9
Era la época de Navidad y, aquella noche, mientras flotaba a lo largo de su órbita en un cielo oscuro, el Bocazas estaba de buen humor. Sus luces encendidas por computadora irradiaban alegría navideña, mientras hacía llover versiones corales de diversos villancicos, piezas favoritas tales como «Adeste Fidelis» o «Noel, Noel», y otras selecciones gratamente recordadas. Una vez, ofreció una electrónica y metálica versión de «La Noche antes de Navidad», y fue algo especialmente bueno. En épocas de fiestas el Bocazas era siempre muy sentimental, y algunas personas lo encontraban hasta sensiblero.
En casa de los Borden, George y Edna ofrecían una pequeña fiesta de Navidad a Russ y Carole. George cogió un cucharón y, de un gran bol de ceramplast colocado sobre la mesa, sacó una cantidad de líquido caliente, la vertió en una copa y se la dio a Russ. Tanto el bol como el cucharón brillaban intensamente, como plata fina, bruñida y antigua, y sólo un experto habría notado la diferencia.
— Échate esto al coleto — dijo George— . Y luego agárrate bien a algo.
Russ observó la bebida:
— ¿Qué es?
— Tom and Jerry.
Naturalmente esto era una bromita de George, puesto que ya no había verdadero alcohol, ni huevos, ni crema, pero de una manera u otra George se las había apañado para preparar algo con los sustitutos sintéticos que se hallaban en el mercado. Russ bebió un sorbo y dijo:
— No está mal. ¿Qué habéis puesto?
George hizo un guiño:
— ¿Qué más da?
Fuera lo que fuese lo que hubiera puesto, el efecto era el mismo que el de un verdadero Tom and Jerry, y Russ sintió una sensación agradable. Carole estaba mirando el árbol de Navidad que los Borden acababan de comprar. Todavía estaba envuelto en plastiespuma transparente; George había bajado a la ciudad a recogerlo hacía solamente una hora.
— George va a arreglar el árbol mañana por la noche — dijo Edna, quien había tomado un par de copas y tenía la cara enrojecida y los ojos inusitadamente brillantes— . Y yo voy a envolver los regalos de Peter.
Había un montón de cajas de regalos en el rincón, y, por un momento, Carole se sintió mal. Pero se recuperó rápidamente. Esperaba que Edna no hubiese observado nada en su expresión. Una vez más, envidió a Edna por ser capaz de creer, creer plenamente aquella fantasía. Aquello hacía la vida más fácil, la hacía soportable. Aunque no fuese verdadero, ¿qué importaba, si realmente se creía? Era maravilloso ver cómo programaban a las mujeres hoy en día. No había muchos fracasos como ella. Quizás el uno o dos por ciento, pero no muchos más.
Señaló con la cabeza al montón de regalos y entonces, como si nada, dijo a Edna:
— Vais a hacer que esto sea una verdadera Navidad para él.
— Sí, ya lo sé. Peter tiene sólo seis meses, y supongo que es una tontería gastar tantas calorías en sus regalos. Ya sé que la Navidad se considera una fiesta para niños, pero supongo que nosotros nos divertimos más que ellos.
— Oíd — dijo George espontáneamente— . ¿Qué hacéis esta noche?
— Salimos — dijo Russ.
— Olvidaos de eso — dijo George cordialmente— . Si bajáis a la ciudad esta noche os matan; pensad en todos los compradores navideños de los paseos. Yo mismo no creía poder salir de allí esta tarde. ¿Por qué no os quedáis los dos a ver la pantalla mural? Hay un gran espectáculo por el canal de erotismo que empieza dentro de una hora. Una orgía.
— Gracias, George — dijo Russ— . Pero no contéis con nosotros.
— No lo has entendido — insistió George— . No es la mierda de siempre. Es algo especial. Un documental. No está ensayado ni son actores profesionales como suele ocurrir en estos espectáculos. Esto fue filmado por un fisgón. Tenía un fototubo escondido en la pared de una casa de orgías de la Confluencia Veinte y lo filmó todo, estilo mirón, con la gente comportándose naturalmente.
— Sería una burrada que no os quedaseis — dijo Edna; sus ojos, excesivamente brillantes, devoraban a Russ— . Un espectáculo como ése, y nosotros cuatro solos sentados en la oscuridad…
— Sí — dijo George— . Podríamos pasarlo estupendamente.
— Lo sentimos — dijo Carole— . Pero hemos prometido visitar al doctor Herrick y su esposa, en la Ciudad Antigua.
