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En el noveno año del Edicto la PropGob empezó a hacer vagas promesas destinadas a mitigar el resentimiento público provocado por el decreto. Se hablaba de una rebelión popular contra él. Unos cuantos cabecillas se alzaron para protestar abiertamente contra él, pero fueron liquidados rápidamente. Empezó a formarse un movimiento clandestino. Dándose cuenta de que el pueblo quería ver resultados a cambio de sus sacrificios, la PropGob empezó a lanzar optimistas pronósticos a través del Bocazas. Los ancianos seguían muriendo, aunque lentamente. Y lo que era más importante, no había nuevos estómagos que alimentar. Según dijo la PropGob, el índice de calorías se vería aumentado. Habría algo más de comida para todos. No mucha, advirtió. Pero sí algo más.

A la gente se le venía diciendo esto desde hacía tres años. Nada había ocurrido y esto resultaba muy cínico. No se podían comer pronósticos ni promesas. El noventa por ciento de los fallecimientos eran todavía causados básica y simplemente por la desnutrición.

En el Año Nueve (como lo llamaban algunos) llegó como de costumbre el día de Acción de Gracias. Y, aunque no había nada por lo que dar gracias, por ejemplo una mesa abundante, el Bocazas insistía en conservar la tradición, como hacía con todas las fiestas. Ensalzaba el recuerdo, si bien no el hecho. Aunque hacía mucho tiempo que esta fiesta en particular, más que ninguna otra, habría debido estar en algún museo de historia antigua.

Este día de Acción de Gracias, mientras el Bocazas pasaba sobre la zona norteamericana en su camino prescrito, los idiotas que lo programaban en el CentCom habían recurrido a los archivos de tiempos lejanos a fin de encontrar algo adecuado. Ahora, y con el tremendo mal gusto de siempre, el Bocazas llevaba a las muchedumbres que se arremolinaban en la Tierra alegría metálica en forma de un poema tradicional:

Cuando la escarcha está sobre la calabaza y el pienso en el almiar.

Y oyes el graznido del contoneante pavo macho,

La cháchara de las pintadas, y el cloqueo de las gallinas,

Y el kirikí del gallo mientras se pasea de puntillas por la valla; ¡Oh, entonces es el momento en que un tío se siente mejor! Con el sol naciente que lo saluda desde una noche de tranquilo descanso,

Mientras abandona la casa, la cabeza desnuda, y va a dar de comer al ganado,

Cuando la escarcha está sobre la calabaza y el pienso en el almiar.

La masa de abajo escuchaba disgustada mientras miraba al cielo. Y, en algún lugar, una voz gritó: «Bocazas, ¿por qué no te callas?» Miles y luego millones de voces roncas hicieron suyo este grito y la gente se puso a amenazar con el puño a aquella mota del cielo que los atormentaba. Con anhelo, pero poco esperanzados, muchos hablaban de apoderarse de una de las instalaciones de cohetes planetarios en plena noche y programarla para poder enviar un cohete y destrozar al Bocazas.

Pero éste no era sólo una esfera impersonal hecha de tubos y alambres y leves impulsos electrónicos. En esta ocasión reaccionó de una manera casi humana. Se mostró sensible y susceptible. Incitado por la crítica universal, dio de repente un anuncio untuoso dentro de su benevolencia:

«Al pueblo del sector norteamericano… BUENAS NOTICIAS. El GobMund ha decretado quinientas calorías adicionales para todos los ciudadanos en conmemoración de esta gran fiesta nacional. Feliz día de Acción de Gracias.» Y después otra sorprendente noticia: «Al pueblo de todo el planeta: debido a la ligera mejoría en la situación del equilibrio de la alimentación, a partir de este momento se añadirán automáticamente otras cincuenta calorías al IC.»

Las masas de abajo permanecían calladas, incrédulas. Y entonces, de entre ellas, una mujer gritó: «¡Ya era hora!», elevándose un grande y resonante bramido de aprobación, una intensa ola de felicidad que continuó sin disminuir durante toda una hora.

El refugio antiatómico estaba ahora completamente decorado. Tenía unas alegres cortinas y había una cuna para John, y Russ había construido cajones de almacenaje en el pasadizo de escape. Carole había cosido toda la ropa de John a la manera de antaño, ya que hacía muchos años que las tiendas no vendían ropa de bebé.

