17

Ahora estaban algo más que preocupados. Estaban asustados. Carole sostenía al inquieto bebé en brazos mientras Russ aplicaba una compresa fría a la cara pequeña y febril.

— Russ, ¿qué vamos a hacer?

— No sé.

— Necesita un médico.

— Eso es imposible — dijo él.

— Pero tiene cerca de cuarenta de temperatura. Está ardiendo.

— Ya lo sé, ya lo sé — le dijo él casi gritando— . Pero no podemos llamar a un médico.

— Ya sé que es arriesgado.

— ¿Arriesgado? Ésa no es la palabra adecuada. Es un suicidio. Supón que hago venir al doctor Herrick. Es el único en quien podríamos confiar. Y ni siquiera estoy seguro de que pueda seguir practicando la medicina. Pero supongamos que sí. Tengo que ir a buscarlo en el solarcar. Es demasiado viejo para abrirse camino por entre la muchedumbre y venir en el monorriel. Y entonces, ¿qué ocurriría cuando llegásemos a la entrada a deshora? ¿Cómo iba a hacerlo pasar? Y supongamos que lo consigo. ¿Cómo voy a hacerlo pasar por delante de los Borden y entrar en la casa sin que lo vean?

— Entonces, ¿qué te parece que podríamos hacer? ¿Quedarnos sentados sin hacer nada a ver cómo muere? Y luego cavar un buen agujero en alguna parte y enterrarlo. ¿Es eso?

— No — dijo él con enfado— . ¡No es eso! — de repente parecía que Carole estuviese haciéndole representar el papel de malo; comprendía que esto se debía a su frustración, a lo terrible de su situación; pero no podía evitar sentirse un poco culpable— . Sólo intento señalar que…

— Russ — dijo ella súbitamente— , espera un momento — estaba mirándolo fijamente, con la cara pálida— . Claro, claro. Es sencillo. En vez de hacer venir al médico aquí yo llevaré al niño allí. Al despacho del doctor Herrick. En la Ciudad Antigua.

Él hizo un movimiento negativo con la cabeza:

— Es una locura. No conseguirías salirte con la tuya.

— ¿Tienes una idea mejor?

— No.

Muy bien — dijo ella— . Entonces tendremos que hacerlo a mi manera.

Pasaron la noche sin dormir. Y al día siguiente, poco antes de que Russ tuviera que empezar a trabajar, éste dijo:

— Carole, no puedo permitir que lo hagas. Es demasiado peligroso.

— Tengo que hacerlo.

— Entonces voy contigo.

— No — dijo ella— . Eso sería lo peor que podrías hacer. Querrían saber por qué no te habías presentado a trabajar hoy. Empezarían a hacer preguntas. Además, no parecería natural.

— El niño no lloraba demasiado esta mañana — dijo él con esperanza— . Quizás esté empezando a sentirse un poco mejor. Quizá si esperamos otro día…

— No — dijo ella firmemente. Russ comenzó a protestar de nuevo pero ella lo cortó— : Acabo de tomarle la temperatura. La fiebre no ha disminuido nada.

Él sabía que no podía decir nada más y fueron hacia la puerta. Antes de que Russ la abriese se abrazaron fuertemente, sabiendo ambos que podía ser por última vez, y él dijo una y otra vez:

— Ten cuidado, ten cuidado. Te quiero, Carole — añadió, y salió a la brillante mañana otoñal. En aquel momento George Borden salió de su propia casa y Russ se unió a él, marchando juntos por la calle.

Ella permaneció allí un momento viendo cómo se iba y, entonces, de repente, dejó de temblar y se quedó tranquila. Entró corriendo en el refugio. De momento el bebé dormía. Le había dado un tranquilizante hacía una hora, metiéndole a la fuerza la medicina en la boca con una cucharilla. Rezó para que durmiese un rato. Luego lo envolvió cariñosamente y subió corriendo la escalera con él.

El «otro» John yacía inerte en el cochecito con el pulgar en la boca. Parecía casi obscenamente real. Carole lo cogió y lo dejó caer sobre el sofá. Programado para protestar ante cualquier violencia, el bebé se puso a llorar. Carole colocó a su propio bebé en el cochecito, suavemente y boca abajo para que la carita febril quedase oculta. Entonces le tapó la cabeza con la pequeña colcha de modo que sólo se viese un mechón de cabello.

