realidad quedaba el suficiente oxígeno para subsistir bastante tiempo después de que estuviesen listos para la marcha.

Dentro de unas dos semanas, cuando la lección de la casa ahogada hubiese sido asimilada por los que la habían presenciado, se llevarían la cubierta de plástico. Entonces esperarían encontrar a la familia Evans muerta por asfixia. Pero se encontrarían con que había desaparecido. De esta manera, Russ Evans contaba con el tiempo suficiente para su huida.

No podían hacer otra cosa que esperar. Esperar en su tumba hasta que el MusEst Cuarenta y Dos cerrase y llegase la oscuridad.