Estaba el problema de la llave de la casa, que Edna había tenido mientras Carole había estado fuera. Era peligroso permitir que Edna, al igual que George, entrasen en ella cuando les apeteciese mientras Carole estaba sola en el refugio dando de comer o cuidando al bebé. Verían que ésta no estaba en la parte de arriba de la casa; y esto, sabiendo como sabían que no había salido, excitaría su curiosidad. Casi inmediatamente Carole pidió cortésmente a Edna que devolviese la llave. Ésta lo hizo sin poner reparo. Ambas comprendían que ahora que Russ volvía a tener a su cónyuge ninguna otra mujer podía tener libre acceso a la casa, y que tenían derecho a su intimidad. Aparte de esto no hubo ningún cambio especial en sus relaciones. Edna seguía acostándose de vez en cuando con Russ y Carole con George, como habían hecho antes. Tanto a Carole como a Russ les desagradaba esto, pero no se atrevían a cambiar la costumbre, ya que ello crearía una situación de descontento, recelo y tal vez cambio. Era importantísimo mantener a toda costa el statu quo para bien de aquel bebé que estaba en lo más hondo del refugio.

Siempre eran conscientes del peligro que corrían. El temor de ser descubiertos los acosaba. Pero tenían otros temores aún más intensos: que la leche de Carole se acabase, que el bebé se pusiese lo bastante enfermo como para necesitar la atención de un médico. Afrontaron como pudieron los primeros hipos de John, el primer resoplido de su nariz, el primer esputo. Más adelante estuvieron preocupados durante los días en que el niño se mostró irritable y triste, durante los días en que tuvo cólico. Pero, alrededor del tercer mes, el cólico desapareció.

Por lo demás, el crío crecía normalmente. Aumentaba un cuarto de kilo a la semana y finalmente aprendió a levantar la cabeza del colchón, concentrando la vista sin esfuerzo; empezó también a sonreír de una manera cordial a sus padres. Como nunca veía a ningún extraño no había ocasión para que éstos lo importunasen. Russ y Carole le demostraban que lo querían cien veces al día y él comprendía esto a través de su proximidad, del contacto de sus manos, del sonido de sus voces y de sus ojos sonrientes. Durante aquellos primeros seis meses fue un niño sano y feliz.

Aquel Día de Acción de Gracias Carole estaba sentada en la cama intentando dar de mamar al bebé. Pero John no quería coger el pezón. Se agitaba inquieto y lloriqueaba, y Carole estaba preocupada.

— No está bien, Russ. Tiene fiebre.

— Eso les pasa a menudo a los críos — dijo él, encogiéndose de hombros— . Seguramente no es nada grave. Quizá sea la leche… quizá no sea nada. Bueno, es mejor que vayamos a casa de los Borden. Nos esperan.

El bebé, con el rostro encarnado, se puso a llorar rabiosamente. Y Carole dijo:

— No puedo dejarlo.

Russ la miró fijamente:

— ¿Qué quieres decir?

— Ya lo he dicho. No puedo dejarlo.

— Pero tienes que dejarlo.

— No puedo pasarme la cena de Acción de Gracias con ellos, allí sentada y charlando horas y horas mientras John está aquí abajo solo, enfermo…

— Oye — dijo él tranquilamente— , no se trata de lo que quieras hacer. ¡Se trata de lo que tenemos que hacer!

Entonces, Carole estalló:

— Pero, santo cielo, está enfermo. ¿No lo entiendes?

Apretó al lloroso bebé contra ella y lo meció suavemente, intentando calmarlo.

— Ve tú — dijo— . Dales mis excusas.

— ¿Qué excusas? ¿Qué voy a decirles…?

— Diles que no me encuentro bien.

— Insistirán en venir a verte.

— Diles lo que sea. Me importa un comino.

— Sabes que no puedo hacer eso.

— Y yo no puedo arriesgarme a dejar a John — dijo ella tercamente.

— No puedes arriesgarte a no dejarlo — dijo él— . Si no te presentas pueden sospechar algo — la cogió suavemente del brazo— . Por favor, Carole. No hagas las cosas más difíciles de lo que son.

Carole vio lo disgustado que estaba y finalmente aceptó la situación. Dejó a John suavemente en la cuna. Éste siguió llorando febrilmente.

— Santo cielo — dijo— . ¿Qué vamos a hacer?

— Ya se nos ocurrirá algo cuando lleguemos allí — dijo él— . Ya veremos la manera de que puedas volver aquí.

Subieron la escalera y, cuando Carole se dirigía a la puerta de la calle, Russ la detuvo.

— Te has olvidado algo — dijo.

— Ah, sí. John.

