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La luminosa esfera azul se deslizaba perezosamente en su órbita habitual alrededor de la Tierra. De vez en cuando cambiaba de color; pasaba del azul al rosa, y del rosa al amarillo; su superficie estaba constantemente animada por el parpadeo de miles de millones de diminutas luces gobernadas por computadora. En aquel momento, se transmitía a la Tierra un programa de música clásica, concretamente el Concierto Número Uno de Brahms. Para las poblaciones de abajo, cautivas y desde largo tiempo dolientes, esto era un bien acogido alivio. Generalmente, encontraban a aquel portavoz electrónico demasiado charlatán; parecía sentir un diabólico placer en bombardearlos con palabras.
Naturalmente, estaba programado por PropGob. Hablaba solamente en los tres idiomas básicos, inglés, ruso y chino, cambiando de uno a otro según pasaba por encima de las zonas prescritas por la Carta. Sus baterías de memoria estaban programadas para emitir en lenguas muertas tales como el francés, el alemán, el español, el italiano, el árabe, el indostano y el swahili. Pero naturalmente, esto ya no era necesario.
Técnicamente, era conocido como SCGM, o SatComGobMund. O, para darle su nombre completo, Satélite de Comunicaciones del Gobierno Mundial. Pero el auditorio cautivo le daba otro nombre. Un nombre mucho menos impresionante. Sencillo, breve y concreto.
El Bocazas.
No había manera alguna de escapar al Bocazas, ni de pararlo. Girando y guiñando por el espacio, profanaba el aire con su horripilante y metálica voz electrónica. Lanzaba noticias, edictos, pronunciamientos y avisos, música y variedades y otros alegres tipos de diversión, esto último destinado a levantar la moral de las masas. En ocasiones, cuando era necesario, daba al pueblo severas conferencias. Para los ciudadanos, atrapados y descontentos, era algo omnipotente, una Presencia obscena en el cielo, tan fija y permanente como el sol y la luna. Pero, a diferencia de los cuerpos celestes naturales, no podía ser apagado por el hecho de que lo cubriese una nube. Incluso al entrar en sus hogares, lo que veían en la pantalla mural del cubículo estaba programado por el Bocazas. Era SuperComunicación. La Voz de Dios, presentada por PropGob.
Hacía décadas, mucho antes de la Crisis de la Contaminación, cuando la revolución había aplastado el complejo militar-industrial y puesto fuera de la ley a todo el sistema de beneficio, dos compañías privadas con los añejos nombres de IBM y AT &T, ahora olvidadas, habían ideado y construido el Bocazas. La idea era sencilla y espectacular: consistía en centralizar toda la comunicación mundial en una gran esfera celeste. Tenía sentido, ya que todo se había vuelto audiovisual y sólo unos pocos sabían leer. De hecho, ya no se enseñaba a leer en las escuelas desde hacía cincuenta años, aunque todavía podían encontrarse cosas tales como libros, revistas y periódicos, cuidadosamente conservados, a guisa de extrañas curiosidades, en la Antigua Sala Norteamericana de casi todos los MusGob.
Cuando comenzó a funcionar el Bocazas, cuando sus metálicas palabras empezaron a caer sobre la Tierra, la mayoría de la gente, atormentada por aquel bombardeo oral, se compró tapones para los oídos o se los tapaba con algodón. Muchos se habían vuelto muy neuróticos, y algunos incluso habían caído en la locura.
Lo veían moverse, como una mancha brillante en el cielo nocturno, y lo amenazaban, impotentes, con el puño, maldiciéndolo por violar su intimidad, una intimidad ya lastimosamente pequeña o inexistente. Pero con el tiempo se acostumbraron a él, escuchándolo insensibles y, en general, de una manera indiferente. Sólo daba un comunicado diario que les interesaba realmente. Les interesaba vitalmente.
Y este comunicado siempre iniciaba las noticias de las once.
Eran ahora las once menos cuarto, y el Bocazas se deslizaba sobre la Zona de Norte y Sudamérica, como una bola reluciente en el cielo nocturno, contemplando continentes e islas, cada uno de los cuales era como una sólida alfombra de luz extendida sobre los oscuros mares.
De repente, la música cesó y, tras un momento de silencio mientras el Bocazas descansaba, quizá para aclararse su garganta electrónica, se le volvió a oír:
— Interrumpimos este programa musical para comunicarles un boletín especial. Atención todos los ciudadanos. Atención todos los ciudadanos. La reunión del GobMund se halla todavía en sesión de urgencia en Tokio, en su duodécimo día, y todo el proceso sigue en secreto, bajo la máxima seguridad. Pero se espera un comunicado especial de un momento a otro.
