12
Carole estaba sentada en el suelo sobre un cojín en una especie de postura yogui. Russ yacía en un sofá al otro lado de la estancia, escuchando música transmitida por el Bocazas. Acababan de venir de la Ciudad Antigua y los dos estaban cansados. Para Carole en especial había sido una velada penosa. El robo de las hortalizas, luego presenciar el castigo y después de esto, ver al doctor Herrick la habían dejado deprimida, melancólica y vacía.
— Russ — dijo de repente— . Quiero un árbol.
— ¿Qué?
— Quiero un árbol de Navidad.
— Nunca lo has querido hasta ahora — dijo él. Carole siempre había rechazado esta idea porque no había niños en la casa para disfrutar de él.
— Ya lo sé.
Él cesó de interrogar. En cambio, señaló el tablero de mandos y dijo lánguidamente:
— Adelante.
El tablero estaba sólo a un paso de Carole. Se acercó a él sin levantarse del suelo y lo encendió. Manipuló una combinación de tres o cuatro botones y la pantalla mural se iluminó. Desde la pantalla blanca y vacía, se oyó la voz electrónica de la dependienta de unos grandes almacenes:
— MetroMarket Noventa y Seis. Departamento, por favor.
— Árboles y arbustos — dijo Carole.
La pantalla mural se iluminó de repente mostrando el departamento de árboles y arbustos. Éste consistía en un amplio bosque de plantas, arbustos y flores en tiestos, un tumulto de color. En primer plano había una serie de pequeños árboles de Navidad. En realidad estaban hechos de vertiplast cuidadosamente moldeado, de modo que todas las ramas pendiesen de un modo natural. Se podía jurar que eran auténticos.
Ahora salió a la pantalla un dependiente. Era un hombre joven y bien parecido, con confianza en sí mismo y suntuosamente atractivo. En cuanto vio a Carole mostró la mejor de sus sonrisas. Costaba poco trabajo ver que la encontraba algo más que simplemente atractiva.
— Buenas noches, señora. ¿En qué puedo servirla?
— Desearía un árbol de Navidad, por favor.
Él asintió con la cabeza y se dirigió hacia un grupo de árboles:
— Aquí tenemos varios tipos. Todos hechos del mejor vertiplast — los enseñó uno a uno— . Bálsamo, abeto azul, pino nórdico… Como puede ver, tenemos dónde elegir.
Carole los observó un momento, no pudo decidirse y se volvió hacia Russ.
— ¿Qué te parece a ti?
Él se encogió de hombros.
— Es tu árbol. Escógelo tú. A mí me parecen todos iguales.
Esta breve pausa dio tiempo al dependiente para devanear aún más con Carole. Ésta estaba en el suelo en una posición que exponía plenamente sus muslos suavemente curvados, y, evidentemente, esto le gustaba al dependiente. Carole se levantó y se acercó a la pantalla para ver mejor los árboles. La apreciación por parte del dependiente se vio agudizada por el hecho de que al hacer esto, la bata suelta que Carole llevaba se abrió ligeramente pero lo bastante para que el dependiente pudiera ver la mayor parte de su escote.
Carole frunció los labios, observando los árboles con atención. Y dijo finalmente:
— Me quedo con el abeto azul.
— Muy bien — dijo el empleado; daba a las palabras un énfasis especial, zalamero— . Pero que muy bien — se acercó más a la estancia, hasta el primer plano de la pantalla mural, farfullando su discurso provocativamente— . ¿Alguna fragancia en particular? Tenemos todos los tipos. Ligera, mediana o fuerte. Unas sutiles, otras fuertes, otras aromáticas. Y sería — agregó, sonriendo directamente a los ojos de Carole— un gran placer para mí entregarle el árbol personalmente.
Carole se dio cuenta súbitamente de que estaba enseñando algo y se cerró rápidamente la bata sobre los senos. El dependiente volvió a sonreír.
— Estupendo — dijo— , estupendo. Siempre que necesite un nuevo compañero… comuníquelo.
En aquel momento Russ tenía una bebida en la mano. De repente, furioso, arrojó el vaso contra la pantalla mural. Éste rebotó en la pantalla y el dependiente sonrió, moviendo un dedo amonestador:
— Calma, calma…
— ¡Hijo de perra! — bramó Russ.
Se dirigió al tablero y apretó el botón de apagado. La pantalla mural quedó en blanco. Carole miraba fijamente a Russ, pasmada. Una súbita y deliciosa excitación se agitaba dentro de ella.
— Vamos, cariño — dijo— , ¿por qué todo eso?