Al oír su nombre el muñeco que yacía en el sofá dijo: «Mama, ma-ma» y meneó sus bracitos artificiales. Carole lo levantó cogiéndolo de una pierna y el bebé, sobresaltado, emitió un chillido. Entonces, acunándolo, ella salió y empezó a cruzar el patio hacia la casa de los Borden, seguida por Russ.

Aparentemente al menos daba una impresión de radiante maternidad.

— Déjame que vea ese encanto.

Edna destapó la cara de John y le hizo una carantoña en la barbilla. En su rostro había una sonrisa cálida, inteligente y maternal. Su propio hijo, Peter, jugaba feliz en la cuna mientras George servía bebidas para todos.

— Ma-ma — dijo John— . Ma-ma.

— Oh — dijo Edna— . Qué simpático es. Sabía — agregó, sonriendo a Carole—  que cuando tuvieses un hijo lo querrías. Sólo es cuestión de adaptarse.

— Sí — dijo Carole— . Ahora me doy cuenta.

— Debo decir, querida, que has cambiado desde que tienes a John. Recuerdo lo desgraciada que te sentías cuando dejaste a Russ. No hay nada como alejarse unos meses de todo esto para que una chica se dé cuenta de la suerte que tiene.

— Me alegro de haber vuelto — dijo Carole.

— Te echamos mucho de menos — en la sonrisa de Edna había un ligero toque de malicia— . ¿No es verdad, George?

Él dirigió una sonrisa lasciva a Carole:

— Desde luego yo sí.

Carole miró a Russ y vio que su cara había enrojecido. Era evidente que a éste no le había gustado la observación de George y ella esperaba que no dijese nada para expresar su ira, aunque fuese de manera indirecta. Era más importante que nunca que siguiesen en buenas relaciones con los Borden.

— Edna — dijo George— . Me muero de hambre. ¿Qué te parece si cenamos?

La cena de Acción de Gracias servida por Edna era soberbia. Además de los alimentos sintéticos procedentes de tubos, los Borden y los Evans habían recogido un suministro adicional de verduras de los respectivos huertos, y George incluso había conseguido agenciarse un pequeño suministro de leche de las vacas exhibidas en el MusEst, leche que normalmente estaba estrictamente destinada al LabEst para investigación científica.

Russ observó estrechamente a Carole durante toda la cena. Ésta parecía muy disgustada y apenas era capaz de ir comiendo. Esto era tan inusitado que tanto Edna como George se dieron cuenta y hablaron al respecto. Carole se excusó diciendo que no se encontraba bien y George y Edna terminaron su plato entre los dos. Russ sabía dónde estaba su pensamiento y esperaba fervientemente que sabría contenerse y no haría ni diría ninguna tontería. Cuando sus ojos se encontraron le rogó calladamente que hiciese todo lo posible para contenerse.

Habían quedado en jugar al bridge después de cenar.

— Lo siento — dijo Carole— . Pero tendré que irme. Todavía me duele la cabeza.

— George, trae dos pastillas de esas nuevas que nos dio el doctor Stevens. Las rojas.

Carole empezó a protestar, pero Edna insistió:

— Son lo que se dice fantásticas, querida. Ese dolor de cabeza te desaparecerá en diez segundos. Te garantizo que van bien.

Carole vio que estaba atrapada y engulló las pastillas sin protestar. Tanto ella como Russ sabían que a los Borden les entusiasmaba el bridge y que habían decidido jugar aquella noche, y tendría que haber un terremoto para que se quedasen sin este placer. Carole miró, impotente, a Russ y éste se encogió imperceptiblemente de hombros, rogándole calladamente que siguiese a los demás. Pero ambos podían imaginarse a John en la cuna, llorando de dolor y tal vez ardiendo de fiebre. Russ pensó desesperadamente: «Si no encontramos alguna forma de salir pronto de aquí, Carole lo estropeará todo y se irá.» Veía en el rostro tenso y los ojos excesivamente brillantes de su cónyuge que ésta estaba a punto de hacer precisamente esto, atravesar corriendo el patio, meterse en la casa y bajar al refugio para ver a John, sin dar ninguna explicación y que los demás pensasen lo que quisiesen. Ahora estaba más que preocupado. Estaba asustado.

George y Edna querían jugar al estilo Chicago y cambiar de compañero después de cada partida, pero Carole insistió en jugar sólo con Russ. Manifestó que había estado alejada mucho tiempo y quería acostumbrarse de nuevo a jugar con su cónyuge. Los Borden, viendo que esto era lógico, se mostraron de acuerdo.

Jugaban a un décimo de caloría el tanto. En la primera mano, Edna presentó cuatro espadas e hizo juego. George estaba exultante mientras cogía las cartas para la siguiente mano.