Al enjambre humano de la Tierra le daba igual. Los jefes de Estado siempre se estaban reuniendo para intentar resolver la Crisis. Palabras, palabras, palabras. Las palabras podían llenar los oídos, pero no el estómago. Las cintas de las computadoras subían y bajaban, giraban sin cesar, y todas arrojaban la misma respuesta.
Demasiados; insuficiente.
Por ello, la noche del veintisiete de diciembre, todo el mundo esperaba que diesen las once. Esperaban en las megalópolis de la zona central, en las ciudades satélites, en las Ciudades Antiguas, en las elevadas ciudades-puente y en los complejos de las urbanópolis. Esperaban, con creciente inquietud, a que el Bocazas les informase de aquella estadística, la única que tenía alguna relación real con sus vidas cotidianas. Aguardaban entre el temor y la esperanza, con los nervios en las tripas. Unos pocos, ya totalmente aislados de la realidad, dispuestos a creer los más extravagantes rumores, albergaban incluso grandes esperanzas. Cuando la manecilla del reloj llegaba a las once, se detuvieron los monorrieles, y las ingentes multitudes que avanzaban por las calles como oleadas de lava viviente, apretadas, codo con codo. Incluso los automáticos policías de circulación, cuidadosamente uniformados y dotados de apariencia humana, dejaron de alzar sus brazos electrónicos y quedaron inmóviles y silenciosos, al no producirse ya ningún movimiento de la masa humana que los programase.
Por fin, las once en punto. Y la voz del Bocazas:
— ¡Atención! ¡Atención todos los ciudadanos! Mañana, veintiocho de diciembre. Número de calorías autorizadas por persona adulta: seiscientas cincuenta y dos.
Éste era el índice oficial diario de calorías, al que se designaba corrientemente como IC. Era calculado por la Computadora Central, a partir de la relación existente entre la cantidad de alimentos disponible y las cifras de población conocidas, teniendo en cuenta cada día los nacimientos y defunciones producidos.
Por un momento, la multitud quedó silenciosa, petrificada. Después surgió de ella un irritado rugido. El IC había disminuido en cincuenta y dos calorías con respecto al del día anterior. La reacción era de impotente incredulidad.
Algunos le gritaron obscenidades al Bocazas. Otros exclamaban:
— Y ¿cómo creen que vamos a seguir viviendo?
Y otros respondían amargamente:
— Es que no lo creen…
La reunión coincidía con un momento de crisis. La grande y translúcida cúpula de plastipleno, sede principal del GobMund, albergaba, desde hacía ya varias horas, a los máximos dirigentes del planeta. De izquierda a derecha, en torno de la vasta mesa redonda, estaban Broussard, de Europa; Golalu, del Complejo Africano; Sobolev, de Eurasia; Tsung, de la Federación de Repúblicas Orientales; López, de Latínum, y Allison, recientemente elegido presidente de los Estados CanAm. Detrás de ellos, ocupando varias hileras de asientos, estaban sus acompañantes, los equipos de asesores científicos y de expertos técnicos, especialistas en demografía, en agronomía, en estadística, en geoquímica y en oceanografía, y otros especializados en los problemas emocionales del hombre en el seno de las masas.
En preocupado silencio, habían atendido a todas las intervenciones y a la lectura de todas las estadísticas. Los profetas de la catástrofe y del apocalipsis tenían, por fin, la posibilidad de mandar y, ahora, nadie se ponía en pie para contradecirlos. Los dirigentes habían buscado desesperadamente alguna alternativa, sin resultado. Ya no podían permitirse el lujo de optar por esta o aquella solución. Estaban atrapados por las estadísticas, sencillamente. Se habían empleado las computadoras para buscar una salida al gravísimo problema demográfico; se habían entregado a los remolinos electrónicos todos los datos: las cifras de población, en miles de millones, los índices de natalidad y mortalidad. Y, en todas las combinaciones y permutaciones posibles, las máquinas habían dado una sola respuesta.
No había salida.
La situación no era sólo grave; era escalofriante. Los recursos marinos estaban prácticamente agotados. Las plantaciones de algas y los cultivos de plancton iban siendo privados de alimento a un ritmo muy superior al de su reproducción. Una serie de programas de choque, bajo los auspicios del InvestCientGobMund, consistentes en la obtención de alimentos sintéticos a partir de la pulverización de determinados minerales, habían fracasado. En muchas zonas del mundo se habían producido declaradamente casos de canibalismo, y los motines de la población en demanda de alimentos eran moneda corriente. Una nueva reducción del IC daría lugar, con toda certeza, a nuevas violencias, revueltas y desórdenes.