Abrió un poquitín la puerta y atisbo por la rendija. Faltaba poco para que el MusEst Cuarenta y Dos abriese sus puertas, y la Calle Antigua Norteamericana estaba vacía. Prestó especial atención a la casa de los Borden, que estaba tranquila. Entonces abrió del todo la puerta y sacó el cochecito lentamente. Sentía el impulso de echar a correr, pero se dominó, y fue andando de una manera normal, como si simplemente llevase a su hijo a dar su paseo diario. Había una entrada especial del MusEst utilizada sólo por personal autorizado y que estaba mucho más cerca que la entrada principal, al fondo de la colina. Estaba cerca del lago y se encaminó en esa dirección.

Justo cuando volvía la esquina de la calle se detuvo. Edna Borden iba hacia ella. También ella llevaba un cochecito e iba a dar a Peter su paseo diario. Carole había olvidado completamente que Edna hacía esto a veces, aunque normalmente lo hacía a primeras horas de la tarde. Edna le saludó con la mano y sonrió mientras se le acercaba. Y Carole permaneció paralizada, llena de terror. Estaba al borde del pánico. Sentía el impulso de no hacer caso de Edna y pasar deprisa por su lado. Pero, en lugar de esto, se esforzó por sobreponerse. Edna fue hasta ella, le echó un vistazo y dijo:

— ¿Qué pasa, querida?

— ¿Qué pasa?

— ¿No te encuentras bien?

— Me… me siento perfectamente.

— Estás muy pálida.

— Oh. Esta noche pasada no podía dormirme — dijo Carole sin convicción.

— Y ¿cómo está el pequeño John?

— Últimamente ha estado un poco irritable.

Edna sonrió afectuosamente:

— Seguramente será un poco de cólico. Tú no puedes hacer nada. Se le pasará solo. Peter siempre estaba igual.

— Sí — dijo Carole— . Sí.

Lo único que quería era alejarse de aquella mujer lo más pronto y elegantemente posible. Edna la observó con curiosidad.

— Querida, te encuentro muy inquieta. ¿Estás segura de que no pasa nada?

— No, no. Sólo es que estoy cansada.

— ¿Quieres una tabestimul? Llevo unas cuantas.

Carole dijo que no con la cabeza. Edna miró el interior del cochecito y alargó el brazo como si fuera a retirar la colcha de la cara de John para poder verlo. Carole la detuvo rápidamente.

— No, Edna. No lo hagas. Está durmiendo. Podrías despertarlo.

— Oh, perdona — Edna sonrió— . Naturalmente los pequeños tienen que dormir. Vamos, Carole — añadió, con viveza— . Es una tontería quedarse aquí. Podemos dar un paseo juntas.

— No puedo, Edna.

— ¿No?

— Tengo que bajar a la ciudad hoy.

Edna alzó las cejas:

— ¿A la ciudad? ¿Con lo lejos que está?

— Sí. Tengo que ir de compras.

— Ya — Edna parecía decepcionada— . Es una lástima, querida. Me habría gustado que alguien me acompañase.

— Lo siento. De veras.

— Bueno, ya que bajas, ¿quieres comprarme un tubo de Sintagel?

— Claro que sí. No te preocupes — agregó cuando Edna se puso a buscar en su bolso— . Ya me lo darás luego. Ahora tengoque irme.

Antes de que Edna pudiera decir nada, Carole empujó el cochecito y se alejó de ella. Sabía que su marcha era un tanto precipitada. Pero pensaba que si se hubiera quedado allí a hablar con Edna un poco más se habría echado a gritar. Se daba cuenta de que Edna la observaba, algo sorprendida.

Entonces, de repente, cuando estaba aún a sólo unos metros de Edna, John se puso a llorar.

«Santo cielo — pensó Carole frenéticamente— , santo cielo.»

Titubeó ligeramente y luego aceleró un poco el paso a fin de poner toda la distancia posible entre ella y su vecina.

Estaba segura de que Edna había oído el lloro de John. Lo único que podía hacer era rezar para que la curiosidad de Edna no se viese excitada.

Edna se quedó clavada donde estaba, viendo cómo Carole se iba. Era extraño que el pequeño John se despertase llorando de un sueño profundo. Generalmente, un bebé bien programado sólo lloraba cuando estaba despierto, cuando se le hacía daño o se asustaba; cuando necesitaba que lo cambiasen o se le sostenía de manera inadecuada.