— No sé — Russ sacudió la cabeza de derecha a izquierda como perplejo ante su propia reacción— . Supongo que me he puesto de mal humor porque ese bastardo estaba intentando relacionarse contigo.
— ¿Qué tiene eso de extraño?
— No sé.
— Todo el mundo intenta juntarse con todo el mundo. ¿Por qué voy a ser yo diferente?
— Porque lo eres — dijo él, con voz apagada.
Ahora era ella quien lo azuzaba:
— No seas tan anticuado, cariño. Ya sabes que es el procedimiento normal de comportamiento.
— No en mi casa.
— En tu casa o fuera de ella.
— Dejemos correr el asunto, ¿quieres?
— ¿Por qué? — dijo ella; estaba disfrutando con todo aquel asunto; esto era algo que no había visto hacia mucho, mucho tiempo, en Russ, y le encantaba— . ¿Intentas decirme que estás celoso?
— Digamos tan sólo que no me gustaba la idea de que estuvieses tumbada por ahí delante de la pantalla mural con las faldas arriba y enseñando los senos — ahora estaba realmente enfadado— . ¿De acuerdo?
— Interesante — dijo ella— , muy interesante. Me refiero a tu reacción remilgada — ahora empezó a burlarse de él, sólo para ver por dónde iba— . Russ, ¿qué te ha pasado? ¿Cómo es que te has vuelto tan posesivo de repente? Es realmente una estupidez.
— ¿Lo es?
— Claro que sí. Tu mejor amigo, George, puede tenerme cuando quiera y donde quiera, y tú puedes tener a Edna o a cualquier otra que desees, ¡y lo sabes!
— ¡No! — gritó él.
— ¡El Estado dice que sí!
— ¡A la mierda el Estado! ¡Que programen a todos los otros idiotas; yo ya estoy harto!
— ¿Desde cuándo?
— No sé — dijo él, confuso— . Desde ahora, supongo. O quizá desde hace ya mucho tiempo. No sé — entonces, la miró agresivamente, retándola a reírse de él; pero ella no lo hizo; había dejado ya de incitarlo, y se mostraba seria— . ¿De acuerdo?
— De acuerdo — dijo ella suavemente.
Entonces él la cogió y ella comprendió que algún nervio muy escondido dentro de Russ, y largo tiempo descuidado, había sido tocado duramente, y, por su propia parte, ella respondía del mismo modo. Lo único que habían conocido era un mundo de plástico, un mundo donde la gente era moldeada, donde se le daba forma, donde era pulida y programada para servir a algún fin, y en este momento ellos eran dos personas dentro de él que de repente estaban descubriéndose la una a la otra. Sintió como él le arrancaba la bata con un largo tirón y fue a su encuentro salvajemente, clavándole las uñas en la espalda. Carole respondió de una manera completamente diferente, de manera que ella nunca había experimentado en los ocho años que llevaban juntos, primero como extraños, luego como pareja y finalmente como cónyuges…
Yacían allí agotados, sintiéndose ambos muy bien y en paz. Finalmente, Carole dijo:
— ¿Qué me dices de mi árbol de Navidad?
— Bueno. ¿Qué quieres que te diga?
— Estropeaste la venta. ¿Te acuerdas? — Carole se preparó para levantarse— . Quizá debería probar en el VendoMarket Central.
Él tiró de ella haciéndola volver al suelo:
— Olvídate de eso. Que cojan su vertiplast y lo metan donde les quepa. Yo te conseguiré un árbol de verdad.
— ¿Dónde?
— En el parque. ¿En qué otra parte podría robar uno?
Carole vio que hablaba en serio y se asustó.
— No — dijo— . No puedes hacer eso. No te dejaré.
No me verá nadie — dijo él— . Hace un tiempo estupendo y está oscuro fuera. No hay luna.
— Pero supón que te cogen. Eso significaría la cárcel…
— No te preocupes. Iré con cuidado. Hay un grupo de abetos detrás de la casa… a unos cientos de pasos. Y no hay guardias en aquella zona. Claro que luego encontrarán a faltar un árbol. Pero le echarán la culpa a algún ladrón furtivo. Ocurre a cada momento.
Se levantó y empezó a vestirse para salir y, de nuevo, ella intentó detenerlo.
— Por favor, Russ. Eso es una locura.
— Muy bien — dijo él— , es una locura. Pero ¡maldición!, por una vez en mi vida me gustaría tener algo auténtico — se mostraba de repente vehemente, hablaba con pasión— . Algo natural, tal como lo hizo Dios. Algo que no sea falso, simulado, sintético, programado o fabricado — la tomó por los hombros y la sacudió, mirándola con furia— . Por una vez en mi vida. Sólo una vez. ¿De acuerdo?