— Estupendo, cariño — dijo.

— Gracias, cielo. Presiento — añadió, mientras él empezaba a dar cartas—  que esta vez tendré una buena mano. Compañero, vamos a destrozarlos.

Russ se daba cuenta de que Carole estaba intentando decirle algo con los ojos. Algo que él debía hacer, algo que debíanhacer entre los dos. Estaba intentando desesperadamente hacerle comprender algo, pero él no tenía la más remota idea de lo que quería. Impotente, decidió limitarse a tocar de oído y seguir su dirección.

— A propósito, Russ — dijo George mientras seguía dando cartas— . ¿Qué opinas de Fred Thomson?

Thompson era uno de los guardias del MusEst Cuarenta y Dos. Aventajaba a Russ y a muchos otros en antigüedad y a George había empezado a simpatizarle.

— Es una buena persona — dijo Russ.

— Está el primero en cuanto a registro de actuación — dijo George— . Y no ha faltado ni un solo día al trabajo. Estoy pensando en recomendarlo como representante nuestro en la excursión nacional.

— No se podría encontrar un tío mejor.

— ¿Por qué no te recomiendas a ti mismo, cielo? — dijo Edna— . No me vendrían mal unas vacaciones de dos meses con raciones completas.

— Ya he pensado en eso, cariño — dijo George con una sonrisa— . Pero no creo que el comisario lo aceptase. Aunque sea tu viejo.

Cogieron sus cartas y las estudiaron. Russ siguió observando estrechamente a Carole.

— Paso — dijo George.

— Bastos — dijo Russ.

— Paso — dijo Edna.

— Un diamante — dijo Carole.

— Sigo — dijo George— . Tienes buen juego esta vez, compañera — agregó, dirigiéndose a Edna.

— Dos espadas — dijo Russ.

— Paso — dijo Edna.

Carole estudió su juego durante un momento.

— Tres diamantes.

— Paso — dijo George con un suspiro.

— Tres corazones — dijo Russ.

— Yo sigo — dijo Edna.

Carole vaciló y se mordió el labio. Instintivamente, Russ supo que aquella vacilación era artificial. Los ojos de Carole le decían: Ahora.

Ella vaciló un poquitín más. Entonces, de repente, dijo:

— Paso.

Al instante, Russ comprendió. Ella le había dado la pista con aquel «paso». Reaccionó y miró furioso a Carole. George soltó una carcajada ante aquella patochada. Russ siguió mirando a Carole descontento.

— Por el amor de Dios, Carole, ¿te has vuelto loca?

— ¿Qué…?

— ¡Dejarme con tres corazones!

— Pero estoy casi sin juego. ¡Y me obligas a que ofrezca!

— ¡No me importa lo que tengas! — ahora estaba furioso mientras le gritaba— . Te he dado una oportunidad en otro palo. ¡Eso quiere decir que tenemos que ir a por el juego! — se levantó encolerizado y arrojó sus cartas.

— ¡No he visto nunca nada igual!

Carole se puso blanca. Arrojó sus cartas y se levantó. Entonces, se despidió con un sollozo:

— ¡Perdonadme!

George y Edna quedaron sorprendidos ante este súbito arrebato. George intentó arreglar las cosas.

— Eh, eh, vosotros. Tranquilos…

Pero Carole se volvió y salió apresuradamente de la casa, sollozando. Russ se sentó y vio cómo se marchaba, esperando parecer lo suficientemente enfadado. George fue a ponerse en pie como si quisiera ir tras ella. Russ lo detuvo.

— Deja que se vaya.

— Oye — dijo George— . Has estado muy duro con ella.

— Lo siento. Pero esa declaración era una estupidez — entonces miró a los dos como pidiendo excusas— . O se juega al bridge o no.

— Desde luego no estaba por el juego — dijo Edna— . Nervios, nervios, nervios. Supongo que todos los tenemos — estuvo pensativa un momento— . Quizá debería ir e intentar calmarla.

— No — dijo Russ— . Yo me ocuparé de eso. Es cosa mía. Siento estropear la noche de este modo — se encaminó hacia la puerta— . Gracias por la cena. Buenas noches.

— Russ. Espera un momento.

Era Edna que lo llamaba. Se volvió y se encontró con ella mirándolo fijamente.

— ¿No te has olvidado de algo?

Fue hacia el parquecito, cogió a John y se lo dio a Russ. Sus ojos verdes eran deslumbrantes.

— ¿Recuerdas? Ahora tenéis un hijo.