Además, había algo en el lloro de John…

Edna estaba intrigada. En su rostro se formaban arrugas mientras pensaba. Entonces, de repente, puso la mano sobre el cochecito, alzó la pequeña colcha que cubría a su hijo y golpeó a Peter en el trasero con la palma de la mano. Peter lanzó un lloro de protesta. Edna escuchó atentamente. Volvió a golpearlo y el bebé volvió a llorar. Una vez más escuchó atentamente, comparando el lloro de su bebé con el que había oído de John.

Entonces, dejando el cochecito donde estaba, se puso a seguir a Carole.

El MusEst Cuarenta y Dos acababa de abrir sus puertas y la zona del lago estaba ya llena de gente.

El pequeño lago rebosaba de botes de remos, muy juntos. Éstos cubrían de tal modo la superficie que apenas se podía ver el agua. Los botes chocaban entre sí, al igual que los remos. En el centro del estanque había un solo solarbote oficial con dos empleados del parque que dirigían aquel tránsito acuático. Al otro lado del estanque había un lindero, una pared grande y gruesa que se alzaba desde la superficie del lago. La pared formaba una colmena con una serie de enormes entradas a alcantarillas o túneles que servían de conductos para el vaciado del agua. Estos grandes agujeros, medio dentro y medio fuera del agua, tenían un espeso enrejado y avisos: «Prohibido entrar.»

La voz de una locutora repetía sin cesar:

«Estos espacios llenos de agua, corrientes en otros tiempos en todo el país, eran conocidos como estanques o lagos. Algunos contenían grandes cantidades de una especie comestible llamada pez, ahora desaparecida. Servían también para sostener los pequeños vehículos flotantes, con fines recreativos, que pueden ver. Con el tiempo llegó a ser tan grande la contaminación de estos estanques o lagos que se hicieron inutilizables, perfeccionándose nuevas técnicas para obtener agua potable del mar. Durante la Crisis Espacial todos los lagos y estanques fueron rellenados a fin de tener espacio para la construcción intensiva de viviendas…»

Había un paseo encima del lindero y Carole fue por él apresuradamente, empujando el cochecito. Por primera vez echó un rápido vistazo hacia atrás.

Vio a Edna que, a lo lejos, iba corriendo tras ella. Fue presa del pánico. La razón le decía que Edna no podía saber nada. No era posible que lo supiese. Al fin y al cabo no había vistoa John. Era cierto que lo había oído llorar, pero ¿qué demostraba eso? Lo importante ahora era mantenerse lejos de Edna a fin de que ésta no pudiese hallar una excusa para fisgonear en el cochecito.

Carole aceleró la marcha echando casi a correr. Cuando llegó a la salida especial sonrió a Steve Hansen, el guardia, que le devolvió la sonrisa y le saludó y preguntó cómo estaba el bebé. Carole sacó a John del cochecito, envolviéndolo cuidadosamente y escondiendo su rostro con la colcha.

Entonces salió apresuradamente por la puerta y se introdujo en la concurrida megalópolis. Miró otra vez hacia atrás y vio a Edna que ahora corría hacia la salida tras ella.

Carole se abrió paso como pudo por entre la muchedumbre, encaminándose hacia el monorriel que llevaba a la Ciudad Antigua.

Edna seguía tras ella, procurando no perderla de vista. No había nada inusitado ni llamativo en su aspecto. Entre la gente había otras madres que llevaban sus bebés programados y, mientras mantuviera a John cubierto con su colcha y lo apretara contra sí, nadie de entre la muchedumbre se daría cuenta de la diferencia.

Echó un vistazo atrás y vio que Edna continuaba siguiéndola tenazmente, con una mirada resuelta y decidida en su rostro. Edna se abría paso por entre la gente sin apartar los ojos de Carole, sabiendo que si los apartaba siquiera un momento podía perderla de vista en aquel abarrotado hormiguero.

A Carole le parecía que Edna empezaba a darle alcance lentamente e incluso creyó oír a Edna llamándola. Presa del pánico empezó a buscar la manera de despistar a su perseguidora.