Ella sabía que era inútil discutir con él y que nada lo detendría.
Una hora más tarde, Russ estaba de vuelta con un pequeño abeto. Lo había arrancado por las raíces, para hacer que pareciese un robo, y luego había cortado las raíces y las había enterrado. Lo puso en pie en un rincón de la estancia y la fragancia de sus agujas pareció llenarla toda. Se quedaron allí sentados contemplándolo, embriagados por su fuerte perfume, pero más embriagados aún por la consciencia de lo que en realidad era.
— Russ — dijo ella— . Es hermoso.
Él sonrió:
— Tú sí que eres hermosa. Los dos somos hermosos. Esta casa es hermosa.
Ella seguía inquieta.
— ¿No crees que alguien puede sospechar…?
— No te preocupes por eso. No hay manera de ver la diferencia entre eso y el vertiplast. Es imposible.
Tenía razón. Los árboles sintéticos que se fabricaban tenían exactamente el mismo aspecto, olor y tacto que los auténticos. Ni siquiera tenían que preocuparse cuando las agujas de su pequeño abeto se secasen y se cayesen de sus ramas. Había algunas especies de árboles y arbustos artificiales de venta en el mercado que estaban tratados químicamente para que imitasen a la naturaleza, y esto era lo que hacían. Incluso, a algunos había que regarlos para que las hojas o las flores permaneciesen frescas. De otro modo, se marchitaban.
Carole acarició con los dedos el esbelto tronco del abeto y hundió la cara en las fragantes agujas, gozando con su tacto sensual y auténtico.
— Bueno — dijo ella— . Lo único que falta es un niño; un niño de verdad — vaciló sólo un momento— . El nuestro.
Algo en su voz llamó la atención de Russ. La miró fijamente. Y, al ver sus ojos, su cara, lo supo.
— Estás bromeando — dijo.
— No — dijo ella— . Es cierto.
Él siguió hablando como si nada:
— ¿Cuándo ha ocurrido?
— Hace tres meses.
Él inclinó la cabeza hacia el cuarto de baño, intentando imaginársela:
— Así que no utilizaste el aparatito. Te lo saltaste…
— Sí.
Russ pensó en ello un momento. Entonces se dio cuenta de que aquello no era tan inusitado. Desde el Edicto había a menudo mujeres que quedaban embarazadas y llevaban el crío una temporada sólo para experimentar cómo era aquello. Pero, naturalmente, la cosa no pasaba de ahí. El Estado comprendía este anhelo y lo tenía previsto. Era extremadamente tolerante y, naturalmente, no había castigo para eso, siempre que no fuese demasiado lejos. Comprendía lo que Carole sentía, y dijo suavemente:
— Muy bien. No es ningún problema. Pero será mejor que vayas al LabAbort y te ocupes de ello.
— Russ, cariño, no lo comprendes… Quiero realmente tener este bebé.
Él la miró fijamente:
— Te has vuelto loca.
— Lo digo en serio. Voy a tenerlo. Vamos a tenerlo.
Russ vio que aquello no era ningún juego; que ella hablaba en serio.
— ¿Te has vuelto loca?
— Si quieres llamarlo así… Como tú con el árbol.
— ¡Eso era diferente, por el amor de Dios!
— Yo también quiero algo auténtico.
Russ empezó a hablarle suavemente, como si ella fuera una niña sobreexcitada.
— Ya sé lo duro que ha sido esto para ti — dijo suavemente— . Pero es algo que tienes que soportar, como el resto de las mujeres — la tomó por los hombros y le sonrió— . Escucha esto. Lo dejaré durante unas vacaciones. Voy a tenerlas pronto. Iremos juntos a algún sitio. Los dos solos. Descansar, olvidarlo todo… ¿De acuerdo? Entre tanto, será mejor que hables con el doctor Ives. Él te pondrá bien en seguida…
— Russ — dijo ella— . Me parece que no lo entiendes. Voy a tener este bebé.
— ¿Cómo? — dijo él— . ¿Dónde? ¿En la luna? ¿En algún lugar del espacio exterior? Por el amor de Dios, Carole, haz un esfuerzo. Sabes que eso es imposible. Sabes lo que pasaría. Te cogerían el niño y lo matarían. Y también a nosotros. Muy bien; has dejado que llegase hasta aquí, y también eso ha sido una estupidez. Pero lo has hecho y lo hecho, hecho esta. Si lo que necesitas es una operación, pues muy bien, que te la hagan. Puedes llamar al doctor Anderson…
— No.