— ¿El doctor Herrick?
— Sí — dijo ella— . Ejercía con mi bisabuelo. Es amigo íntimo de nuestra familia. Trajo a mi abuelo al mundo, a mi padre y también a mí. El caso es que ya es bastante viejo y no puede andar mucho por ahí, y están muy solos… Russ y yo pensamos que, ya que ahora era el momento adecuado, podíamos bajar y tratar de alegrarlos un poco. Nos esperan.
— Bueno — dijo George— . Si tenéis que iros. Pero no sabéis lo que os perdéis.
— Russ — dijo Carole— . Se está haciendo tarde. Y todavía tengo que cambiarme.
Cuando se hubieron ido, George llenó otra copa de Tom and Jerry y dijo a su cónyuge:
— ¿No has observado nada especial en Carole?
— ¿Qué quieres decir?
— Ha cambiado. Se la ve mucho más relajada. Ya me entiendes, más contenta en general. Ya no parece que todo le fastidie, como antes.
— No me he fijado.
— Pues yo sí. Parece una persona diferente. No es la Carole de antes, ¿entiendes lo que quiero decir? — George se detuvo, pensando en ello un momento— . Me gustaría saber por qué.
La verdad era que Edna sí se había fijado. Pero, por algún motivo, no quería confesárselo a George. Y, en un repentino arrebato de furia, o quizá de celos, pensó que sabía el porqué. Era muy posible que, de alguna manera, a Carole volviese a irle bien con Russ. Ella, Edna, tenía buenas razones para sospechar que esto era cierto. En las últimas semanas, había observado que Russ se mostraba mucho menos ardiente cuando se lo llevaba a la cama. No era el mismo de antes, por decirlo de algún modo. Se preguntaba qué habría pasado entre ellos.
Y especialmente a Carole.
Pensó en Russ y, con amargura, encontró una palabra para él. Tonto. El padre de Edna quería mucho a su única hija. Una palabra dicha por ella, y sería fácil efectuar un cambio de cónyuges. George podría salir de la escena y ser oficial de seguridad en jefe, y Russ podría entrar a ocupar su puesto. Podría ser el mandamás y tenerlo todo, y además a ella. Pero Russ seguía viendo algo en aquella criatura pálida que era su cónyuge. Y, por mucho que se esforzaba, Edna Borden no podía comprender el qué. Lo único que sabía era que Russ parecía evitarla últimamente. Y, de nuevo, se preguntó qué clase de magia había logrado efectuar Carole.
Fuera como fuese, aquello no le gustaba. No le gustaba ni pizca.
Carole, de pie ante un espejo de pared, se arrancó el vestido de fibraespuma con un gesto rápido y lo arrojó a un receptáculo. Sólo con su slip de sedasín, metió la mano en un cajón y sacó un par de paquetes muy pequeños y compactos de colores y diseños diferentes, tan pequeños que se podían tener en la palma de la mano. Hizo su selección y, con un rápido movimiento de la muñeca, lo abrió de un tirón dejando al descubierto un vestido nuevo y limpio que floreció hasta llegar a su pleno tamaño. Se lo puso por la cabeza. El vestido tenía un cinturón adaptado. Se puso a abrocharlo, pero vio que le venía algo apretado. Se miró en el espejo con cierta ansiedad, dándose cuenta de que empezaba a engordar visiblemente a la altura de la cintura. Descartó el cinturón y se sacudió el vestido de modo que éste le quedase suelto.
«Pronto tendré que decírselo», pensó.
Él la llamó desde la otra estancia:
— Carole, ¿estás lista?
— En seguida estoy contigo.
— ¡Vamos! — gritó él con impaciencia— . Vámonos ya.
— ¿Qué hay de los vegetales para los Herrick?
— Están envueltos y a punto.
Carole se entretuvo un momento más para mirarse en el espejo. Sus manos vagaron hasta el abdomen, acariciándoselo. Su sonrisa era radiante.
Salieron del cálido refugio de la casa a la noche invernal.
Un fuerte viento silbó y los golpeó plenamente en el rostro, de tal modo que ambos se quedaron sin aliento, con un hormigueo en las mejillas. El SerMet regional, en un arranque de sentimentalismo, había garantizado unas Navidades blancas a todos los residentes de aquella zona; había envuelto en niebla e impregnado de partículas sólidas — cristales ionoplanos productores de lluvia— las nubes y la atmósfera superior, y, mediante mando con computadoras, había proporcionado así a la zona exactamente unos treinta centímetros de nieve ligera y seca.