De repente se encontró ante un Teatro Vistarama. El gran letrero de encima, que centelleaba electrónicamente en un cromático aluvión de muchos colores decía: «¡Exclusivo! Películas clásicas. ¡Comifilms! ¡Espectáculos sorprendentes, para hacerse agua la boca, jamás vistos con anterioridad!» Había una cola de una anchura de cuatro personas delante de la entrada; la cola se extendía al menos dos manzanas y estaba separada mediante barreras del resto de la corriente de lava humana que avanzaba por la acera.

Edna estaba ya más cerca. Carole se abrió paso por entre la gente a lo largo de la barrera hacia la entrada del Vistarama. Miró atrás y vio que Edna seguía sin perderla de vista y se acercaba cada vez más.

Finalmente, siguiendo todavía a la gente que se dirigía a la entrada, Carole volvió una esquina. Cuando llegó al comienzo de la cola volvió a mirar atrás y vio a Edna en la esquina estirando el cuello y con los ojos buscando en todas partes. Por el momento había perdido la pista.

Carole tenía miedo de que Edna volviese a avistarla en cualquier momento. Estaba en un callejón sin salida y no había ningún sitio adonde ir como no volviese a introducirse entre la gente que iba hacia el paseo, a la vista de su perseguidora. Vislumbró a Edna por encima de las cabezas bamboleantes de la muchedumbre que empezaba a moverse a lo largo de las barreras del Vistarama en su dirección. Edna probablemente había llegado a la conclusión de que ésta era la única dirección que Carole había podido tomar desde el punto en que la había visto por última vez. No había dónde esconderse. Sólo había que esperar para poder atraparla.

Y entonces vendría el enfrentamiento. Y el peligro…

De repente, Carole sintió cómo alguien le daba un golpecito en el hombro. Ya excitada, se volvió presa del terror. Era un hombre situado en el comienzo de la cola del Vistarama. Sonrió y dijo:

— Adelante, señora. Colóquese delante mío.

Carole sintió deseos de llorar de agradecimiento. Aquel hombre había observado que llevaba un bebé en brazos y había visto cómo miraba de manera desesperada a lo largo de la cola. Había pensado que Carole intentaba entrar a ver el espectáculo. Sabía que tendría que esperar mucho y sería muy fatigoso para ella permanecer tanto rato en la cola con un bebé en brazos. Era un extraño despliegue de caballerosidad en aquellos tiempos. La gente sólo se ocupaba de sí misma y al infierno todos los demás. A una o dos de las personas situadas justamente detrás de aquel hombre no les cayó bien su gesto y empezaron a refunfuñar. El hombre se volvió y les dijo que callasen. Aunque estaba delgado, como casi todos, era un hombre grande y fuerte, y no estaban dispuestos a discutir con él.

— Gracias — dijo Carole— . Oh, gracias.

— De nada — dijo el hombre sonriéndole; hizo un gesto con la cabeza señalando a John— . Yo también tengo un hijo pequeño.

Carole esperó cinco minutos y entonces salió de la sala un hombre, dejando un asiento libre. Los Alimfilms eran una atracción formidable y muchos de los que tenían la suerte de conseguir entrar se quedaban a presenciar una o dos sesiones.

Carole compró su entrada y entró apresuradamente en el teatro. Se detuvo un momento sintiéndose lánguida y un poco aturdida por el alivio. Pero sabía que seguía en peligro. Edna sabía en qué dirección se había encaminado. Haría preguntas a los primeros de la cola y se enteraría de que su presa estaba en el teatro. Incluso era posible que consiguiese entrar. También entraba dentro de lo posible que se limitara a esperar a que Carole reapareciese.

En el otro extremo del Vistarama Carole vio otra salida y empezó a abrirse paso por entre el apretujado público.

El Vistarama era una gran cúpula y la pantalla gigante un gran círculo. Todos los asientos estaban ocupados y la gente abarrotaba los pasillos en una masa compacta, tan apretujados que era casi imposible respirar profundamente. A diferencia de las películas tridimensionales gigantescas y con vida que se ofrecían generalmente en el Vistarama, en las que los actores se veían tan reales que parecían formar parte del público, la película que se proyectaba ahora era aburrida. Era muy vieja y su superficie estaba rayada y los colores un tanto apagados por el tiempo. Era una reliquia de los tiempos en que se pasaban por cajas un tanto rudimentarias llamadas cámaras, unas cintas de plástico llamadas películas.