— Si no lo haces tú lo haré yo.
— Si lo haces te dejaré.
— No lo dirás en serio — dijo él despacio.
— Pienso tener este hijo — dijo ella— . Tu hijo. Contigo, Russ. O sin ti.
Permaneció allí plantado, perplejo, observándola incrédulamente, sabiendo que hablaba en serio, asombrado de que hablase realmente en serio.
— Nadie se enterará — continuó ella— . Tengo un plan, Russ. Llevo un año planeándolo. Hay una manera de que tenga este hijo y lo mantenga en secreto.
— No hay ninguna manera.
— ¿Quieres escucharme…?
— No quiero ni siquiera oír hablar de ello.
— Cariño, por favor. Siéntate ahí y escucha…
Rápidamente, sin aliento, ella le contó los detalles. Él permaneció allí sentado con el rostro pétreo, escuchando y sin interrumpir ni una sola vez. Y, cuando hubo terminado, ella lo miró suplicante.
— ¿Y bien?
— Te diré una cosa — dijo él— . Es ingenioso.
— ¿Pero…?
— No saldrá bien.
— Dime por qué no.
— Es una locura — dijo él— , es imposible. Ni siquiera quiero hablar de ello.
Ella no quería librarlo del anzuelo y siguió todavía presionándolo:
— Dame una razón por lo que no haya de salir bien.
— Tienes que estar loca para intentar eso.
— Todavía no me la has dado.
— Muy bien — gritó él— . Muy bien. Quizá pudieses tener el bebé sin que nadie se enterase. Digamos que podrías lograr eso. Pero ¿y después?
— Te lo he dicho.
— Te estás engañando a ti misma. La gente no es tan tonta. Edna Borden, por ejemplo. Es lista y se da cuenta de todo. Olería lo que pasa. ¿Crees que puedes engañarla?
— Sí, creo que puedo.
— Crees que puedes — dijo él furioso— . Bien, pues buena suerte. Pero ¿cuánto tiempo?
— Es un riesgo que hemos de correr.
— Es un riesgo que no vamos a correr — dijo él— . Y se acabó.
— Quizá para ti — dijo ella tranquilamente— . Pero no para mí.
— Carole, escucha. Hemos tenido un día difícil. Durmamos y pensemos. Reflexionemos. Quizá pienses de otro modo mañana. Tómate un poco de tiempo.
— No hay tiempo — dijo ella— . Tenemos que decidirnos ahora mismo. Esta noche.
— Pero, por el amor de Dios, ¿por qué?
— Porque pronto empezará a notarse — su mano fue hasta su abdomen— . Y entonces será demasiado tarde.
En la casa contigua George y Edna Borden estaban acostados, uno en brazos del otro. Edna sonreía en su sueño, contenta y satisfecha, mientras George roncaba a intervalos.
El bebé empezó a llorar en su cuarto. George, despertado bruscamente de su sueño, se incorporó y escuchó un momento.
— ¡Maldita sea! — dijo.
Edna abrió los ojos y sonrió:
— Oh, George, es Peter. Estará mojado. Ve a cambiarlo.
— Santo cielo — gruñó George— . Que grite un poco. Ya volverá a dormirse.
— Es tu hijo — dijo Edna— . Y no volverá a dormirse — se estiró perezosamente, haciendo que sus senos se saliesen del camisón.
— Oh, muy bien.
Edna gritó hacia la otra habitación:
— No llores, Peter, pequeñín. ¡Papá viene! — George salió de mala gana de la cama, y, musitando para sí mismo, descalzo, fue andando pesadamente hasta el cuarto del niño, difusamente iluminado por una luz nocturna. De repente, al tropezar con algo, soltó un alarido.
— ¡Maldita sea!
— George — dijo Edna— . No debes renegar delante del niño. ¿Qué te ha pasado?
— ¿Por qué dejas siempre esos malditos juguetes por el suelo? — dijo George, frotándose el dedo dañado.
— Lo que ha pasado es que Peter los ha tirado. Eso no se puede evitar, ¿verdad, cariño?
«No — pensó él furiosamente— , supongo que no se puede.» Él había seguido el curso de orientación para padres, naturalmente, donde le habían enseñado a dar gusto a su cónyuge en todos los aspectos, a unirse a su fantasía y no ponerla nunca en duda. Si se mostraba siquiera una pizca de escepticismo, le habían advertido, toda la relación madre-hijo se vendría abajo, y era seguro que la sustitución protética fracasaría. George se había esforzado mucho y había sido un buen padre en todo momento. O, al menos, así lo creía él. Pero ahora, reflexionó, Edna exageraba. Una cosa era aceptar una idea, pero otra era mostrarse tan tonta al respecto. El plástico era plástico, programado o no, ¿cuándo se llegaba al límite?