Permanecieron allí un momento, emocionados por la grandeza de la noche. Había luna llena y ésta era de color naranja plateado y cabalgaba regiamente por un cielo de terciopelo azul negruzco salpicado de estrellas invernales. Éstas parpadeaban y crepitaban tan bajo sobre la Tierra que Russ imaginó que podía en aquel momento y con pleno y exultante movimiento del brazo, atrapar un centenar de ellas en la ansiosa palma de su mano. La Osa Mayor estaba baja, y, a raros intervalos, la misma Cingus, abrazando furtivamente el horizonte como un ladrón celeste, salía a la vista tras una brecha de la cadena montañosa situada al oeste. La nieve, ligera como el polvo y pintada de oro pálido por la luna, ondulaba ante el viento caprichoso, y cubría los taludes del MusEst Cuarenta y Dos como una callada bendición, haciendo meditar sobre el final del año, y reflexionar sobre el que iba a comenzar.
Abajo yacían los millones de luces amontonadas de la urbanópolis alfombrada tendida hacia todos los horizontes. Incluso el río era atravesado por bandas de luces que eran las ciudades-puente, enjambres de edificios de gran altura convertidos en colmenas por sus miles y miles de cubículos, construidos sobre pilares y jácenas tendidas sobre la corriente, un amasijo de comunidades viviendo sobre puentes a la manera del antiguo Ponte Vecchio de Florencia, porque ya no quedaba terreno sobre el que construir, ni un mísero palmo.
En las ciudades-puente vivía la gente más próspera, y los cubículos de allí eran altamente preferibles, puesto que poseían la enorme ventaja de disfrutar de una vista.
Carole y Russ tenían una suscripción para el MusAntAm, y era interesante ver las antiguas tiras de películas que presentaban allí. Habían visto una realmente fascinante, y era sobre aquella misma zona. En otros tiempos, no hacía muchas décadas, mirando hacia abajo, hacia el valle, se podía aún ver campos y praderas. La película que habían visto era vieja y estaba borrosa, pero aún así era hermosa. Mostraba a la luna bañando con su luz grupos de árboles ahora extinguidos, arces y abetos, olmos y sauces, con su suave color estaño y un tintineo de plata; setos y silos, hogares y graneros. Mostraba las luces arracimadas de pequeños pueblos y ciudades, las esbeltas espiras blancas de las iglesias y casas de reunión, y serpenteantes carreteras parpadeando con el tránsito de automóviles. La gente adoraba estas viejas películas, la emocionaba enormemente el hecho de ver un gran espacio despejado, y era muy difícil conseguir entradas.
Subieron al solarcar y, cuando lo hacían, el Bocazas, que inexplicablemente había permanecido callado durante unos minutos, empezó ahora a cantar:
Sonad campanas, sonad campanas,
Sonad sin cesar.
¡Oh, qué divertido es ir en trineo!
Tanto Carole como Russ se sintieron conmovidos por la nostalgia del momento.
— Hasta el Bocazas — dijo ella— . Es hermoso…
Mientras descendían por la cuesta, Carole miró las hortalizas que descansaban en su regazo. Dos zanahorias, una cebolla, una patata y un manojo de apio. Russ las había envuelto con visienvol y las había atado con una cinta roja. Aquellas hortalizas eran parte de la pequeña cantidad que guardaban en el frigorífico y Carole dijo:
— Russ, esto será un maravilloso regalo de Navidad para los Herrick. Hace años que no ven hortalizas frescas.
Russ se encogió de hombros.
— A su edad, no tienen mucho que disfrutar — sonrió al ver la fuerza con que Carole tenía agarradas las preciosas hortalizas— . Ten cuidado, no las vayas a aplastar.
Ella sonrió y aflojó las manos. Entonces, él preguntó:
— ¿Dónde quieres comer?
— ¿Puedo escoger? — dijo Carole.
— Bueno — dijo él— , podríamos ir a un bar de algas. Tienen gran surtido: cocidas, asadas, fritas o simplemente crudas. O, si no te apetecen las algas, ¿qué tal el plancton?
— Me apetece mucho el plancton — dijo ella siguiendo la broma— . Pero no se me ocurre a dónde ir. Quizá tú puedas proponer un sitio que tenga ambiente.
— Claro — dijo él— , ¿qué te parece el Viejo Viena?