Pero, a pesar de sus imperfecciones técnicas, aquella película se apoderó totalmente del público. Los miles de rostros flacos tenían la vista clavada en la pantalla. Reinaba un silencio absoluto. Ni un susurro, ni una tos. Los espectadores apenas se atrevían a pestañear por miedo de perderse algo. Observaban en trance, en una especie de éxtasis colectivo.

Acababa de empezar el primer Alimfilm cuando Carole entró. Mientras se abría paso hacia la salida del otro extremo la gente a la que empujaba gruñía irritada sin siquiera mirarla. Mantenían los ojos fijos en la pantalla.

Era un montaje a base de películas del siglo XX. Y al empezar tenía la calidad de un Espaciofilm al igual que de un Alimfilm. Mostraba escenas de abundancia, vastos campos de maíz que se extendían hasta el horizonte, un cielo grande y mucho espacio; luego un rebaño de rollizo ganado paciendo de manera indolente en un campo de abundante alfalfa, ovejas pastando en una cuesta, una enorme granja de pollos, una flota pesquera recogiendo redes repletas de toneladas de atún.

Entonces, súbitamente, la película cambió, mostrando el interior de un establecimiento de comestibles corriente de la época. El narrador explicó que se llamaba supermercado y el público lanzó un largo suspiro colectivo al ver aquello. Aparecían cajas de verduras frescas, carnes de toda clase, estantes llenos de productos en lata, frutas apiladas formando altas pirámides. El narrador las iba identificando con cuidado por sus extraños y exóticos nombres: manzanas, peras, ciruelas, naranjas, pomelos. Los abarrotados estantes del supermercado parecían extenderse hasta el infinito, y luego se veían mujeres en grupo o en primer plano, mujeres que compraban, escogiendo y rechazando productos, llenando curiosos cestos rodantes que el narrador llamaba carritos de la compra; y luego las cajeras llenando de comida enormes bolsas y registrando el coste en rudimentarios aparatos llamados cajas registradoras. Nadie necesitaba ningún tipo de cartilla de racionamiento ni tampoco una tarjeta de calorías para llevarse productos alimenticios. Aunque resultara increíble, la gente podía llevarse todo lo que fuese capaz de transportar, y volver a por más.

En esta secuencia había una escena increíble que dejó pasmado al público. Mostraba un estante de productos dietéticos — así se llamaban—  que al parecer eran buscados porque tenían un bajo contenido de calorías o ninguna caloría en absoluto. Cuantas menos mejor.

Ahora la película saltó del supermercado a un enorme y suculento asado de ternera, con su propio jugo, en el momento de ser sacado de un horno. Una mujer lo llevaba en una bandeja a una mesa alrededor de la cual estaba sentada su familia. La mesa estaba repleta de alimentos de todas clases: suculentas patatas cocidas, maíz dulce, verduras de todas clases y un enorme bol de fruta en el centro. Todos los miembros de la familia parecían corpulentos. Era evidente que estaban demasiado bien alimentados. Pero se comportaban muy bien. Nadie cogía la comida y la devoraba. Eran capaces de quedarse allí esperando.

La mujer colocó el enorme asado delante de un hombre que evidentemente era su cónyuge y el cabeza de familia. Sonriendo, éste se puso a afilar un cuchillo. Entonces empezó a cortar en delgadas lonjas, una tras otra, el asado, y, mientras hacía esto, el jugo se desparramaba por la bandeja formando pequeños y rojizos riachuelos.

Para los espectadores lo que veían era casi insoportable, tanto por el dolor como por la ilusión que provocaban en ellos. Las bocas se entreabrían dejando caer saliva por las comisuras. La gente se relamía los labios, mirando lascivamente a la pantalla con ojos vidriosos, como si estuvieran pasando por una profunda experiencia sexual. El hombre de la película había acabado de trinchar la carne y ahora sostenía y se llevaba a la boca una gruesa lonja con la punta del tenedor. Mientras la engullía, las bocas de todo el público se abrían y cerraban en simbólico unísono con él.

Después de esto vino un montaje a base de comida. De gente sentada a la mesa metiéndose vorazmente alimentos en la boca. El Alimfilm había sido ideado para excitar, lo cual conseguían. Lo que el público veía ahora no era simplemente gula. Era pornografía. Se mostraban primeros planos de bocas con los dientes rechinando y jugo chorreando por las barbillas. La escena terminaba con un niño sentado a la mesa enterrando la cara en un gran pedazo de tarta de chocolate y finalmente revelando su semblante envuelto en una pegajosa capa de chocolate. Al ver esto los miles de espectadores del Vistarama no pudieron contenerse y soltaron un largo y colectivo gemido.