Empezó a ponerle los pañales a Peter y el niño dejó de llorar y se puso a gorjear. Pero George era torpe y, con uno de los diminutos cierres de presión, pellizcó la carne de Peter en lugar del pañal desechable. El crío profirió un grito escalofriante y siguió sollozando.
Edna entró corriendo:
— George — gritó— , ¿cómo puedes ser tan cruel?
— ¿Cruel? — le gruñó él— . ¿Quién es cruel? Este malcriado es cruel. ¿Por qué tengo que levantarme en medio de la noche para cambiarle los pañales sucios? ¿No podemos programarlo de modo que no se ensucie, por el amor de Dios?
Se mordió la lengua al decir esto, recordando que le habían enseñado en el curso de orientación que no debía introducirse cambio alguno en la rutina natural del bebé, porque ello disgustaría a la madre. Observó furtivamente a Edna, pero, afortunadamente, ésta no se había dado cuenta de la observación.
— Vamos — dijo ella— , deja que lo haga yo.
Apartó de George al desconsolado bebé:
— Vamos, vamos, cielo, si no pasa nada. Mami está contigo — el sollozo se convirtió en un plañido y George permaneció allí, confuso, viendo cómo Edna terminaba de poner los pañales con manos rápidas y diestras.
— ¿Puedo volver ya a la cama?
— Claro — dijo ella. Después, frotando la nariz contra Peter, dijo— : Duérmete, niñito. Mamá y papá quieren al pequeño Peter arrulló y besó al niño y volvió a dejarlo en su cuna. Los párpados del niño se agitaron un momento y suspiró profundamente. Se durmió en seguida.
Edna salió de puntillas del cuarto del niño y se reunió con George en la cama.
— Cariño — dijo ella— . Has de intentar ser mejor como padre.
— Lo hago lo mejor que puedo.
— Ya lo sé. Pero quizá no te vendría mal un repaso de orientación.
— De acuerdo, cielo — dijo él— , lo que tú digas.
— Ya sabes, cariño — dijo Edna, envolviéndolo con sus brazos— , que Peter necesita tener la imagen de un padre fuerte y cariñoso con la cual identificarse. Los padres son terriblemente importantes. No querrás que nuestro hijo se identifique demasiado conmigo, ¿verdad? Ya sabes lo que puede pasar si lo hace.
En aquel instante, a George Borden no le importaba demasiado ni una cosa ni la otra.
— Muy bien, Edna. Lo que tú quieras. Pero deja que vuelva a dormirme.
Ella permaneció callada un momento y, cuando él casi se había dormido de nuevo, dijo:
— Cariño, ¿sabes una cosa?
— ¿Qué?
— Estaba pensando… ¿No sería maravilloso tener una chiquilla? La llamaríamos Susan, como mi abuela. Es un nombre bonito, aunque anticuado, para una niña — se detuvo— . ¿Qué te parecería a ti eso de tener una niña?
— De acuerdo — dijo él— . De acuerdo. Ya hemos hablado de eso antes. A mí me parece bien. Devolveremos a Peter y que nos den a Susan.
— Lo que yo digo es tener dos hijos, George. Peter y Susan. Creo que sería divertido tener una familia más amplia. ¿No te parece?
— Sí — dijo él— . Estupendo. Estupendo.
— Pensaba tener un bebé. Pero ahora creo que cogeré una que ya ande. De unos dos años, digamos. Es una edad estupenda, especialmente para una niña. ¿No te parece a ti?
— Lo que tú digas, cariño — gruñó él. Se volvió, se dejó caer sobre el estómago y empezó a roncar de nuevo.
Era el alba cuando se despertó y oyó a Edna que sollozaba suavemente a su lado. Intentó tomarla en sus brazos, pero ella lo repelió fieramente. En el cuarto contiguo, Peter volvía a llorar. Pero esta vez Edna no hizo ningún caso.
— Edna — dijo él— . El bebé está llorando.
— Déjame tranquila, George. Déjame tranquila.
Continuó sollozando, la cara hundida en la almohada, y él pensó: «ya está otra vez. Tiene otro de sus ataques». Tres veces en los últimos dos meses, y cada vez parecía ser peor. Antes o después tendría que poner en orden sus ideas.
— Si no, todos se verían en un lío.