Ahora se miraron fijamente unos a otros por encima de la mesa, buscando respuestas finales, sabiendo que habían llegado al quid de la cuestión. Finalmente, el dirigente chino habló:
— Deberíamos hacerle frente cuanto antes — dijo— . Este crecimiento de la población debe frenarse, y debemos frenarlo ahora, por duras que sean las medidas. La situación requiere una cirugía sin piedad.
— De acuerdo — dijo el presidente— . Pero ¿de qué tipo?
— Básicamente, nuestro problema consiste en que la gente anciana vive demasiado tiempo; la longevidad media es en estos momentos de ciento cincuenta años. Esto ha trastocado el equilibrio de la naturaleza. Debido a estas circunstancias, el índice de natalidad no cesa de aumentar con respecto al de mortalidad.
— Sí, sí — dijo el presidente, de modo un tanto impaciente— . Todo eso ya lo sabemos. ¿Debo entender que tiene usted alguna proposición que hacer?
— La tengo.
— Veamos.
— Propongo la muerte de todas las personas de más de setenta años. Sin dolor, mediante drogas, o, simplemente, dejando que mueran de hambre.
Se produjo un largo silencio. El presidente miró fijamente al dirigente chino.
— Supongo que no hablará en serio.
— No he venido aquí para bromear — dijo Tsung, de manera un tanto agria— . Ésta es una proposición seria y práctica para un problema que, de otro modo, sería insoluble.
— Lo que está sugiriendo es el asesinato masivo.
— Preferiría que pensara en ello en otros términos, señor presidente. Una especie de limpieza a fondo. Arrancar las malas hierbas que ahogan al nuevo crecimiento. La gente anciana no contribuye a nada. Es una rémora para la sociedad; es inútil. Sólo representa más bocas que alimentar, y nos quita el poco espacio de que disponemos. Usted sabe muy bien que nuestras Ciudades Antiguas ocupan más de la mitad de nuestro espacio vital. Considérelo bajo un punto de vista práctico. ¿De qué sirven los ancianos?
— Son seres humanos.
— No es éste el momento para ponerse sentimentales — intervino Sobolev.
El presidente miró severamente al ruso:
— Entonces está usted de acuerdo con Tsung, colega Sobolev.
— Completamente de acuerdo.
— Bien, hablando en nombre de mi parte del mundo, eso es imposible. Me doy cuenta de que, en la historia de sus zonas, se ha practicado antes la liquidación masiva a fin de aplicar soluciones prácticas — el presidente hablaba tranquilamente, pero había acero en su voz; estaba sugiriendo, de hecho, que vetaría una solución como aquélla, y en el Consejo del GobMund un veto bastaba para aniquilar una medida— . Eso sería sencillamente una forma de genocidio, y semejante idea resulta detestable.
— ¿De qué sirven los ancianos? — insistió Tsung.
— Repito — dijo el presidente— que su solución es inhumana.
El dirigente chino se mostró exquisitamente cortés:
— En ese caso, señor presidente, ¿tiene usted una mejor?
— De hecho — dijo el presidente— , creo que sí la tengo.
Todos lo miraron fijamente, asombrados. No les había insinuado que tuviese alternativa alguna. Había explicado que había estado reunido toda la noche con sus asociados, buscando desesperadamente algún tipo de solución. Entonces ésta había surgido de repente, una sugerencia hecha por un joven demógrafo de su personal. En sí misma, la base del nuevo plan no consistía en nada realmente nuevo. Ciertas variantes del mismo habían sido discutidas en público y entre los dirigentes del GobMund durante muchos años. Pero esta solución, tal como ahora la presentaba el presidente, era tremendamente sencilla. Resultaba pragmática y nada visionaria. Podía ser puesta en práctica casi al instante y era de fácil aplicación. Habló de todas las fases del plan con el máximo de detalles. Cuando hubo terminado, se produjo un largo silencio.
— Le felicito, señor presidente — dijo finalmente Tsung, con su redonda cara sonriente— . Bien pensado, en todos los aspectos.
— Excelente — dijo Sobolev— . Sencillo y muy bien ideado.
El Consejo aceptó el plan por unanimidad. El Vaticano, representado nada menos que por Su Santidad, cedió ante la realidad, de mala gana, y se mostró de acuerdo con el plan sólo porque el expediente propuesto era temporal. Esto era la noche del veintisiete de diciembre, y se sugirió dar la noticia inmediatamente. Pero, por deferencia al presidente y, desde luego, a Su Santidad, acordaron esperar hasta el primero de enero. Ello daría a la gente de los CanAm y otras naciones cristianas la oportunidad de disfrutar de las Navidades. Antes de que recibieran la Noticia.