Cuando se produjo esto, Carole estaba casi en la salida. Pero, apretujada delante de la puerta, se encontró con un muro de cuerpos tan denso que ni siquiera pudo empezar a atravesarlo. Rogó a los espectadores que la dejasen pasar para poder llegar a la puerta, pero no la oyeron o, si la oyeron, les importaba un comino. Estaban demasiado absortos en lo que ocurría en la pantalla. Carole permaneció allí preguntándose desesperadamente qué podía hacer.

Entretanto, la película había pasado a otra secuencia. Esta vez mostraba una serie de lo que, según explicó el narrador, eran anuncios televisivos. El narrador dijo al público que estos anuncios habían sido producidos principalmente durante la segunda mitad del siglo veinte y que la gente los veía mediante una caja llamada televisión, que era, por aquel entonces, el principal medio de comunicación. Los anuncios, naturalmente, habían sido producidos cuando los Estados Unidos tenían un sistema de empresa privada o sistema de beneficios, es decir antes de que se formaran el GobMund y el GobEst. Pero a los espectadores del Vistaram no les importaban en absoluto esta explicación. Era lo que veían lo que provocaba el sudor, lo que producía una orgía colectiva.

El primer anuncio mostraba a un niño de tres años sentado a una mesa. Era un niño de verdad, no programado. Su madre acababa de colocar delante de él un vaso de leche. Haciendo una mueca y a modo de rebelión, el niño hizo caer el vaso de la mesa. Éste cayó al suelo, rompiéndose y derramándose la leche por todo el suelo.

— ¡Billy! — gritó la madre, riñéndole severamente.

Entonces, exasperada, se volvió de cara al público y exclamó:

— ¿Qué ha de hacer una madre?

Entonces la escena mostró una lata de chocolate en el momento en que éste era vertido en un vaso de leche fresca:

— Dele Choco, mamá. ¡Choco! ¡Choco!

De repente se vio al niño de la mesa tomando Choco con entusiasmo. Y fue en este preciso momento que John, apretado contra el hombro de Carole, se puso a llorar.

El lloriqueo estropeó inmediatamente la magia del momento. La gente reaccionó con irritación. Caras airadas miraron furiosamente a Carole. Un espectador enfadado le gritó, señalando a John:

— ¡Apáguelo, señora!

Carole apeló a la gente que formaba la muralla delante de ella.

— ¡Por favor! Déjenme pasar.

Antes no le habían hecho caso, pero ahora se alegraron de acceder a sus deseos. Querían que saliese de allí con aquel maldito y berreante muñeco. Se oyeron gritos procedentes de todas partes del Vistarama: «¡Que se vaya de aquí!» Y otros emitieron un «Ssssss…», molestos por aquella súbita interrupción. La muchedumbre se abrió un poco y sus componentes cogieron rudamente a Carole de los brazos, forcejando con ella y empujándola. John siguió llorando.

Y, finalmente, Carole consiguió cruzar la puerta.

Ahora volvía a haber paz en el Vistarama. Reinaba un gran silencio mientras el público podía concentrarse de nuevo en la pantalla.

La película mostraba ahora a un hombre que tenía una enorme hamburguesa en la mano. Acababa de sacarla de una envoltura de celofán. La hizo pedazos y la colocó en un bol, en el suelo. Miró al público y entonces, con una sonrisa congraciadora, de vendedor, dijo: «R. S. F.: Raciones superiortificadas. Todo ternera, nada de cereales…»

En este momento entró corriendo un perro por el lado de la pantalla y atacó la hamburguesa, engulléndola vorazmente. Era evidente que habían hecho pasar hambre al perro durante uno o dos días. El hombre de la pantalla dio unas palmaditas cariñosas al animal y luego, dirigiéndose al público, dijo: «R. S. F., para lograr huesos y dientes fuertes, así como la piel lustrosa. Bouncer dice…»

En este momento el perro apartó la mirada de su plato y lanzó dos ladridos de contento. La secuencia terminó con el perro en brazos del hombre y lamiéndole la cara. Entonces el propietario del perro volvió a mirar directamente al público y sonrió:

«Recuerde… Los perros también son personas.»